XVIII
En su tienda esperé su regreso escuchando a mis demonios.
Y les contesté:
«Se ha escogido una concubina. Darío tenía más de trescientas. ¿Cómo es posible que me ofenda? Cualquier otro rey hubiera estado casado antes de conocerme; le hubiera compartido desde el principio, cualquiera sabe con cuántas, esperando la noche del favor.
»—Claro —contestaron ellos—. Pero era la época en que tenías amo. Desde entonces tienes un amante. Prepárate, Bagoas, aún no sabes lo que es sufrir. Espera a que se acueste. Tal vez la tenga consigo.
»—Tal vez así será —les dije a los demonios—. Pero él es mi señor y yo nací para seguirlo. Jamás retira su amor. Y yo no puedo retirarle el mío aunque me queme el alma con el Ardiente Río. Así están las cosas. Id a burlaros a otra parte».
Hacía mucho rato que había terminado el banquete. ¿Estaría Alejandro regateando con el pariente de la muchacha? Al final le oí venir pero se encontraba en compañía de la mayoría de sus generales, lo que menos hubiera podido imaginarme. Aunque ya era muy tarde entraron todos y se quedaron a hablar en la cámara exterior. Me alegré de poder escuchar porque tuve tiempo de recuperarme del sobresalto que me produjo lo que oí. Al principio no podía creerlo.
Hefaistión fue el último en marcharse. Hablaron demasiado bajo para que yo pudiera oírlos. Después Hefaistión se fue y Alejandro entró.
—No debieras haberme esperado. Debiera habértelo mandado decir.
Yo le dije que no tenía importancia y que en seguida iban a traerle el agua para el baño. Sabía que no tardaría en hablarme; no podía guardar el secreto.
—Bagoas.
—Sí, Alejandro.
—¿Has visto a Roxana, la hija de Oxiartes? Me la presentaron al terminar la danza.
—Sí, Alejandro. Todos hemos comentado su belleza.
—Voy a casarme con ella.
Sí, estaba preparado. Creo que un silencio demasiado prolongado hubiera sido demasiado para su temperamento.
—Que seas feliz, mi señor. Es realmente una perla de luz.
¡Una sogdiana! ¡La simple hija de un jefe! Inútil abrigar la esperanza de que todavía no la hubiera pedido en matrimonio y al día siguiente recuperara su sano juicio. Comprendí que ya era demasiado tarde.
Le complacieron mis palabras. Había tenido tiempo de prepararlas.
—Todos están en contra —me dijo—. Hefaistión me apoyará, pero tampoco es partidario de ello.
—Mi señor, es porque piensan que ninguna es digna de ti.
—¡No! —exclamó echándose a reír—. Cualquier muchacha macedonia que me hubieran traído hubiera sido digna… Roxana. ¿Qué significa en persa?
—Estrellita —repuse.
Le gustó.
Vino el agua del baño y tuve ocasión de desnudarlo. Cuando se hubieron ido los esclavos me dijo:
—Hace tiempo que sé que hubiera debido casarme en Asia. Es necesario. Los pueblos deben reconciliarse. Y es preciso que empiece yo. Es el único camino que nos queda. Tendrán que aceptarlo.
—Sí, Alejandro —repuse, pero pensé: «¿Y si no lo hacen?».
—Pero desde que así lo comprendí no había visto a ninguna mujer que pudiera resultar adecuada hasta esta noche. ¿Viste alguna vez a alguien que se le pareciera?
—Jamás, señor, ni siquiera entre las damas de Darío —creo que ello era realmente cierto si se exceptuaba el defecto de sus manos—. Claro que jamás había visto a la reina. No hubiera estado permitido.
Se lo dije para asegurarme de que jamás me trajera ante su presencia.
—Yo sólo la vi una vez y otra cuando murió. Sí, era hermosa como un lirio sobre una tumba. Sus hijas eran niñas entonces. Ahora son mayores, pero… Bueno, también lo son de Darío. Y no quiero engendrar un hijo de una raza de cobardes. Esta muchacha posee temperamento.
—Sin duda, Alejandro. Se le ve en los ojos.
Eso también era cierto. Aunque quién sabe de qué clase de temperamento se trataría.
Estaba demasiado nervioso para poder dormir y se dedicó a pasear arriba y abajo enfundado en una bata y hablando de la boda, de cómo enviaría un mensaje a Oxiartes, su padre, y así sucesivamente. Es curioso, pero todo aquello constituía para mí un consuelo. No me hubiera obligado a escuchar todo aquello si tuviera intención de apartarme de su lado; no era propio de él. Comprendí que tal idea no se le había pasado siquiera por la imaginación.
Claro que en aquellos momentos sabía que deseaba a la muchacha pero no olvidó mi dolor por descuido. El afecto era en él más profundo siempre que la pasión. Se lo había ofrecido a Filotas, cuya traición le había dolido como la de un amante. Me lo había ofrecido a mí y seguía siendo fiel al mismo. Súbitamente me pregunté si Hefaistión habría sufrido lo que yo.
Al final conseguí que se acostara. Faltaba poco para el amanecer.
—Bendito seas en nombre de los dioses de nuestros dos pueblos. Eres el único que lo ha comprendido.
Atrajo mi cabeza hacia sí y me besó. Las lágrimas contenidas me anegaron los ojos pero me marché antes de que él se diera cuenta.
Oxiartes llegó a los pocos días para concertar la paz. Como es natural, Alejandro no le devolvió la Roca porque se proponía dejar en ella una guarnición, pero el jefe hizo un buen negocio teniendo en cuenta que su nieto iba a ser Gran Rey. Al recibir la noticia de que Alejandro se proponía contraer matrimonio con la muchacha, a la que cualquier otro vencedor del mundo hubiera tomado como botín de guerra, me imagino que no debió dar crédito a sus oídos.
El banquete de la boda que ahora se estaba preparando iba a hacer que el último que se había celebrado se pareciera a una simple cena familiar. Fueron llamados los parientes para que arreglaran la alcoba nupcial. Lo único que quería yo saber era lo que se proponía hacer con ella Alejandro cuando se trasladara allí. Las mujeres sogdianas no son como las nuestras. ¿Y si ella esperaba vivir con él en su tienda, haciéndoselo todo y retirándose cuando llegaran hombres sin ver otro motivo para mi presencia más que el que yo me convirtiera en su criado? «Si Alejandro permite que ello suceda, me habrá llegado la hora de la muerte», pensé.
Después llegó una preciosa tienda nueva y un espléndido carro con techo y cortinas de cuero bordado. Se me alegró el corazón.
Me llamó y me apoyó la mano en el hombro.
—¿Quieres hacerme un favor?
—¿Cómo es posible que me lo preguntes?
—Entra en la tienda de Roxana y dime lo que le falta. No sé mucho de estas cosas. Me han dado algunos consejos pero esta gente jamás ha vivido en una corte.
Yo le sonreí y él me hizo pasar. Hubiera podido decirle que aquella muchacha sogdiana jamás había imaginado que pudieran existir tales esplendores y ni siquiera sabría para qué servía la mitad de las cosas destinadas a su aseo personal. Pero yo lo inspeccioné todo muy serio, hablé de la necesidad de agua de azahar si ésta podía conseguirse y dije que no faltaba nada. El lecho era muy grande según el pesado estilo de aquella provincia. Recordé de nuevo el perfume de la madera de cedro y de la salada brisa de Zadrakarta.
A medida que se acercaba el día, resultó evidente que los sogdianos se sentían muy contentos, pero que los demás no. Los macedonios de rango se lo tomaron muy a mal. Si hubiera aceptado a la muchacha a cambio de la vida de su hermano y se la hubiera llevado a su tienda a rastras, hubiera carecido de importancia; un par de gritos hubieran podido ser el objeto de los chistes de los alcahuetes. Pero el matrimonio era un ultraje a su condición de vencedores. Si primero hubiera tomado a una reina macedonia y después le hubiera añadido esta muchacha en calidad de segunda esposa (decían que su padre había tenido muchas), no hubieran refunfuñado. El caso era que muchos tenían en casa a hijas que pensaban que debían haber tenido preferencia. El hecho de que no le confiriera el rango de reina les tranquilizaba un poco. Yo me alegré de comprobar que no había ido tan lejos.
En cuando a los hombres, a todos los soldados les gustan las rarezas del caudillo que admiran y les gusta que éste se convierta en leyenda. Estaban acostumbrados al danzarín persa; si no hubiera tenido ningún compañero de lecho se hubieran preguntado qué le sucedía. Pero eso ya era otra cosa. Habían combatido para sojuzgar a Sogdiana porque él había dicho que era necesario. Ahora se rumoreaba que estaba pensando en la India. Estaban empezando a preguntarse si alguna vez se proponía regresar a la patria. Había extendido las alas y ahora su patria era toda la tierra. Pero ellos pensaban en sus aldeas, en los montes en los que habían apacentado rebaños de cabras siendo niños, y en hijos macedonios nacidos de esposas macedonias.
Cualesquiera que fueran nuestras opiniones al respecto, llegó el día señalado con tanta certeza como la muerte. Mientras lo vestía para la fiesta, Alejandro sonreía como si, ahora que había llegado el momento, le costara creer que pudiera ser cierto. Entraron varios amigos para desearle felicidad según costumbre. Se alegraron de comprobar que no se ponía la mitra —tomaba una esposa, no una reina— y empezaron a gastarle bromas. Nadie se percató de mi presencia; sólo Hefaistión me miró una vez pensando que no me daba cuenta; no sé si por curiosidad, triunfo o compasión, no tuve tiempo de pensar en ello.
Empezó la fiesta. Un estallido de luz y calor y oro y colorido y aroma de carnes asadas; los grandes y bárbaros montones de pertenencias de la novia en sus soportes; el novio y la novia entronizados. La noche era hermosa y apacible, y las llamas ardían verticales. La música era ensordecedora y todo el mundo gritaba. La novia miraba a su alrededor con sus brillantes ojos como si nadie le hubiera enseñado jamás a mantenerlos bajados; hasta que Alejandro se dirigió a ella a través del intérprete y ella lo miró.
Trajeron la hogaza ritual para que él la partiera con la espada. Cortó un trozo de la mitad correspondiente a la novia, se lo dio a comer a ésta y saboreó un trozo de la suya. Ya eran marido y mujer. Todos nos levantamos para vitorearles. Se me cerró la garganta y no pude articular sonido alguno. Las antorchas me sofocaban y me hacían escoger los ojos. Pero me quedé en mi sitio avergonzándome de que pudiera verme salir. Si me quedaba más tiempo, llegaría el momento de acostar a la novia.
Entre la muchedumbre que me empujaba, una mano se me deslizó bajo el brazo.
Sin volverme comprendí que era Ismenios.
—Es hermosa —dije—. ¿Envidias al novio?
—No —me dijo al oído—, lo envidiaba antes.
Yo me incliné hacia él un poco más. Me pareció que todo se estaba produciendo instintivamente, como el hecho de parpadear contra el polvo. Abandonamos el apretujamiento, recogimos nuestras chaquetas y capas de entre el montón de prendas que había fuera y salimos bajo las frías estrellas sogdianas.
Había tanta claridad como dentro; grandes hachones ardiendo por todas partes y una horda de miembros de la tribu hartándose de animales muertos enteros asados sobre las hogueras. Cantando, gritando, rugiendo, armando alboroto, provocando peleas entre sus perros, danzando en círculo. Sin embargo, sólo se arracimaban donde había comida y bebida y pronto nos libramos de ellos.
No había nevado desde antes del asedio. La tierra se había secado. Encontramos un recóndito lugar entre las peñas y él extendió la capa. La hierba estaba muy pisada. Me imagino que toda la aldea debía haber acudido allí, pero no le dije nada a Ismenios, que pensaba que era un paraíso creado solamente para nosotros dos.
Le sorprendió que pudiera adivinar con tanta rapidez sus deseos. No sé por qué, no eran nada del otro jueves. Cualquier tarde de las de Susa me hubiera dado por satisfecho de encontrar un cliente tan fácil. Estaba ansioso de complacerme y yo dispuesto a que me complaciera cualquier cosa. Oromedon me hubiera revelado lo que podía esperar. Casi había olvidado aquellos primeros días. «Procede de la cólera y de la resistencia del alma». Cuando contuve el aliento Ismenios creyó que ello se debía al arrobamiento y la felicidad. Había sido un buen amigo cuando los demás acompañantes se dedicaban a molestarme. Había aprendido muy joven a dar las gracias a aquellos que no me maltrataban.
No sé cuánto tiempo permanecimos allí, me pareció que media noche. Él llevaba deseándome un año y parecía ajeno a toda fatiga. Al final, tras haber permanecido un buen rato bajo mi chaqueta, ambos llegamos a la conclusión de que la noche se estaba enfriando demasiado.
Brillaba una tardía luna menguante. Ismenios la observó flotar junto a la Roca. Yo me apoyé en su hombro. El hecho de haberme esforzado en complacerle por entero me había inducido a pensar en algo que era para mí tan valioso como para él.
—Hemos soñado, querido amigo —le dije—. Otra vez podríamos despertar. Dejemos que sea un sueño que se olvide por la mañana.
Me pareció mejor decirle eso que: «No me lo recuerdes jamás o te clavaré un cuchillo».
Él me rodeó la cintura con el brazo. Un joven apuesto. No siempre había tenido yo la suerte de poder escoger. Hablando con sensatez —jamás había sido un estúpido— contestó:
—Te lo prometo. Jamás una sola palabra, ni cuando estemos solos. Me considero afortunado pudiéndolo recordar. Como es natural, él volverá a quererte a su lado. Cualquiera lo desearía.
En lo alto de la Roca brillaba una gran hoguera a la entrada de la cueva. La noche de boda no había atontado a Alejandro hasta el extremo de dejar sin guarnición aquel lugar. No obstante, había enviado a sus hombres toda clase de manjares para que participaran también en la fiesta.
En la sala se escuchaban los adormecidos y perezosos cantos de los invitados que siempre se quedan hasta el día siguiente para examinar la sábana de la novia. Por primera vez empecé a preguntar qué tal le habrían ido las cosas. Debía faltarle mucha práctica, si es que alguna vez la había poseído, y una virgen de dieciséis años no debía haberle resultado muy útil. Por unos instantes regresaron mis demonios y me hicieron desear que hubiera fracasado y regresara en busca de mi consuelo. Entonces pensé en lo que ello significaría para él, que no conocía la derrota; refrené por tanto mi mal deseo y lo maté. Cuando Ismenios me hubo dejado hablándome con los ojos para irse a acostar, yo me quedé perdido entre la muchedumbre hasta que llegó la aurora acompañada de músicas y apareció una anciana de alto linaje para mostrarnos la sábana. Ésta presentaba el rojo distintivo de la victoria. Alejandro seguía sin conocer la derrota.
Al día siguiente se celebraron tantas ceremonias que apenas tuve tiempo de verlo a excepción del momento en que entró en la tienda para cambiarse de ropa. Se le veía contento (¿quién sabe si de dicha o bien de satisfacción ante la hazaña?) y lleno de energía y vigor. Ismenios se hallaba de guardia, con sombras azules bajo los ojos y una suave sonrisa enigmática que se guardó mucho de dirigir hacia mí.
A la novia la estaban visitando cientos de mujeres; desde fuera podía escucharse el parloteo procedente de la cámara nupcial. Puesto que no era sordo cuando viajaba en los carros del harén de Darío, sabía cuáles eran las preguntas y me pregunté qué contestaría ella.
No me acerqué a la puerta en ningún momento sino que enviaba a un criado para que le entregara los vestidos de la mañana al eunuco que estaba de servicio, o bien se llevara la túnica de la cena. Hay que empezar de la misma manera que uno se propone seguir.
Cuando vino a tomar el baño por la noche me pareció que, al lavarlo, le eliminaba a Roxana de la piel. A tales necedades conducen los celos al corazón. Súbitamente él me dijo:
—Tendré que enseñarle el griego.
—Sí, Alejandro.
¿Cómo se las habría apañado sin hablar? Yo lo había sanado de sus antiguas tristezas —tal vez para siempre, tal vez no— engatusándolo, contándole chismes y confidencias, secretos o viejas historias. Estas cosas siempre le gustaban antes de disponerse a empezar de nuevo. A veces conciliaba el sueño sobre el trasfondo de mi voz. Mientras estaba a su lado, para mí todo era una misma cosa. Y ahora había venido esta chica que, sin poder dirigirle una sola palabra, se limitaba a permanecer tendida, esperando más.
—¿Tu maestro, Filóstrato, piensas que serviría?
—Ninguno podría ser mejor —repuse, alegrándome de poder hacerle un favor a éste a cambio de su amabilidad para mí—. Además, ha aprendido algo de persa de tanto hablar conmigo.
—Ella no entiende el mío —el sogdiano es al persa puro lo que el macedonio al griego—. Sí, me parece que es el hombre más adecuado.
—¿Kalístenes no? —le pregunté recordando una antigua broma.
—Ni hablar —contestó sin sonreír—. Está demasiado ocupado y ello no le resulta beneficioso.
Hubiera debido comprenderlo. Cualquiera podía adivinar lo que pensaría Kalístenes de un matrimonio bárbaro y de unos herederos medio sogdianos destinados a gobernar a los griegos.
—Ahora ya debe haberle escrito a Aristóteles. Bueno, yo también le he escrito. El anciano debe comprender lo que hago.
—Sí, Alejandro.
Tenía una magulladura color púrpura en el cuello. Ella debía haberle mordido. Pensé que cómo era posible; no era propio de él.
Sea como fuere, no había transcurrido siquiera una semana cuando, al recibir la noticia de que una tribu se había negado a someterse, salió de nuevo en campaña. Puesto que los rebeldes no vivían lejos, dijo que no merecía la pena trasladar la corte y cansar a la señora Roxana con un duro viaje a través de desfiladeros invernales; regresaría muy pronto.
Ante esta noticia empecé a pensar.
Si hacía el equipaje en la creencia de que iba a acompañarle, era probable que él me llevara consigo. Entonces yo estaría a su lado y ella no; ¿qué otra cosa podía haber mejor? Bueno, tal vez una. ¿Y si probáramos a ver a cuál de los dos echa más de menos? Una gran apuesta a un solo lance de dado. Así y todo, echaría el dado.
Supuse por tanto que iba a quedarme como en tantas ocasiones anteriores y él se fue solo. Mientras la larga caravana se perdía entre los desfiladeros, hubiera deseado retirar la apuesta. Pero ya era tarde.
De haberlo acompañado, él no hubiera dispuesto de mucho tiempo que dedicarme. Los rebeldes habitaban en una fortaleza de montaña con una gran hondonada delante que, según se decía, la hacía inexpugnable. Alejandro se pasó tres semanas, en medio de un tiempo espantoso, llenando la hondonada para poder tender un puente en el desfiladero. Puesto que los de la fortaleza jamás habían pensado que ello fuera posible, se quedaron sumamente sorprendidos cuando empezaron a ser alcanzados por las flechas, siendo así que las suyas, dirigidas hacia los equipos de obreros, iban a dar contra gruesas pieles de toro. Enviaron entonces a un heraldo solicitando que Oxiartes actuara de enviado.
Alejandro mandó llamarlo; creo que era en cierto modo pariente del jefe. Subió, les informó de la boda de su hija y afirmó que Alejandro era invencible y al mismo tiempo clemente. El jefe se rindió, invitó a Alejandro a su fortaleza, aprovisionó al ejército utilizando los suministros que había almacenado con vistas al asedio, fue confirmado en su puesto y recuperó la fortaleza. Así terminó la guerra.
Entre tanto, mientras seguía estudiando griego con Filóstrato, no pude evitar preguntarle qué tal le iban las cosas en el harén. Me dijo que tenía que dar clases en presencia de dos ancianas, las tres hermanas de la muchacha y un eunuco armado hasta los dientes.
—No sabes la suerte que has tenido —le dije—. Oxiartes quería castrarte antes de permitirte el paso —me reí en voz alta de sus corteses esfuerzos por serenar su rostro—. Pero no te preocupes, Alejandro se mostró inflexible. ¿Y qué tal van las lecciones?
Dijo que la dama se mostraba muy ansiosa de aprender e incluso impaciente. Vi que se turbaba y abría rápidamente el libro.
Poco después mandó llamarme el jefe de los eunucos del harén de Oxiartes. Su deferencia me sorprendió. A pesar de su tosquedad era muy aficionado a la pompa. Sin embargo, me sorprendió mucho más el motivo de la llamada. La señora Roxana quería verme.
¡Conque se había enterado! Qué más daba que hubiera sido a través de chismorreos rencorosos o por haber enviado ella espías por su cuenta; lo sabía.
Como es natural, yo no deseaba acercarme a ella, ahora menos que nunca. Dije que estaba desesperado, por no poder deleitarme los ojos con su agradable presencia, pero que no me atrevía a penetrar en el harén sin autorización del rey. Él asintió gravemente. En ningún lugar visitan el harén personas hermosas, aunque estén castradas; Darío jamás me había permitido ir, de no ser cuando lo acompañaba a él. Observé que el eunuco se inquietaba. ¿Tal vez, le pregunté, podría decirme por qué deseaba verme su señora?
—Según tengo entendido —me dijo mirándome de arriba abajo—, quería preguntarte por qué, siendo danzarín, no danzaste en su boda para desearle buena suerte a ella y a tu amo.
—¿Danzar en su boda? —debí mirarle como un necio.
—En nuestro país —repuso—, es costumbre que lo haga un eunuco vestido de mujer.
—Puedes decirle a tu señora que no me negué a danzar; el rey no me lo ordenó. En su país no es costumbre.
Alguien debía haber danzado una vez que yo hube abandonado la sala. Antes que hacerme sufrir, Alejandro la había contrariado en el día de su boda. ¿Acaso ella lo sabía ya entonces?
Alejandro no tardó en regresar.
Los enviados habían llegado al mediodía y él lo hizo al anochecer. Es indudable que debió excusarse ante Oxiartes por regresar tan tarde; cenó en el campamento con unos cuantos amigos y los oficiales que lo habían acompañado.
No se entretuvieron mucho conversando y bebiendo. Volvieron a estudiar la batalla y comentaron el tiempo que hubieran tardado si la guarnición hubiera resistido. Después él dijo que iba a acostarse y nadie le preguntó dónde.
Entró. Yo se lo tenía todo dispuesto tal como a él le gustaba. Me saludó con un beso que fue algo más que un saludo, pero no quise hacerme ilusiones. «¿Y si se va a la otra tienda —pensé— en cuanto se haya bañado? No alentaré las crueldades de la esperanza».
Lo bañé y lo sequé. ¿Quería ropa limpia? No. Le preparé la cama.
Mientras lo arreglaba todo, le doblaba las cosas, encendía la lámpara nocturna y apagaba la grande, advertí que sus ojos me seguían. Al final dejé de censurarle a mi corazón que cantara. De todas formas, tendría que pedírmelo.
Coloqué la lámpara nocturna junto a la cama y le dije:
—¿Alguna otra cosa, mi señor?
—Bien lo sabes —me contestó.
Al acogerme entre sus brazos, suspiró ligeramente igual que cuando regresaba de una batalla y un largo galope, polvoriento y magullado, y encontraba el baño preparado tal como le gustaba. Cientos de versos del más tierno amor cantados con acompañamiento de laúd no me hubieran producido ni la mitad de placer.
Al día siguiente se dispuso a afrontar el montón de trabajo que se había acumulado en su ausencia: enviados de ciudades del Asia occidental, hombres que habían cabalgado muchas leguas para exponerle sus quejas contra los sátrapas, cartas de Grecia, de Macedonia, de las nuevas ciudades. Estuvo ocupado en ello todo el día y parte de la noche. No sé si visitó el harén por educación. Por la noche se acostó y se durmió.
Al día siguiente supe que alguien preguntaba por mí en mi tienda. Aquí un muchacho al que jamás había visto me entregó un cuenco de plata labrada. Levantando la tapa, me mostró que estaba lleno de dulces y que había un trozo de pergamino bellamente escrito en griego. El pergamino decía:
REGALO DE ALEJANDRO.
Lo contemplé asombrado. Cuando busqué de nuevo al muchacho, éste ya había desaparecido.
Me llevé el cuenco al interior de la tienda. A pesar de que conocía muy bien a Alejandro, aquello constituía para mí una novedad. Era costoso, pero de estilo muy tosco; en Susa lo hubieran echado a la basura. Me pareció trabajo sogdiano.
La nota era extraña. Conmigo no gastaba cumplidos. Cualquier cosa de aquel estilo me la hubiera enviado por medio de un criado a quien yo conociera con un mensaje oral que dijera que esperaba que fuera de mi agrado. La caligrafía era delicada, nada parecida a la suya, que era tan impaciente. Empecé a reflexionar y pensé que lo comprendía.
Salí y le arrojé un dulce al más desgraciado de los perros que vagabundeaban por el campamento. Él me siguió en la esperanza de que le arrojara más. En la tienda le di la mitad del cuenco. No tuve necesidad de atacarlo; la pobre y sarnosa criatura se acurrucó sobre la alfombra creyendo que al final había encontrado un amo que le cuidaría. Al verlo agitarse y morir vomitando espuma amarilla, me pareció que me había convertido en un anfitrión asesino de un confiado huésped.
Contemplé el cadáver y pensé en lo que había planeado en Zadrakarta. ¿Quién era yo para sentirme enojado? Pero por lo menos no lo había hecho.
«Tendrá que saberlo —pensé— y no sólo porque deseo seguir viviendo. ¿Sabe alguien lo que podría suceder después? Dudo que la sorpresa lo mate».
Entré en su tienda una vez que hubo terminado el trabajo del día, le mostré el cuenco y le conté la historia. Él me escuchó en silencio con los ojos como hundidos.
—Y esto venía en el cuenco, Alejandro —le dije mostrándole la nota.
La tomó entre el índice y el pulgar como si también estuviera envenenada.
—¿Quién la ha escrito? Es caligrafía de docto.
—Mi señor, fue Filóstrato —él me miró fijamente—. Se la he mostrado y lo ha reconocido sin más. No comprende cómo ha llegado a mis manos. Me ha dicho que escribió una docena para la señora Roxana para que ésta las guardara en el arca junto con los regalos de boda que le hiciste. Lo que debe haber sucedido —dije bajando la mirada— es que alguien la ha robado. Yo no le he dicho nada, mi señor. Me ha parecido mejor.
Él asintió frunciendo el ceño.
—Sí, no le digas nada. No lo interrogaré —tapó el cuenco y lo guardó en un cofre—. Come sólo de la mesa común hasta que yo te diga. No bebas nada que haya estado en tu tienda en tu ausencia. No se lo cuentes a nadie. Me encargaré de eso personalmente.
Se comentó que el rey había tenido tiempo aquella tarde de visitar el harén. Se estuvo allí un buen rato, cosa que a todo el mundo se le antojó lógica en un recién casado. A la hora de acostarme me dijo:
—Ahora ya puedes estar tranquilo; lo he arreglado —pensé que no iba a decirme más pero él siguió—. Nos une el amor, tienes derecho a saberlo. Ven a sentarte aquí —me senté a su lado en la cama; estaba cansado y la noche la dedicaría a dormir—. Le llevé los dulces a Roxana y comprendí que los conocía. Al principio le ofrecí uno sonriendo. Al negarse ella, fingí encolerizarme e hice ademán de querer obligarla. No me imploró, los arrojó al suelo y los pisoteó. Por lo menos tiene carácter —habló con cierta aprobación—. Pero había llegado el momento de decirle lo que no debe hacer. Y aquí tropecé con dificultades. No podía permitir que un intérprete se enterara de tales cosas. El único en quien hubiera podido confiar eres tú y eso hubiera sido demasiado. Al fin y al cabo, es mi esposa.
Me mostré de acuerdo en que así era. Se produjo un prolongado silencio. Al final me atreví a preguntarle:
—¿Cómo lo hiciste, pues, mi señor?
—Le pegué. Era necesario. No era posible otra cosa.
Privado del habla, miré a mi alrededor. ¿Qué había utilizado? No poseía ningún látigo. Ni Bucéfalo ni Peritas lo habían conocido jamás. Pero había uno sobre la mesa, debía tener diez años de antigüedad y supuse que lo habría pedido prestado a algún montero. Ella debió aterrorizarse al verlo.
Puesto que no podía decir nada, guardé silencio.
—Ahora me tiene más respeto. No se me hubiera ocurrido pensarlo.
¡Por eso había tardado tanto! Contuve la risa a tiempo.
—Mi señor, las damas sogdianas admiran mucho la fuerza.
Él me miró de soslayo queriendo compartir conmigo la broma pero consideró al final que no sería correcto. Me levanté muy serio y le arreglé la cama.
—Que descanses, Alejandro. Has trabajado mucho y necesitas reposar.
Más tarde pensé en todo ello. Era cálido, no ardiente; era dulce cuando daba y cuando recibía, sus modales eran pausados, le gustaba demorarse en la ternura. Estoy seguro de que jamás debió preguntarse si nos entendíamos tan bien por ser yo lo que era. Me imaginaba muy bien la delicadeza con que debía haber tratado a una virgen. Ahora sabía que ella lo había considerado blando en extremo.
Poco después levantamos el campamento. La novia se despidió de sus parientes y se incorporó a la caravana. Nos dirigíamos a Bactria para pacificar la provincia. Algunos de los sátrapas y gobernadores habían faltado a su palabra y todo debía quedar en orden antes de iniciar la marcha hacia la India.