CAPÍTULO 12
Por la tarde, el secretario fue a verlos. Se lo veía tenso y fatigado. Explicó la situación con minucioso cuidado y expresión grave.
—...Señor Spada, ahora estamos en un momento crítico. Necesitamos su cooperación para dejarlo atrás. La Asamblea General ha designado un comité especial que se ocupará de esta situación. El comité está formado por delegados de Estados Unidos, la Unión Soviética, Francia, Italia, Brasil, Japón, China, Suecia y Arabia Saudita. En su primera reunión, esta mañana, el comité formuló tres cuestiones principales. Primero: si se concierta un acuerdo, ambas partes tendrán que ser capaces de garantizar el cumplimiento. Hay considerables dudas acerca de la posibilidad de que usted ofrezca garantías adecuadas. Segundo: ¿cómo pueden saber las naciones miembros que las comunicaciones públicas a su propia gente significan lo que aparentan? Tercero: Su ofrecimiento de entregarse parece inadecuado si no va acompañado por la rendición del restante personal básico de su organización. En resumen, su carta indicaba una amenaza planeada. ¿Cómo podemos tener la certeza de que la amenaza no se repetirá en asuntos como la limitación de armas o el tratado de paz de Medio Oriente?
Hubo un momento de silencio antes de que Maury Feldman dijese con voz neutra:
—John, es una pregunta apropiada. Creo que usted debería tratar de contestarla. Después de todo, la historia reciente del terrorismo no es alentadora. Un chantaje exitoso siempre llevó a otros intentos.
—Lo sé. —Spada asintió secamente—. Lo he sabido desde el principio. De modo que al elegir a los miembros de la organización Proteo que debían ejecutar esta operación, tuve el cuidado de seleccionar sólo a los que se atendrían rígidamente a las órdenes.
—¿Y cuáles fueron esas órdenes, señor Spada? —El secretario general tenía la expresión severa de un juez en el tribunal.
—La primera y más importante es que aceptarían como auténtica sólo mi aparición personal en televisión... no un comunicado de prensa, ni un mensaje grabado y transmitido por radio; únicamente una aparición visual, que les permitiese ver mi cara, mis gestos, y oír la voz que brotaba de mis propios labios. La segunda era que las palabras que yo pronunciara transmitirían exactamente el mensaje que se les asigna en un diccionario... ni más, ni menos. En el caso de los que no saben inglés, un gesto preestablecido indicaría el sentido. La tercera era que, en caso de que se concertase un acuerdo, depositarían todos los suministros de cultivos y toxinas en un lugar apropiado, e informarían a la policía local mediante una llamada telefónica anónima. Finalmente, si no se llegaba a un acuerdo, o si yo no aparecía para pronunciar las palabras adecuadas, diseminarían las toxinas en áreas convenidas y utilizando una serie de fechas fijas... ¿Me he expresado claramente?
—Muy claramente, señor Spada. Pero como es fácil reproducir los cultivos, no hay garantías contra una repetición del episodio.
—No puede haberlas —dijo derechamente Spada—. El bacilo es muy común. Puede obtenerlo en el suelo de un jardín, y recomenzar el proceso completo. Cualquier persona que posea la habilidad necesaria está en condiciones de acometer la empresa.
—¿Está dispuesto a revelar cuáles son los primeros blancos?
—No.
—¿Otros miembros de su personal están dispuestos a rendirse?
—No.
—¿Conocen su ofrecimiento de entregarse personalmente?
—Sí.
—¿Conocen el peligro que corren si usted se ve sometido a un interrogatorio prolongado?
—Esa posibilidad ha sido cabalmente examinada, y se han adoptado medidas adecuadas. Usted debe tener una visión muy clara del asunto; debe transmitirla exactamente al comité. Todo depende de mi aparición definitiva en la Asamblea General y de su difusión auténtica por televisión. Vea, podría suceder que si un país decide censurar el programa sufriese las consecuencias de la diseminación de bacilos, mientras otros se salvan de la amenaza.
—Imaginemos que por cualquier razón —enfermedad, o accidente o incluso una falla de las comunicaciones— usted no compareciera ante las cámaras.
—En ese caso, la operación se desarrollaría automáticamente. Ése es otro aspecto que usted debe explicar a sus colegas. Les conviene mantenerme vivo y sano.
—Señor Spada, ¿usted cree realmente que procederían así?
—Tengo buenos motivos para saber que lo harían. —El tono de Spada era frío como un viento invernal—. Vivimos en la era de los asesinos, y yo soy el producto perfecto... el hombre reducido a cero en los libros del Estado... ¿Hay algo más?
—Una sola cosa. ¿Está dispuesto a permitir que el señor Feldman negocie en su nombre? Me temo que usted puede ser un defensor muy áspero de su propia causa.
—Por eso estoy aquí —dijo Maury Feldman—. Abrigo la esperanza de que podamos coincidir antes de la hora cero.
—Debo formular un pedido —dijo John Spada—. Ustedes permiten la visita de la señorita Cowan. Aprecio la bondad. También desearía recibir la visita de mi confesor.
—¿Su confesor? —El secretario general lo miró, sorprendido.
Spada se encogió de hombros y sonrió.
—¿Le parece tan sorprendente? Soy... o era cristiano convencido. También estoy muy cerca del fin. Desearía arreglar en consecuencia mis asuntos.
—Parece un pedido razonable.
—Puede ayudarnos a todos —dijo Maury Feldman—. Hablaré con él y lo traeré... por supuesto, si usted lo autoriza, señor secretario general.
—Redactaré una nota en ese sentido. —El secretario general se puso de pie—. Nuestras precauciones de seguridad son ahora muy rigurosas. ¿Puede indicarme su nombre?
—Es el padre Pavel... El reverendo padre Pavel. Se ha retirado de las tareas parroquiales, y ahora vive solo. Desearía que se le eviten situaciones embarazosas.
—No habrá nada de eso-dijo firmemente el secretario general—. Un poco de santidad nos vendría bien en esta casa. ¿Entiendo que usted se pone a disposición de las Naciones Unidas, señor Feldman? Hay mucho que hacer.
—Y poco tiempo para hacerlo —agregó Maury Feldman.
—Su cliente es el culpable de que así estén las cosas —dijo el secretario general, y salió sin una palabra más.
Cuando la puerta se cerró, Maury Feldman explotó en un acceso de cólera apenas contenido.
—¡Por Dios, John! ¿Qué juego es éste? ¡El Espantapájaros aquí! ¡Es absurdo!
—Es un asunto privado —dijo John Spada—. Deseo que cobre una deuda.
—Si yo fuese Lunacharsky estaría a mil kilómetros de aquí. —Pero no es Lunacharsky-dijo Spada con expresión de fatiga—.
Tiene hielo en las venas y una piedra en el lugar del corazón. Se sentirá muy cómodo aquí.
Al día siguiente, Kitty Cowan fue a verlo. La apariencia de Kitty conmovió a Spada. Se la veía pálida y demacrada. Había arrugas de fatiga en las comisuras de los labios. Cuando él la besó y la abrazó, ella se echó a llorar. Spada necesitó largo rato para calmarla.
Después Kitty dijo:
—Lo siento. Es porque veo al gran John Spada encerrado aquí, como un detenido.
—Estoy bien, Kitty. La bebida es buena, la comida apropiada y juego póquer apostando mucho. ¿Cómo estás?
—Me siento perdida. Me parece que ya no entiendo nada. Cuando te vi en la televisión pensé: "¡Mírenlo! Un auténtico hombre. ¡El hombre a quien amo!" Y después, cuando oí lo que la gente decía, cuando leí las cosas terribles que ese germen puede desencadenar... no puede creer que tú fueras quien amenazara usarlo... —Buscó en el bolso y extrajo un recorte del diario—. ¡Lee esto!
Spada se encogió de hombros y repasó los hechos conocidos: la facilidad con que podía obtenerse el bacilo; la dosis infinitesimal que mataba a un hombre normal; los síntomas: mareos, náuseas, visión doble, jaquecas que presagiaban la muerte; el elevado índice de mortalidad, por lo menos el 50 por ciento de los casos contaminados; la disponibilidad limitada de antitoxinas; la dificultad de vigilar los suministros de agua. Plegó el recorte y lo devolvió a Kitty.
—Un informe bastante exacto.
—¿Y tú podrías infligir tales sufrimientos a personas inocentes... incluso a niños de pecho?
—Si es necesario, lo haría.
—¡No lo creo!
—No importa lo que creas. Se trata de lo que crean en los gabinetes y las cancillerías y en la Asamblea de las Naciones Unidas. Están intentando convencerse de que todo es pura farsa; no es así.
—No sé qué decir. —De pronto, Kitty comenzó a temblar. Se apoyó sobre el borde de la mesa para mantener el equilibrio—. Hemos sido amigos. Hemos sido amantes. Todavía despierto por la noche e imagino que estás allí... y ahora, de pronto, estoy frente a un verdugo con un hacha en la mano... ¡Por Dios! Sin duda hay una alternativa, algún compromiso.
—Ellos tienen que hallarlo. Tan pronto crean que me debilito se arrojarán como chacales para destrozarme. Has vivido lo suficiente para saber cómo es el juego del poder.
—¡ Oh, sí! ¡ Pero de pronto compruebo que no sé nada del asunto!
¿Crees que Anna o Rodo o Teresa habrían deseado que hicieses esto? ¿Te lo habrían permitido? —No lo sé, y no están aquí para preguntarles.
—Pero yo estoy aquí, y te lo pregunto. ¿Por qué? ¿Por qué?
—¡Siéntate! —De pronto, él se mostró duro y perentorio. Ella obedeció con movimientos prudentes, como un niño que está frente a un padre encolerizado. Spada extendió la mano para acariciar los cabellos de Kitty. Pero ella retrocedió, como si temiese el contacto.
—¿Preguntas por qué? Porque éste es un juego con trampa. El único modo de jugarlo es con las armas sobre la mesa y ojos en la nuca. Incluso tú, amor mío... Eres una especie de enemigo, porque me distraes y me ablandas. No puedo permitirme ese lujo. Apenas me distraiga, vendrán a matarme... Pero si puedo soportar bastante tiempo la presión, ellos cederán, porque ninguno tiene una actitud tan absoluta como la mía. Todos dependen de algo o de alguien... el periodismo, sus gabinetes otros individuos que quieren arrebatarles los empleos, los votantes. Veo que retrocedes ante mí como si yo fuera una suerte de monstruo. ¿Por qué no intentas verme de nuevo como me viste en la sala de la Asamblea, por qué no me oyes como entonces me oíste? Ésa fue la verdad. Y John Spada la dijo... te amo, muchacha. No deseo marcharme sabiendo que me odias. Pero si es necesario, ¡que así sea!
—John, jamás pude odiarte. —Extendió una mano indecisa para tocarlo de nuevo—. Sucede únicamente que todo esto es demasiado grande para mí... demasiado complicado y confuso.
—Entonces, simplifícalo. ¡Escucha! Lo que hicieron con Teresa y Rodo fue un acto de odio. Les agrada rebajar a la gente, humillarla y deshumanizarla. Por lo menos, en lo que yo hago aún hay amor. Depende de eso... pero si lo pierdo, será el fin. Sin amor, un ser humano no es más que una pelota de papel que los niños destrozan en un callejón. Por favor, por tu propio bien, trata de aferrarte a ese pensamiento...
Pese a toda la indiferencia que demostraba, la amenaza contra su vida era muy real. Ahora habían apostado guardias en cada extremo del corredor que pasaba frente a su habitación. Le preparaban especialmente el alimento. Los licores venían en botellas con los sellos intactos. Su pedido, transmitido a través de Maury Feldman, en el sentido de que se le permitiera ejercitarse dentro de los límites del edificio, fue rechazado por el secretario general.
—...Tienen miedo —explicó Maury Feldman con voz fatigada—. Y no los critico. Está aumentando la presión, incluso entre los delegados y el personal. Les hablo todo lo posible y sólo ahora comienzan a entender el sentido cabal de la situación. Toda esa charla acerca de las probabilidades y los riesgos tolerables no significa mucho cuando uno piensa en las esposas y las familias que viven en un área contaminada.
—¿Cómo es posible — Spada dirigió una sonrisa de costado a Feldman— que usted nunca me haya preguntado dónde están las toxinas y cómo se difundirán?
—¡Simple prudencia, querido! Si alguien creyera que yo tengo la más mínima idea, sería tan vulnerable como usted. No tengo, repito que no tengo el más remoto deseo de encontrarme sudando bajo las luces en un sótano húmedo. En realidad, hablé muy claramente con todos: no lo sé, y no quiero saberlo. Jamás pedí que usted me lo dijese. Y punto.
—¿Cuál es su opinión acerca de la situación en que ahora estamos?
—Por el momento, todos están paralizados por la antigua y gastada idea de que ningún gobierno puede o debe someterse a la amenaza del terror. ¡Por supuesto, es una estupidez! Se han sometido antes, y lo harán nuevamente, a los árabes, a los japoneses o a los alemanes, e incluso a los jeques del petróleo, que esgrimen otra clase de chantaje. Pero ante todo necesitan preparar el escaparate, conservar la confianza de los ciudadanos y mantener el orden en las calles. Tienen miedo. Todos los servicios de inteligencia del mundo están explorando las calles y los sótanos buscando los cultivos que usted preparó y la gente que se organizó. Se ha duplicado el personal de seguridad de los aeropuertos. Retienen a la gente durante horas enteras en los mostradores de la aduana y la inmigración. En este momento, los viajes internacionales son una pesadilla. De modo que la cosa les duele, pero, ¿quién realizará el primer movimiento y hablará de amnistía? Lo más sensato que usted hizo jamás fue conseguir cierta inmunidad en este lugar. ¡Si no estuviese aquí, le aplicarían electrodos de la cabeza a los pies! ¡Y no lo olvide, eso todavía puede suceder!
—¿Por qué?
—Porque una de las frases que se oye con frecuencia dice que usted es "un delincuente bajo la protección de la ley". Otra habla de "asesinato legalizado". Si esos conceptos se difunden, es muy posible que lo saquen de aquí a empujones, con la cabeza cubierta por una capucha. Hasta ahora, el secretario general se mantiene firme, pero en definitiva es un ser humano.
—Prometí que me rendiría.
—¡Querido, necesitan su rendición más o menos como un ataque de gripe! Esto ahora es teatro negro. Necesitan algo que empequeñezca lo que usted hizo. Hasta ahora no lo descubrieron, pero cuando lleguen a eso... —Dejó incompleta la frase y comenzó a componer un tríptico indecente en relación con un tema sáfico—. Se lo advertí, ¿verdad? Esto es un encuentro de tenis real, jugado por auténticos bastardos reales.
—¡Dios mío! Sírvame una copa, ¿quiere?
—Sírvasela usted mismo, John. Soy su abogado, pero no su mayordomo.
John Spada lo miró asombrado un momento y después se echó a reír. Maury Feldman le dirigió una sonrisa lenta y sardónica.
—Puedo ser todavía más ingenioso si eso ayuda.
Spada se atragantó y gorgoteó, y se enjugó los ojos llorosos.
—¡Dios mío! Realmente están afectándome, ¿no es así? Y apenas se les ofrezca una oportunidad, usted será usado como instrumento.
Sirvió dos copas y entregó una a Maury Feldman. Bebieron en silencio.
Feldman depositó su vaso sobre la mesa y dijo secamente:
—Están usándome, John.
—¿Qué?
—Por supuesto. ¿Por qué permiten que me quede aquí? ¿Por qué puedo pasearme por doquier y conversar con los delegados y los periodistas y el personal contratado? Imaginan que, cuando llegue el momento de la razón, yo estaré aquí, estará Feldman, el Sensato, el Platón de Park Avenue, para redactar el acuerdo.
—¿Y lo hará?
—Sí.
—¿Cuándo amanecerá ese día tan ominoso?
—Cuando usted lo desee, John.
Spada lo miró incrédulo.
—¡No puedo creer que usted también!
—Yo también —dijo Maury Feldman—. La locura ha durado bastante. —Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo dos páginas dactilografiadas. Las entregó a Spada y dijo—: Estas son mis sugerencias. Estúdielas y dígame su opinión.
—¿Otras personas vieron este texto? —De pronto, Spada se mostraba desconfiado, y su humor se había agriado.
—Usted es el primero.
—Ojalá pueda creerle.
—Si no puede —la voz de Feldman era fría como hielo consígase otro abogado.
—Discúlpeme. No tenía derecho de decir eso.
—El sujeto sufre intensa presión y por lo tanto su responsabilidad ha disminuido. Pero ahora reaccione, soldado. ¡Y piense! Es un buen documento. Con él podríamos salir del aprieto.
La opinión escrita de Maury Feldman era sencilla y concisa.
Contra las naciones reunidas, y su enorme suma de población y recursos, el poder que usted esgrime es ineficaz y temporario. El daño que usted puede infligirles es horrible, pero tolerable. Por otra parte, el daño que ellos sufrirían si renunciaran a su autoridad en vista del chantaje biológico, les parecerá intolerable.
Mi conclusión es que ellos aceptarán un compromiso, y que usted también debe aceptarlo. No rendirán sus respectivas soberanías. Usted tendrá que entregar sus toxinas. Las naciones canjearán cuerpos por esas toxinas. No canjearán reputaciones. Usted y no ellos tendrá que capitular primero.
Con respecto a las condiciones, creo que podemos resolver así el problema: las naciones aceptarán liberar, en una fecha dada, un número limitado de detenidos. Antes de esa fecha usted anulará públicamente la amenaza y entregará o destruirá las toxinas. Aquí hay una dificultad intrínseca. Como el cultivo y la toxina pueden reproducirse indefinidamente la garantía de que las ha destruido tiene escaso valor. Sea como fuere, discutiremos eso en el momento dado.
Los méritos de esta propuesta son, en primer lugar, una victoria moral y concreta para usted, en cuanto un número importante de detenidos recuperará la libertad; segundo, una operación que permite salvar la cara a los gobiernos, los mismos que, buenos o malos, tienen que continuar gobernando; tercero, un disuasor para otras personas u organizaciones que traten de realizar un chantaje similar en el futuro.
Conclusión: una postura de todo o nada sólo le acarreará más sufrimientos; un compromiso le permitirá obtener algunos indultos.
—¡Esto equivale a cero! —explotó Spada—. No hay garantías, hay sólo un gesto simbólico y yo me desarmo. ¡De ningún modo!
—¡En ese caso, corrija el documento! ¡Mejórelo! —Maury Feldman estaba exasperado—. Pero no lo arroje al cubo de los residuos. Es un punto de partida.
—Está bien. Hablemos de cifras. Digamos que la contaminación de una gran ciudad equivale a cincuenta mil muertos. ¿Cuántos cuerpos vivos me darán en cambio? ¿Uno por uno? ¿Un prorrateo de acuerdo con la población? Además, ¿cómo puedo creer en sus promesas?
—Del mismo modo, ¿por qué ellos deben creer en las que usted formule?
—¡Precisamente! De modo que habrá que negociar con efectivo. Los observadores cablegrafían que los cuerpos están en la cabecera ferroviaria. Les decimos dónde podrán recoger las toxinas.
—En ese caso, ¿cómo separa usted las dos operaciones en la mente del público? Las naciones tienen que triunfar. Usted tiene que perder.
—Y el único modo en que puedo relacionarme con mi gente es mediante la televisión. Tengo que pronunciar personalmente el mensaje.
—De modo que los espectadores lo vean reconocer su error. —Feldman se encogió de hombros—. Creo que no es tan grave, ni mucho menos, como morir de botulismo.
—Regresamos a las garantías.
—En su lugar, yo no lo haría —dijo sombríamente Feldman—. Usted ya se ha comprometido demasiado. Recuerde ese fragmento de su carta acerca de la amenaza biológica permanente. ¿Cree que olvidarán eso? Amigo, su caso es muy difícil. No se haga ilusiones al respecto. Bien... ¿qué decide? ¿Comienzo a negociarla idea o no?
—Comience a negociar-dijo John Spada—. Pero no les permita olvidar que tenemos las toxinas.
El sábado por la tarde, cuando las Naciones Unidas quedaban reducidas a una guardia, Maury Feldman llevó al Espantapájaros. El espectáculo de Lunacharsky, vestido con atuendo eclesiástico, idéntico a un cura pobretón salido de una ficción continental, parecía una comedia macabra. Gracias al maquillaje, había conseguido transformarse, de modo que ni siquiera una fotografía de primer plano permitía identificarlo. Llevaba consigo un maltratado breviario. El extremo de una estola deshilachada colgaba del bolsillo del abrigo. Incluso su dicción tenía una cualidad untuosa especial.
Sus primeras palabras fueron:
—Entiendo que usted desea confesarse, hijo mío. ¿Este ambiente es bastante íntimo?
—Es bastante íntimo —dijo secamente Feldman—. Es el primer punto que aclaré con el secretario general. Todos los días se examina la habitación, buscando artefactos electrónicos. ¡Los dejaré a solas, entregados al ejercicio religioso!
Después de que Feldman se marchó, el Espantapájaros examinó a Spada como si se tratara de un espécimen de museo y después asintió con gesto aprobador.
—¡No está mal! Resiste bastante bien. ¿Cómo están las cosas? —Difíciles. Y se agravarán. ¿Qué atmósfera prevalece afuera? —Variable —dijo el Espantapájaros—. Depende de la gente con quien uno habla... Acerca de la cuestión de los detenidos, se observa simpatía y cierta comprensión. Pero cuando se mencionan las toxinas en el agua, se aviva la cólera. Yo diría que la gente está dispuesta a descuartizar a John Spada antes de que camine cien metros por Broadway...
—Pero, ¿si triunfamos?
—Las apuestas favorecen la posibilidad de que usted se derrumbe. ¿Por qué desea verme?
—Mis dos amigos argentinos. El mayor López Mitchell y el presidente. Les prometí ajustar cuentas. Deseo que usted se ocupe de ello.
—Será un placer. ¿Les enviamos una invitación por escrito?
—No. Que se enteren en el momento de comparecer ante Dios. —Palabras de un auténtico cristiano. ¿Su propia comparecencia ante Dios lo molesta?
—Sí —dijo John Spada—. Me molesta. Antes de que llegue ese momento, abrigo la esperanza de preparar un discurso por la defensa.
—Sería buena idea —dijo el Espantapájaros—. No puedo hablar por el Todopoderoso, porque no creo que exista. Sin embargo, sería un documento útil para la posteridad... en el supuesto de que quede alguien para leerlo.
El primer documento breve de Maury Feldman había sido recibido favorablemente. Se lo consideró "el primer rayo de esperanza, una base posible de negociación", lo cual, como dijo el propio Feldman, era como mostrar una zanahoria frente al asno, mientras alguien encontraba un garrote para sacudirle la grupa.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó John Spada.
—¡Demonios! ¡Usted también ha redactado contratos! Usted también agotó a mucha gente con borradores y más borradores. Imagínese que ahora está sentado en un comité políglota, cada uno de cuyos miembros tiene que informar a los hombres importantes de su patria. Aún disponen de una semana antes del plazo final. Puede confiar en que aprovecharán el tiempo. ¿Por qué no se tranquiliza y lee un poco?
—Estuve haciéndolo —dijo Spada con una sonrisa. Mostró una edición rústica de El principe de Maquiavelo—. Pasaron muchos años desde la última vez que leí esta obra. Es instructiva, ya que no alentadora... Deseo aclarar algo con usted.
—Pensé que siempre habíamos mantenido claras todas las cuentas.
—Así es. Quiero conservar la situación del mismo modo.
—Adelante.
—¿Está seguro de que lograremos un compromiso?
—Creo que es posible. No puedo estar seguro.
—Imagine que no lo conseguimos.
—En ese caso, la decisión definitiva está en sus manos.
—Yo decido diseminar la toxina. ¿Dónde queda usted?
—No estoy aquí —dijo gravemente Feldman—. Me alejo. Soy un servidor de la ley. Defiendo a mis clientes de acuerdo con la ley. No puedo ni quiero cooperar con ellos en la ejecución de un delito.
—Tampoco yo se lo pediría. Pero Maury, atribuyo importancia a la consideración que usted me demuestre. Más importancia que la que usted cree. Durante la guerra usted mató, voló barracas y casas. Murió gente... cuando llegue el momento de juzgarme, recuérdelo. Hay otra pregunta.
—Trate de formularla con sencillez.
—Ojalá pudiese. ¿Un Estado es menos culpable que un individuo? ¿Es inalcanzable porque no podemos llevarlo ante un tribunal? ¿No hay modo de reparar sus monstruosidades?
—Ningún modo... excepto el baño de sangre. Por eso dibujo imágenes obscenas. Me distraen de la más sucia de todas... los agravios que el hombre inflige a su propia progenie. ¿Otra cosa?
—Sólo esto. Cuando obtengamos un arreglo, y me lo traigan para que lo firme, usted sabe que puede garantizar mi actitud. ¿Podrá garantizar la de esa gente?
La respuesta de Feldman, pese a la ironía con que la formuló, tenía el patetismo de la desesperación.
—Soy abogado. Redacto documentos muy eficaces. Dios hace a los hombres. Nunca me creí capaz de garantizar su obra. Lamentable, ¿verdad?
A medida que pasaron los días y las noches, en su habitación del amplio edificio, la tristeza se acentuó en John Spada. Ahora lo presionaban realmente, y le enviaban resmas de papeles: condiciones, exclusiones, agregados, interpretaciones, cláusulas suplementarias, subcláusulas y referencias cruzadas. Y todo eso le enturbiaba la vista y lo aturdía.
Maury Feldman lo acompañaba cada vez menos, porque lo convocaban a un comité, a una subcomisión, todo con intérpretes y abogado de las embajadas, y empleados y redactores que dominaban la jerga legal. Cuando llegaba, fatigado y nervioso, había que preparar otro resumen, que adoptar otra decisión, mientras las agujas del reloj se desplazaban inexorables. También a él lo presionaba, y Feldman lo confesó en un estallido vehemente.
—En primer lugar, el número de personas. Rusia acepta una cosa, después se retira porque Argentina no quiere ceder más. Los chilenos exigen que los cubanos concedan tanto como ellos. Los sudafricanos y los coreanos se unen contra los alemanes orientales y los checos. Uno diría que están negociando con ganado, no con seres humanos. Después, los observadores: quién es aceptable y quién no. Algunos piden la intervención de la Cruz Roja. Otros se inclinan por Amnistía. Los iranios no aceptan la presencia de grupos religiosos. Los británicos desean que se distinga claramente entre los detenidos por razones ideológicas y los terroristas políticos... Además, el factor tiempo, y los lugares de entrega, y dónde se alojarán las personas liberadas, y cómo se garantiza que no volverán a detenerlas una vez superada la crisis... ¡Es un condenado manicomio! Todos afirman que se necesita mucho más tiempo.
—Estaba preguntándome cuándo llegarían a eso. — Spada tenía una expresión sombría—. Es la técnica, ¿verdad? Alargar el plazo. Una vez que lo consiguieron, han superado la primera crisis. Pueden respirar libremente e idear nuevos modos de alejar el segundo plazo. Maury, esta vez no lo conseguirán.
—Eso les dije, John. Y pienso que lo creen. Sugerí un modo de resolver el asunto. Si lo acepta, intentaré imponerlo.
—Veamos de qué se trata. —Spada señaló con la mano la pila de papeles—. ¡Todo parecerá bueno después de este papelerío infernal!
—Antes de empezar-dijo cautelosamente Feldman—, recuerdo cuál es el principal obstáculo. Insisten en que separemos los dos hechos. Ante todo, es necesario eliminar la amenaza; después, habrá amnistía. ¿Está claro?
—Está claro, pero...
—Olvide los peros. ¡Limítese a escuchar! El plazo vence el martes a mediodía, hora de Nueva York. Bien, ésta es la propuesta. Entre este momento y entonces ofrecemos a la prensa la rutina acostumbrada: negociaciones provisorias, se aproxima un acuerdo, todo eso. La gente de Proteo está atenta, y espera la última transmisión televisada. A las nueve de la mañana, hora de Nueva York, usted sale al aire con una declaración. Se ha demostrado buena voluntad. Hay un sentimiento humano. En vista de eso, usted renuncia a su postura. Ordena a su gente que informe acerca de los lugares donde han depositado la toxina. Veinticuatro horas después los primeros grupos simbólicos son liberados. Un centenar de detenidos en cada país. Los observadores están preparados para supervisar la recepción. Entretanto, continúan las negociaciones relacionadas con contingentes más numerosos.
—¿Y todo eso está en la declaración?
—Todo. Se ha formulado un compromiso público. Incluso si después dan largas al asunto, es un comienzo.
—¿Y por qué no es posible hacer simultáneamente las dos cosas?
—¡Por Dios, a causa de la soberanía! ¡Hemos comentado cien veces el asunto!
—¿Quién redacta la declaración que se difundirá? —Usted, pero ellos tendrán que aceptarla.
—Muy bien, probemos para ver qué sucede. Pero reservo mi posición hasta ver las condiciones finales.
—Muy bien. Hablaré ahora con ellos.
—Pero primero, quédese a cenar conmigo.
—No, gracias. He perdido el apetito. Hay muchos buitres alrededor.
—Dígales que todavía no estoy muerto.
Estaba casi muerto, y lo sabía. Lo habían arrinconado contra una pared, y las espadas le rozaban el cuello. Una vez que lo tuviesen desarmado, el juego habría concluido; y las liberaciones simbólicas, incluso si se llegaba a eso, serían la única y definitiva ventaja. Detenidos de categoría secundaria, seres vacíos y destruidos, a quienes los carceleros de buena gana devolverían a la compasión del mundo. Las promesas de los gobiernos carecían de valor. Spada había visto tantos documentos que no podía ignorar cuánto valían esos papeles. Antes de que uno pudiese extraerles un sentido, y mucho menos una fórmula realmente aplicable, podía litigarse durante diez años y en el camino alimentar a un ejército de abogados.
¿Compasión? Anatoly Kolchak lo había dicho sin rodeos: los hombres tienen corazón; los rusos, los norteamericanos, los chilenos, los chinos, todos tenían corazón; pero los estados, las naciones, las juntas carecían de él. Eran ídolos con los vientres huecos, y los llenaban con los huesos chamuscados de los niños. Quién sabe por qué extraño juego de la memoria evocó una imagen de Rudolf Hess, viejo, quebrado y loco, sentado en la cárcel de Spandau, un hombre a quien se le negaba la más mínima compasión, mientras otros, mil veces más culpables engordaban en la libertad. Eso era el arte del gobierno. Eso era la política. Ése era el juego del poder llevado al absurdo definitivo y más obsceno.
A pesar de las esperanzas de Maury Feldman regatearon tres días más acerca del fraseo del documento de rendición. Dijeron que no aceptarían más sermones, ni más propagandas por una causa perdida. Spada había aceptado separar la amenaza del acto de gracia; no le permitirían volver a unirlo. Había explicado una vez su posición. Podía desarrollar brevemente el problema que lo había llevado a fracasar; si intentaba detallar el asunto, suspenderían la transmisión.
Después, formularon una nueva exigencia. Debía revelar los nombres de sus cómplices así como los lugares donde guardaba la toxina. En este punto, Spada se mostró inflexible. No traicionaría a sus amigos. No podía modificar el sistema convenido de comunicación, porque eso indicaría a sus colaboradores que actuaba presionado. Era el momento de tomar o dejar la propuesta. La tomaron, y lo odiaron. Ese odio era la justificación definitiva por lo que él se proponía hacer. Firmó el documento a las siete de la tarde, un día antes de que venciera el plazo.
Maury Feldman guardó el documento en su portafolios y extrajo un sobre marrón. Dijo:
—Nunca mencioné esto, porque jamás creí que lo lograríamos. Es un pasaporte nuevo con otro nombre. Usted es libre de ir adonde le plazca, mientras pueda conservar la vida... Nuestra gente lo aceptó, porque no desean llevarlo a proceso público y verse obligados a repetir todo el debate.
Spada sostuvo un momento el documento y después lo devolvió. Habló con voz insegura.
—Gracias, Maury, gracias por todo. Pero no puedo aceptarlo. Si lo hiciera, se comprobaría que he traicionado a mi causa, que concerté un mal acuerdo para salvar el pellejo. De ningún modo me someteré a esa indignidad.
—Es su vida, querido —dijo Maury Feldman—. Y no puedo decir que discrepe con usted.
—Tengo algo para usted, Maury. Desearía que lo lea y lo muestre a Kitty. Es lo que esperaba decir mañana. De todos modos, nadie mejor que usted lo entenderá.
Abrazó a Feldman y ambos se estrecharon, al viejo estilo latino. Por primera vez desde el comienzo de la amistad entre ambos, Maury perdió el control. Y cosa característica, comenzó a maldecirse.
—¡Cristo! Los judíos y los italianos... ¡sin duda somos los peores llorones del mundo!
—¡Cálmese! —dijo Spada con una sonrisa—. ¡También le pago las lágrimas!
—Esta vez no habrá honorarios. —Maury rehusó aceptar el consuelo.
—¡Vamos! Tanto trabajo...
—Digamos que es la moneda del tributo —dijo Maury Feldman—. Se lo debo. Lamento haber perdido el caso. Lo veré mañana en la sala del tribunal.
Aproximadamente una hora después apareció Anatoly Kolchak, solícito y cortés como siempre. Sí, de buena gana aceptaría una copa. Ahora que el grandioso debate había concluido, deseaba pasar unos momentos con un amigo.
—John... —Era la primera vez que usaba el nombre de pila de Spada—. Tenía que venir. Tenía que presentarle mis respetos.
—Gracias, Anatoly.
—Y también decirle algo. Usted no perdió la batalla. Usted ganó más de lo que jamás llegará a saber. Ojalá hubiera sido un triunfo total, pero soy un servidor de lo que existe. Quizá mis hijos gozarán de lo que pueda obtenerse de todo esto.
—Brindaré por eso.
—¿Cómo se siente?
—Vacío.
—Mañana estaré en la galería. Quiero que sepa que tendrá un amigo.
—Lo recordaré... Dígame, Anatoly, ¿cumplirán sus promesas?
—Parecerá que las cumplen. Así es el juego, ¿verdad?
—Sí, así es el juego.
—¿Adonde irá después?
—No he pensando en eso.
—No puede vivir siempre como un fugitivo con un pasaporte falso. De modo que si puedo ayudar... quizás una pequeña república, donde la gente es tan ignorante que ni siquiera sabe leer y tan sencilla que sólo se preocupa por la lluvia y la cosecha del maíz. Puede arreglarse algo.
—No será necesario. Gracias, amigo mío.
—De nada. Trate de dormir bien. Mañana será un día ingrato, pero como los asuntos amorosos y los escándalos financieros, la novedad acabará agotándose.
—Lo sé. Ése es el problema. La gente tiene escasa memoria.
—Si no fuera así —dijo Anatoly Kolchak—, una carrera política sería un billete de primera clase a la celda de la muerte.
En la amplia sala de nuevo se habían reunido todos; pero ahora no se los veía sombríos y temerosos, como antes, sino contenidamente exultantes, esperando el epílogo en que el bien triunfaría sobre el mal, el orden sobre el caos, el arte de lo posible sobre el sueño de lo imposible.
Esta vez no hubo introducción a cargo del secretario general. Los murmullos se apagaron cuando John Spada se adelantó hacia el estrado, con una hoja de papel en la mano. La depositó sobre el pupitre, la alisó contra la madera y la leyó con voz mortecina y neutra.
—Digo lo que se convino que dijera, no lo que yo mismo creo. Absolutamente solo me enfrenté con las naciones del mundo, con las puertas de la ley y el orden establecido, para defender una causa humana. Apoyé el plan con una amenaza, porque las fuerzas de la ley y el orden establecido también nos amenazan a todos. Mi causa, la causa de los que se ven obligados a callar, fue derrotada.
"Ha sido derrotada en una cuestión fundamental: si el individuo es más importante que la masa, la soberanía de una nación es menos importante que la libertad del pueblo que vive en su territorio. Ustedes, las naciones, decidieron contra mí. No sé si el pueblo ha decidido lo mismo, porque no he oído su voz.
"Se me ha prometido que, como acto de gracia, en todos los países se liberarán algunas categorías de detenidos. Es un hecho positivo, pero no suficiente. La vergüenza continúa recayendo sobre ustedes. Aún tienen que soportar el desprecio de sus hijos. Por mi parte, no tengo más que decir.
"El siguiente mensaje está destinado a mis amigos y colaboradores... ¡Proteo a los peces, ríndanse! ¡Proteo a los peces, ríndanse! ¡Proteo a los peces, ríndanse! Y ahora, me incorporaré al mundo de los que callan.
El camarógrafo mantuvo la cámara apuntada sobre Spada. Se les había dicho que el último gesto era parte integral de la escena. Spada se llevó la mano izquierda a los labios. Después levantó el vaso de agua y bebió. Depositó el vaso. Vieron que el rostro se le deformaba con un rictus de sufrimiento; después, ante los ojos de los delegados de ciento cuarenta y nueve naciones, cayó al suelo.
En su apartamento de Park Avenue, Maury Feldman leyó en voz alta el último testamento de John Spada:
"...Ahora, en vísperas de abandonar el mundo siento una gran serenidad. Es extraño, porque a pesar de todo todavía soy creyente y estoy convencido de que debe existir algún tipo de arreglo de cuentas, algún juicio acerca de nuestros hechos y nuestras fechorías. Sé que no soy inocente. No pido que nada de lo que hice sea perdonado, o disculpado. Al mismo tiempo, sé que hubo una lógica terrible e inevitable en esta situación. El ejercicio del poder era cosa usual para mí. Fui educado no para sufrir sino para actuar. Y una vez ejecutado el acto, siempre me comprometí con sus consecuencias, por prolongadas y drásticas que ellas fuesen.
"Desde que era muy pequeño, me inculcaron la ética cristiana: perdona a tus enemigos, bendice a los que te maldicen, reza por tus perseguidores. La acepté como un credo formal; pero la verdad es que nunca pude aprobarla del todo o aplicarla a mi propia vida. Me pregunto —como me he preguntado muchas veces— qué habría sucedido si yo hubiera podido aceptar resignado la violación de mi hija, y dejado la reparación a un dios invisible. No lo sé. Creo que si yo hubiera sido la víctima podría haber perdonado al violador. Pero, ¿no es diferente la situación del testigo, del que sufre porque se pone en el lugar de la víctima? ¡Dios me ayude! Aún no creo que en el mundo haya gracia suficiente para ese tipo de sumisión. Si no podemos invocar la ley en defensa de un inocente, ¿queda algo que no sea el código de la venganza?
"¡De modo que a mi vez luché! Maté. Amenacé matar. Recorrí el largo camino que lleva a los límites del mundo, y vi que terminaba en un callejón sin salida. Un paso más y caería en el vacío. De modo que retrocedí, no por cobardía, sino sencillamente porque advertí que el acto definitivo era una inútil masacre de inocentes. Pero incluso al retractarme, sabía que otros no harían lo mismo. Sabía, con la misma certidumbre que sé que el verano sigue a la primavera que un general enloquecido, un comité desesperado, un día oprimiría el botón y destruiría a la humanidad entera. Mi juego era que la humanidad, al ver el horror inminente, rechazase esa perspectiva en un gesto de repulsión universal. Esa apuesta fracasó.
"Aun así, quiero que sepan, por lo menos mis amigos, que mi suicidio no es un acto de desesperación. Es —deseo que sea— un acto religioso, una ofrenda a mis amigos, a quienes sé que podría traicionar si me sometieran a tortura... Y que nadie crea que la tortura es una suerte de monstruosidad medieval, con inquisidores encapuchados que manejan hierros candentes. Tenemos también eso, pero en una época tan esclarecida como la nuestra es un sadismo innecesario. Es suficiente privar a un hombre de la luz y el sonido y la referencia táctil, y en pocos días se lo reduce al desequilibrio total. Es suficiente suministrarle drogas psicotrópicas y se consigue antes el mismo resultado. E incluso nosotros, los libres, los esclarecidos y los civilizados practicamos esas brutalidades. No creo que nadie esté obligado a someterse a esta degradación definitiva.
"De modo que me marcho. Agradezco el amor que se me dispensó la luz que otrora vi... sí, incluso la batalla que he perdido. Les pido que mantengan unida a la gente de Proteo, los benévolos y los combativos. Ambos son necesarios. Ninguno de los dos puede sobrevivir sin el otro. Los tiranos deben oír los rugidos de la selva. Sus víctimas deben oír el canto en la oscuridad. ¡Ciao, Maury! iCiao, Kitty! Comuniquen mi afecto al tío Andrea y ocúpense de que él reciba un ejemplar de lo que he escrito. John Spada morirá; pero Proteo aún está vivo y... ¿quién sabe cuántos peces hay en el mar?..."
Maury Feldman depositó el manuscrito sobre la mesa. Tomó el libro de la Oración de la Verdad, buscó la página y entonó la plegaria kaddish:
—Dios, colmado de compasión, que moras en las alturas, haz que el alma de John Spada, que ha ido a descansar, encuentre el reposo en las alas del Schechinah, con las almas de los santos, pura como el firmamento de los cielos, pues ellos ofrecieron compasión a la memoria de su alma; y por eso ocúltalo en el misterio de tus alas, eternamente, y une su alma al lazo de la vida; que el Señor sea su herencia; y que él descanse en paz en el lugar elegido...
—Requiescat —dijo el tío Andrea—. Gracias por la amistad que demostró a mi sobrino.
Feldman apagó la vela Schivah y dijo con su tono cortante:
—Yo le amaba. Lo extrañaré. Maldito sea, tenía tanto estilo... Y tiene razón. No fracasó del todo. ¡Proteo continúa libre de cadenas!
—Como todos los mitos, ha sido creado por el hombre —dijo hoscamente el tío Andrea—. Y tiene una falla. Proteo es el pastor de las criaturas marinas. Pero incluso en su reino, los peces grandes continúan comiéndose a los chicos, y continuarán haciéndolo eternamente...
—¡Amén! —dijo Kitty Cowan con su acento brusco—. Estoy cansada... y tengo miedo de la oscuridad. Caballeros, ¿quién me acompañará caminando a casa?
—Yo —dijo el tío Andrea—. ¡Catherina, deseo conservarla en la familia!