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Número 17. Número 19.
¿Qué estoy haciendo?, se pregunta Minoo mientras camina por Uggelbovägen.
Número 21. 23.
Las bombillas de sodio arrojan su resplandor sobre la calle, de la que acaban de retirar la nieve. Los montículos están marcados con puntos de meadas de perro. Pasa por delante del número 25. 27. 29.
Esto es algo que haría Vanessa. O Linnéa.
31, 33.
Pero desde luego no Minoo Falk Karimi.
Se para en el número 35 y espía la casa número 37. Hay luz en la ventana de Max. Todavía puede darse media vuelta y volver directamente a su casa. Todavía es posible. Todavía puede retirarse.
Pero si se va ahora, no lo sabrá nunca.
Recorre el último tramo hasta la puerta de Max y alarga el brazo para llamar al timbre. Se detiene al oír voces dentro. ¿Será el televisor o la radio? ¿O tendrá visita? ¿Una mujer?
No se le ha pasado por la cabeza pensar que Max tenga vida privada. En su cabeza se lo ha imaginado siempre en una especie de vacío cuando no estaba en el instituto.
Y si ha invitado a cenar a unos amigos, ¿qué van a pensar? ¿Que Max es algo así como un tío medio pederasta que abusa de sus alumnas? ¿Y que ella es una chiflada, obsesionada con hombres mayores?
Los amigos de Max pensarían seguramente que era de lo más normal que saliera con una chica que acaba de empezar el bachillerato y, seguramente, él no se avergonzaría ante ellos. «¿Cómo os conocisteis?» «Pues, Minoo era un genio en las ecuaciones de segundo grado y así surgió el amor.» De repente, se imagina lo asqueroso que resultaría a ojos de los demás.
¿Tendrá Max hermanos, padres? ¿Qué dirían? Divertidas, las reuniones familiares. A ella la sentarían en la mesa de los niños mientras los mayores hablaban. Por no mencionar lo que dirían sus padres. Su padre se preguntaría si le había provocado algún tipo de complejo por haber trabajado tanto cuando ella era pequeña. Su madre haría un diagnóstico nada favorable y obligaría a Minoo a vivir en la consulta de la sección de psiquiatría infantil.
Aunque trataran de ocultar su relación, terminaría por salir a la luz. Las historias de amor secretas no permanecían secretas mucho tiempo en Engelsfors. Entonces, el instituto denunciaría a Max. Y nunca podría volver a ejercer su profesión.
Minoo retira la mano.
De repente, un nuevo componente ha irrumpido en su relación con Max. Se llama realidad. Antes se negaba a verla. Pero Max la ha tenido presente todo el tiempo.
Cuando seas mayor, comprenderás lo joven que eras en realidad.
Allí estaba ella, en su sofá, tratando de convencerlo de lo madura que era, cuando lo que le estaba demostrando era precisamente lo contrario.
Las voces callan de pronto allí dentro y Minoo comprende que debía de ser el televisor. Oye pasos. Max va de un lado a otro por la casa. Del salón a la cocina. Abre el grifo. Trajina con los cacharros.
Ha venido para convencer a Max de que tienen que estar juntos, de que no deben hacer caso de lo que piensen los demás. Pero ahora que, de repente, lo ha visto todo claro, no puede seguir cerrando los ojos.
Solo hay una cosa que pueda hacer. Y una cosa que tiene que saber.
Le sorprende lo suave y melódico que suena el timbre.
Cesa el ruido dentro de la casa. Oye pasos que se acercan. Minoo sigue allí, trata de respirar acompasadamente, aunque el corazón le late alocado al ritmo de música tecno.
Gira la llave. Se abre la puerta.
La luz ilumina a Max por detrás. Lleva una camiseta blanca y unos vaqueros negros. Tiene el pelo revuelto y parece cansado. Pálido y con ojeras. No sabe cómo, pero ese aspecto lo hace parecer más guapo todavía. Parece un poeta trágico: Keats o Lord Byron. Se seca las manos en un paño de cocina.
—Hola —dice—. Perdona que venga así, sin avisar.
—Minoo… —comienza, pero ella lo interrumpe.
—Por favor, escúchame un momento. He estado pensando en lo que dijiste. Y sé que tienes razón. No podemos estar juntos.
Le duele pronunciar esas palabras. No importa que la parte lógica del cerebro lo vea todo claro. Eso no cambia el hecho de que lo quiera. Puede que más que nunca.
—No volveré a presentarme así otra vez. No le hablaré a nadie de nosotros, no tienes de qué preocuparte. Solo quiero saber una cosa…
Minoo calla. La pregunta se le antojaba tan sencilla y tan obvia en la cabeza… Ahora le parece demasiado terrible. Le mira las manos, que se aferran al paño de cocina.
—¿Qué quieres saber? —pregunta Max en voz baja—. ¿Si hablaba en serio? Pues sí, hablaba en serio. Te quiero, Minoo. Te quiero desde el día que te vi.
—Yo también te quiero —dice Minoo, y le parece de lo más natural—. Pero por fin lo entiendo. No puede ser. Lo que quería saber es… ¿Podrás esperarme?
No es capaz de mirarlo a los ojos.
—Solo me falta poco más de un año para cumplir dieciocho. Y entonces, ya no serás mi profesor.
Minoo levanta la vista y ve que Max está dudando. Lo comprende. Un año es demasiado pedir. Son eones.
—Comprendo que no puedas prometérmelo —susurra.
Max guarda silencio un buen rato.
—Un año no es nada —dice—. Te esperaré tanto como sea necesario.
Extiende el brazo y le toca la mejilla. Un roce levísimo que casi echa por tierra toda la lógica de Minoo.
Solo una noche, siente deseos de decirle. Solo una noche juntos no puede ser tan grave, ¿no? Y ve en sus ojos que él también lo desea tanto como ella.
Minoo se retira fuera del alcance de su mano.
—Tengo que irme —dice.
—Sí, será lo mejor —responde Max.
Minoo se da la vuelta y empieza a caminar. 35. 33. 31. 29. Max no cierra la puerta hasta ese momento. Ella apremia el paso. 27. 25. 23. 21. 19. 17. Se detiene. Se vuelve a mirar.
La calle está exactamente igual que antes. Pero todo ha cambiado.
Anna-Karin no puede dormir. Está tumbada de costado mirando al vacío. La persiana no está echada y por los cristales puede ver las estrellas. Esta noche le parecen más lejanas que nunca.
Mañana empieza, se dice. Mañana tengo que ir al instituto y ser Anna-Karin Nieminen, sin magia. Ella, a la que todos odian o, en el mejor de los casos, a la que nadie ve.
Debe de ser mi yo verdadero, piensa. Debe de ser mi papel en la vida. Si no, ¿por qué iba a ir tan mal cuando intenté cambiar las cosas?
En su fuero interno, ella sabía todo el tiempo que no estaba actuando correctamente. Solo que creía que valía la pena, así que desoyó las advertencias y cerró los ojos a las señales. Pero ¿qué ha conseguido? Ahora no es más feliz. De ninguna manera.
Anna-Karin cierra los ojos, pero la cabeza sigue dando vueltas como un ordenador que se ha quedado colgado. Vuelve a abrir los ojos. No tiene sentido.
Anna-Karin.
Reconoce la voz de la visión del día de santa Lucía. Es la voz del asesino de Rebecka y de Elías.
La vida no merece la pena. Sufrirás. Sufrirás día tras día.
Una gran calma se extiende por todo su ser. Nota cómo el cuerpo se le adormece mientras se levanta de la cama. Los pies la guían hasta el pasillo del piso de arriba. Un peldaño escaleras abajo, y luego otro.
Anna-Karin se deja conducir a la cocina. No opone resistencia. Lo que dice la voz es verdad, después de todo. Anna-Karin sabe mejor que nadie que la vida es un sufrimiento. La puta apestosa. La gorda. La campesina. La que tiene que recurrir a la magia para conseguir que su propia madre se preocupe por ella.
Ahora se siente aliviada. Ya no tiene que sentir miedo. Pronto habrá pasado todo. Pronto habrá pasado todo.
La voz no dice nada más. Sabe que a Anna-Karin no hay que convencerla.
La cocina huele ligeramente a tabaco. El reloj de la pared va marcando los segundos. Los pies se mueven por el suelo de la cocina y la llevan hasta los fogones, donde están los cuchillos. Su mano se adelanta y coge el más grande. Es una sensación extraña la de ver la mano así, ver cómo coge algo, aunque no siente nada. Como si perteneciera a otra persona.
No te preocupes. No sentirás ningún dolor.
La mano se gira, aplica la punta del cuchillo a la garganta.
Ve la casa del abuelo al otro lado de la ventana.
El abuelo existe. El abuelo la quiere.
Si el abuelo la quiere, no puede ser una inútil total. No se merece esto.
Nadie se lo merece.
De repente, Anna-Karin siente miedo. Un miedo que solo puede significar una cosa. Quiere vivir. No quiere morir.
La punta del cuchillo le roza la piel fina del cuello.
Anna-Karin empieza a resistirse. Nota cómo la otra voluntad trata de clavarle el cuchillo en la garganta. Siente el pulso latiendo contra la hoja. La piel de esa zona es tan delgada. Un corte es cuanto se necesita, y la sangre salpicará toda la cocina. Es como si una mano de hierro le agarrase la muñeca. Le tiembla el brazo por el esfuerzo mientras trata de vencerla. La frontera entre la vida y la muerte mide tan solo un milímetro.
Estás sola, Anna-Karin. Sola. ¿Por qué vas a seguir viviendo? Te mereces algo mejor. Puede que tengas una segunda oportunidad después de la muerte.
Pero ella ya no escucha. No puede dejar solo al abuelo. Y tampoco puede abandonar a las demás Elegidas en la lucha contra el mal.
Ha dejado de ser débil. No es ninguna víctima. Ha gobernado a todo el instituto. Tiene más poder que esa mierda cobarde que ni siquiera se atreve a mostrarse ante aquellos a quienes asesina.
¡SUÉLTAME!
Su poder retumba atravesándole todo el cuerpo y el cuchillo cae al suelo con un tintineo. Anna-Karin se apoya en la encimera y contempla la hoja reluciente. Respira con dificultad.
Oye en la explanada un crujido familiar.
Anna-Karin se levanta empapada de sudor. Se acerca a la ventana.
La puerta del cobertizo está abierta de par en par, como una boca que se abre en la pared pintada de rojo. Tiene la sensación de que lo que hace un instante le dominaba el cuerpo trata de provocarla.
Se encamina a la entrada. Se pone unos zapatos forrados de piel y el abrigo más grueso, y abre la puerta.
Todo está en silencio y el viento está totalmente en calma. No hay luz en ninguna de las ventanas del abuelo.
Sabe que debería llamar a las demás. Sabe que no debería hacer aquello sola. Sabe que puede tratarse de una trampa, que seguramente lo es. Pero está harta de huir, harta de tener miedo.
Siente que, en estos momentos, sería capaz de cualquier cosa. Piensa obligar al culpable a reconocer su culpa, obligarlo a decir la verdad. Y luego llamará a las demás. Cuando la amenaza sea inofensiva. Entonces, quizá, habrá pagado sus crímenes. Incluso a ojos del Consejo.
Se detiene a la entrada del cobertizo. Le llega ese aroma tan familiar, que tanta seguridad le infunde. Oye a las vacas moverse dentro.
—Sal —dice Anna-Karin.
Una vaca muge débilmente. Otra resopla. Anna-Karin entra y enciende la luz.
Lo único que ve son las hileras que forman las vacas, que la miran con sus grandes ojos castaños. Anna-Karin se adentra un poco más.
El portazo es tan repentino que suelta un grito. Se da media vuelta. La puerta está cerrada. Como si la hubiera cerrado el viento. En medio de la noche apacible.
Se acerca y tantea la puerta. Está cerrada con llave. Trancada por fuera. Y entonces nota el olor a humo.
—¡No! —grita—. ¡No! ¡Déjame salir!
Las vacas mugen y patean en el cobertizo. Ellas también han notado el olor y saben lo que significa.
Anna-Karin mira a su alrededor mientras el humo se extiende como una niebla, más denso a cada segundo que pasa. Se oye un crepitar que crece hasta convertirse en un rugido.
El ruido del fuego.
Anna-Karin examina el lugar, trata de encontrar algo con lo que echar abajo la puerta. El humo le irrita los ojos. Es consciente de que ese fuego se propaga más rápido de lo normal. Viene de todas partes. Empieza a hacer un calor insufrible.
—¡Anna-Karin!
El abuelo ha conseguido abrir la puerta del cobertizo y ahora corre tan rápido como se lo permiten sus viejas piernas. La alcanza y le empuja hacia la puerta.
—¡Corre! —le grita.
Pero no puede dejar allí al abuelo. Va corriendo y abriendo para que salgan las vacas. Los animales salen despavoridos, se empujan entre sí y lanzan mugidos atronadores mientras huyen hacia fuera, hacia la noche invernal. Algunas de ellas chocan con Anna-Karin, que cae sin remedio en el suelo de cemento. Se le tuerce el tobillo. Los pesados cuerpos de los animales retumban en la estampida, y Anna-Karin se protege la cabeza con los brazos.
Pero no ha tenido tiempo de pedir ayuda cuando ya está allí el abuelo. Acude con sus manos fuertes y poderosas y le ayuda a levantarse, y ella camina apoyándose en él.
Solo faltan unos metros hasta la puerta, están a unos pasos de la salvación. Anna-Karin no ve la viga que está a punto de caer hasta que no le da en la cabeza al abuelo, que se desploma.
—¡Abuelo!
Ya no siente su propio dolor. Tiene que sacar al abuelo de allí. Tira de él y lo arrastra y, de repente, están fuera, en la nieve, pero Anna-Karin continúa alejándose, lejos del cobertizo, lejos, hasta que no puede más.
El fuego devora la vieja madera del cobertizo con un aullido. Oye a su madre, que grita dentro de la casa, pero Anna-Karin solo tiene ojos para el abuelo. La está mirando. Abuelo, querido abuelo.
—Anna-Karin… —le dice con un hilo de voz—. Yo debería…
Y ahí se acaban las palabras.