Capítulo 14

El día anterior una empresa de mudanzas había trasladado los bienes materiales de Pendragon desde Oxford hasta un almacén londinense, donde habían pasado la noche. Al inspector solo le llevó veinte minutos cargarlo todo en su coche. Lo más costoso fue subir las cosas hasta la tercera planta donde estaba su piso. Después de seis viajes por cuatro tramos de escalera, no podía con su alma. Mientras esperaba a que hirviese la tetera se quedó contemplando la colección de cajas y la solitaria bolsa de basura rellena de ropa, pensando —y no por primera vez— lo poco que le había cundido la matrícula de honor en Oxford y el cuarto de siglo en el cuerpo.

Vertió el agua hirviendo sobre una bolsita de té, añadió un chorrito de leche, removió el líquido marrón oscuro y se sentó en uno de los sillones que venían con el piso. Se llevó la taza a los labios y recorrió con la mirada la habitación, demasiado iluminada. Las paredes estaban revestidas con papel y luego pintadas en tono caramelo. El color no estaba mal, solo un poco desvaído, pensó, una reliquia de los setenta. La moqueta era nueva, pero tenía un estampado demasiado recargado para su gusto. Las cortinas…, bueno, habría que quitarlas…, en cuanto tuviese tiempo para dedicarle al piso.

Fue hasta el gran ventanal y miró hacia el exterior, a la pequeña bocacalle de Stepney Way. El cielo se había cubierto de negro. Nubes de tormenta cargadas de lluvia se estaban acumulando de manera alarmante. Aunque eran las primeras horas de la tarde parecía que estuviese anocheciendo. Al extremo de la calle, justo hasta donde alcanzaba la vista, había una mezquita. En la esquina de enfrente se levantaba una gasolinera veinticuatro horas con neones rojos y azules; parecía un extraño ser marino sacado de las profundidades de la fosa de las Marianas.

Si bien el edificio de Pendragon, de media docena de pisos, estaba bastante descuidado, se veía que habían adecentado tres o cuatro bloques de la calle para convertirlos en viviendas deseables para trabajadores cualificados. Había sitios peores donde vivir, se dijo.

De vuelta al sillón cogió una caja y se puso a hurgar en su contenido, una pila de vinilos: John Coltrane, Herbie Hancock, Chick Corea, una recopilación de sesiones de Miles Davis de finales de los años cincuenta. Al lado estaba el cofre metálico y rígido donde guardaba sus posesiones más preciadas: un plato Audio Technica, unos altavoces Guarneri Homage y un amplificador Pioneer de los setenta, cada aparato primorosamente envuelto en plástico de burbujas. Los sacó con mucho cuidado del embalaje y puso el amplificador y el tocadiscos sobre una mesa baja de plástico; conectó los cables y los altavoces y lo encendió todo. De la caja de vinilos extrajo A love supreme, lo limpió con un paño especial que guardaba en una cajita de plástico dentro del cofre, lo puso bajo la aguja del plato y desplazó el brazo. El sonido del saxo inmortal surgió por los altavoces.

Coltrane siempre le causaba introspección, y no estaba muy seguro de que le viniese muy bien. Ni toda la introspección del mundo podría lograr cambiar el pasado, ni tampoco arrojar luz alguna sobre sus problemas actuales. Volvió a la caja y sacó otro disco, un clásico de 1958 del Stan Getz Sextet. Dentro de la funda protectora estaba la nota que su hijo, Simon, había metido allí hacía solo unos días, cuando obsequió a su padre con el álbum como regalo de despedida: «Papá, aquí tienes uno de tus favoritos, que lo sé yo. Disfrútalo, y ven pronto».

Simon trabajaba en la Universidad de Oxford. Era un niño prodigio que se había sacado la licenciatura de Matemáticas con quince años. Ahora, a un mes de cumplir los veinte, ya era becario de investigación y estaba a punto de terminar la tesis. En lo social no se manejaba con la misma diligencia: era tímido y bastante torpe para mantener una conversación normal sobre algo trivial, pues siempre tenía la cabeza llena de prodigios, símbolos y relaciones numéricas de lo más crípticos. Jack era prácticamente la única persona que se podía comunicar con su hijo a una escala más o menos normal; existía un vínculo muy especial entre ambos.

Lo último que había en la caja era una fotografía enmarcada y envuelta en plástico. Le quitó el envoltorio sin molestarse en recogerlo. Limpió el cristal con la manga de la camisa y se quedó mirando la imagen: su hija Amanda, con nueve años. La instantánea se había hecho hacía cinco en Oxford, un mes antes de su desaparición. Estaba de pie, al lado del cerezo que había en la calle mayor a las puertas de la iglesia de Saint Mary, con las ramas recubiertas de flores y la luz del sol atravesándole el pelo dorado. Sonreía.

El día en que Amanda desapareció para siempre empezó como cualquier otro. Salió en su bicicleta para ir a la escuela, a solo un par de calles. Pero nunca llegó. La Policía no encontró nada: ni indicios de forcejeo ni pruebas de un rapto violento. El tiempo pasó, pero la pena y el dolor de la familia no mermaron un ápice. En lugar de eso, vinieron a unirse la frustración, la rabia y la amargura. Pendragon se sintió como un auténtico inútil. Era inspector jefe, su propia hija había desaparecido a plena luz del día y él no podía hacer nada.

Aquello acabó destruyendo la familia de Jack. No fue un derrumbe repentino y devastador, llegó paulatinamente, se acercó a hurtadillas hasta ellos conforme pasaron los años y Amanda seguía sin aparecer. Jack vio cómo se evaporaba su ambición pasada; dejaron de importarle los ascensos y su carrera profesional. Seguía cumpliendo con su deber igual de bien que siempre, tal vez incluso mejor, pero perdió todo interés por medrar. Al mismo tiempo él y su mujer, Jean, se fueron distanciando. Se culpaban el uno al otro y el resentimiento se cernía sobre ellos con todo su peso. Ninguno de los dos llegó nunca a racionalizarlo y, por supuesto, jamás mencionaban el tema, a pesar de que estaba allí, como una presencia constante y maligna.

—Ya vale —se dijo en voz alta mientras colocaba el marco en la repisa sobre el radiador de gas.

Retiró la aguja del tocadiscos y apagó la cadena de música. Cogió la chaqueta al vuelo, cerró la puerta con llave y bajó los escalones de dos en dos; a punto estuvo de chocarse con una mujer que atravesaba la puerta principal de la planta baja cargada con dos bolsas voluminosas.

—Perdone usted.

La mujer sonrió.

—¿Me permite…?

—Gracias, aunque ya casi estoy —dijo señalando hacia el pasillo—. Es el número dos. —Dejó las bolsas en el suelo y le tendió la mano—. Susan Latimer, Sue.

—Jack Pendragon.

Se estrecharon la mano y el policía la sondeó en silencio. Era alta y delgada, con melena castaña oscura por los hombros. Tenía una cara bonita aunque cansada, ojos castaños amables, cejas delgadas y una sonrisa tornasolada. Le echó cuarenta y pocos años.

—Inspector jefe Jack Pendragon, tengo entendido.

El policía le sonrió levemente y miró las bolsas.

—Parecen pesadas.

—Y a cada escalón más todavía. Debe de ser alguna extraña ley de la naturaleza o algo así.

—¿Cómo lo de las tostadas que siempre caen boca abajo?

—Algo parecido —contestó la mujer sonriendo.

Pendragon le cogió las bolsas y la siguió por el pasillo.

—Pase cuando quiera a tomar el té —le invitó la mujer, que recuperó las bolsas una vez que hubo abierto la puerta.

—Será un placer.

Cuando salió del edificio había empezado a llover, caían unas gotas gruesas que dejaban manchurrones oscuros sobre la acera parcheada. El cielo estaba negro, pero atravesado por ese resplandor casi sobrenatural que acompaña a las tormentas eléctricas. El aire parecía más ligero de lo habitual, como si las capas superiores de la atmósfera hubiesen succionado el oxígeno.

Pendragon se fue refugiando bajo los toldos de las tiendas, evitando los charcos en la medida de lo posible. Un tendero bangladesí le deseó buenas noches e intentó venderle unos rábanos. En la esquina siguiente uno de los «personajes» locales, un sastre —todo un estereotipo resplandeciente vestido como iba con un traje de raya diplomática y un metro colgándole del cuello—, intentó por segunda vez aquel mismo día convencerle en su jerga cockney de que entrase para que le tomase las medidas y le hiciese un traje nuevo.

El pub ya estaba medio lleno. Olía a tabaco a pesar de que la prohibición de fumar en lugares públicos llevaba varios años en vigor. En una gramola atronaba el último éxito mientras que la televisión de plasma retransmitía un partido de fútbol: Arsenal-Newcastle. Por el borde de la pantalla corría una franja azul con titulares. Después de pedir una pinta, Pendragon miró a su alrededor y localizó al grupo de la comisaría. Turner lo vio en ese mismo instante y se levantó para hacerle señas a su jefe de que se acercase.

—Muy buenas, señor. La comisaria me dijo que estaba usted montando el campamento.

—Me ha entrado sed.

Pendragon hizo un repaso por la mesa. Sus dos inspectores, Rob Grant y Ken Towers, estaban presentes; ambos lo saludaron. Entre ellos se sentaban dos de los subinspectores, Rosalind Mackleby y Jimmy Thatcher. El tercero volvía entonces de la barra con una ronda. Al reparar en el inspector jefe, se ofreció a traerle una pinta. Pendragon sacudió la cabeza.

—Estoy bien, gracias, subinspector. —Se acordó entonces de que Vickers y Thatcher habían pasado la mañana a la caza y captura de huesos en Frimley Way y les preguntó—: ¿Alguna novedad?

—Qué va, jefe. Hemos peinado toda la zona. Papeleras, contenedores… Nada.

—¿No se va a sentar, señor? —intervino Turner—. Como diría mi anciana madre, está rompiendo la armonía del lugar.

Pendragon se quitó la chaqueta, se sentó al lado de Turner y dejó su cerveza sobre la mesa de formica ya atestada de vasos y envoltorios vacíos de patatas.

—Creo que te toca a ti, Jez —le increpó Grant con una sonrisa burlona—. Ah, y esta vez cúrratelo un poco, que la última vez fue bastante penoso.

Turner miró a Grant con desdén.

—¿De qué va el juego? —preguntó Pendragon.

—Enigmas. Describo la escena y ellos me hacen preguntas que tengo que contestar diciendo la verdad. Tienen que averiguar cómo se ha producido la escena.

Pendragon sonrió animado y comentó:

—Vaya, eso me recuerda a cuando jugaba en Ox…

Un silencio pasajero y elocuente se hizo en la mesa. Towers lo rompió:

—No pasa nada, señor, uno no tiene por qué disculparse por su educación… Yo siempre que puedo dejo caer el nombre de mi instituto, el Kennington Modern.

Todos en la mesa se echaron a reír.

Pendragon asintió, una sonrisa escueta en los labios, y Turner empezó con el acertijo:

—Vale, ¿preparados? Bien. John y Samantha están muertos en el suelo. Hay una mancha de humedad en la moqueta cerca de los cuerpos y trozos de cristal alrededor. ¿Qué ha pasado?

Pendragon se recostó en su asiento con la pinta para observar al resto. Ya lo conocía y no tenía intención de aguarles la diversión.

—¿Hay alguien más en la habitación?

—No.

—¿Las puertas y las ventanas están cerradas o abiertas?

—Todo cerrado.

—John y Samantha… ¿están casados?

—Puede ser.

—¿Qué es eso de «puede ser»? —saltó Rob Grant—. O están casados, o no lo están, no se puede estar medio casado.

Turner se encogió de hombros.

—Vale, viven juntos.

—¿Son viejos o jóvenes? —preguntó Mackleby.

—Mediana edad.

—¿Cómo han muerto?

—Por asfixia.

—¿Los estrangularon?

—No.

Grant se volvió hacia el inspector Towers y le preguntó:

—¿Y qué pasa con el cristal y el agua, Ken? Alguien ha tenido que entrar.

—Eso. ¿Alguna ventana rota? —preguntó Towers.

—Nada de nada.

Thatcher le dio un buen trago a su lager y de repente se le iluminó la cara. Miró por encima del vaso:

—¡Ah! —dijo mientras ponía el vaso en la mesa—. John y Samantha… no son humanos, es eso, ¿no?

Turner intentó que no se le notase en la cara, pero tenía que ser pésimo jugando al póker.

—¿Que no son humanos? —preguntó entre dientes.

—No. Son peces. —Thatcher dio otro trago mientras los demás lo miraban, hasta que Turner dejó escapar un suspiro.

—Son peces —reconoció—. El gato tiró la pecera de la cómoda y el cristal se rompió en mil pedazos. John y Samantha se asfixiaron.

Mackleby dio una palmada y rió:

—¡Qué bueno!

Thatcher hizo una reverencia muy teatrera y Turner sacudió la cabeza mientras decía:

—Ya te lo sabías.

—Qué va —dijo él con una sonrisilla—. Soy un puto genio, eso es todo. —Y se dio un toquecito en la sien para enfatizar sus palabras.

—Bien hecho, listillo —le respondió Turner—. Te toca a ti otra ronda, creo. —A Thatcher se le borró la sonrisa de la cara cuando tuvo que levantarse y arrastrar los pies hasta la barra.

—Si le sirve de consuelo —le dijo Pendragon en voz baja a Turner—, yo ya me la sabía, y a una mesa llena de estudiantes de Oxford le llevó mucho más tiempo averiguar la respuesta.

—Eso me hace sentir mucho mejor, señor —le dijo Turner, vaciando su vaso.

—¿Y qué? ¿Consiguió la tarjeta SIM de Middleton?

—Le he estado llamando al móvil toda la mañana. Lo tenía apagado. Al final he contactado con él hace una hora y ha prometido pasarse por la comisaría esta tarde para dejárnosla. Me ha dicho que iba de camino a un festejo de la empresa.

Pendragon iba a responderle cuando le sonó el móvil.

—¿Diga? —Se quedó con la mirada perdida a media distancia, inexpresivo—. ¿Cuándo…? Sí, lo conozco. Estoy allí dentro de cinco minutos. —Se levantó y se puso la chaqueta—. Otro incidente —anunció a los policías de la mesa, y dirigiéndose a Mackleby y Grant, añadió—: Necesito que vengan conmigo. Tenemos otro cadáver en un local llamado La Dolce Vita, un restaurante cerca de la joyería Jangles.