CAPÍTULO 6

En un pequeño y humoso bar de la Leidesplein, en Ámsterdam, el hombre que había asesinado a Meister Hugo von Kalbach bebía cerveza y comía salchichas, mientras esperaba al hombre que deseaba hablar de una partida de cerveza Tigre. Parecía un buen candidato recomendado por ex clientes, y al parecer nada temeroso del precio. El dinero sería útil. La última misión había pagado únicamente los gastos, porque se hacía en nombre de su propio comando. El trabajo encargado por gente ajena a la organización estaba bien retribuido... y era mucho menos peligroso, porque no se ajustaba a una rutina.

Gebhardt Semmler era un hombre a quien agradaba la discreción. Como no era mal pintor, había conseguido organizar un esquema de actividades legítimas: bocetos y copias en las galerías, la venta de sus obras a los turistas que llegaban en invierno a los locales nocturnos. La policía no representaba un problema. Su nombre no estaba incluido en la nómica de los grupos de la Baader-Meinhof de Holanda. El boceto del asesino de von Kalbach, publicado por la policía de Munich, era tan inexacto que provocaba risa. Su única preocupación real era la soledad, un sentimiento de incomodidad y extrañeza, la necesidad de sentirse reconfortado, de saber que aún era apreciado y respetado por sus camaradas de armas. Era otra buena razón para aceptar una nueva misión. La necesitaba para afirmar la confianza en sí mismo.

Sabía que algunos camaradas ya estaban apostados alrededor de Ámsterdam; pero la consigna era severa: "Manténgase apartado de esa gente. Cumplen una tarea especial y muy delicada." Era un modo de hablar muy discreto, pues se sabía que el grupo en cuestión custodiaba dos misiles SAM y estaba buscando un emplazamiento adecuado cerca de las pistas de vuelo del aeropuerto Schiphol.

De todos modos, Gebhardt Semmler no los envidiaba demasiado. Prefería trabajar solo, ideando su propia táctica para su propio blanco. Estaba concentrado en su ensoñación y en su segundo vaso de cerveza cuando un individuo que vestía un sucio impermeable, tenía anteojos ahumados y una barba de dos días se acomodó en el asiento, al lado de Semmler, y preguntó cortésmente en alemán:

—¿Tiene inconveniente en que me siente aquí?

—Como guste.

Llegó la camarera. El visitante pidió ron y agua caliente. Después dijo, como de pasada:

—Generalmente bebo cerveza Tigre, pero afuera hace frío.

—Hable —dijo Gebhardt Semmler—. ¡Pero no muy alto!

Spada extrajo del bolsillo un diario plegado y medio lo abrió sobre la mesa. El titular anunciaba el arresto de cuatro terroristas en un apartamento próximo al Aeropuerto Schiphol, y el descubrimiento de un gran depósito de armas, entre ellas un lanzacohetes. Spada volvió a plegar el diario y lo metió en el bolsillo.

—Eso sucedió en las primeras horas de esta madrugada. De modo que los camaradas han sido interrogados el día entero. Me imagino que pronto echarán la red. Sería un momento apropiado para salir de Holanda.

—No me preocupa. Nadie puede demostrar nada contra mí... ¡Nadie!

—Tanto mejor... para nosotros y para usted.

—¿Adonde quiere que vaya?

—A Suiza.

—¿Cuál es la tarea?

—La misma que usted ejecutó con Hugo von Kalbach: un hombre en un lugar público atestado. Usted entra y sale antes de que nadie sepa lo que sucedió.

—¿Cómo demonios supo lo de Hugo von Kalbach?

Spada se encogió de hombros e insinuó una sonrisa sesgada.

—Lo hemos vigilado, hijito. No creerá que estamos dispuestos a comprar palabras vacías, ¿verdad?

—¿No lo he visto antes? —Lo dudo.

Semmler reflexionó un momento y después dijo bruscamente: —Diga el precio. —Diez mil dólares.

—¿Cuándo cobro?

—Cinco ahora, cinco después.

—¿Quién paga?

Spada extrajo su billetera y retiró una tarjeta sobre la cual estaba grabado el símbolo de Proteo. Entregó la tarjeta a Semmler.

—Guarde eso en su billetera. Una vez cumplida la tarea, usted irá a una dirección que yo le indicaré en París, presentará esa tarjeta y cobrará el resto de sus honorarios... Bien, ¿está dispuesto o no?

—Quiero ver primero el dinero.

—¿Aquí, en este tugurio? Bromea. Nos asaltarían antes de que camináramos veinte pasos por la calle. Si quiere venir a mi hotel...

—Iremos a mi casa —dijo Semmler—. Está apenas a cien metros de aquí, sobre el canal.

—¡Excelente! Salgamos de aquí.

Spada pagó la cuenta y los dos hombres salieron al viento helado y al lodo de la calle. Spada preguntó como de pasada:

—¿Qué clase de arma usó con von Kalbach?

—Una Walther PK. ¿Por qué?

—¿Todavía la tiene?

—Por supuesto. Siempre la llevo conmigo.

—¡Cambíela! —dijo ásperamente Spada—. No queremos dos muertes con la misma arma. Es el tipo de cosas que a uno lo delata.

—Si cambio, tengo que recorrer la mitad de la ciudad buscando un arma nueva. Y eso también podría ser peligroso.

—¿Sabe manejar una Luger?

—Por supuesto.

—Cuando lleguemos a su apartamento las canjearemos.

—El dinero primero-dijo firmemente Semmier—. Es aquí. En el tercer piso.

En el rellano, Spada se limpió cuidadosamente los pies, se quitó las galochas y las depositó junto a la puerta. Semmier se echó a reír.

—¡Por Dios! No necesita ser tan cuidadoso. Entre.

La habitación era un amplio apartamento de la mansarda, la mitad estudio de artista, la mitad vivienda; todo desordenado y sucio, con el descuido propio de! solterón. Spada examinó con desagrado el lugar.

—¡Dios mío! No vive muy bien, ¿eh?

—Eso es asunto mío. Ahora veamos el color de su dinero.

Spada metió una mano enguantada en el bolsillo interior de la chaqueta y extrajo dos sobres de papel madera, y entregó uno a Semmler.

—Cuéntelo.

Semmler contó cuidadosamente los billetes, y después con el fajo se golpeó la palma de la mano.

—¡Bien! Ahora, hábleme del trabajo.

Spada le entregó el segundo sobre.

—Está todo allí. Léalo, y después de memorizarlo, destrúyalo. Mientras lo lee, veamos esa Walther.

El joven vaciló. Spada extrajo su propia pistola y la depositó sobre la mesa, al lado del dinero. Semmler le entregó la Walther, que estaba provista de silenciador.

—Tenga cuidado. Está cargada.

Spada la tomó con la mano enguantada y movió el seguro. Amartilló el arma y apuntó a la ventana.

Semmler deslizó el pulgar bajo la solapa del sobre y lo abrió. Levantó los ojos y dijo:

—Con el silenciador, desvía un poco hacia la izquierda, pero a corta distancia no es problema

—Conviene saberlo —dijo Spada, y le disparó un tiro en la cabeza

Recogió los papeles y el dinero, guardó en el bolsillo su propia pistola y después depositó la Walther en la palma del muerto. Caminando con cuidado para evitar las manchas de sangre salió y cerró suavemente la puerta tras de sí. No tenía prisa. Solamente necesitaba afeitarse antes de la próxima cita. En el primer rincón oscuro arrojó la pistola al canal y continuó caminando, mientras silbaba una melodía.

En la lista principal de la organización Proteo, Jan Pieter Maartens tenía el nombre de código Arenque. Era un hombre corpulento, de rostro rojizo, cuyo apetito por la buena comida y las mujeres bonitas era casi tan considerable como su fortuna privada y su colección de maestros holandeses. Se autodenominaba, al viejo estilo, armador de barcos y sus buques recorrían las costas desde Caracas hasta Callao, desde Bandung hasta Bottany Bay. Tenía contratos permanentes con Spada Consolidated y una antigua e íntima amistad con el propio John Spada.

Media hora después de la ejecución de Gebhradt Semmler, Spada estaba sentado en el estudio de Maartens, con un vaso de bourbón en la mano y uno de los burgueses de Rembrandt como único testigo del coloquio.

Maartens dijo con su acostumbrada franqueza:

—Hombre, tiene un aspecto harapiento. ¿Qué ha estado haciendo?

—Uno de nuestros hombres fue muerto en Munich. Hugo von Kalbach.

—Leí las noticias. Una lástima. No sabía que pertenecía a nuestro grupo.

—También era un antiguo y querido amigo.

—Y bien, ¿qué lo trae a Ámsterdam?

—Acabo de liquidar al hombre que lo mató.

—¡Oh! —Maartens evitó demostrar sorpresa—. ¿Necesita ayuda?

—Para eso, no. Fue un trabajo limpio. Y la policía no se esforzará

mucho en la investigación. Sin embargo, hay otro problema. ¿Conoce el asunto de mi hija y el marido?

—Sí. ¿Qué puedo hacer?

—Estoy tratando de sacar a Rodolfo Del Valle de la cárcel argentina. Si puedo, y el "si" es grave, todavía afrontaré el problema de su salida del país. Probablemente está enfermo, lo cual agrava las dificultades.

—De manera que necesita un barco.

—Más que eso, Jan. Necesito que esté a la espera, listo para levar anclas apenas subamos a bordo.

—¡Bien...! —Maartens reflexionó un momento, sin dejar de chupar su cigarro—. Tendrá que estar fuera de puerto, y no en los muelles, donde es necesario soportar la inspección de la policía de puerto y los aduaneros.

—¿Puede ayudarme?

—Estoy pensando. Tenemos el Freya. Ahora está en Caracas, esperando una carga sin importancia. Podríamos enviarlo a Buenos Aires. Es una antigua bañera, pero todavía nos rinde algunas ganancias.

—¿Podría mantenerlo a la espera un tiempo?

—¡Por supuesto! Lo mejor sería pretextar una falla de las máquinas. De ese modo las autoridades del puerto no hacen preguntas.

—¿Cómo es el capitán?

—Joven. El Freya es su primer mando. —Maartens sonrió—. Nos agrada probarlos con esos viejos barcos... sí, el Freya probablemente servirá.

—¿Es rápido?

—¡Demonios, no! Doce nudos y ya empiezan a saltar los bulones. Pero eso no importa. Un par de horas de navegación y ustedes están a salvo.

—Muy bien. Será el Freya. ¿Quiénes son los agentes locales?

—Los Hermanos Guzmán; pero prefiero no comprometerlos. Dejaré una nota para el capitán en la oficina de los agentes. Yo le diré que la solicite.

—La nota estará firmada por Erwin Hengst.

—Escribiré el nombre. —Maartens garabateó el nombre en su anotador.

—Habrá gastos, Jan. Después arreglaremos las cuentas.

—Para Proteo, no hay cuentas. —Maartens estaba indignado—. Una donación personal al capitán y la tripulación. Eso es todo.

—Jan, usted es un buen amigo.

—Beba otra copa. Leí en los diarios neoyorquinos que usted renunció al cargo de presidente.

—Sí.

—¿Puede ofrecerle un consejo?

—Por supuesto.

—Cuando esto haya concluido, diviértase un poco. Es un mundo de perros. Ni siquiera Proteo puede corregirlo durante la vida de un hombre.

—Y entonces, ¿qué hacemos, viejo amigo? ¿Permitimos que los perros se impongan?

—Terminemos nuestras bebidas. Lo llevaré a cenar.

—No puedo aceptar ni un bocado.

—¡Comerá! —dijo firmemente Jan Pieter Maartens—. Beberá. Se mostrará amable con un par de bonitas mujeres y mañana...

—Mañana parto para Buenos Aires. ¡Garantíceme que llegaré al avión!

Cuando el avión despegó, Spada se sintió repentinamente vacío e intolerablemente solitario. Había quebrado los últimos eslabones que lo unían a la normalidad. Era un hombre nuevo, con un apellido distinto, cuya identidad misma dependía de la buena voluntad de un policía de Munich. En Ámsterdam había muerto a un hombre y aunque no se arrepentía del hecho en todo caso lo separaba del común de los seres humanos. Era una experiencia única, que no podía compartir, y que carecía totalmente de alegría.

En el lugar adonde ahora se dirigía llevaría la vida de un criminal, siempre alerta. Debía hablar una lengua extranjera, representar al pie de la letra el texto de una ficción complicada, consciente de que el más mínimo desliz significaba la tortura y la muerte. ¿Y para qué? Eso era lo que más lo abrumaba: ¿para qué? Recordó lo que Anatoly Kolchak le había dicho respecto de Lermontov: "El trato que usted propone parece una estupidez... usted quiere comprar la mercancía más perecedera y menos valiosa: ¡un cuerpo humano enfermo!..." Ahora estaba arriesgando la vida para conseguir esa mediocre mercancía y devolver a su hija, que amaría y cuidaría a su marido hasta que la muerte la liberase de él. El propio Spada había demostrado qué trivial era en realidad ese regalo. Había muerto a sangre fría a un hombre y después había ido a divertirse con Jan Pieter Maartens.

Durante un momento desesperado sintió que le estallaba el cráneo. Después, poco a poco, el viejo y pragmático John Spada asumió de nuevo el control. No puedes retroceder; avanza. No sueñes; ¡actúa! No cambies las categorías, de lo contrario la lógica se convertirá en absurdo.

De modo que comenzó, da capo, el ejercicio del cuestionario. ¿Nombre? Erwin Hengst. ¿Nacionalidad? Alemania Occidental. ¿Edad? Cincuenta y cinco años. ¿Lugar de nacimiento? Francfort del Mein. ¿Profesión? Ingeniero consultor. ¿Qué clase de ingeniería? Minería. ¿Propósito de la visita a Argentina? Turismo. ¿Dirección en Argentina? Plaza Hotel, Buenos Aires. ¿Idiomas? Alemán, español, italiano. No debía hablar inglés, excepto en compañía de sus colegas. ¿Puntos de referencia? Debía registrarse inmediatamente ante el cónsul general alemán. Cualquier contacto con la Oficina Spada debía realizarse en secreto, con Hernán Vigo. Para guardar el secreto, podía utilizar el apartamento de Kunz. ¿Dinero? Tenía que declarar veinte mil marcos alemanes. Hernán Vigo le suministraría más fondos. ¿Costumbres? Debía renunciar al bourbón y beber vino, cerveza o whisky escocés. Tenía que pedir los periódicos alemanes, comprar un par de maletas alemanas y una guía de Argentina en idioma alemán. ¿Nombre del padre? Franz Erwin Hengst. ¿Profesión del padre? Maestro de escuela. ¿Nombre de soltera de la madre? Ludmill Dürer...

El ensayo y el servicio de cócteles lo ocuparon durante la primera y breve etapa hasta Zurich a Monrovia y a Río de Janeiro comió, bebió y durmió nerviosamente, perseguido siempre por el temor de que podía hablar en sueños. En el tocador del aeropuerto de Río se afeitó, se cambió de camisa y ropa interior, y se preparó para gozar de las últimas cuatro horas de vuelo hasta Montevideo y Buenos Aires.

Hubo sólo un momento de tensión, mientras en funcionario de rostro inexpresivo del mostrador de inmigración estudiaba el pasaporte de Erwin Hengst y buscaba trabajosamente en su archivo de indeseables. Finalmente, cerró el pasaporte y lo devolvió. Dos pasos más y John Spada, alias Erwin Hensgt, entró en el escenario de la muerte.

—Tenemos un plan —dijo el Espantapájaros.

—No me agrada —dijo el mayor Henson.

—Pero usted no ha propuesto nada mejor —dijo Sánchez—. Exagera los riesgos porque piensa como un soldado británico, no como un guerrillero.

—El tiempo está contra nosotros —dijo Del Valle padre—. Sé que mi hijo está muy enfermo. Muere un poco todos los días.

Estaban sentados en la galería de la estancia, bebiendo cerveza helada y contemplando la apretada arboleda que se prolongaba hasta las orillas del río. Todos se mostraban tensos e irritables, con la única excepción del Espantapájaros, que continuaba conservando su aire de objetividad sardónica.

Spada dijo serenamente:

—Veamos primero las buenas noticias. Un barco viene de Caracas. Cuando liberemos a los muchachos, nos recibirá a bordo y saldrá del Río de la Plata.

—Llevará solamente a su hombre —dijo Sánchez—. Chávez permanecerá con nosotros. Lo necesitamos.

—Muy bien —dijo cordialmente Spada—. Ahora, ¿cuál es el plan de fuga?

—No es una fuga. —Era evidente que Sánchez deseaba defender su punto de vista—. Es una entrega... Me explicaré. Cuando los hombres de los servicios han terminado con un detenido, lo matan o lo envían a un calabozo, por si lo necesitan nuevamente. Si y cuando lo requieren, envían una orden al comandante de la cárcel, que entrega al prisionero. ¿Está claro?

—Hasta allí, sí.

—La orden llega en un formulario oficial firmado por un alto jefe de seguridad, casi siempre el interrogador principal, que es el mayor López Mitchell.

—Ése es el bastardo que entregó a mi hija —dijo Spada—. ¡Deseo crucificarlo!

—Una cosa por vez —dijo el Espantapájaros—. Todos estamos comprometidos en esto. Continúe, Sánchez.

—Por lo tanto, tenemos que conseguir tanto el formulario como la firma —continuó Sánchez—. Después, nuestra gente tiene que presentarse en la cárcel, recoger a los dos detenidos y firmar un recibo.

—¿Podemos conseguir los formularios oficiales?

—Sí —dijo Sánchez con una sonrisa—. Hay una muchacha que trabaja en el cuartel general... fea como la muerte, pero yo trato de que no se sienta sola.

—¿Y la firma?

—La misma joven, el mismo motivo. Podemos obtener una falsificación pasable.

—Entonces, ¿dónde está la dificultad?

—La dificultad —dijo el mayor Henson— está en la rutina de la propia cárcel. Sánchez la conoce, porque estuvo detenido y fue ayudante en la oficina. Normalmente los miembros de los servicios telefonean primero. Dicen que quieren al prisionero X, y que envían un destacamento, con orden escrita de retirarlo.

—¿No podemos hacer lo mismo?

—Por supuesto-dijo Henson—. Pero si los auténticos miembros de los servicios llaman y alguien menciona la primera orden... vamos derecho a una trampa.

—He contemplado eso —dijo irritado Sánchez—. Telefoneamos, y después cortamos la línea.

—Pero Martín García se comunica también por radio. No podemos impedirlo.

—Sin embargo, se atiende a horarios regulares. Podemos descubrir cuáles son.

—Si el teléfono no funciona, trabajarán fuera de horario. Es muy peligroso.

—¿Cómo podemos evitarlo? —preguntó Spada—. ¿O por lo menos reducir al mínimo el peligro?

—Martín García es una isla —dijo Henson—. La cárcel tiene su propia comunicación por ferry con tierra firme. Si conseguimos que entreguen a los prisioneros en la costa, por lo menos tendremos una línea de retirada si algo sale mal. De otro modo, estaremos atrapados en la isla.

—¿Sánchez?

—Teóricamente es posible. De hecho, significa romper la rutina. Y eso ya es sospechoso. Es posible que el oficial de guardia de la cárcel llame a su vez para confirmar la orden.

—¿Cuáles son los movimientos entre la cárcel y tierra firme?

—Bastante intensos. Se envían suministros. El personal de la cárcel sale con licencia. El comandante viene regularmente a la ciudad.

—¿Tenemos algún diagrama de todas esas cosas?

—Estamos preparándolo —dijo Sánchez—. Recuerde que no sabíamos nada de usted hasta hace pocos días. Estas cosas llevan tiempo.

El mayor Henson se encogió de hombros, como diciendo: "¿Comprende lo que quería decir? ¿Cómo puede dirigirse así una operación?"

El Espantapájaros habló por primera vez.

—Comprendo el punto de vista del mayor. Y también el criterio de Sánchez. Consideremos el asunto desde el punto de vista de lo propios miembros de los servicios. Tienen sus propias emergencias. Están interrogando a un hombre y de pronto... ¡bum!, desean comprobar la información con un detenido a quien ya habían interrogado. Telefonean a la cárcel. Exigen acción rápida. Traigan el detenido al departamento central. Nosotros lo recibiremos. Es posible, ¿verdad?

—Posible —dijo ásperamente Sánchez—. Pero no probable. Esta gente trabaja en su propio circuito cerrado. ¿Por qué necesitan darse prisa cuando tienen en la heladera a sus víctimas? ¿Recuerda que estuve allí?

—Bien —dijo serenamente el Espantapájaros—. No tienen emergencias. Podríamos provocarles una, ¿no es así?

—Podríamos. —Sánchez adoptó una actitud cautelosa—. Siempre que no agraven demasiado la situación de mi gente. Ustedes se marchan pero nosotros tenemos que vivir aquí. Recuérdelo., ¡recuérdelo siempre!

—Sánchez tiene razón —dijo Del Valle padre—. Lo que menos deseamos es una nueva oleada represiva. Pero nuestro amigo Lunacharsky por lo menos ha aportado una idea nueva y debemos examinarla atentamente. ¿Puedo decir algo?... Recibimos noticias de la cárcel. Desordenadas y fragmentarias. A veces llegan intencionadamente falsificadas. Pero todo lo que sabemos apunta al hecho de que están tratando a Rodo con especial brutalidad... como si quisieran dar el ejemplo de la humillación de un intelectual. La tortura lo ha dañado gravemente. Bien, parecería que...

Hacía mucho que habían terminado con él en la Feria de Diversiones. Lo habían exprimido como una naranja, jugo y pulpa y fibra, hasta que sólo quedó la cáscara amarilla y vacía. Se habían ocupado de que conociese el catálogo entero de crueldades: la percha del loro, la picana eléctrica, la casi asfixia por inmersión en un tanque de aguas servidas, los golpes, los días y las noches en la perrera, donde debía acostarse sobre un lecho de piedras filosas, sin la posibilidad de incorporarse ni de extenderse, las uñas arrancadas, las pesas que colgaban de su cuerpo, colgado de las muñecas.

Muchas veces había estado a un milímetro de la muerte, pero siempre le habían negado la salida compasiva hacia las sombras. Cuando él había rogado que lo dejasen ir, que lo arrojasen al río, como había hecho con centenares, muertos y casi muertos, se habían echado a reír. Dijeron: "Jamás." Martín García necesitaba un payaso que aliviase el tedio, una mascota que adornase el desfile de los condenados. Y ahora, mientras los restantes detenidos caminaban en círculo alrededor del campo de ejercicios, lo tenían encadenado como a un perro a uno de los postes de ejecución, de modo que sólo pudiese sentarse o arrastrarse en un círculo de sólo dos metros de diámetro, para ejercitar sus músculos atrofiados y las articulaciones calcificadas.

A veces, uno de los guardias se detenía y lo palmeaba, medio compasivo y medio despectivo. Todos los días, sin faltar una sola vez, el coronel Ildefonso Suárez se acercaba cojeando a Rodo, le levantaba la cabeza con la punta del bastón y se burlaba.

—¡Bien! ¿Cómo está hoy el gran Rodolfo Del Valle? Abrigo la esperanza de que pueda continuar trabajando. No debe decepcionar a su público. Esperan grandes cosas de usted, testimonios de estos tiempo difíciles. Aunque por supuesto, lo había olvidado. Está escribiendo un libro, ¿verdad? Ya decidió el título. ¿Qué le parece El libro de las revelaciones? ¿O Las confesiones de Rodolfo Del Valle, con una selección de fotografías? ¿Todavía nada? ¡Bien, no importa! ¡Hay mucho tiempo... años y años!

Después, le aplicaba un bastonazo, juguetón pero doloroso, en la cadera enflaquecida, y se alejaba cojeando, mientras Rodolfo Del Valle continuaba sentado, inclinado y encogido, la espalda apoyada en el poste donde otros más afortunados habían sido fusilados.

El coronel se creía actor, pero desconocía el punto central de la comedia, porque en efecto Rodolfo Del Valle estaba escribiendo: no sobre el papel, porque no lo tenía, y además sus dedos estaban encorvados y heridos, y porque aunque hubiese tenido luz en la celda comenzaba a fallarle la vista... pero escribía mentalmente. Estaba redactando una letanía que recitaba y repetía con voz monótona: una letanía de los vivos y los muertos, de los que como él habían sido arrancados al ámbito humano, borrados de los registros como si jamás hubiesen existido. Todos los días, todas las semanas agregaba nuevos elementos: nombres murmurados durante el desfile de los detenidos, o mencionados por los guardias o garabateados en las paredes del cuarto de las duchas. Un día — ¡aunque fuese el Día del Juicio!— alzaría la voz para entonar la letanía, y por cada nombre obtendría una condena para los tiranos.

Soñaba también con la creación de otras obras: una vasta y visionaria épica del país que había absorbido a tantas razas humanas, un folklore utilizando el lunfardo, una guirnalda de poemas líricos para Teresa. Pero estas cosas no duraban mucho en su cabeza. Iban y venían. Sólo quedaban los restos, como jirones de tela enganchados en un matorral espinoso de la pampa... a veces el jirón enganchado en una espina era él mismo, cubierto de polvo, agitado por el viento, atravesado por muchos dolores, solo, tan terriblemente solo...

Y sin embargo —también había aprendido a contar los favores de la suerte-no siempre estaba solo. Una vez concluido el período de ejercicios, el guardia le retiraba los grillos y dos detenidos lo incorporaban, lo tomaban uno de cada brazo y medio caminando medio arrastrándolo lo llevaban de vuelta a los calabozos. Uno era Ferrer, que había sido cura rural y había protestado en sus sermones dominicales contra las brutalidades de un terrateniente local. El otro era Chávez, otrora maestro de escuela, veterano activista, que había sobrevivido a cien procedimientos policiales y organizado una veintena de operaciones terroristas, para ser arrestado finalmente por cantar temerarias canciones de protesta mientras estaba medio borracho en un bar. Conseguían trasladarlo con lentitud suficiente para comunicarle en voz baja las noticias y quizá ponerle en la mano un caramelo pegajoso o un pedazo de fruta. Incluso el contacto y la proximidad de los dos hombres provocaba en Del Valle el deseo de llorar agradecido. Los sábados, el viejo cabo Pascarelli se encargaba de recorrer los calabozos, mientras sus subordinados bebían hasta tarde en la cantina. Siempre estaba dispuesto a charlar un par de minutos y traía algún regalito, una píldora de vitaminas o un cigarrillo. Con menos frecuencia, cuando Del Valle escupía sangre y le permitían visitar la enfermería, el ayudante, un hombre pálido y melancólico, le masajeaba la espalda y trataba de aliviar el dolor de la columna vertebral deformada. A pesar de sus modales afeminados, ese hombre tenía mucho coraje, y era perfectamente capaz de enfrentar al médico de la cárcel, el doctor Wolfschmidt, cuyas únicas preocupaciones parecían ser el alcohol y las salas de tortura.

Sí, incluso en el infierno había ciertos dones, dolorosamente pequeños, pero suficientes para apuntalar la cordura de un hombre y alimentar el hilo cada vez más delgado de la esperanza. Pero, ¿esperanza de qué?

Ferrer, robusto y espartano en la antigua fe, lo apremiaba sin descanso:

—Cristo está contigo, Rodolfo. A medida que empeora la situación, más te pareces a Él. Cree en Él. Aférrate a Él. Jamás te abandonará.

Chávez lo decía de otro modo, no menos reconfortante:

—¡Agárrate a tu cráneo, hombre! Allí está todo. Cierra los ojos, cierra la boca. Cierra los oídos. Enróscate en tu cerebro y olvídalos. Es eficaz. ¡Créeme, es eficaz!

El viejo Pascarelli gruñía y resoplaba y se rascaba las axilas y como un pistolero hablaba por el costado de la boca:

—Los tipos importantes tienen mucho miedo. Quieren matarte como mataron a los demás, pero temen que sea necesario presentarte un día. No trates de enfrentarlos; sólo conseguirás perjudicarte más. Finge que no eres más que un estúpido, que perdiste la cabeza, y te dejarán en paz. Ésa es la idea. Hazte el estúpido. ¡Finge que eres un idiota perfecto!

De modo que, a falta de mejores remedios, ensayó esos métodos. Él, que no había asistido a la iglesia desde el día de la confirmación, trató de rezar. Él, que ansiaba comunicarse con el mundo, alimentó sus visiones —¿o eran su locura?— en la soledad. El, el hombre desafiante, habló incoherencias y sonrió como un mono domado frente a sus torturadores...

Después de que todos regresaron a la ciudad, cada uno por su lado, John Spada cenó y habló de asuntos de la familia con Del Valle padre. Era la primera vez que hablaba a solas... la primera vez que Spada recibía la invitación de usar el nombre de pila de su anfitrión: Francisco.

—Es extraño, ¿no? —comentó Spada—. Nuestros hijos se han casado, pero usted y yo apenas nos conocemos.

—Lo que es aun más extraño —dijo Francisco Del Valle—, mi hijo está detenido en mi país, y usted, un extranjero, viene a salvarlo. Lo cual determina que me sienta ineficaz y avergonzado.

—No debería ser así. El resto de su familia vive aquí, y pueden ser utilizados como rehenes del sistema.

—Que yo mismo contribuí a crear... si no cooperando, al menos con mi indiferencia política. Mientras estuviese en libertad de hacer lo que deseaba, y créame, John, de mi estancia salen los mejores caballos del país, me sentía feliz. Y también me disculpaba fácilmente. Era un hombre con un solo talento. A nadie hacía daño... incluso puede decirse que hasta cierto punto hacía un bien. Pensaba, creía realmente que mi hijo provocaba molestias innecesarias en cosas que con el tiempo se arreglarían solas.

—Todos caemos en la misma trampa —dijo serenamente John Spada—. Todos pactamos con el demonio, porque es muy buen pagador. Y también cortés..., hasta que uno lo contraría.

—Dígame sinceramente, John, ¿qué opina de nuestras posibilidades?

—Por el momento, cincuenta y cincuenta. —¿Podemos mejorar las probabilidades?

—Sí, con información más exacta. Fuera de eso, es peligroso hacer conjeturas. Puede desmoralizarnos. Debemos formular juicios racionales sobre la base de la inteligencia concreta... Pero hay un problema. En el supuesto de que tengamos éxito, ¿qué sucederá con usted y su familia?

—Creo que no mucho. Por supuesto, nos interrogarán; es probable incluso que nos molesten. Pero en definitiva nos dejarán en paz. Somos gente de campo. Los hombres de los servicios no se sienten cómodos en las zonas rurales. Son exterminadores de ratas, entrenados para recorrer las cloacas de la ciudad... Creo que en definitiva usted correrá más peligro que yo.

—Felizmente, estaré lejos... en Nueva York, con Rodo.

—Vivimos en la era de los asesinos —dijo Francisco Del Valle—. Si Rodo vive para volver a escribir, y llega a saberse que usted es el hombre que derrotó a este sistema, ambos correrán peligro.

—Una cosa por vez —dijo John Spada—. Una cosa por vez.

—Quizás intenten expropiar sus empresas en Argentina.

—Serían estúpidos si lo intentaran. Los banqueros mirarían con malos ojos la operación. Además, ahora todos saben que me he retirado. Spada Consolidated es una corporación pública con muchos accionistas poderosos. Las reglas del juego establecen que los hombres son mortales pero las corporaciones gigantes son sagradas hasta la eternidad.

Francisco Del Valle sirvió más vino.

—John, ¿cree que habrá violencia en este asunto?

—Por supuesto, intentaremos evitarla, pero sí, es posible.

—Quiero acompañarlo en la operación.

—¡No! —La respuesta de Spada fue enfática—. Manténgase lejos. Usted podría comprometer a mucha gente. Y en último análisis podrían obligarlo a pagar tributo al ERP.

—Lo comprendo, pero...

—Tráguese su orgullo y mantenga la distancia. Y a propósito, necesito una buena escopeta.

—Se la conseguiré —dijo Francisco Del Valle—. Pero por Dios, no la lleve consigo ni la guarde en el hotel. Muchos miembros del personal son hombres y mujeres a sueldo de los servicios.

—La guardaré en el apartamento de Kunz.

—¿Está dispuesto a matar a un hombre? —Sí.

—En ese caso, le pido... ¡no, se lo ruego!, que si algo sale mal, si hay peligro de que Rodo sea detenido nuevamente... ¡mátelo!

—¡ Madre de Dios! —John Spada juró por lo bajo—. i Qué clase de hombre cree que soy yo?

El coronel Ildefonso Suárez era un hombre muy metódico, y ésta no era la menor de sus cualidades como comandante de una cárcel. Mantenía al día sus registros... excepto los casos en que los servicios de seguridad ordenaban que no se llevase ningún registro. Sus cuentas siempre cuadraban, lo cual quería decir que el manejo corrupto de los fondos de la cárcel se mantenía siempre en un nivel aceptable. Sus informes eran breves y claros: los accidentes y las bajas cero, las enfermedades infecciosas mínimas, las fugas cero, las infracciones disciplinarias importantes cero, las quejas de los detenidos cero, los problemas con el personal cero.

Su oficina era un modelo de pulcritud. No había un papel fuera de su lugar, ni trastos de polvo en los archivos. Se afilan diariamente los lápices, el canasto de los papeles se vaciaba a mediodía y al final de la jornada. Los zapatos del coronel relucían como cristales y el peluquero de la cárcel le recortaba los cabellos dos veces por semana; también lo afeitaba antes de la recorrida matutina. Con sus superiores adoptaba una actitud de respeto militar; para sus inferiores era un tirano despótico, y a veces demostraba un humor sardónico destinado a provocar la sonrisa apreciativa de los soldados.

Su residencia fuera del sector de la cárcel era un pulcro cottage con un jardín de flores y un huerto, atendidos por un sargento, dado de baja y condenado veinte años antes por haber asesinado a su amante; además, contaba con los servicios de un ordenanza y una vieja criolla originaria de Entre Ríos, que se ocupaba de limpiar y cocinar para el coronel.

Incluso sus diversiones eran metódicas. Los últimos cuatro días de cada quincena abandonaba su mando, siempre después de un acto formal de traspaso al mayor Gutiérrez, y un auto lo conducía a Buenos Aires, dónde tenía reservada una suite en el Hotel Formosa. Allí, la misma criada lo recibía siempre, y se ocupaba de que las ropas civiles del coronel estuviesen planchadas y las camisas y la ropa interior preparadas en la cómoda. También lo esperaba allí su provisión de licores y cigarros, que nadie había tocado desde la última visita. La camarera esperaba mientras él se desvestía, le ayudaba a ponerse la bata, le servía una copa y después se retiraba, llevándose la ropa sucia al lavadero y el uniforme a la planchadora.

Entonces comenzaba la rutina de la diversión. Bañado y vestido con ropas civiles, se dirigía al Círculo Militar, para renovar la relación con sus amigos del servicio. Éstos se mostraban bastante cordiales... aunque el coronel a veces se preguntaba si el olor de la cárcel continuaba envolviéndolo; pero la cordialidad de estos hombres era menos importante que los comentarios acerca del servicio: quién estaba destacado dónde, quién había pasado al sector político, qué visitantes llegaban de la zona de frontera a la ciudad, cuáles eran los colegas que venían de Uruguay o Chile o Paraguay. Este tipo de información contribuía a la seguridad de un hombre, le permitía conceder favores personales y formarse cierto prestigio en la jerarquía.

Si había pocos colegas, se marchaba temprano; si muchos habían acudido al Círculo, el coronel Suárez cenaba allí y después cojeaba de un grupo al otro, en la sala donde se servía café, para cambiar saludos. Con los conocidos pacientes, la cojera era tan útil como una tarjeta de visita. Siempre estaba dispuesto a explicar-aunque lo hacía con un aire modesto— que había recibido un balazo en una emboscada tendida por los revolucionarios en el Norte del país, pero que los bastardos lo habían pasado mucho peor, con tres muertos y dos que sobrevivieron para hablar largamente en la Feria de las Diversiones.

Después de cenar, y de rechazar la propuesta de algún individuo solitario que deseaba acompañarlo, salía del club y el automóvil lo llevaba a otro tipo de local, aproximadamente a un kilómetro de la Plaza de la República. Allí, un oficial y un caballero podía entretenerse muy satisfactoriamente, pues los inspectores médicos del Ejército garantizaban que las muchachas estaban sanas, y por otra parte varios miembros de los servicios vigilaban atentamente el lugar. En la planta baja había un bar, con música y baile; arriba, una larga serie de cuartos que podían alquilarse, lo mismo que sus ocupantes, por hora o por la noche entera. La tarifa era elevada, pero los riesgos reducidos, y Rosita, una sonriente y opulenta matrona originaria de Mar del Plata, siempre atendía bien a sus clientes regulares.

El coronel Suárez era un cliente muy regular; también fiel a su modo. Era sabido que durante tres visitas sucesivas había preferido a la misma muchacha hasta que, como él mismo lo dijo, "Pareció que de la noche a la mañana ella envejecía y parecía tener dieciocho años más que catorce". Así, esa tibia noche de octubre había ordenado que le trajesen otra, confiando en que Rosita jamás lo decepcionaría. Cuando el automóvil se detuvo a la entrada del local, como siempre impartió sus órdenes al chofer: "Venga a buscarme a las diez de la mañana. Hasta esa hora, páselo bien." A lo cual, como siempre, el chofer respondió agradecido: "El coronel es muy amable. Pero tengo que cuidar de mi bolsillo." Y a esto agregó, pero sólo para sí mismo: "Aún así, soy más hombre que tú, ¡viejo podrido!" Después, el chofer enfiló el auto hacia el puerto, donde su primo Luis tenía una cantina, y un lugar en que a las tres de la madrugada a nadie le importaba un cuerno de los servicios, la policía o los políticos.

En ese sótano feliz y ruidoso tuvo la buena suerte de sentarse a la misma mesa que ya ocupaban dos bonitas jóvenes, un individuo de aspecto extraño que se llamaba Pavel o Paul o algo parecido y un individuo que gastaba mucho, un tal Sánchez, cuyos bolsillos parecían forrados de dinero...

—Nuestro amigo —Sánchez señaló el dormitorio donde el chofer del coronel Suárez roncaba feliz entre dos muchachas— merecería una medalla. Vean todo lo que nos dijo por el precio de un par de botellas de brandy de mala calidad. Ocho días por mes está en la ciudad con el coronel Suárez. Suárez siempre sigue el mismo camino, va a los mismos lugares: el hotel Formosa, el Círculo Militar, Rosita durante dos noches, después regreso al hotel Formosa y de vuelta a Martín García. ¡Ya ven qué estúpidos son estos individuos! Podríamos matarlo cuando quisiéramos. Podríamos meterle plástico en el automóvil, liquidarlo en el cuarto del hotel, deslizar una píldora en la bebida que recibe en el local de Rosita, seguirlo cuando sale de la ciudad y emboscarlo en el camino... ¡Hermoso, realmente hermoso!

—Lo que es incluso más hermoso-dijo amablemente el Espantapájaros—, es que no lo tocamos. Lo dejamos en su feliz inocencia, como una langosta en un frasco repleto de verdura, hasta que estemos dispuestos a aprovecharlo.

—Veamos cómo podemos usarlo-dijo Sánchez—. Cuando viene a la ciudad visita el local de Rosita... siempre entre las once y la medianoche. Nunca sale antes de las diez de la mañana. De modo que lo detenemos al entrar.

—¿Él supone que somos miembros de los servicios de seguridad?

—En efecto. Siempre visten ropas civiles. Viajan en coches sin matrícula. De modo que si le presentamos un documento cualquiera, no sospechará demasiado. Lo llevamos a una casa, y desde allí telefonea a la cárcel y ordena que realicen la entrega urgente de los detenidos. Confirma que él mismo estará presente durante la entrega.

—Con esa llamada también comprobaremos si hubo otros pedidos de los servicios.

—¡Me agrada! —dijo Sánchez feliz—. ¡Me parece un plan perfectamente razonable!

—Una pregunta —dijo el Espantapájaros—. Qué hacemos después con el coronel?

—¿Ustedes? Nada. — Sánchez se puso inmediatamente a la defensiva—. Es nuestro. No necesitan pensar en él.

—Spada querrá saber.

—Entonces, yo se lo diré —dijo Sánchez—. No dormimos en la misma cama... a lo sumo, cooperamos en esta operación. Por eso no quiero que se mezcle con la situación local. Él sale del país. Nosotros tenemos que afrontar el desastre. Y después de esto, la cosa se pondrá mucho más difícil.

—Spada es un hombre inteligente —dijo el Espantapájaros—. Entenderá.

—Hace mucho que estoy en este juego —dijo Sánchez—. Pero Spada me inspira cierto temor. Se lo ve excesivamente tranquilo, demasiado controlado. Es como manipular una granada de mano... dentro está el explosivo.

—Debo volver a mi hotel — dijo el Espantapájaros—. Ha sido una velada muy instructiva. Necesito reflexionar acerca de los detalles.

—Habrá que conseguirle transporte. Este sector es peligroso durante la madrugada y una patrulla policial podría detenerlo. Espere cinco minutos y le conseguiré un taxi.

—No se moleste. Yo mismo puedo buscarlo.

—Necesita el taxi adecuado —dijo secamente Sánchez—. Ésta es una casa de la organización, y deseo preservar su seguridad.

—¿Qué dice de nuestro amigo borracho?

—¿Eh? Oh, no es problema. Lo sacaremos de aquí. Despertará en el automóvil del coronel y se preguntará cómo demonios llegó allí. Pero un extranjero que salga de aquí a las cuatro de la madrugada... eso es una noticia para el boletín policial.

Durante tres días, después de volver de Buenos Aires, el coronel Suárez mostraba un insoportable buen humor. Como decía Pascarelli: "Es como un perro viejo; se babea a cada rato y orina contra todas las sillas, sólo para que uno sepa que todavía es sensible al olor de una perra en celo."

Transmitía a sus oficiales los chismes del servicio recogidos en el club, y le relataba anécdotas sabrosas originadas en el local de Rosita. A los soldados les sugería escenas de lujuria inconcebible, que podían ser vividas sólo por los oficiales y los caballeros, pero que un día, mediante buena conducta y los correspondientes ascensos, ellos también podrían saborear. Inventaba pequeñas crueldades para los detenidos, por ejemplo versiones acerca de nuevas inspecciones de los servicios de seguridad; o mencionaba los nombres de algunas parientes de los detenidos, de modo que ellos pudiesen oír, y después se echaba a reír, como si estuviera presenciando una comedia obscena. Durante este período que seguía a las diversiones sexuales del coronel, la tensión en los calabozos siempre se elevaba hasta el punto crítico y los guardias se mostraban nerviosos y aprensivos.

Pero esta vez la usual exuberancia del coronel se vio amortiguada por un informe del mayor Gutiérrez. Había un brote de disentería en el bloque D, y el doctor Wolf'schmidt, por una vez sobrio, había diagnosticado la presencia de una Endamoeba histolytica muy infecciosa, y sumamente peligrosa, tanto para el personal como para los detenidos.

Las medidas médicas que el doctor Wolfschmidt reclamó fueron drásticas: un pedido masivo de drogas, y una modificación a fondo de la higiene de la cárcel. El pedido debía tener el apoyo de una explicación personal del comandante; y las medidas higiénicas incluían un control de expertos sobre la provisión de agua de la cárcel, y personal suplementario para afrontar el tratamiento de los pacientes. De pronto, el coronel Suárez vio que su agradable y pequeño reino caía en pedazos y su versión cuidadosamente elaborada aparecía como pura ficción. Lo que era aun más peligroso, se delineaba la perspectiva de disturbios y desórdenes en la población de la cárcel, excesivamente aumentada, formada por individuos en general inteligentes y aislada como un posible lazareto.

De modo que cuando salió al campo de ejercicios para inspeccionar el desfile de los detenidos, estaba de pésimo humor, irritable y cruel. Rodolfo Del Valle, encadenado y en cuclillas contra el poste de ejecución, fue su primera y más obvia víctima. Golpeándose el muslo con el bastón, atravesó el patio, puso el extremo del bastón bajo el mentón Del Valle y lo obligó a levantar la cabeza.

—¡Bien! ¿Y cómo está hoy nuestro perrito? Un poco perezoso, por lo que veo. Dormitando al sol y soñando con las perras. No podemos tolerar eso, ¿verdad? ¡Es hora de practicar ejercicios! ¡Arriba, perrito! ¡Sobre las manos y las rodillas! ¡Vamos, ahora mismo!

Golpeó dos veces en las nalgas a Del Valle y lo obligó a gatear alrededor del poste, acicateándolo y castigándolo y urgiéndolo a moverse cada vez más rápido, hasta que al fin el detenido se derrumbó, la cara hundida en el suelo y escupió sangre sobre las lustradas botas del coronel. Eso encolerizó al coronel Suárez y comenzó a castigar al hombre postrado, hasta que un súbito y áspero rugido lo detuvo. Desvió los ojos, sudoroso y vio que los detenidos habían suspendido la marcha y formaban un estrecho círculo alrededor, un grupo cargado de odio y hostilidad. A gritos les ordenó que continuaran caminando. No le hicieron caso. Dijo que si no obedecían, los guardias abrirían fuego. Permanecieron inmóviles, como mudos acusadores, mientras el coronel Suárez sopesaba rápidamente las consecuencias de un patio colmado de cadáveres, además de un lazareto repleto de casos de disentería. Los guardias contuvieron la respiración y advirtieron aliviados que la primera avalancha permitiría a los prisioneros pasar sobre el cuerpo del coronel. Transcurrieron varios segundos, uno, dos, tres cuatro... y entonces el coronel Suárez recobró la cordura. Ordenó al guardia más próximo.

—¡Usted! ¡Desencadene a este hombre!

Después, señaló a Chávez y Ferrer. —¡Y usted y usted! Llévenlo a la enfermería. El guardia avanzó de prisa, y arrodillándose al lado de Del Valle abrió los grillos. Después, miró a su jefe, aturdido y temeroso.

—¡Está muerto, coronel! —¿Usted es médico? —No, señor, pero...

—Entonces no adopte decisiones médicas. ¡Llévenselo!

Chávez y Ferrer se inclinaron sobre Del Valle. Chávez le tomó el pulso y apoyó la cabeza sobre el pecho deprimido y esquelético. Después, se irguió y enfrentó al coronel. Con voz alta y clara como la de un juez anuncio:

—Está vivo, apenas vivo. Pero si muere, coronel, usted es el asesino. Todos somos testigos.

Después, se inclinó, alzó en brazos a Del Valle y lo llevó adentro como si hubiera sido un niño. El coronel Suárez lo siguió cojeando, mientras los guardias se acercaban, gritando y empujando a los detenidos para obligarlos a reanudar la marcha. Media hora después el coronel Suárez llamó a su despacho al doctor Wolfschmidt, le sirvió una medida de brandy y lo interrogó.

—¿Cómo está Del Valle?

Wolfschmidt se encogió de hombros, indiferente.

—Resiste. Detuvimos la hemorragia, le aplicamos estimulantes... pero no tiene muchas reservas.

—¡Manténgalo vivo! —El coronel Suárez se mostró enfático—. Si no lo consigue, tendremos dificultades. Hay una atmósfera desagradable entre los detenidos.

—Si lo quiere vivo, tendrá que alimentarlo y abrigarlo como a un ser humano.

—Muy bien. Manténgalo en la enfermería. Cuídelo hasta que tenga fuerza suficiente para regresar a los calabozos.

—Lo intentaré, pero usted me lo entrega con cierto retraso. No puedo prometer nada... Y a propósito, ¿por qué demonios le importa esa basura?

—Porque uno cualquiera de los servicios puede reclamarlo otra vez y no quiero que me acusen de asesinato, ahora o después.

—Bien, hasta ahora tuvo mucha suerte. Este brandy es excelente.

—Sírvase.

—Hay otro problema. ¿Cuándo recibiré las drogas y el equipo sanitario? Esta disentería está extendiéndose como un incendio en la pradera.

—¿No puede limitarla mediante una cuarentena?

—No, si el agua está contaminada. Necesitamos un buen sistema de cloacas, la desinfección de las ropas y un poco de limpieza en la cocina.

—Hablé con el cuartel general. Prometieron acción urgente... ¡También sería útil que usted se mantuviese sobrio más horas todos los días!

—La embriaguez me ayuda — Wolfschmidt bebió su brandy de un sorbo y se puso de pie—. No me apremie, querido coronel. He ocultado muchos de sus errores. Y ahora me pide que traiga a éste de regreso del mundo de los muertos. Tengo que estar muy borracho para realizar un milagro parecido.

—¡Por el amor de Dios! —dijo el coronel Suárez—. En ese caso, ¡llévese la botella!