CAPITULO 9
A diferencia de algunos de sus predecesores, el nuevo director del FBI era un hombre de modales suaves y encanto levemente académico. Se disculpó por haber pedido a Spada que fuese a Washington, pero creía que ciertos aspectos del caso debían ser examinados por así decirlo entre los principales. Spada se manifestó de acuerdo con la idea. El director sugirió que juntos verificasen los datos contenidos en los archivos. Spada creía que también eso podía ser una buena idea.
—En primer lugar-dijo el director—, aceptamos como primera posibilidad que el atentado contra su vida fue planeado en Argentina. Hay otra posibilidad que examinaremos después. De modo que si me permite interrogarlo...
—Con mucho gusto.
—¿En cierto momento usted tuvo relaciones con los grupos revolucionarios argentinos, y sobre todo con un hombre llamado Tigre?
—Sí. Le pagué doscientos mil dólares por la cooperación de uno de sus grupos en Buenos Aires. No estoy dispuesto a revelar los nombres de los miembros de ese grupo.
—Pero con la ayuda de esos hombres usted planeó la liberación de su yerno y una persona llamada Chávez.
—Sí.
—¿Usted participó en la muerte del comandante de la cárcel, el coronel Suárez?
—No. La última vez que lo vi estaba perfectamente vivo.
—¿Llevó a sus propios hombres al territorio argentino?
—Sí. Tampoco indicaré nombres o números.
—¿Cómo entró en el país?
—Ilegalmente.
—Entiendo. —El director se permitió una débil sonrisa de erudito—. ¿De modo que hay sobrados motivos por los cuales el régimen desee eliminarlo?
—Sí.
—¿Sabe usted que, después de la fuga, los miembros del personal de la cárcel fueron interrogados intensamente por las fuerzas de seguridad?
—No lo sabía; pero por supuesto, es el procedimiento normal.
—Una de las personas interrogadas fue un guardia de la cárcel, el cabo Pascarelli.
—Nunca oí hablar de él.
—Confesó haber transmitido un mensaje a Rodolfo Del Valle. El mensaje decía, en español: "Un pez en una caja." ¿Eso significa algo para usted?
—Nada.
—Es muy extraño.
—¿Por qué?
—Algo muy semejante apareció en un informe de la CÍA de Ámsterdam. Nuestros hombres en esa ciudad están estrechamente relacionados con las autoridades holandesas e intercambian información acerca de las actividades terroristas.
—Imagino que eso es natural.
—Usted mismo estuvo en Ámsterdam, ¿verdad?
—Sí. Viajé en avión desde Munich para conversar con uno de nuestros armadores. Jan Pieter Maartens.
—Poco después de su visita, descubrieron el cadáver de un terrorista alemán, Gebhard Semmler, en un estudio de artista de Ámsterdam. La prueba disponible apuntaba al suicidio. En su billetera la policía encontró una tarjeta con un símbolo que parece un pez en una caja. —El director extrajo del archivo una fotocopia de la tarjeta de Proteo y la presentó a Spada—. ¿Le sugiere algo?
—Me temo que no.
—Quizá debamos preguntar a su yerno sobre el mensaje del pez.
—Me hará el favor de mantenerse apartado de él —replicó ásperamente Spada—. ¡Ha sufrido tanto como para colmar dos vidas enteras!
El director se encogió de hombros y se volvió de nuevo hacia sus papeles.
—Hay otra extraña coincidencia. El mismo cabo Pascarelli reconoció que había entregado otro mensaje al prisionero Chávez. El mensaje decía: "El Tigre está olfateando el terreno." ¿Entiende adonde quiero ir a parar, señor Spada? ¿Por qué el pez para uno y el tigre para el otro?
—Comprendo muy claramente el asunto. Pero me temo que no puedo ayudar a aclararlo.
—Entonces, le formularé otra posibilidad: que la gente que desea matarlo tal vez no venga de Argentina, y en cambio esté relacionada más o menos con el Tigre.
—No veo la razón. Cumplí el trato que hice con él.
—Bien... —El director del FBI dejó suspendida un momento la palabra en el aire. Después se movió en una dirección completamente distinta—. ¿Qué identidad utilizó en Argentina?
—Una identidad falsa.
—Naturalmente confirmada con documentos.
—Naturalmente.
—¿Cómo obtuvo los documentos?
—Los pagué muy caro.
—Señor Spada, estamos intentando proteger su vida y la de su familia.
—¡Lo rectifico! No está haciendo nada de eso. Está buscando información para responder a interrogantes originados en la CÍA, que carece de jurisdicción sobre la seguridad interna de Estados Unidos. Reconozco francamente haber cometido actos ilegales en el territorio de otro estado soberano, que a su vez incurrió en abominaciones contra mi hija y su marido. Lo haría de nuevo... y peor, si fuera necesario. ¡Lo mismo que usted! De modo que dejemos de jugar. ¿Qué protección puede ofrecerme?
—Me temo que muy poca-dijo fríamente el director—. Estamos escasos de personal, tenemos poca información. Le sugiero que contrate sus propios guardaespaldas. Hay gente que suministra esos servicios. Algunos son muy buenos... Oh, una pregunta más. ¿Usted no fue testigo del asesino del filósofo Hugo von Kalbach, en Munich?
—En efecto. Me dirigía a la ópera con él.
—Pero no permaneció para asistir al funeral.
—La policía alemana me pidió que me marchase... en beneficio de mi propia seguridad.
—En ese caso, le interesará saber que el hombre que mató a von Kalbach fue Gebhart Semmler, el mismo que más tarde se suicidó en Ámsterdam.
—En ese caso, ojalá esté pudriéndose en el infierno —dijo John Spada—. Y ahora, si me perdona, director, creo que estamos perdiendo nuestro tiempo.
Realizó otra visita antes de reunirse con Anna en el hotel. Esta vez lo recibieron cordialmente. Casi hubiera podido decir que con cierta efusión... excepto que Anatoly Kolchak la moderó con su habitual ironía.
Encerrado con Spada en su estudio privado, Kolchak dijo: —Amigo mío, siento profundamente lo que le sucedió a su hija y al marido. Le ruego que exprese mis simpatías a su esposa.
—Gracias, señor embajador.
—Y si me lo permite, le ofrezco mi expresión de respeto personal por lo que usted hizo. Cuando leí los detalles, confieso que sentí una excitación muy poco diplomática. Y también me alegré de que estuviese operando en Buenos Aires y no en Moscú.
—Tuvimos suerte. Y también llegamos demasiado tarde.
—No lo olvidarán tan fácilmente.
—Reclaman mi vida —dijo secamente Spada—. Hace un par de días me enviaron una bomba en una carta.
—Y por supuesto, continuarán intentándolo. Los gobiernos se muestran muy sensibles cuando se insulta su majestad. Me complace que nuestros camaradas pudieran serle útiles.
—¿Supo eso?
—Amigo mío, nos enteramos de casi todo. Y deseo preguntarle si ahora necesita ayuda. Esta vez no le costará nada. También a nosotros usted nos prestó un servicio.
—Continúo reclamando la persona de Lermontov — dijo Spada.
—Oh, sí, Lermontov. —El embajador limpió cuidadosamente sus anteojos con un pañuelo de seda, y después volvió a ponérselos—. Lamento... lamento sinceramente... decirle que el asunto está irrevocablemente cerrado. Aún no se ha difundido la noticia, pero Lermontov falleció la semana pasada.
—¿Todavía estaba confinado?
—Por desgracia, así era.
—Entonces, como usted dice, el asunto está terminado.
—No del todo, señor Spada. Me han ordenado... y utilizo intencionadamente la palabra, con el fin de no comprometer nuestra relación personal, a la que atribuyo elevado valor... me han ordenado decirle que, a cambio de su ayuda personal en ciertas transacciones comerciales todavía pendientes, se considerará la posibilidad de otorgar visas de emigrantes a otros intelectuales judíos... Bien, he cumplido mi deber. Lo único que necesito es anotar su respuesta.
— Nyet!— dijo Spada con una mueca—. Nyet. Nyet.
—Me complace oírle decir eso. — Anatoly Kolchak pareció aflojarse—. Me veo obligado a tratar con idiotas. Pero en su locura hay cierto método. En este oficio todos se corrompen... aunque sea un poco.
—Dígame una cosa, señor embajador.
—Lo que usted quiera. —Kolchak esbozó una sonrisa juvenil y picara—. ¡Excepto el orden de batalla soviético, y la fecha del Día del Juicio!
—¿Qué es lo que usted más teme?
—¿Política o personalmente?
—En ambos sentidos.
Kolchak consideró la pregunta durante un momento prolongado, y después formuló la respuesta, frase por frase.
—Una cosa que ya sucedió, y cuyas consecuencias estamos soportando ahora mismo. Hemos corrompido de tal modo el lenguaje humano que es imposible creer lo que oímos o leemos. Yo le digo "sí"; y corresponde "no". Formulamos una posición y negociamos otra. Usted dice "alimentos"; yo oigo "bomba". Hemos creado un idioma de locos. Usted muestra en la televisión cuerpos destrozados en un accidente ferroviario. Un instante después, una mujer maravillosamente bella explica cómo lograr que los pisos brillen como cristal. La ilusión es total. No hay cadáveres. Jamás podría mancharse con sangre una superficie tan luminosa...
—¿Y las consecuencias, señor embajador?
—Las mismas que usted ya sufrió, amigo mío. La razón desaparece. Resta únicamente la magia negra de la violencia, e incluso desde ese punto de vista el lenguaje de los locos la fomenta... "guerra localizada", "acciones limitadas", "bombas atómicas limpias". Todos somos culpables, porque todos cooperamos con los ilusionistas... ¡Oh, ya lo sé! Si en Moscú me oyesen hablar así reclamarían mi cabeza; de todos modos, es la verdad... —Se interrumpió, como si estuviese avergonzado, y continuó siguiendo un hilo de pensamiento completamente distinto—. Dígame, amigo mío, ahora que sabe que su vida corre peligro, ¿qué se propone hacer?
—Le formularé una pregunta más, señor embajador. Se origina en una declaración que escuché hace media hora de labios del director del FBI. De acuerdo con su opinión, ¿es posible que mis asesinos no provengan de Argentina, sino de los grupos revolucionarios instalados en París?
El embajador consideró la pregunta durante un momento y después esbozó una sombría sonrisa.
—Su director es muy astuto. Los norteamericanos se sienten mucho más cómodos cuando se acuestan con los dictadores que cuando tratan a los gobiernos revolucionarios. A su director le conviene sugerir la posibilidad de un chivo emisario de la izquierda... Mi primera respuesta es negativa. Usted no corre peligro por ese lado. Por otra parte, ya no somos como antes una familia numerosa y feliz de camaradas. Recorremos una docena de caminos diferentes. De modo que no interprete mi veredicto como palabra santa. Permítame preguntarle: ¿hay alguna razón por la cual los grupos revolucionarios puedan desear su cabeza?
—No, que yo sepa —dijo Spada—. A menos que los servicios de seguridad argentinos hayan inventado algo y logrado que les crean.
—Siempre es posible —dijo Kolchak—. Es la locura de la cual hablaba antes. Permítame realizar algunas investigaciones y después le comunicaré el resultado.
—Gracias, señor embajador.
—Lamento lo de Lermontov.
—Por lo menos, ya está fuera del manicomio.
—En cambio, usted y yo, amigo mío, intentamos mantener la cordura mientras estamos adentro. ¡Buena suerte!
— Amore?
— Che c'és?
—¿Tenemos que salir para cenar?
—No. ¿Qué deseas hacer?
—Permanecer en la cama contigo.
Era el momento que seguía al acto de amor, y ambos yacían, somnolientos y abrazados, en una cama de hotel de Washington.
Spada volvió los ojos hacia los pechos de su esposa, y dijo blandamente:
— Sto tanto contento, tanto tranquillo.
— Anch'io amore... tanto tranquilla... Cuando entramos odié la habitación. Y ahora, no deseo salir.
—Es bueno estar solos y juntos.
— Dolce come zucchero!
— Femmina! Sei tutta femmina, Anna mía!
—Me agrada hablar italiano contigo.
—Siempre solías hacerlo... en la cama.
—¡Eh! ¡Cuando me dabas tiempo para hablar!
—Anna, tenemos que hablar. Y pronto.
—¿Acerca de qué?
—Del modo de organizar nuestra vida.
—No hay nada de qué hablar. —Ella lo sujetó mejor con los brazos y las piernas—. He pensado mucho en el asunto. Continuaremos viviendo como siempre hicimos. No quiero guardias y cámaras y alarmas al lado de nuestra cama. ¡Ya lo sé! Antes tuve miedo, pero ahora no. La vida es demasiado breve para aceptar todo eso. Tratemos de ser felices... como hacemos ahora.
—¡Eh! Todo esto es nuevo. ¿Qué sucedió?
—Durante tu ausencia llamé al tío Andrea, en Roma. Le expliqué todo lo que estaba sucediendo y cuál era mi preocupación. Primero, me reprendió. Dijo que ninguna mujer tenía derecho de despojar de su virilidad al marido. Después, me dijo cómo estaban ahora las cosas en Italia, los tiroteos y los secuestros... más de uno por semana. Agregó: "Anna, recuerda una cosa. Un parásito en la sangre, el bloqueo de una arteria pueden matarte más rápido que una bala. Pero el peor de todos los enemigos es el miedo..." Mientras te esperaba, pensé en ello. Recordé que cuando comencé a temer dejamos de hacer el amor, y así me convertí en una mujer a la que yo misma odio, y a quien en definitiva tú también habrías odiado... ¡De modo que continuemos, amore! Haz lo que te plazca. Tenemos nuestros momentos de felicidad y los compartiremos. Iremos al teatro, a los conciertos, a la ópera... como siempre. Teresa y Rodo se arreglarán. No podemos ser siempre sus niñeras... Capisi, amore? C'é il mio cuore che parla.
— Son tanto grato.
— Come grato? Te lo devo, marito mio.
—No hay deudas entre nosotros. Sólo amor.
—¿Como esto?
—¡Oh, sí, si...!
Pero ni siquiera durante el prolongado y tierno episodio que siguió él pudo decirle que el Espantapájaros vigilaba en el vestíbulo, y que el mayor Henson, sombrío y taciturno, caminaba por los corredores con los detectives de la casa.
Por extraño que pareciera, el Espantapájaros — el menos domesticado de los seres humanos— fue quien le demostró cómo debía aprovechar el cambio de la situación de su familia. En una breve y furtiva conferencia celebrada antes de salir de Washington le explicó:
—...Ahora, usted debe eliminar la mentalidad del sitiado. Ya adoptó todas las precauciones posibles. Continúe trabajando normalmente. No mire por encima del hombro, porque en realidad no verá nada. Debe aprender a confiar en Henson y en mí incluso cuando no nos ve. Recuerde que ésta es nuestra profesión y convendrá en que somos eficaces... pero una vez que usted acepte que no hay garantías, vivirá mucho más serenamente...
Spada asintió sobriamente, y después preguntó:
—¿Cómo juzga el riesgo para mí familia?
—Reducido. —El Espantapájaros habló con convicción—. En Europa tendríamos que preocuparnos por el secuestro. Pero aquí es menos usual y en definitiva menos rentable. A mi juicio, la situación es más peligrosa para su esposa que para su hija y su yerno. En cierto sentido, puede afirmarse que los dos jóvenes ya fueron eliminados; están fuera de combate. Atacarlos de nuevo sería contraproducente... mala propaganda. ¡No! ¡Usted es todavía el blanco principal!
—¿Cuánto tiempo?
El Espantapájaros se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Quizá varios años. Recuerde cuánto esperó Stalin para lograr que asesinaran a Trotsky. Me temo que usted tendrá que soportar esta situación más o menos como una úlcera péptica... comida blanda, pensamientos blandos y tanto buen humor como pueda movilizar.
—De veras, usted me aporta mucho consuelo —dijo Spada con una mueca.
—Consolar no es mi trabajo. Me pagan para tenerlo vivo.
—Tal vez necesite que muy pronto usted viaje... para relacionarse con los grupos de Proteo. Quiero que nos envíen información regularmente.
—¿Cuándo?
—Un mes, seis semanas.
—Cuanto más tarde mejor —dijo el Espantapájaros—. Necesito tiempo para formar una barrera protectora alrededor de su persona... y necesito contar con personas en quienes pueda confiar. Henson es un buen organizador, pero piensa como un anglosajón.
—¿Y usted?
—Se lo dije la primera vez que nos vimos, señor Spada. Soy un hombre de mentalidad matemática. Comprendo todo, y no siento nada.
Era un pensamiento escalofriante... de todos modos, encerraba un gramo de esperanza. Anatoly Kolchak había hablado de un mundo controlado por ilusionistas. El Espantapájaros carecía de ilusiones, sin embargo, por desconcertante que pareciese, aún tenía valor para soportar la sombría carga de la existencia.
Inmediatamente después de regresar a Nueva York, Anna comenzó a reorganizar la vida social de ambos: un cóctel para los amigos descuidados durante mucho tiempo, una serie de noches de teatro y conciertos en el Lincoln Center. Decidieron que Teresa y Rodo continuaran instalados en Bay House. Necesitaban la tranquilidad de un lugar aislado donde pudiesen reconstruir la vida en común. Spada dividió su semana entre la Editorial Poseidón y los Laboratorios Raymond, sin perjuicio de una ocasional y discreta visita al club, sólo para destacar que en realidad la peste que él padecía no era contagiosa.
Miró con irónica diversión el desconcierto de sus colegas, que después de haberlo desechado como se hace con una fuerza agotada o un contacto peligroso, de pronto tuvieron que recordar cuántas acciones Spada podía volcar al mercado, y cuan fácilmente podía trastornar el mundo de la Bolsa si se le antojaba. Durante una de estas visitas, mientras charlaba con Maury Feldman y Mike Santos, tuvo su primer contacto con Max Liebowitz después de varios meses. Acababan de sentarse cuando Max pasó cerca con un plato de ensalada en la mano; era evidente que pensaba instalarse frente a la larga mesa. Spada lo invitó a reunirse con ellos. Era obvio que se sentía un tanto embarazado, pero lo disimuló bien y ocupó el asiento vacío. Maury Feldman hizo una broma acerca de la situación.
—Max, es bueno para el mercado. La totalidad de los grandes accionistas de Spada Consolidated masticando en armonía. Nuestras acciones subirán tres puntos antes de que termine el día.
—Me agradan las cosas tal como están ahora. —Liebowitz decidió no hacer caso del humor—. Un poco subvaluadas. De ese modo ninguno de nuestros accionistas tiene probabilidades de vender para recoger ganancias.
—Siempre soy comprador, Max. —Spada se burló suavemente—. A propósito, creo que nos beneficiaremos mucho con los Laboratorios Raymond.
—¿Cuánto?-Max endureció el cuerpo, como un perdiguero que espera que caiga la codorniz.
—Bien, compramos a quince... Deme unos meses más. Yo diría que pueden llegar a veinticinco... Por supuesto, mis servicios son caros.
—¿Cuánto le pagamos? —Liebowitz se volvió hacia Maury Feldman, que se echó a reír.
—¡Cálmese! Max, ¿dónde está su sentido del humor?
—Lo perdí. —Liebowitz estaba irritado. Se dirigió a Mike Santos—. Oí decir que no somos tan populares en el Pentágono como antes era el caso.
—Explicaré eso —dijo Spada con el mismo tono neutro—. Hablé con el secretario Hendrick y el FBI. Formularon la sugerencia de que un miembro de la empresa está tendiéndome una trampa. Ya sabe, un llamado aquí y allí, una sugerencia discreta en el sentido de que quizás ando en malas compañías.
—¡Qué absurdo! —dijo irritado Max Liebowitz—. ¿Qué pájaro es tan estúpido que defeca en su propio nido?
—Pero Max, así están las cosas. —Feldman apoyó la mano en la muñeca del viejo—. Cuando uno consigue que un hombre sea políticamente impopular, de hecho lo ofrece como un blanco en una galería de tiro. Se diría que entonces a nadie le importa lo que le sucede... Además, hay un contrato por la vida de Spada. ¡Ya le enviaron a su casa una carta con una bomba!
Max Liebowitz pareció conmovido. Depositó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor, y extendió la mano hacia el vaso de agua.
—¿Y ustedes dicen que esto ha sido arreglado por un miembro de la empresa?
—No, Max-explicó Spada pacientemente—. Las dos cosas están separadas. La amenaza proviene de fuera de la empresa pero agrava mi situación el hecho de que sea impopular en mi propio país. Usted conoce este tipo de cosas mejor que nadie. Apoya al grupo sionista, porque sabe que el señor Simpático siempre recibe mejor trato que el señor Antipático.
—¿Y usted se pregunta quién trata de provocarle dificultades en Washington?
—Exactamente.
—No soy yo —dijo Max Liebowitz—. En la sala de reuniones del directorio, sí. Ésos son negocios. ¡Pero no afuera! No dije una palabra a nadie. Lo juro por la tumba de mi madre.
—Si usted lo dice, le creo, Max.
—Se lo digo.
—Entonces, ¿quién es el enemigo interior? —preguntó Mike Santos.
—No lo sabemos —respondió Maury Feldman—. El rumor es siempre un ser anónimo.
—Tenemos que saberlo. —Ahora Max Liebowitz parecía más excitado—: ¡Si alguien ensucia nuestra puerta, todos nos perjudicamos! Por ejemplo, he recibido una información de que quizá perdamos la licitación para fabricar el nuevo Sistema Minotauro de Orientación y Guía.
—No lo sabía. —John Spada pareció impresionado—. Creí que era asunto arreglado. ¿Qué pasa, Mike?
—Max exagera —se apresuró a decir Mike Santos—. Todavía es necesario afrontar otras dos comisiones.
—Pero tenemos dificultades con la primera, ¿no?
—No dificultades, John. Algunas fricciones, eso es todo.
—Otra cosa. —Liebowitz parecía tener varias quejas—. La Norden Trust esta mañana sacó a la venta cincuenta mil acciones de Spada Consolidated.
—En ese caso, supongo que yo las compré —dijo John Spada—. He ordenado la compra de todas las acciones que aparezcan en el mercado. A menos que usted, Max, me haya ganado de mano.
—No, no pude adelantarme-dijo Max Liebowitz—. El arreglo se concertó en la propia sala de la Bolsa. Una transacción privada y Morgan Guaranty representó al comprador.
—Creía que en Norden Trust los directivos eran nuestros amigos. — Spada se mostró desconcertado y colérico—. ¿Por qué no me ofrecieron la primera opción?
—O no me la ofrecieron a mí —dijo Max Liebowitz—. Yo también negocio mucho con ellos.
—Me parece —Maury Feldman deshizo entre los dedos un pedazo de pan—, con todo respeto, Mike, que necesitamos información un poco más completa que la que usted nos suministra.
—No la tengo —dijo secamente Mike Santos—. Ya les dije, no somos demasiado populares en Washington, y estoy tratando de reconstruir algunos puentes. Con respecto a la venta de las acciones... ¡demonios! Fue sólo esta mañana.
—Mi opinión —insistió Maury Feldman—, es que no debió haberse llegado a eso. A usted se le paga para estar al tanto de ese tipo de cosas.
—Maury, el día tiene sólo veinticuatro horas.
—Entonces, ¡delegue funciones! —dijo Spada—. Que otro pegue los sellos.
—¡Un momento! —dijo Santos, el rostro sonrojado—. ¿Olvidó que hemos afrontado ciertas crisis? Yo no las provoqué, pero el desastre recayó sobre mis espaldas. Estuve resolviendo problemas con la mayor eficacia posible, pero todo eso lleva tiempo y exige maniobras diplomáticas bastante complejas.
—Háblenos del contrato por el Sistema Minotauro. —Max Liebowitz introdujo en su boca una porción de ensalada—. ¿Cuál es el problema?
—Segundad —dijo de mala gana Mike Santos—. Desean anular la garantía por John antes de pasar al comité siguiente. Estuve luchando para mantenerla.
—Pero usted no me dijo eso-objetó John Spada—. Me dijo que a su juicio el asunto estaba resuelto.
—Y eso es lo que todavía espero que será el caso.
—La esperanza es una virtud cardinal —dijo secamente Maury Feldman—, pero no nos permite untar con mantequilla la tostada.
—Debió decírmelo inmediatamente —dijo Spada—. Soy una persona adulta. ¡Sé leer las palabras escritas en la pared del retrete!
—Por mi parte —dijo Max Liebowitz—, desearía saber quién está difundiendo calumnias y quién nos está arrebatando las acciones en el mercado privado.
—Si me disculpan —dijo secamente Mike Santos—, no me agrada
que me tiren las orejas en el club. ¡Gracias por el almuerzo, caballeros!
Arrugó la servilleta sobre la mesa y salió. Los tres hombres se miraron. Max Liebowitz meneó la cabeza en un burlón gesto de tristeza.
—¡Dios mío! Es posible que Conan Eisler no tenga tanto seso, pero en todo caso conoce las reglas del juego.
—Estoy seguro de que Mike las conoce —observó Maury Feldman—. Me pregunto si no estará intentando ignorarlas un poco.
—¿En favor de quién? —preguntó John Spada.
—Cincuenta mil acciones. —Max Liebowitz comió la última porción de su ensalada y se limpió los labios—. Es un hermoso paquete para empezar a construir cierto poder. De veras, me agradaría saber quién las tiene.
Mientras viajaba en automóvil con Maury Feldman, Spada expresó en palabras su sentimiento de ansiedad.
—Es terrible decirlo, Maury, pero, ¿no cree que Mike puede estar jugándonos una mala pasada?
Feldman se encogió de hombros, incómodo.
—Los hombres se embriagan en las alturas. A veces padecen manías de grandeza.
—Me mintió acerca de mi seguridad.
—Mentir es una mala palabra en el campo del derecho. Yo diría que adornó un poco la situación.
—¿Las acciones? Tendría que haberlo sabido...
—Me pregunto si no las compró él mismo.
—Cincuenta mil a treinta y cinco dólares cada acción. Es un millón setecientos. No tiene modo de reunir esa suma... Además, es un alto funcionario de la empresa. Podríamos enviarlo a la cárcel.
—Si lograse demostrarlo... y cuando se opera con representantes, eso es casi imposible. Además, como usted dice, un millón setecientos es mucho, muchísimo dinero... salvo que alguien esté aportando los fondos.
—No entiendo, Maury. ¿Qué puede vender este hombre... o para el caso dar en prenda?
—A usted —dijo Maury Feldman con voz suave—. A usted y a Proteo. Sabemos que hay mercado para eso, ¿no es así?
—¡Dios Todopoderoso!... ¡Pero no! No puedo creerlo. Hasta ahora jamás hemos tenido que lidiar con un traidor.
—El precio sufre las consecuencias de la inflación. Un Judas realmente eficaz consigue más que treinta y cinco monedas de plata.
A veces era útil el buen humor; era una eficaz taquigrafía que permitía resolver los aspectos complejos de una enorme estructura de poder como Spada Consolidated. Pero ni Spada ni Maury Feldman estaban dispuestos a subestimar los riesgos que un traidor implicaba, y aunque no fuese un traidor, un funcionario excesivamente ambicioso en el seno de la organización. La base era tan ancha, la información tan valiosa, las oportunidades de acción tan vanadas, que un ejecutivo venal podía ganar millones con una fechoría bien planeada.
El peligro para la organización Proteo era aún mayor. Aún no se había invitado a Mike Santos a participar en sus actividades, pero el mero hecho de que conociera su existencia y su estructura representaba un arma en sus manos. Spada y Feldman discutieron dos horas el problema y durante ese lapso los garabatos de Maury adquirieron un carácter cada vez más erótico y fantástico.
Finalmente, Spada resumió fatigado la situación:
—Primer rubro: tal vez estamos cometiendo una grave injusticia con Mike. Segundo rubro: se echó a perder y tenemos que eliminarlo. Tercer rubro: no necesitamos pruebas judiciales... sólo los elementos necesarios para presentarle la acusación y atemorizarlo, de modo que nos diga qué juego está jugando y con quién.
—De modo que lo investigamos.
—Deje eso por mi cuenta-dijo John Spada con gesto sombrío—. Antes de que haya terminado, sabré incluso qué jabón usa para bañarse.
—Y si no sale sano y limpio, lo destruimos.
—Será mejor que se ahorque —dijo John Spada—. Porque de lo contrario lo enterraré con mis propias manos.
La precaria calma de la que había gozado después de su regreso de Washington ya no existía. Estaba en el centro de la tormenta, azotado por todos los vientos. Cuando salió del estudio de Maury Feldman caminó las treinta calles que lo separaban de su apartamento, esforzándose por recobrar la razón, preparándose para los encuentros domésticos de la velada.
No dirá una palabra a Anna. No tenía sentido inquietarla con novedades que él mismo aún no podía explicarse. Pensó llamar a Kitty Cowan, la supervisora más notoria de lo que sucedía en Spada Consolidated. Pero también en este caso prefirió guardar silencio. Los sentimientos de fidelidad de Kitty eran antiguos, pero su temperamento era muy vivo y Spada no podía correr el riesgo de una explosión prematura en la torre de vidrio. Necesitaba fría serenidad y el refinamiento del conspirador. De modo que entró en un bar, llamó a un número de Manhattan y dejó un mensaje para el Espantapájaros.
Cuando llegó al apartamento, comprobó que Arma había salido. Había dejado un mensaje diciendo que iba a la peluquería, y arreglado con Carlos que la recogiera para traerla de regreso. Sobre su escritorio del estudio había una carta certificada. El sello y el matasellos correspondían a Suiza, pero la carta había sido manuscrita por Kurt Desku, en Munich. La caligrafía de Desku era apretada y poco clara, y el estilo prosaico y un poco almidonado, de modo que Spada necesitó un tiempo para descifrar el texto completo. No era un documento alentador.
Mi estimado amigo:
Infrinjo una costumbre saludable, y pongo por escrito asuntos delicados. Después de que haya leído esta carta, destruyala. Me pagan para ser policía y no periodista político.
He seguido en la prensa europea los relatos de sus actividades en Argentina. Me alegro de que haya podido liberar a su yerno, aunque tengo cabal conciencia del riesgo que corrió y de los peligros que seguramente todavía lo amenazan. Precisamente esos peligros me inducen a escribirle.
No necesito explicarle que la labor policial ahora se ha convertido en una profesión internacional. Todas las fuerzas nacionales se comunican unas con otras, a pesar de que no siempre declaran todo lo que saben. Sin embargo, en la medida en que tenemos inquietudes comunes, por ejemplo los asaltos, las actividades terroristas, el tráfico de drogas, los asesinos fugados o los grandes estafadores, todos cooperamos.
Estuve recientemente en Italia para conferenciar con la policía acerca del asunto Moro, y la posible participación de elementos alemanes en el secuestro. También estuve en Estocolmo, Ámsterdam y Viena, y en un seminario policial internacional de tres días en París. De modo que he recogido informaciones importantes. Como buen administrador, las ordeno con números.
Primero: usted mismo ha llegado a ser notorio. Todos coinciden en que los argentinos fueron estúpidos al atacar a su familia, pero muchos se sienten atemorizados ante la idea de que un hombre enormemente rico se mezcle con el submundo político. Usted sonreirá cuando lea esto, pero los criminales y la policía llevan en conjunto una vida muy privada, y no simpatizan con los extraños.
Segundo: seguramente sabe que corre peligro personal a causa de los agentes del gobierno. En América del Sur nadie mira con buenos ojos la subversión individual y menos la que se origina en una persona a quien consideran un capitalista renegado.
Tercero: usted también es un blanco para los extremistas de izquierda; creo que no porque sospechen una relación cualquiera entre usted y Gebhard Semmler, sino sencillamente porque ahora orientan su atención hacia la desorganización del comercio internacional, y así es muy posible que extiendan sus actividades a Estados Unidos. Hemos visto listas de futuras víctimas, formadas por instituciones y altos ejecutivos. Su nombre aparece en la mayoría.
Cuarto: la tarjeta de Proteo hallada en la billetera de Semmler provocó mucha curiosidad entre mis colegas europeos, porque se la interpreta como el símbolo de un nuevo grupo terrorista. Siempre creí que había sido una indiscreción de su parte dejar la tarjeta. Fue un gesto teatral que yo comprendí, pero que personalmente jamás habría cometido.
Hasta ahora, nadie tiene la más mínima idea de su sentido real, pero el interés oficial perdurará. Los policías están educados para mostrarse inquisitivos en relación con los detalles no explicados. Personalmente, veo otro peligro. El símbolo intriga a la gente. Me pregunto qué sucederá si un grupo extremista en efecto lo adopta, y se imputan a los miembros de Proteo los crímenes que aquellos cometen. Sé que todos le guardan mucha fidelidad, pero ninguna organización es inmune a la indiscreción o la deserción. Le ruego que piense en esto. Si es posible, tendríamos que reunimos y hablar del asunto.
Finalmente, supongo que aún conserva los documentos de Erwin Hengst. Si no se propone usarlos nuevamente, me agradaría los devuelva. Si los devuelve, le ruego me informe de antemano, de modo que yo pueda cubrir la situación aquí.
Ojalá pudiera enviarle noticias más gratas. En cambio, le informo que, en vista de las dificultades que prevalecen en Italia, la posibilidad de un gran desplazamiento hacia la derecha en Alemania continúa siendo un factor constante. En el seminario conversé con un ruso. Dijo: "Ustedes piensan que tratamos con excesiva dureza a los disconformes. ¡Esperen que llegue el momento en que intenten sentarse sobre la tapa de su propio caldero!" ¿Qué podía decirle? Ya nuestros traseros están quemándose.
Ojalá pudiéramos vernos pronto. Con mis más cordiales saludos,
Kurt
Spada leyó dos veces la carta, y después la rompió y quemó en un cenicero. Deseaba vivamente que llegase el Espantapájaros. Ahora tenía muchísimas cosas que comentar con él.
La investigación de las actividades de Mike Santos fue planeada y ejecutada con un cuidado tan escrupuloso como una intervención quirúrgica al cerebro. El margen de error era mínimo, los riesgos enormes. Una operación torpe podía dañar irrevocablemente la reputación de un inocente. Una revelación indiscreta podía provocar una auténtica conmoción en los mercados mundiales. Si el sujeto mismo llegaba a conocer su situación podía poner en peligro toda la red de Proteo. De modo que, por primera vez en años, se difundió el mensaje en toda la red norteamericana: "Proteo a los peces... por favor, suministren toda la información disponible acerca de Mike Santos..."
Uno de los peces, funcionario de Morgan Guaranty, investigó la transacción con las acciones de Spada. En Nassau, otro inició una detallada investigación de los más recientes contratos y de las compañías registradas poco antes. Un experto en electrónica entró en la torre de vidrio con el personal de limpieza e instaló un complicado sistema de micrófonos en la oficina de Santos. Se anotaron y vigilaron los compromisos sociales del personaje. Se copiaron sus declaraciones bancarias. Se escudriñó su rutina doméstica; sus visitas al médico, al dentista y al peluquero.
Como Mike Santos era un hombre muy activo, fue un ejercicio de espionaje de grandes dimensiones. Sin el dinero de Spada y los recursos de la organización Proteo, habría sido imposible terminarlo en las dos semanas prescritas por Spada. Pero finalmente se lo hizo; y mientras Anna iba a Bay House a pasar el fin de semana con Teresa y Rodo, Spada permaneció en Nueva York para comentar el informe con Maury Feldman y el Espantapájaros.
—...es una situación extraña. —Maury Feldman miró preocupado las páginas dactilografiadas—. Al derecho y al revés, se lo ve limpio. Todos sus registros financieros incluso las declaraciones impositivas, revelan una administración prudente de su ingreso conocido. No juega. Tiene únicamente deudas mensuales. Su vida de familia parece estable. Sus llamadas telefónicas y la correspondencia encajan en el contexto de la empresa, según la conocemos...
—Excepto dos cosas-dijo el Espantapájaros—. Todos los miércoles se queda en la ciudad. Tiene alojamiento permanente en el Regency. Juega tenis en el Racquet Club, que es su excusa para pasar la noche fuera de su casa, y después va a un apartamento del East Side: aquí tiene la dirección... ocupado por cierta Marina Altamira. Permanece allí una hora, y después regresa al hotel, bebe un par de copas en el bar y después se acuesta. El hecho extraño es que la dama tiene más de sesenta años...
—¿Qué sabemos de ella?
—Nada, excepto lo que está en el informe. Es la viuda de un empresario argentino que falleció hace veinte años. Vive de sus rentas, administradas por Morgan Guaranty. Es ciudadana naturalizada de Estados Unidos y trabaja un par de días por semana en una pequeña galería que vende artefactos primitivos.
—¿Y su relación con Santos?
—Aún no la conocemos. Sin embargo, el siguiente rubro es más revelador. Esas cincuenta mil acciones de Spada... Aquí está el eslabón. Pasaron de la Norden Trust a Morgan Guaranty, en la cuenta de un cliente. El cliente es en este caso Altamira Investments Limited, una firma registrada en Nassau, Bahamas. Las acciones de esta compañía son propiedad de un fideicomiso, organizado hace dos meses por la señora Marina Altamira, en beneficio de cierto Mike Santos. Tenemos un informe reservado acerca de la firma. Su crédito le permite realizar transacciones hasta dos millones de dólares.
—¿Y cuál es el origen de los fondos? —John Spada formuló la pregunta.
El Espantapájaros se encogió de hombros y abrió las manos en un gesto de derrota.
—¡Quién sabe! Mi opinión es que llegaron a Nassau en una maleta.
—De modo que durante los últimos dos meses una viuda argentina regala dos millones de dólares a Mike Santos. ¿Qué deducimos de eso?
—¿Sexo? —preguntó Maury Feldman con una sonrisa.
—Ningún pardillo del mundo vale dos millones de dólares. — Spada no estaba de humor para bromas—. Entonces, ¿cuál es la conclusión?
—Quizá la conclusión está en la propia ley de fideicomiso —dijo el Espantapájaros—. Señor Feldman, usted es el experto. ¿Es cierto que el fideicomisario administra los fondos a su propia discreción? ¿El beneficiario no puede dirigir legalmente el fideicomiso?
—Es cierto.
—Por lo tanto, ¿no resulta que el señor Santos puede beneficiarse sólo si y cuando preste servicios apropiados?
—¡Dios mío! —John Spada suspiró asombrado—. ¡Qué hermosa trampa! ¡Estamos pagando a nuestro propio asesino!
—Aún no lo hemos demostrado —dijo Maury Feldman con objetividad jurídica.
—Ni lo demostraremos —dijo el Espantapájaros—, hasta que podamos instalar un micrófono en el apartamento de la dama... lo cual no es tan fácil como parece. La casa está cerrada y defendida como una fortaleza. Ya saben cómo es esta ciudad, especialmente cuando se trata de las damas ancianas que viven solas. De todos modos, dije a Henson que trabaje en el asunto.
—Entretanto, ¿qué hacemos con Mike Santos?
—Nada. —Spada tenía la misma expresión fría de un juez implacable—.Lo manda la tradición, ¿verdad? Incluso Judas fue invitado a la Última Cena antes de recibir sus treinta monedas de plata. No podemos hacer menos por el señor Mike Santos.
—Tengo un sabor desagradable en la boca —dijo Maury Feldman—. Me agradaría salir a pasear. Tengo dos plateas para Trovatore en el Metropolitan... ¿Alguien está interesado?
—Yo iré —dijo John Spada—. Solía conmoverme mucho "Ai nostri monti."
—No me incluyan —dijo el Espantapájaros—. La ópera me parece un poco ridícula. Además, Henson me invitó a un restaurante llamado el Signo de la Paloma, donde la señora Altamira cena todos los sábados por la noche. Señor Spada, por supuesto estará protegido en la ópera.
—¿Y Mike Santos?
—Hallará su rutina en el informe —dijo el Espantapájaros—. Los sábados siempre juega golf, cena en el club con su esposa y después le hace el amor. ¿Desea oír las cintas grabadas?
—Si a usted le parece ridicula la ópera —preguntó incrédulo John Spada—, ¿qué me dice de Mike Santos en celo?
El telón descendió a las doce menos cuarto. A medianoche Spada y Feldman caminaban tomados del brazo por las calles de la ciudad, dos caballeros de edad madura que ofrecían a los transeúntes una insegura versión de "Ai nostri monti". A la una de la madrugada Spada ejecutaba dúos con el pianista en el Regency Bar, y Maury Feldman conversaba animadamente con el comprador de una casa de modas de Bonwit Teller. A las dos y media John Spada entró con paso inseguro en el vestíbulo de su edificio de apartamentos. Cuando estaba dando las buenas noches al portero, dos hombres se acercaron.
—¿Señor Spada?
—Yo soy. ¿En qué puedo servirlos, caballeros?
—Somos policías, señor Spada. Lamentablemente, tenemos malas noticias para usted.
Bay House estaba destripada, y era un montón de ruinas negras y achicharradas a la luz de la falsa alborada. Los tres cadáveres, irreconocibles, habían sido depositados en la terraza, metidos en sacos de plástico verde. Al lado había seis envases de gasolina medio fundidos, por el calor.
Le dijeron que había sucedido un poco después de medianoche. Todas las luces estaban apagadas, la familia se había retirado temprano. Estaban de guardia dos hombres. Uno, apostado a la entrada del parque, patrullaba la calle. El otro recorría el perímetro del lado de la playa. El hombre de la playa fue el primero que vio las llamas. Cuando llegó a la casa toda la planta baja se había incendiado y las llamas se elevaban por las paredes exteriores. No había esperanza de salvar a nadie. Los ocupantes —(qué palabra extraña y neutra)— habían muerto en las camas. El lugar estaba empapado de gasolina, y los incendiarios —se habían hallado rastros de dos intrusos— habían huido fácilmente a través del bosque que se elevaba a ambos lados de la casa. El detective a cargo de la investigación insistió en explicar que la muerte por el fuego era más rápida de lo que parecía. El fuego consumía el oxígeno. La mayoría de la gente moría enseguida por asfixia. Spada se volvió y vomitó en la hierba.
A su modo brusco y profesional, se mostraron bondadosos con Spada. Lo sentaron en el banco que estaba frente al pabellón y le hablaron constantemente mientras los sacos de plástico eran cargados en la ambulancia. El médico rebuscó en su maletín y le ofreció cápsulas para dormir. Lo llevaron de regreso a la ciudad en un automóvil policial, y los policías esperaron hasta que Carlos lo acomodó, pasivo como un niño, en su propio lecho y lo obligó a tomar las cápsulas. Por pedido del propio Spada llamaron a Maury Feldman: pero antes de que Feldman llegase, John Spada se había sumergido en la inconsciencia.
El mismo exceso de horror conservó su cordura. La razón rehusaba el esfuerzo necesario para asimilar o explicar el hecho. Ni las lágrimas ni los discursos podían eliminarlo de la memoria. De modo que quienes tuvieron que relacionarse con John Spada en el período que siguió inmediatamente —la policía, el fiscal, los periodistas los colegas, Kitty Cowan, el Espantapájaros, Mike Santos— todos se maravillaron ante su granítica calma. Aceptó las condolencias con grave cortesía. Respondió a las preguntas con helada exactitud. Despachó eficazmente todos los asuntos que le propusieron, documentos comerciales, cartas a la familia de Anna, sus preparativos y los de Del Valle para el Réquiem y el funeral, los asuntos cotidianos de Editorial Poseidón y Laboratorios Raymond.
No lloró. No demostró cólera. No formuló reproches. Lo que sintió —si en efecto sintió algo— quedó oculto bajo una máscara gris y severa, de modo que incluso Kitty y Maury Feldman se vieron excluidos de su confianza.
Por la noche cenaba solo en su apartamento. Después, cuando Carlos ya se había retirado, salía del edificio, se dirigía a un hotelito del West Side, se encerraba con el Espantapájaros y examinaba mapas e informes hasta las primeras horas de la madrugada. Ahora eran como hermanos de sangre, llegados de cierto frío planeta muy alejado del sol, absortos en una complicada matemática de retribución.
Pero por muy tarde que se hubiese acostado aparecía sin falta a las nueve y media en las oficinas de Editorial Poseidón. A la una estaba en Wilton, absorto en el problema de hallar mercados para los sueros y los cultivos obtenidos por el más joven de los Raymond.
Dondequiera que iba, llevaba abrochado a un bolsillo de la chaqueta un sobre que contenía un fragmento de microfilme enviado por el pez de Nassau. El microfilme era la copia de un documento firmado atestiguado debidamente dos días después del incendio de Bay House. El documento se titulaba "Determinación de un acta de fideicomiso", y decía que Marina Altamira había abandonado su función de fideicomisaria para devolver al beneficiario, Mike Santos, todo el contenido del fideicomiso, a saber, las acciones de Altamira Investments Limited...
El minúsculo fragmento de microfilme era lo único cálido en el mundo helado de John Spada. Parecía que todo lo que restaba de su vida se encontraba encerrado allí; como si, en caso de que lo perdiese, él mismo debiera hundirse en la nada.
El día de las exequias amaneció tibio y claro. Maury Feldman y Kitty Cowan fueron con Spada en la limusina hasta la Catedral San Patricio, ocuparon el primer escaño, y percibieron su primera reacción de shock al ver los tres ataúdes, dispuestos uno al lado del otro, frente al altar. Kitty sollozó silenciosa. Maury Feldman se sonó violentamente la nariz y después hundió la cabeza en las manos. Detrás, un murmullo de compasión recorrió la congregación de los presentes, que habían llegado de todos los rincones del país para presentar sus respetos a los muertos y conservar en el recuerdo las últimas esperanzas de amor y continuidad de John Spada. El cardenal arzobispo entonó la antífona: "Señor, concédeles eterno descanso, y que sobre ellos se derrame perpetua luz."
John Spada trató de unir su voz al coro pero las palabras no brotaron de su garganta. Trató de concentrar la atención en el celebrante, pero no podía apartar los ojos de los tres ataúdes, con sus manijas de bronce. Un rato después los ataúdes se confundieron y formaron una mancha brumosa, mientras el canto ritual se elevaba y descendía con la monotonía de las olas en una playa invernal.
El sermón del cardenal fue elocuente pero estéril: un sermón cuidadoso y sincrético, aceptable para oyentes de todas las creencias y de ninguna, cerca de la fe que nunca fallaba, de la esperanza que era la única solución a las inclinaciones bárbaras del hombre, de la caridad que recaía incluso sobre el perverso. El filo de la alocución, que Su Eminencia había deseado se relacionara con la dulzura, estuvo en el último pasaje.
—...Y rogamos por nuestro hermano John Spada, rogamos para que en esta hora de desolación obtenga la gracia de soportar con valor su pesar, y la generosidad de perdonar a los que tan brutalmente lo privaron de sus seres amados. No debemos llorar por Anna, Teresa o Rodolfo. Ahora están en paz. Nuestra atención debe dirigirse a John Spada, que tanto necesita de nuestro apoyo fraterno... En nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Amén.
Cuando se pusieron de pie para iniciar el Credo, John Spada vaciló sobre sus pies. Maury Feldman le pasó el brazo sobre los hombros para apoyarlo. Kitty Cowan le aferró la mano y murmuró:
—Resista, John. Pronto acabará.
Pero no acabó pronto; fue una eternidad de episodios secundarios: la bendición de los restos, la procesión hasta el carruaje, él ayudando a llevar el ataúd de Anna, y preguntándose por qué era tan liviano; el largo trayecto hasta la entrada del Cementerio del Cielo en Westchester, las últimas oraciones, los primeros terrones arrojados a los sepulcros. Fue un momento de refinado dolor, cuando vio a Mike Santos que lo miraba del lado opuesto de la tumba de Anna, y experimentó el feroz y demoníaco impulso de saltar sobre él, de matarlo con las manos desnudas y arrojarlo a la fosa abierta en el suelo.
Y después, al fin todo concluyó. Maury Feldman lo ayudó a ascender a la limusina con Kitty, y se instaló en el asiento plegadizo que estaba enfrente. Cuando salían de la ciudad de los muertos para regresar al país de los vivos, Maury dijo firmemente:
—Ya es suficiente, amigo mío. No lo dejaremos solo esta noche.
—Comerán en mi casa —dijo Kitry Cowan—. Creo que todos deberíamos emborracharnos.
—Me parece buena idea. —John Spada asintió distraído—. Me parece que ya no pueda pensar con claridad.
Y entonces el dique cedió, Spada inclinó la cabeza sobre el hombro de Kitty y lloró desesperadamente todo el camino de regreso a Manhattan.