Capítulo 19
Pendragon franqueó las puertas de la comisaría y se vio asaltado en el acto por los flashes. Por un segundo se sintió desorientado, pero después vio un grupo de periodistas concentrados en lo alto de las escaleras que conducían al aparcamiento. Dos fotógrafos seguían disparándole con sus cámaras. Resolvió al instante no tomárselo a mal; ya había conocido las consecuencias de desairar a la prensa cuando años atrás el Oxford Times se había divertido de lo lindo publicando las imágenes menos favorecedoras que habían encontrado del policía.
—Inspector jefe Pendragon —le gritó uno de los periodistas cuando se acercó—. Fred Taylor para el Gazette. ¿Puede proporcionarnos algún dato? ¿Es cierto que han desenterrado un cadáver en una obra, en el mismo sitio donde mataron a Amal Karim a golpes?
Pendragon se quedó mudo; ralentizó el paso y el resto de los periodistas bajaron hasta donde estaba. Ahora tenía a cuatro de ellos de frente, blandiendo sus grabadoras digitales.
—Presumo que maneja información incorrecta —se limitó a decir. Seguía aturdido y, en cuanto las palabras salieron por su boca, comprendió que habían sonado de lo más pedante.
—¿Y eso por qué, inspector?
—Es inspector jefe —repuso Pendragon, bajando aún más la guardia e irritándose consigo mismo al instante. En ese momento debería haber hecho una pausa para respirar hondo y haberse mostrado colaborador; en lugar de eso fulminó a los periodistas con la mirada.
—Ah, perdone —dijo Fred Taylor con todo el sarcasmo—. Inspector jefe Pendragon. Pero entonces, ¿afirma usted que no se encontró ningún cadáver el viernes por la tarde en la obra de Bridgeport Construction de Frimley Way, pocas horas antes de que mataran al albañil?
—No tengo nada más que añadir —respondió Pendragon, que hizo ademán de irse.
Sin llegar a coaccionarlo, los cuatro hombres se las ingeniaron para bloquearle el paso.
—Vamos, Jack —le urgió uno de los reporteros—, solo intentamos hacer nuestro trabajo, denos algo.
El hombre esbozaba una gran sonrisa y sujetaba su grabadora justo en las narices del inspector jefe. Pendragon lo miró fijamente y al periodista se le borró la sonrisa de la cara.
—Ya les he dicho que no tengo nada que declarar al respecto. Dentro de poco daremos una rueda de prensa. Cuando tengamos algo concreto que contar. —Se abrió camino entre los periodistas y bajó hasta el aparcamiento de la comisaría.
—Se ve que es usted nuevo aquí, inspector jefe Pendragon —le increpó Taylor a sus espaldas.
Pendragon ignoró el comentario y se montó por el lado del conductor del coche patrulla más cercano.
El cuerpo de Tim Middleton yacía sobre la mesa de autopsias. Una incisión en forma de Y le bajaba desde cada hombro hasta la mitad del pecho y, de ahí, al ombligo. Tenía la caja torácica abierta y retraída. Los extremos blancos de las costillas sobresalían como ojos ciegos en una sopa roja y gris de vísceras; algo más abajo se veía una porción de intestino grueso de un blanco pasmoso. Dos colgajos de cuero cabelludo le tapaban los ojos. Pendragon se sorprendió pensando que el muerto parecía uno de esos conejitos de orejas caídas.
—Hombre, Pendragon —dijo Jones alzando la vista del teclado del ordenador. Acabó la frase con un torpe tecleo a dos dedos, miró fijamente la pantalla y luego se levantó—. Vamos a tener que ponerle aquí una cama plegable.
—¿Qué tiene? —le preguntó Pendragon.
—Como le he contado por teléfono, un viejo amigo mío me ha conseguido el informe toxicológico en un plis plas. Pero antes de nada quiero que vea una cosa. —Le hizo una seña para que se situase al otro lado de la mesa.
Jones se inclinó sobre el cuerpo de Middleton y señaló un punto carnoso de la cadera del muerto. Pendragon no distinguió más que una punzada roja.
—El punto del pinchazo —señaló el forense—. Explica cómo se administró el veneno.
Pendragon pareció sorprendido y preguntó:
—¿Está sugiriendo que le pincharon con una jeringuilla?, ¿en un restaurante lleno de gente?
Jones se encogió de hombros.
—Aquí el detective es usted, Pendragon.
—Esto se está poniendo muy peli de James Bond.
—Bueno, se trata de una incisión reciente, o al menos lo era, y he encontrado restos de sustancias químicas en el punto del pinchazo. Está claro que Middleton no murió por ingerir algo por vía oral. Tenga, mire esto. —Le pasó un folio impreso y siguió hablando mientras el inspector jefe se devanaba los sesos por descifrar la información—. Definitivamente, fue envenenado. —Jones se inclinó para señalarle un gráfico con colores—. Cuatro componentes distintos en el veneno. Una buena dosis de trióxido de arsénico. —Señaló un pico alto en el gráfico—. Pero también había cantaridina, ácido ábrico y oleandro. ¡Una combinación de lo más fascinante!
—Cuando estábamos en la escena del crimen dijo usted que nunca había visto un veneno así.
—Y es cierto. De entrada la concentración de arsénico es muy poco habitual. Para matar rápidamente a un hombre del tamaño de Middleton hace falta solo medio gramo de trióxido. O esa cantidad, o una menor, pero con su toxicidad potenciada de algún modo.
—¿Puede que utilizaran las otras tres cosas, la cantaridina y eso, con dicho fin? —preguntó Pendragon.
—Bueno, desde luego todas son letales de por sí. Pero no podemos ignorar el hecho de que quien lo envenenó tuvo que administrarle una gran dosis de arsénico sin ser visto, y sin que la víctima se diese cuenta. También hay que tener presente que, si bien en otros tiempos el arsénico se conocía como «el veneno favorito del asesino» porque se podía obtener de muchos productos de limpieza, hoy en día es casi imposible conseguirlo. Los de Sanidad se lo han tomado muy en serio.
—Vale. Cuénteme lo que sepa sobre el resto de los componentes.
—Es probable que conozca la cantaridina por su nombre común, la «mosca española».
—¿El afrodisiaco?
—Eso es una leyenda —replicó Jones—. En realidad es supertóxica y puede matar casi en el acto con cantidades minúsculas.
—Y es fácil de conseguir.
—Sí y no. Antes se podía comprar sin problemas, en sex shops o por correo, pero eso ha cambiado con las nuevas normativas, que son más estrictas. Aunque tampoco es mucho problema para cualquiera que tenga un ordenador y un módem: hay miles de páginas dudosas que lo venden de forma ilegal.
—De acuerdo —dijo Pendragon volviendo a consultar el folio—. Ácido ábrico.
—Nunca me lo había encontrado antes, pero una rápida búsqueda por Google me ha proporcionado un buen arsenal de información como solo santa Internet puede darnos. Proviene del regaliz americano, el abro o Abrus precatorius, en su nombre científico. Aquí en Inglaterra al fruto lo llamamos también «baya de la suerte». Pero ¡vaya suerte la del infeliz que tenemos aquí! —Jones miró de reojo la mesa de autopsias metálica y le dedicó a Pendragon una mueca perversa.
—Entonces, ¿qué? ¿Se puede comprar de estraperlo?
—No, en mi opinión ése es uno de los mayores interrogantes. Cuesta bastante conseguirlo, incluso por Internet. Es originario de África y Asia, se trata de una trepadora. El ácido ábrico se destila de la abrina, que se encuentra en las semillas.
—¿Y el oleandro?
—Otro misterio. Muy exótico y muy maligno. Es un arbusto perenne, de hojas alargadas y flores rojas. Hay quienes lo llaman «mataburros», figúrese. También es originaria de Asia y, aunque poco común en Gran Bretaña, es bastante popular como planta decorativa en Estados Unidos, por ejemplo. El veneno se destila de todas las partes de la planta. Según Google también se utiliza como raticida en la India, Bangladés y zonas de Myanmar.
Pendragon escrutó la cara de Jones: nunca había visto al forense tan animado.
—Se ve que disfruta con esto.
Jones sonrió y repuso:
—Pues claro, Pendragon. Las heridas de arma blanca y los cráneos aplastados acaban cansándole a cualquiera.
—Y entonces, ¿el análisis cuadra con lo que ha encontrado?
—Sí, claro que sí —contestó el médico encogiéndose de hombros, como si no le diese importancia—. Por lo menos, las dos primeras sustancias. Creo que se me podrá perdonar haber pasado por alto el ácido ábrico y el oleandro.
Pendragon lo miró con escepticismo.
—¿No le convence? Déjeme que le enseñe una cosa.
Detrás del policía, sobre una encimera, había una repisa con una hilera de tubos de ensayo cerrados. Jones utilizó una pipeta para extraer un poco de líquido amarillo claro de uno de ellos.
—Como sabe, estaba convencido de que Middleton no había muerto por una intoxicación alimentaria. Por lo que han contado los testigos, parece claro que nuestro hombre estaba perfectamente y al minuto siguiente agonizaba. Dijeron que se llevó las manos a la garganta y luego vomitó sangre, y eso me hizo pensar al instante en arsénico. Pero el caso es que está muy pasado de moda; hace un siglo habría sido normal, pero no en nuestros días.
»Ésta es una muestra de la orina de Middleton —prosiguió el patólogo, al tiempo que alzaba la pipeta hacia la luz; a continuación cogió una lámina de plástico del tamaño de una tarjeta de crédito en cuyo centro había un círculo ligeramente en relieve. Jones dejó caer de la pipeta una gota que se volvió marrón al instante. Acto seguido puso el plástico junto a una tira de papel con una serie de círculos de colores. El que estaba más a la izquierda apenas tenía color; el siguiente era tirando a ocre; el de después, amarillo viejo, otro naranja y, por último, en el extremo derecho, marrón—. Se trata de un test de concentración de arsénico. El resultado muestra que la orina del muerto contiene al menos tres partes por millón de arsénico.
—¿Una dosis letal?
—¡Y tanto! El arsénico es un oligoelemento. Todos lo tenemos en nuestro cuerpo y, de hecho, lo necesitamos para catalizar ciertos procesos bioquímicos. Pero tres partes por millón es como multiplicar por cien mil la cantidad que se podría esperar en una persona con vida.
Fueron hasta la mesa de autopsia. En un extremo había un carrito con una bandeja de acero inoxidable que contenía lo que parecía una montaña de gelatina de mora.
—El hígado de nuestra víctima —le informó Jones como si tal cosa—. Se ha necrosado tanto que se ha licuado casi por completo. Y ése es justo el efecto que se espera de la cantaridina. El resto de los órganos internos están igual. —Jones señaló un carrito idéntico al otro extremo de la mesa—. Los riñones y el páncreas están para el arrastre. —Jones le tocó el brazo a Pendragon y señaló un punto del cuerpo con un bolígrafo—. Los genitales se han hinchado de sangre coagulada. Eso también es cosa de la cantaridina. Por no hablar de que es otro de los venenos que provocan vómitos de sangre.
Pendragon apenas pudo contener su asco. Creía que le quedaban ya pocas cosas que pudieran sorprenderle u horrorizarle, a esas alturas, pero le reconfortaba el hecho de encontrar formas de morir que siguiesen pareciéndole atroces.
—Entonces, ¿cualquiera de estos venenos podría haber matado a Middleton casi al instante? —quiso corroborar.
—Varias veces, inspector. Alguien quería a Tim Middleton muerto y enterrado.