Capítulo 26
Londres, marzo de 1589
La de Ann Doherty era la típica casa de Southwark: alta, angosta y contrahecha como un jorobado. El exterior estaba en un estado bastante ruinoso. Había desgarrones en el yeso por encima de la puerta de la calle y las contraventanas necesitaban con urgencia una mano de pintura. En el interior, en cambio, Ann había hecho todo lo posible por hacerlo acogedor.
La puerta de la calle daba directamente a la estancia principal, donde en cuanto puse el pie sentí que el frío se me desprendía de los huesos. Era un sitio pequeño y con el techo bajo. El suelo carecía de toda cubierta, era piedra pura y dura. Una gran chimenea ocupaba gran parte de una pared, con una repisa de madera sobre la cual se alineaban varios platos de peltre. El fuego ardía con brío en el hogar, donde hervía en las llamas una tetera sobre unas trébedes. A un lado de la chimenea había un asiento recio de madera, con el respaldo alto y los brazos tallados con forma de cabeza de león. Otras dos sillas rodeaban el fuego. Nada más entrar, una joven criada se agachó para apartar la tetera y verter el contenido en una palangana que había al lado del hogar. Se apresuró a salir en cuanto nos acercamos.
Ayudé a Ann a sentarse junto al fuego y le examiné más detenidamente la cara; el labio superior se le estaba poniendo negro. Humedecí un trapo y lo apliqué en la herida. Ann contrajo la cara en una mueca de dolor. El chico, Anthony, corrió a aovillarse a su lado.
—Mi señora Ann, ¿qué os han hecho? —farfulló.
Hizo un amago de llevar los dedos a la boca herida de la mujer, pero le retuve la mano, con más fuerza de lo que pretendía. Se revolvió y me fulminó con la mirada hasta que lo solté.
—No temas, Anthony —quiso calmarle Ann—. Estos hombres son amigos.
—¿Amigos, amigos? —cacareó—. ¿Acaso existe algo así en este mundo cruel, mi señora?
La joven le sonrió y le acarició el pelo.
—Sí, claro que sí.
—Ésos eran guardias de la reina. ¿Quién es este chico? —quise saber.
Lo miré con detenimiento por primera vez. Era alto y desgarbado. El pelo, liso y negro, le caía sin gracia sobre los ojos y tenía unos labios desproporcionadamente gruesos. Un gusanillo de vello, algo más corto que un bigote, le reptaba sobre el labio superior. Con todo, aún conservaba cierta suavidad infantil en sus rasgos. Tenía un color extraño de ojos, avellana con algunas motas de un marrón más oscuro, mientras que las pestañas eran largas y oscuras. Calculé que tendría unos dieciocho años, más o menos, aunque también podía ser más joven.
Ann le pasó el brazo por los hombros.
—Anthony es como un hermano para mí. Llevo cuidándole desde hace un año…, desde que murieron sus padres. Es muy dulce y del todo inofensivo, pero tiene una afección de la cabeza. Y siendo como es un creyente fiel, su padecimiento le hace no conocer el miedo ni la cautela. Cree que debe predicar la fe verdadera a todos los que lo escuchan. La mayoría de la gente de por aquí se limita a ignorarlo, saben que es inofensivo. Y hoy, o alguien se ha sentido ofendido, o es que han pasado los guardias y han oído algo que no les ha hecho gracia.
—No me gusta —intervino Sebastian dando un paso al frente—. Es una locura. Se supone que esto tiene que ser una casa segura, y el chico llama demasiado la atención.
Contemplé la cara sorprendida de Ann.
—Lo siento mucho, señores, no volverá a pasar. Anthony es un alma cándida, tiene el corazón puro.
—A mí, cómo sea o deje de ser el chico me trae sin cuidado —terció Sebastian—. No creo que seáis consciente de los peligros a los que nos enfrentamos.
Ann se puso en pie; era casi tan alta como mi amigo.
—Señor, ya me he disculpado. ¿Qué más queréis que os diga?
Sebastian pareció sorprendido por la franqueza de la muchacha, un asombro que pronto vi convertirse en rabia. Dio un paso hacia Ann Doherty y pensé que iba a pegarle cuando la chica reaccionó con una agilidad increíble y cogió a Sebastian con la guardia bajada: lo asió del puño que blandía contra ella, lo empujó contra la pared y le rodeó el cuello con los dedos.
—No volváis a decirme que ignoro los peligros a los que nos enfrentamos, señor —le dijo entre dientes—. Nosotros aquí tenemos que vérnoslas con la muerte todos los días. El lujo de las salas del Vaticano no lo conocemos, padre Sebastian. Aquí tenemos que sobrevivir del ingenio.
Acto seguido lo soltó. Sebastian, con la cara roja de la humillación, se pasó los dedos por el cuello, donde los fuertes dedos de Ann le habían dejado marcas rojas.
Reí para calmar los ánimos, pero a mi amigo no pareció hacerle ninguna gracia.
—Venga, Sebastian —dije, pasándole el brazo por los hombros—. No empecemos la visita con mal pie. —Y a Ann—: Yo creo que los dos habéis exagerado. ¿Por qué no somos todos amigos?
—¡Sí, amigos, amigos! —Anthony estuvo de acuerdo y se puso a bailar alegremente.
Sebastian todavía tenía cara de contrariedad. Se alisó la blusa y se pasó un dedo por la gorguera.
—Me gustaría que me enseñasen mis aposentos…, si le parece bien a la señora —dijo con frialdad.
Lo miré con reproche, pero fingió no verme.
—Me encantaría, padre —respondió Ann—. Estoy segura de que estarán los dos agotados después de un viaje tan largo. Pero antes de nada hay un pequeño asunto que atender. Si me disculpáis.
Pasó entre Sebastian y yo y fue hasta una esquina de la habitación, donde había un pequeño escritorio de roble. Abrió un cajón y, para mi sorpresa, lo sacó del todo. Luego, después de coger algo del fondo del mueble, volvió a ponerlo en su sitio. En la mano tenía un papel doblado y sellado con un goterón informe de cera. Rompí el sello, desdoblé el papel y leí:
Nuestro amigo común Richard os visitará en breve. Él os indicará el camino hasta los hermanos cómplices. Tenéis que confiar en él y en los hermanos y atender a sus disposiciones. Todos son leales. Los hermanos os estarán esperando. Destruid este papel en cuanto terminéis de leerlo.
Debajo estaba la santa bula papal.
Sebastian me arrebató la carta de las manos y la leyó en un suspiro. Una vez que la hube releído me acerqué al fuego y la tiré a las llamas, donde se quemó y se convirtió en una bola arrugada y negra.
—Nos dijeron que nos encontraríamos con nuestro superior, el padre Richard —dije—. Pero ¿quiénes son los hermanos cómplices?
Miré a Sebastian y luego a Ann. Anthony estaba haciendo figuras con las manos, formando sombras en la pared al otro lado del cuarto.
—¿Los hermanos cómplices? Pues no… —comenzó a decir Ann, pero entonces se le dibujó una sonrisa en la cara—. ¡Claro! Edmund y Edward Perch. No pueden ser otros.
Sebastian y yo miramos a la mujer de hito en hito.
—Son unos delincuentes locales. Tienen una banda, la más poderosa de la zona, y comercian con mercancía ilegal, contrabando. Son unos maestros en el arte de la extorsión y los dos han matado a muchos hombres.
—¿Y sabéis vos dónde podemos encontrarlos?
—Todo el mundo lo sabe. Aunque pocos quieren acercárseles. Pero la carta era muy clara al respecto: el padre Richard os enseñará el camino. Y ahora, seguidme. Os mostraré vuestro aposento. La criada os llevará agua caliente para despojaros de la mugre del largo viaje.
Me pareció que acababa de dormirme cuando Ann me despertó llamándome por mi nombre. Abrí los ojos y la vi inclinada sobre mí con una vela de junco de débil llama. Dejó la luz en una mesita junto a mi cama y las rodeó para despertar a Sebastian. Le vi pegar un bote en la cama, desconcertado, cuando Ann le tocó en el hombro.
Me sentí muy despierto enseguida y me incorporé.
—¿Qué hora es? —pregunté al ver el cielo bastante oscuro a través del ventanuco de la pared de enfrente.
—Hace dos horas que se puso el sol, padre —me contestó Ann.
—No tendríais que habernos dejado dormir tanto —espetó Sebastian; pese a lo débil de la luz de la vela, pude distinguir su expresión de enfado.
—Necesitabais descansar —replicó—. Y tenéis tiempo de sobra para prepararos para la misa.
—¿Habéis concertado un encuentro?
—Sí. Y no os preocupéis…, no será aquí.
—¿Dónde, entonces?
—Tenemos varios puntos de encuentro por las casas del barrio. Nunca nos reunimos en el mismo sitio dos veces seguidas. Esta noche la misa se dirá en Swan Lane, no muy lejos de aquí. Y ahora, cuando estéis listos, os mostraré el camino.
—Esperad. —La cogí del brazo—. ¿Estáis segura de que no correremos riesgos?
—No lo sé, padre. Vivimos tiempos peligrosos. No he sido yo la que ha decidido celebrar esta misa hoy, sino vuestro superior.
—¿Estará allí el padre Richard?
—Será él quien oficie el servicio.
Ann había rellenado el agua de la palangana, así que me lavé la cara y me pasé un paño húmedo y caliente por la nuca. La habitación estaba helada y me di prisa en ponerme la blusa y las calzas. Cogí luego la capa y los mitones de la bolsa. Hacía tanto frío que veíamos formarse el aliento helado delante de nuestras narices. Miré por la ventana mientras Sebastian se vestía entre resuellos por el frío. Me sorprendió ver tanta luz fuera; el orbe amarillo limón apagado de una luna llena iluminaba la escarcha sobre los tejados. Vi unas cuantas luces tenues y, a lo lejos, una serpentina de agua, el Támesis, plateado bajo el fulgor de la luna. Un copo de nieve planeó delante de mí, hizo una cabriola y se disolvió en el alféizar.
Al cabo de unos pocos minutos estuvimos en la planta baja, donde nos esperaba Anthony embutido en un andrajoso manto de lana marrón, sombrero de fieltro y guantes. Se rió neciamente al vernos.
—Parecemos osos —exclamó, y profirió una carcajada sonora.
No vimos a nadie cuando salimos de la casa y nos internamos por una oscura calle adoquinada. Ann iba en cabeza, con Anthony de la mano. Había empezado a nevar con fuerza, cubriendo los adoquines y la tierra congelada. El camino llegaba a una plaza donde seguían abiertos un par de tenderetes en la penumbra. En una esquina habían hecho una fogata y a su alrededor se había reunido un grupo de gente que se pasaban de uno a otro una botella de líquido ámbar. Una vieja desdentada rió con tanta fuerza que el sonido llegó al otro lado de la plaza. En el centro bailaba un bufón con sus ropas típicas: calzas de rayas rojas y amarillas, una blusa con cascabeles atados al faldón y un enorme sombrero de muchos colores. Hacía malabarismos con teas encendidas, cuyas llamas cortaban arcos rojos sobre la nieve caída.
Nos adentramos en otra calle sumida en sombras. Era poco más ancha que las espaldas de un hombre, de modo que tuvimos que ir en fila india. Justo por encima de nuestras cabezas la primera planta de una casa destartalada sobrevolaba el camino, tan pegada a la de enfrente que hasta a un pájaro le habría costado volar entre ambas.
Después de unos minutos a paso rápido empecé a perder la noción de dónde estaba, al igual que esa misma mañana. Aquel barrio era una auténtica madriguera, me dije. La gente que ha hecho de Southwark su hogar conoce numerosos atajos y pasos singulares; saben cómo evitar a los mendicantes y a los ladrones, pero para mí resulta un laberinto insondable. Si me hubiese apartado de Ann, nunca habría logrado encontrar el camino de vuelta a su casa.
Empezaba ya a desesperar y a dejar de sentir los dedos de los pies y las manos cuando Ann y Anthony se metieron por un portal. Al llegar a su altura, oímos a Ann llamar a la puerta con una sutil danza de nudillos, obviamente una contraseña para los de dentro.
Abrió la puerta una joven criada que nos condujo a una habitación parecida a la estancia principal de la casa de Ann. Tras llevarnos hasta el fondo, la criada tiró de una argolla de metal oculta en un extremo de un anaquel lleno de libros. Se oyó un ligero chasquido y la chica deslizó un panel. En la oscuridad de detrás distinguí unas estrechas escaleras que bajaban. La criada cogió un carrizo encendido de una hornacina que había dentro del pasaje secreto y comenzó el descenso.
Yo iba cerrando la marcha y, al llegar, me sorprendió encontrarme en un gran subsuelo rectangular. Las paredes estaban recubiertas con paneles de madera y el piso no tenía nada, solo tierra. Había hornacinas con velas ardiendo a lo largo de las dos paredes más largas. En el muro del fondo distinguí un altar vestido con una tela de un púrpura rutilante y una gran cruz dorada en el centro, junto a un cáliz de oro y una patena. A ambos lados del paño, unos cirios en unas sencillas palmatorias de oro despedían un resplandor lechoso. Me hinqué de rodillas en el suelo y me santigüé mientras rezaba el padrenuestro antes de volver a ponerme en pie.
Había un pequeño grupúsculo reunido en torno al altar. En cuanto me acerqué se volvieron todos a una. En medio había un sacerdote católico. Alto y ancho de hombros, vestía una túnica color bronce con un bello brocado en hilo de oro. Sobre la pechera habían cosido en la tela una gran cruz de plata en cuyo centro había una imagen de Cristo con los ojos apuntando al cielo y un dedo señalándose el corazón. Reconocí al religioso de inmediato: se trataba del padre Richard Garnet, el jesuita más veterano de Inglaterra, un hombre que había obrado maravillas por Nuestro Señor y cuyo nombre era venerado en Roma por los ingleses. Se adelantó para abrazarnos a Sebastian y a mí.
—Qué alegría volver a veros, hermano —me susurró al oído, y seguidamente nos condujo hacia el grupo junto al altar.
El padre Garnet nos presentó a la veintena de fieles allí congregada. El último era un hombre de rostro alargado con la cabeza cubierta por una abundante cabellera plateada. Tenía los ojos almendrados y la barba entreverada de blanco.
—Amigos míos —nos interpeló el padre Garnet—. Os presento a nuestro invitado de honor esta noche, William Byrd.
Me quedé mirándolo sin dar crédito. La persona que tenía ante mí, sonriente y modesta, era tal vez el músico más respetado del reino. Pero lo más increíble de todo era que se trataba de un favorito de la reina, ni más ni menos que del compositor de su corte. Yo sabía que provenía de una familia católica, pero siempre había asumido que habría depuesto su fe para servir a la monarca.
Lo saludé con una reverencia:
—Es un gran honor, señor.
Byrd sonrió y me cogió del brazo.
—Entiendo vuestra sorpresa, joven, pero no habéis de temerme.
Comprendí que se trataba de un hombre de gran perspicacia, pues lo cierto era que una pequeña porción de mi mente se había visto embargada por la duda al oír su nombre. Eran incontables las historias horribles que había escuchado sobre el cisma religioso que se había convertido en el mayor punto de discordia de nuestra era: relatos de hermanos que mataban a hermanos, de amantes que se traicionaban y de padres que condenaban a sus propios hijos a la tortura en nombre de la fe. En esos tiempos bárbaros costaba saber en quién confiar y de quién recelar.
El padre Garnet condujo a Byrd hasta el altar, y seis de los fieles los siguieron y formaron dos filas. Byrd se puso delante, alzó las manos y el grupo empezó a cantar. Como el resto, me arrodillé.
Era un sonido hermoso que me transportó al instante al Colegio, mi hogar durante los cinco últimos años. De pronto sentí una gran nostalgia. Pero al mismo tiempo aquella cadencia del culto, tan arraigada en mi alma, me levantó el ánimo. Los miedos que albergaba se fueron disipando conforme me sumergí en las notas magistrales del kirie. Y luego, de pronto…, silencio, una quietud casi sobrenatural en su intensidad. El padre Richard fue hasta el altar y comenzó a recitar el rito penitencial en latín, contraviniendo claramente las leyes eclesiásticas de Inglaterra:
—Fratres, agnoscamus peccata nostra, ut apti simus.
Siguió otra oración en latín en la que el padre Richard rogó al Señor que se apiadase de nosotros, sus humildes siervos, y nos concediese a Sebastian y a mí una gracia especial para nuestra arriesgada misión. Byrd y el coro retomaron el cántico y el compositor dirigió el gloria:
—Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonae voluntatis…
Junto a mí oía cantar a Sebastian, como si hubiésemos vuelto a la capilla del colegio jesuita. A mi derecha estaba arrodillada Ann, que tenía la cabeza inclinada y cubierta con un pañuelo de encaje negro. Su voz era muy dulce, casi angelical. Alcé un poco la vista y cuál fue mi sorpresa al ver a nuestro Anthony vestido con las ropas blancas de un monaguillo sobre su tosca blusa mugrienta y tendiéndole al padre Richard un cuenco pequeño. Parecía realmente tranquilo, como si no sufriera ninguna anomalía; es más, su expresión despedía una gran serenidad, con unos ojos brillantes y centrados en su tarea.
Sentí que Ann me rozaba y comprendí que se estaba poniendo en pie. Solo entonces oí una voz discordante que interrumpió la música. El cántico se detuvo abruptamente y, al volverme, vi a la criada que nos había conducido hasta allí abajo: estaba en la entrada de la capilla subterránea con la cara lívida.
—Pursuivants! —gritó—. Los secuaces de la reina…
Antes de poder terminar la frase la empujaron hacia el interior de la sala. Mordió el suelo al tiempo que dos hombres con guerreras de cuero y corazas de metal aparecieron a trompicones por las escaleras. Uno de ellos cogió a la chica y la lanzó a un lado mientras otros dos tipos llegaban a la capilla empuñando cada uno una espada.
Sentí un estremecimiento de terror por mis entrañas. Más que verlo, noté primero que Sebastian se ponía en pie de un salto a mi lado y, luego, una corriente de aire al pasar y correr hacia los intrusos. Sé que le grité, pero no recuerdo qué le dije exactamente; fue algo que me vino sin más, desde lo más profundo del alma, un alarido de terror en estado puro. Serían las últimas palabras que le dirigiría a mi querido amigo. Cuando se abalanzó contra ellos, el hombre que encabezaba el grupo extendió sin más la espada, que atravesó a Sebastian: el metal le atravesó la carne y resurgió, goteante, por la espalda.
Oí el grito de una mujer y sentí que alguien chocaba contra mi espalda. Casi pierdo el equilibrio. Avancé tambaleante y me vi ante el altar. El coro se había dispersado y vislumbré la cara blanca de terror de William Byrd. A continuación noté una mano fuerte sobre mi brazo; intenté volverme para ver quién era, pero volvieron a empujarme hacia delante.
En el recuerdo los segundos que siguieron se me aparecen como una nebulosa, un borrón de ruido y color, una quemazón en lo más hondo del estómago al comprender que mi muerte podía estar próxima. Sentí el acre sabor de la bilis en la boca y a punto estuve de vomitar. Volví a tropezarme, extendí las manos y palpé madera, los paneles de la pared del sótano. Acto seguido me vi fuera de la sala, en cuclillas en un espacio húmedo y cerrado, sin la luz de la capilla. La única iluminación eran unas finas líneas a través de las rendijas entre los paneles y por las partes donde la madera se había vencido un poco.
—Aquí estaremos a salvo —me dijo una voz, la de Anthony, que jadeaba con fuerza. Me volví y solo distinguí sus afilados rasgos en la oscuridad cuarteada.
Durante un segundo lo vi paralizado, y acto seguido esbozó una sonrisa socarrona de oreja a oreja. Finalmente, se echó a llorar.