XVII

La mayor parte de aquel año y del siguiente lo pasamos en Bactria y Sogdiana. Fue una guerra muy larga y muy dura. Con los sogdianos jamás sabe uno a qué atenerse. Por lo general, suelen hallarse enzarzados en contiendas de sangre, con la tribu de la cercana fortaleza de la montaña, a causa de derechos de agua o de mujeres raptadas mientras recogían leña. Le juraban lealtad a Alejandro hasta que éste hubiera vencido a aquella gente; si él aceptaba su rendición y no les cortaba a todos el cuello, se volvían contra él. Espitámenes, su mejor general, fue asesinado por enemigos sogdianos; le enviaron a Alejandro la cabeza de aquél para obtener una recompensa, pero después ya no pudimos fiarnos de ellos. Por mucho que les acuciara el tiempo, nuestros hombres jamás dejaban a un hombre moribundo en el campo de batalla por temor a que le encontraran los sogdianos. Los moribundos les agradecían el golpe de gracia.

Alejandro se pasaba varios días seguidos ausente combatiendo en estas guerras locales. Yo le echaba de menos y siempre estaba preocupado. Pero me consolaba en otro sentido. En campaña siempre estaba sereno, disponía de excelente agua de montaña. Pronto eliminó de su sangre, a través del sudor, el fuerte vino y volvió a ser el que era, gozando a veces de una prolongada conversación nocturna en la que bebía con mesura y disfrutando después de un largo sueño. Bebía siempre con moderación y en toda su vida jamás olvidó la terrible lección de Maracanda. Jamás se mostró desordenado en la bebida y tanto menos violento. No lo niegan ni siquiera sus detractores.

Un hombre inferior se hubiera vuelto contra mí, si lo había visto desesperado y avergonzado. Pero él sólo recordaba que lo había consolado y jamás me retiró su amor.

En cierta ocasión tuvo que volver a cruzar el Oxos. Esta vez fue fácil porque estábamos preparados y disfrutábamos de mejor tiempo. Apenas me acordaría de ello, de no ser por el milagro que allí aconteció. Habían levantado la tienda del rey y yo estaba supervisando la colección de sus cosas cuando escuché los gritos de los acompañantes. Muy cerca de la tienda, que no se levantaba muy lejos del río, brotaba un oscuro manantial. Le habían quitado la espuma por si podía servir para los caballos y habían descubierto que se trataba de aceite.

Llamaron a Alejandro para que contemplara aquella maravilla. Todos nos frotamos los brazos con él y observamos que se extendía con mucha suavidad. Alejandro mandó llamar al adivino Aristandro para que éste leyera el presagio. Aristandro ofreció un sacrificio y anunció que de la misma manera que el luchador se unta de aceite antes de intervenir en los juegos, aquel portento era indicio de dificultades pero que su generosa abundancia era indicio de victoria y riqueza.

Pusimos un poco en la lámpara del rey. Ardió muy bien pero despedía un humo pestilente. Tuvieron que sacar la lámpara al exterior. Alejandro quiso saborearlo, pero yo le dije que a lo mejor sabía tan mal como el agua del Oxos y desistió de hacerlo. Leonatos era partidario de arrojar una antorcha encendida al charco para ver lo que sucedía, pero Alejandro consideró que ello constituía un acto impío tratándose de un don de los dioses.

Vivió las dificultades que el manantial le había presagiado. Siempre estaba en las montañas, a menudo acompañado por muy escasas fuerzas, puesto que se veía obligado a distribuir las tropas. Estaba decidido a someter Sogdiana. Adquirió una asombrosa habilidad y astucia en la toma de fuertes de montaña. Nos llegaban muchos relatos de su resistencia al frío o al calor (en Sogdiana se registran ambas cosas con gran rigor), de una terrible tormenta de truenos y relámpagos seguidos de granizo y amargo frío en la que los hombres perecían de desesperación y terror, congelándose por el camino, hasta que, buscando a los rezagados en el laberinto de un negro bosque, los sacudía para reanimarles y conseguía que encendieran hogueras. Cuando llegaba tambaleándose un soldado medio muerto sin apenas saber dónde estaba, Alejandro era el último en sentarse a calentarse junto al fuego. Le quitaba con sus propias manos la helada armadura cuyas correas le hacían sangrar los dedos y acomodaba al hombre en su propio asiento junto a la hoguera.

El rey Tolomeo, que estaba presente, lo está incluyendo todo en su libro para que lo sepan los hombres del futuro. A veces, en relación con otras cuestiones, me manda llamar a mí y yo entonces le cuento aquellas cosas por las que creo que a mi señor le hubiera gustado ser recordado. Al ver que había seguido su sarcófago de oro hasta Egipto, el rey Tolomeo tuvo la amabilidad de encontrarme un sitio en su corte. Habla más alto de lo que se imagina porque es un poco duro de oído (me lleva veinte años) y a veces lo oigo decir —él cree que en voz baja— a un invitado extranjero: «Mira. ¿No te parece que ha habido mucha belleza? Éste es Bagoas, que fue el muchacho de Alejandro».

En el campamento leí a Heródoto con Filóstrato. Éste me pidió perdón por la elección del libro; no disponía de muchos, pero yo le dije que para mí no constituía ninguna novedad el hecho de que Jerjes hubiera sido derrotado en Grecia. Mi tatarabuelo había estado a su servicio.

Filóstrato y yo llegamos a apreciarnos mucho como maestro y pupilo, pero Kalístenes nos miraba con desprecio. Cuando el rey estaba en guerra y él llevaba la crónica al día, no tenía gran cosa que hacer hasta que el rey regresaba con los acompañantes de cuya enseñanza estaba encargado Kalístenes. Siendo de noble cuna y estando destinados probablemente a mandar a otros hombres, Alejandro no quería que fueran ignorantes. Incluso después de haberse producido el distanciamiento entre ambos, Alejandro jamás le arrebató al filósofo esta tarea. Yo pensé que se mostraba excesivamente generoso, pero lo cierto es que lo hacía por consideración a Aristóteles.

En aquellos momentos Kalístenes estudiaba en su biblioteca; pudimos ver las estanterías de rollos a través de la abertura de entrada de la tienda. Filóstrato entró para pedir prestado otro al objeto de que yo pudiera leer poesía griega; sólo había podido enseñarme lo que se sabía de memoria. Oí que recibía una seca negativa y que él comentaba que Kalístenes podría considerarse afortunado si alguno de sus alumnos fuera la mitad de aventajado que yo. Kalístenes dijo que sus alumnos mostraban grandes aptitudes por el noble arte de la filosofía y no por la simple lectura de libros. Al marcharse Filóstrato le dijo:

—Ah, ¿pero es que saben leer?

Se pasaron un mes sin dirigirse la palabra.

La siguiente vez que regresó Alejandro le pedí que le hiciera un regalo a Filóstrato. Le encantaba que le hicieran peticiones. No creo que lo que le había contado acerca de Kalístenes le hubiera causado a éste ningún daño.

—¿Y para ti, qué? —me preguntó—. ¿No crees que te amo lo bastante?

—En Susa recibía regalos sin amor —repuse—. Tú me das todo lo que necesito. Y mi mejor vestido lo tengo casi nuevo.

—Cómprate otro —me dijo riéndose—. Me gusta verte llevar algo nuevo, como un faisán con plumaje de primavera. Mi amor siempre lo tendrás —añadió gravemente—. Eso es para mí un vínculo sagrado.

Pronto volvió a marcharse. Me hice un vestido nuevo color rojo oscuro, bordado con flores doradas. Los botones eran joyas en forma de rosas. Lo guardé para ponérmelo cuando él regresara.

Pronto cumpliría los veinte años. Solo en mi tienda solía mirarme con frecuencia al espejo. Para las personas como yo se trata de una edad peligrosa.

Aunque mi aspecto había cambiado, me parecía que aún poseía belleza. Era tan esbelto como antes y el rostro no se me había estropeado sino embellecido. No hay mejor ungüento que el amor.

Qué más daba que ya no fuera un muchacho. Casi no lo era cuando él me vio por primera vez. No era aficionado a los muchachos; agradaban más a sus ojos los jóvenes apuestos que le rodeaban. Uno de ellos, un acompañante llamado Filipos, había muerto últimamente a causa de ello. Me había dado cuenta de que Alejandro le apreciaba; tal vez pasaron juntos alguna noche en el transcurso de las campañas… En estos momentos puedo pensar en ello con simpatía. En todo caso, el joven le era ardientemente leal y ansiaba demostrárselo. En medio del calor del verano, estaban persiguiendo sin tregua a los sogdianos; su caballo fue uno de los tantos que no resistieron el esfuerzo y él entonces siguió corriendo a pie al lado del caballo del rey, totalmente armado, y rechazó la cabalgadura que se le ofrecía para demostrar su temple. Al final de la persecución encontraron al enemigo y le atacaron. Él se quedó junto al rey y después, cuando todo hubo terminado, la vida se le extinguió súbitamente como la llama de una lámpara encendida. Duró lo bastante como para morir entre los brazos de Alejandro. Yo no pude guardarle rencor por ello.

«Sí —pensé, mirándome al espejo—, siempre me amará. Jamás acepta amor sin corresponder. Pero cuando el deseo empiece a extinguirse, será un día aciago. ¡Sagrado Eros —ahora ya conocía bien a este dios—, no permitas que suceda todavía!».

Mientras sometía el país, iba fundando ciudades. Hefaistión también fundó algunas. Había conseguido adquirir la habilidad de Alejandro en el descubrimiento de buenos emplazamientos y, a pesar de que era muy deslenguado con los macedonios, con los extranjeros demostraba poseer buenos modales y sentido común. Cuando estaba lejos, yo me sentía dispuesto a reconocer de buen grado sus cualidades.

¿A qué angustiarse con los celos del pasado? Al principio había supuesto que debía haber disfrutado de ello diez años antes de mi llegada pero había disfrutado quince. Llevaban juntos desde que yo era un niño que aprendía a andar. El futuro nadie lo conoce, el pasado está ahora y siempre.

Invernamos en un rocoso y resguardado lugar llamado Nautica, con una cascada y una caverna. Alejandro se había instalado de nuevo en lo alto de la torre de la ciudadela y llegaba a su alcoba a través de un escotillón que había en el pavimento. Yo temía que alguna noche después de cenar se cayera por la escalera aunque jamás se había caído por embriagado que estuviera. La estancia poseía una chimenea bajo un agujero que había en el techo; la nieve caía a veces a través de éste y se derretía silbando sobre el fuego. Él y Hefaistión se sentaban a hablar y Peritas se tendía en el suelo como una gran alfombra. Pero las noches eran mías. A veces él me decía:

—No puedes salir; hace mucho frío.

Y me mantenía a su lado para que no me enfriara. Siempre era generoso.

En la habitación de abajo, calentada por braseros y llena de corrientes de aire, se pasaba buena parte del día entregado a su trabajo. En un extremo se encontraba su trono y el lugar reservado a las audiencias; al otro, detrás de una cortina, su mesa de trabajo llena de tablillas e informes y cartas procedentes de todas las partes del mundo. Cuantas más tierras conquistaba, tanto más trabajo tenía.

Había que encargarse de los soldados y mantenerse en forma en las épocas de inactividad a que obligaba el cierre de los pasos. Organizaba juegos para los que todo el mundo debía estar preparado cuando se produjera el primer día de buen tiempo. En cierta ocasión hasta se representó una obra de teatro con un auténtico escenario y buenos actores llegados de Grecia. Los actores soportaban el agua, el fuego y el hielo para regresar a casa y poder decir que habían actuado ante Alejandro. Filóstrato se sentó a mi lado y me explicó en voz baja los momentos más hermosos. Kalístenes, sentado en compañía de algunos de los acompañantes que más apreciaba, nos miró despectivamente y dijo algo que obligó a Hermolaos a reírse entre dientes.

Al final llegó la primavera. Los grandes aludes retumbaban montaña abajo; los ríos se convertían en cataratas turbias y rugían, arrastrando los escombros que encontraban a su paso. Quedaron abiertos los mejores desfiladeros. Los bandidos sogdianos abandonaron sus escondrijos, esperando las primeras caravanas; pero, en su lugar, se encontraron con un ejército.

Parecía que la región se había pacificado gracias a las guarniciones de Alejandro hasta que recibimos la noticia de que un poderoso señor que el año anterior se había sometido y jurado fidelidad, se había levantado en armas a la cabeza de su tribu. La historia de siempre, sólo que él dominaba la Roca Sogdiana.

Era el nombre del lugar más fuerte de Asia, un enorme despeñadero cortado en pico y con la parte superior llena de cuevas. Varias generaciones de cabecillas se habían ocultado allí porque era un lugar capaz de albergar un pequeño ejército con provisiones para varios años. Tenían depósitos en los cuales recoger la nieve y la lluvia, guardándolas para el verano. Se decía que la nieve era allí todavía muy densa, pero el jefe de la tribu ya había enviado a sus guerreros, riquezas y mujeres mientras él se dedicaba a levantar en armas a la tribu.

Alejandro le mandó decir que deseaba parlamentar con sus enviados. Ya se sabía que los enviados siempre regresaban con las cabezas sobre los hombros tras haberse entrevistado con Alejandro. Así, pues, acudieron dos fanfarrones representantes de la tribu. Al ofrecerles el perdón sin limitaciones a cambio de una rendición sin limitaciones, los enviados se echaron a reír y dijeron que podía quedarse o marcharse porque sólo podía tomar la Roca Sogdiana el día en que a sus hombres les crecieran alas.

Alejandro ordenó tranquilamente que se les ofreciera comida, y ellos regresaron sanos y salvos al hogar. Un jefe sogdiano que hubiera recibido este mensaje, los hubiera dejado con cabeza hasta el final, cuando ellos se alegraran de que se las cortaran. Alejandro decidió simplemente que tomaría la Roca aunque ello le llevara un año.

Todo el campamento se trasladó allí. Se podía divisar desde muchas leguas de distancia. Vista de cerca, más bien parecía una tarea propia de águilas. No había ningún costado fácil; estaba rodeada de precipicios por todas partes que descendían en melladas rocas. Podía divisarse el camino de cabras que había trazado aquella gente al subir porque estaba cubierto de nieve. Las entradas de las cuevas de arriba lo dominaban todo.

El ejército acampó lejos del alcance de las flechas. Detrás venía el enjambre de seguidores, vivanderos, mozos y esclavos, mercaderes y escribanos y tratantes de caballos, cantores, pintores y escultores, carpinteros y curtidores, danzarines y herreros, joyeros, prostitutas y alcahuetes que se extendieron por las cercanías de la roca.

La gente ha escrito acerca de esta empresa como si el rey hubiera sido un muchacho que se hubiera propuesto aceptar un desafío. Desde luego que siempre había sido así y hubiera seguido siéndolo hasta la vejez. Pero la Roca dominaba muchas leguas de territorio y él no podía dejarla a su espalda sin conquistar. Además, los sogdianos, que no entienden más que la fuerza, hubieran despreciado su poder y destrozado sus ciudades en cuanto él se hubiera marchado.

En tiempo de paz el jefe Oxiartes no vivía en aquel nido de águilas. Su casa y su aldea tribal se encontraban al pie del camino. Alejandro no quería que los soldados las incendiaran, para que no pensaran que se proponía atacarlos sin cuartel. Desde las entradas de las cavernas nos miraban pequeñas figuras como las que se graban en los anillos. En las pendientes de abajo en las que en verano no se hubiera podido ver espacio suficiente ni siquiera para que posara en él las patas un conejo montés, el invierno había recubierto de blanca nieve los pequeños salientes o las grietas que semejaban cuchilladas en las rocas. Había luna llena. Incluso de noche se veía brillar la nieve. Alejandro cabalgaba inspeccionándolo todo.

A la mañana siguiente solicitó la formación de un grupo de montañeros. Se presentó un reducido grupo de hombres, la mayoría de ellos naturales de regiones montañosas que ya habían trepado en ocasión de otros asedios. Escogió a trescientos. Al primero que alcanzara la cumbre le entregaría doce talentos, enriqueciéndolo para toda la vida, al siguiente once y así sucesivamente a los primeros doce. Tendrían que ascender aquella noche por la parte más escarpada que no podía verse desde las cuevas. Cada cual llevaría una bolsa de clavos de hierro, un martillo para clavarlos y una resistente cuerda ligera para asirse a un clavo mientras clavara el otro.

Era una noche clara y fría. Yo lo tenía todo dispuesto pero él no quería irse a acostar. Era la primera acción realmente peligrosa que él no encabezaba. No podía haber ningún jefe; cada cual subía por su cuenta hasta la cumbre. Él carecía de esta habilidad pero sufría por no poder jugarse el pellejo con ellos. Cuando hubieron ascendido tan alto que ya no se les pudo ver, entró a la tienda, pero siguió paseando arriba y abajo.

—He visto caer a tres —dijo—; jamás podremos encontrarlos para darles sepultura. Quedarán cubiertos por la nieve.

Al final se acostó sin desnudarse y dio orden de que se le despertara al amanecer.

Se despertó sin que lo llamaran cuando todavía estaba oscuro y no podía verse nada. Algunos oficiales le estaban esperando. La cumbre de la Roca era una oscura silueta que se recortaba contra la débil luz del cielo. Mientras sus contornos se iban definiendo con más claridad, Alejandro la contemplaba ansiosamente. Tenía buena vista, pero Leonatos podía distinguir cosas lejanas con la misma agudeza que un halcón, aunque cuando leía tenía que colocarse la lectura a una distancia análoga a la longitud de su brazo.

—¡Allí están! —gritó señalándoles—. ¡Nos están haciendo señas!

La luz del amanecer nos los mostró arracimados en la roma cumbre como cormoranes. Habían desenrollado las largas tiras de lienzo de lino en las que se habían envuelto y la tela se agitaba a la brisa.

Alejandro se adelantó, levantó el escudo y lo dirigió hacia ellos. La trompeta resonó entre las hendeduras de la Roca; la recia voz del heraldo les gritó a los defensores que miraran hacia arriba. Alejandro había encontrado hombres alados.

El hijo del jefe, que ostentaba el mando, solicitó inmediatamente las condiciones de la rendición. No podía ver cuántos eran ni qué armas llevaban. No llevaban arma alguna, bastante les había costado acarrear los clavos y martillos. Habían muerto treinta, uno de cada diez. Sus tumbas fueron los buches de los milanos, pero Alejandro les tributó honores con sarcófagos vacíos según la usanza griega.

Aquella gente tardó dos días en descender de la Roca con sus bienes y pertenencias. Me pregunté cómo se las habrían apañado las mujeres para bajar por el vertiginoso camino con las anchas faldas sogdianas, pero supongo que debían haberlo hecho con frecuencia en el transcurso de las interminables guerras tribales.

El hijo del jefe, que jamás supo que las águilas del rey carecían de garras, vino a rendirse y prometió enviarle un mensaje a su padre. Para sellar el acuerdo, solicitó el honor de agasajar al rey con un festín real.

Se acordó su celebración dos días más tarde. Yo temía que se propusieran acuchillarlo mientras comiera. A los sogdianos no les hubiera costado mucho.

Le vestí para tal ocasión con su mejor túnica y la mitra. Se le veía de buen humor. Aunque se apenaba por sus montañeros, aquella plaza fuerte hubiera podido costar cientos de vidas. El enemigo no había derramado sangre y en agradecimiento estaba dispuesto a prometer cualquier cosa.

—Ándate con cuidado, Alejandro —le dije mientras lo peinaba—, es posible que te ofrezca su hija como aquel rey escita.

Él se echó a reír. Sus amigos le habían gastado bromas al respecto describiéndole a la novia despojada de la ropa en la que había sido enfundada varios inviernos antes, con el cabello libre de la rancia grasa de leche de yegua, despiojada y así sucesivamente para dejarla guapa con vistas al lecho nupcial.

—Si este joven tiene una hija, ésta no habrá cumplido ni los cinco años. Debes venir al banquete; creo que valdrá la pena. Ponte el vestido nuevo.

Ciertamente que Histanes, el hijo del jefe, no escatimó nada. Un camino de antorchas conducía desde el campamento a la sala. (En cierta ocasión había escuchado a Alejandro comparar los cantos persas al maullido de los gatos; pero él no sabía que yo lo escuchaba). El rey fue abrazado por el anfitrión al llegar al umbral. Era una sala muy espaciosa. Oxiartes debía ser tan rico como poderoso. Colgaduras escarlata bordadas con leones y leopardos rampantes a la luz de gran cantidad de antorchas para caldear el ambiente. La alta mesa estaba dispuesta con vajilla de plata y oro. No había aspirado el perfume de la goma quemada en los incensarios calados desde que había abandonado Susa. Si algunos macedonios consideraron que el lugar hubiera sido digno de saqueo, se lo guardaron para sí. La comida fue buena y picante. Las caravanas de la India pasaban por allí. Alejandro y el anfitrión se entendían por medio de un intérprete que se hallaba de pie junto a ellos; los demás invitados macedonios se las apañaban como podían, dejando que les llenaran el plato dos veces para no desairar. Alejandro, que solía comer poco, cumplió también con su deber. «Estará deseando —pensé— que traigan vino».

Vinieron los dulces y el vino. Histanes y Alejandro se hicieron promesas y se intercambiaron cumplidos. Después el intérprete se adelantó y se dirigió a todos nosotros en griego. Para honrar al rey, se presentarían las damas de la corte y danzarían.

Se trataba de algo inaudito en Sogdiana, donde mirar a sus mujeres equivale a un cuchillazo.

Yo me encontraba al fondo de la mesa cerca de los acompañantes reales. Ismenios había venido a sentarse a mi lado. Su amistad se había acrecentado. Si deseaba algo más, pensé, no me lo manifestaba por lealtad a Alejandro. Yo le estaba agradecido por su amabilidad y por haberme allanado el camino hacia los demás, siempre que le había sido posible.

El joven sogdiano que se encontraba a mi otro lado me habló ahora con un tosco persa que a duras penas pude entender. Trazó con ambas manos curvas femeninas en el aire, sonriendo y girando los ojos.

—Me parece que vamos a presenciar belleza —le dije a Ismenios.

—Se esmerarán al máximo para el rey y sus generales —dijo él—. Pero a nosotros nos darán la espalda. Tendremos que conformarnos.

Los músicos empezaron a interpretar una suave melodía. Entraron las mujeres siguiendo el compás al andar pero sin danzar todavía. Sus pesados ropajes estaban recubiertos de bordados. Les ceñían las sienes unas cadenas de oro con colgantes del mismo metal. Las pesadas ajorcas que llevaban en los brazos y los tobillos chocaban entre sí y se oía el tintineo de los diminutos cascabeles. Apenas habíamos tenido tiempo de verlas cuando dieron la vuelta para inclinarse ante el rey cruzando los brazos sobre el pecho.

Histanes señaló sin duda a un pariente del rey porque una de ellas volvió a inclinarse. Alejandro inclinó la cabeza mirándolas a todas. Me pareció que sus ojos se posaron un momento en una de ellas.

—Sí —dijo Ismenios—, una de ellas debe ser hermosa, de lo contrario el rey no la hubiera mirado dos veces.

Se aceleró el ritmo de la música y las mujeres empezaron a danzar.

En Persia sólo danzan las mujeres adiestradas especialmente para excitar a los hombres. Aquella danza era decente y correcta; al girar en sus pesadas faldas mientras chocaban entre sí las ajorcas, apenas mostraban otra cosa más que los pies pintados de alheña. Sus inclinaciones poseían gracia y no resultaban lascivas y, cuando agitaban los brazos, éstos semejaban ondulante cebada. Pero hubiera sido una necedad calificar de modesta aquella danza. Aquellas damas estaban por encima de la modestia y, en lugar de ésta, derrochaban orgullo.

—Todo muy correcto —dijo Ismenios—. Todo eso podría hacerlo la propia hermana de uno. Tal vez nos ofrezcan danzas como es debido un poco más tarde. Tú sí podrías enseñarles algo.

Apenas le escuchaba. Las mujeres describían lentos círculos o bien se unían formando una cadena. Los ojos de Alejandro, al moverse para seguir las evoluciones del corro o bien de la cadena, se hallaban fijos en un mismo eslabón.

Le gustaban todas las cosas agradables. Más de una vez le había escuchado elogiar la belleza de una mujer. Pero se me encogieron las entrañas y se me enfriaron las manos.

Le habló al intérprete que le señaló a una de ellas en ademán interrogativo. Alejandro asintió; le estaba preguntando quién era aquélla. Histanes contestó con mucha dignidad. Debía ser alguien de rango, indudablemente su hermana.

La música se elevó y las mujeres dieron la vuelta para recorrer la sala. Todos los invitados tenían que ser agasajados.

Supe inmediatamente cuál de ellas era. Sí, una hermana. Observé el parecido, él era un hombre apuesto. Ella debía tener unos dieciséis años, lo cual equivale en Sogdiana a la plena femineidad. Puro marfil ligeramente coloreado, y no artificialmente, por cierto; suave cabello negro azulado, pequeñas frondas que le rozaban las mejillas, una clara frente bajo los colgantes de oro, cejas perfectamente arqueadas bajo unos grandes ojos brillantes. Poseía la clase de belleza que es famosa a varias leguas a la redonda y no se molestaba en disimularlo. Su único defecto consistía en tener los dedos suficientemente largos y en el hecho de que éstos fueran puntiagudos en exceso. En el harén de Darío había tenido ocasión de observar tales cosas.

Los ojos de Alejandro la estaban siguiendo, esperando que se diera de nuevo la vuelta. La muchacha pasó junto a mí, que lucía el nuevo vestido que tanto le había gustado a él, pero Alejandro ni me vio.

El joven sogdiano me tiró de la manga y me dijo:

—Roxana.

Regresaron danzando hasta la alta mesa y efectuaron rápidas reverencias. Una vez más volvió a actuar el intérprete. Cuando iban a marcharse, Histanes llamó por señas a su hermana. Ésta se acercó. Alejandro se levantó y le tomó las manos. Habló y ella le contestó. Su perfil, vuelto ahora hacia mí, estaba esculpido sin tacha. Cuando ella se fue, Alejandro se quedó de pie hasta que hubo desaparecido de su vista.

—Bueno, ya sabemos que estamos en Sogdiana —dijo Ismenios—. ¿Ninguna muchacha persa hubiera hecho eso, verdad?

—No —repuse yo.

—Y, sin embargo, ha sido Alejandro quien ha solicitado hablar con ella. A mí me lo ha parecido. ¿A ti no?

—Sí, me ha parecido que sí.

—Y estaba tan sereno como un juez. Espero que se haya limitado a querer honrar a su anfitrión. Es cierto que es hermosa. Claro que es más morena, pero en cierto modo se parece a ti.

—Me halagas.

Siempre había sido amable. Sonrió ante la copa de vino con sus claros ojos azules y su cabello de lino un poco húmedo a causa del calor, hurgando en mi corazón como con un cuchillo.

En la mesa elevada, Histanes y el rey hablaban a través del intérprete. Alejandro apenas había bebido vino. La sala se estaba caldeando. Me desabroché el cuello de la chaqueta con sus botones de rubíes. La última mano que me lo había desabrochado había sido la suya.

Cuando lo encontré era el muchacho de Hefaistión y conmigo alcanzó la virilidad. Había sido mi orgullo. Y ahora yo le había entregado a una mujer. Me quedé sentado bajo la cálida luz de la antorcha saboreando la muerte y mostrándome amable con quienes me rodeaban tal como me habían enseñado a hacer a los doce años.