Capítulo 32

Londres, marzo de 1589

Apenas había sitio para moverse en aquel escondrijo secreto, y tampoco me agradaba mucho la proximidad de Anthony, quien no era la más aseada de las criaturas. Oíamos voces, gritos y chillidos al otro lado del panel, e intentaba no pensar en lo que estaría ocurriendo en la capilla. Conocía el poder de los pursuivants, hombres a sueldo de Walsingham que perseguían a los sediciosos y a los insubordinados. Se les permitía arrestar y contener a los católicos, pero tan solo podían usar sus armas en defensa propia. Aunque me dolía recordarlo, Sebastian se había abalanzado contra ellos. Mi única esperanza ya era que nadie más del resto de la congregación hubiese conocido la misma suerte y que algunos hubiesen logrado escapar.

Anthony estaba muy afligido.

—Mi señora Ann —gimoteó con patetismo. Y luego, volviéndose hacia mí murmuró entre dientes y escupiendo saliva—: ¡Malditos demonios!

—Anthony, comprendo tus miedos, pero tenemos que irnos.

—¿Adónde? ¿Acá, acullá?

—¿Recuerdas que Sebastian y yo teníamos que encontrarnos con los hermanos Perch? ¿Sabes algo de mi misión?

—¿Sebastian? No me gusta. Fue malo con mi señora. Pero ella le ganó. ¡Ja, ja!

Volví a sentir la punzada de mi pérdida cuando Anthony mencionó a mi amigo. Me sobrevino el vómito a la garganta y de pronto me di cuenta del calor asfixiante que hacía en aquel escondite.

—¿Sabes cómo salir de aquí? —le pregunté, obligándole a que me mirase a los ojos; por un momento los suyos parecieron de una lucidez poco habitual en él.

—Sí que sé. Sí. Ven.

Pasó a mi lado apretujándose y su olor corporal me golpeó una vez más, y me causó un nuevo espasmo de náusea. Anthony se apoyó en un pequeño hueco que había al fondo del agujero hasta que cedió. Se coló por él y desapareció en la oscuridad. Di un paso y me escabullí como pude tras él.

Al otro lado me encontré en un túnel estrecho y húmedo que apestaba a tierra fría y a moho. Al sentir una mano sobre mi brazo pegué un brinco hacia atrás y me golpeé la cabeza con el techo.

—Por aquí —me dijo la voz de Anthony.

La única luz que había en el túnel era una estrecha rendija de blanco borroso por delante de nosotros. Caminamos hacia ella. Nuestras botas iban rechinando sobre lo que quisiera que fuese el suelo. Preferí no pensar en ello y urgí a Anthony para que avanzase más deprisa. Pronto la luz se hizo mayor y llegamos al final del túnel, ante un muro húmedo y viscoso. Tenía, sin embargo, pequeños huecos entre la piedra, lo suficientemente grandes para que cupiesen los dedos de una mano y la punta de una bota. Encima se veía una trampilla inclinada hacia arriba. De nuevo Anthony me precedió y subió el muro con la agilidad de un simio de tierras lejanas. Yo me lo tomé con más calma y con mucho más respeto. Cuando me acercaba a los últimos apoyos, Anthony ya había alcanzado nuestro objetivo. Retrocedió por el hueco y me ayudó a subir.

La trampilla daba a un cuarto pequeño. Un único ventanuco situado en lo alto de una pared era el origen de la luz que habíamos visto en el túnel. La habitación estaba vacía salvo por una vieja caja de madera en un rincón. Del techo colgaban telarañas y había moho florecido en las paredes a la altura de la cintura. Cuando subí reparé en una puerta cerrada a mi derecha. Fui hasta ella, pegué la oreja a una pequeña hendidura que había entre la puerta y el marco y me quedé escuchando. No se oía nada. Giré el pomo y la puerta se abrió hacia fuera.

Nos vimos en un callejón estrecho. Me cayeron copos de nieve en la cara y sentí el viento cortante que se colaba entre los edificios a ambos lados de la calle. A dos pasos había un muro de ladrillo. Miré a mi izquierda: la calle estaba a oscuras. A mi derecha, en cambio, vi una vía bien iluminada por donde pasó una carreta repleta de gente; iban todos muy alegres, pasándose una especie de jarra. Una de las pasajeras —una meretriz por lo que pude deducir por su corpiño escotado y el pelo suelto y largo— rió estrepitosamente y se cayó hacia atrás contra los palos de la carreta, con las piernas en un vergonzoso ángulo de apertura.

Me volví hacia Anthony y le pregunté:

—¿Y ahora por dónde? ¿Me llevarás con los hermanos Perch, como me dijiste?

—No me gustan —dijo evitando mirarme a los ojos.

—Tú no tienes por qué hablar con ellos, Anthony. Solo tienes que llevarme.

—Se comerán vuestra cabeza, padre.

Le sonreí con amabilidad y le apoyé una mano en el hombro.

—No temas por mí, Anthony. Tengo que encontrarlos, mi misión es de suma importancia. Es deseo del Señor que encuentre a los hermanos Perch para que me ayuden. ¿Lo comprendes?

Asintió quedamente.

—Sí, lo entiendo, padre John. Nuestra misión. —Enderezó la espalda—. Haré lo que me pida el Señor. Sí, lo haré. Lo haré. Los hermanos tienen que estar en el teatro. Sí, ahí es donde estarán.

—¿El teatro?

—El Eagle. Sí, el teatro Eagle. Es como un juego, ya verá. Me lo contó mi señora Ann. La gente finge que es otra gente. Cantan y se disfrazan. Es muy divertido. —Me miró con los ojos colmados de una emoción repentina. Luego, sin decir palabra, se dirigió hacia la calle principal que había al fondo del callejón.

Lo detuve.

—La túnica.

Se miró las vestiduras blancas y se las quitó, obediente.

Aunque no estábamos ni a treinta metros de la capilla subterránea y de los horrores que allí habíamos presenciado, mientras Anthony me guiaba por entre el gentío pululante me sentí más seguro que nunca desde mi llegada a Londres. Me subí la bufanda para cubrirme mejor y mantuve la cabeza baja. Llegamos a una plaza grande donde un mercadillo ocupaba la mitad del espacio con sus tenderetes y todo tipo de género. Había puestos con pescado y tendales con montañas de manzanas y avellanas y, al lado, uno con juguetes de madera: peonzas y soldaditos de vivos colores. Otro tendero pregonaba sus abalorios de madera, y a pocos pasos un mercader imploraba a voz en grito a los clientes potenciales que palpasen la calidad de la seda que tenía expuesta sobre una mesa destartalada.

Dejamos atrás el mercado rápidamente, evitando el contacto visual, y nos metimos por otro callejón que estaba cubierto de nieve virgen que relucía a la luz de la luna. Con la sensación de que se trataba de un sitio hostil, insté a Anthony a darse prisa, antes de que alguien se nos echase encima y nos cortase el cuello.

Pronto aparecimos en otra calle ajetreada; en esa ocasión, sin embargo, la gente parecía moverse en una única dirección, hacia el río. Nos mezclamos con la muchedumbre. Tras doblar a la izquierda vi el teatro justo delante de nosotros: sobresalía entre las viviendas ruinosas de alrededor, con el Támesis plateado como telón de fondo.

Ya había visto el teatro Eagle desde la otra orilla del río, en la época en la que viví en la ciudad, hacía cinco años, pero, pese a lo populares que eran estas salas entre los londinenses de todas las clases, nunca había sentido la tentación de entrar. Los puritanos, claro está, odian todo tipo de mímica; forma parte de su visión adusta y restrictiva de la vida. Con todo, lo cierto era que tampoco yo me sentía muy cómodo con esa nueva moda del teatro. Se me antojaba que en la vida existían otros caminos más provechosos que seguir. En lugar de fingir no ser uno mismo, al hombre le traería más a cuenta mejorar lo que ya es. Así y todo, incluso para alguien tan escéptico con el teatro como yo, al vislumbrar por primera vez el Eagle tan de cerca se me aceleró el pulso.

Parecía un enorme tambor construido en piedra, con sus seis plantas que se elevaban por encima de todos los edificios cercanos. Me fijé en una bandera roja que ondeaba en la torreta que había tras la zona del escenario. Sabía que aquello significaba que la función era histórica. No tardé en ver, colgado de la puerta principal del teatro, un cartelón de tela con un dibujo de un guerrero persa y el título de la obra: Tamburlaine.

La función ya había empezado; se oían los sonidos de la representación: música, voces y hasta un cañón que resonó en la noche. Por los muros del teatro había más tenderetes donde se vendían refrigerios, aunque ya había pasado el ajetreo inicial y muchos de los tenderos descansaban ahora antes de la bulla que vendría con el final de la obra. Justo por detrás de los puestos vi una hilera de letrinas excavadas en el suelo duro. Solo había un cliente, que se subió las calzas mientras el mozo echaba tierra sobre las evacuaciones y se apoyaba luego en la pala para enjugarse la nariz con el puño de la blusa mugrienta y rematar su trabajo con un suspiro.

Anthony y yo escurrimos el bulto entre los rezagados que rodeaban el teatro y nos colamos por las puertas con los últimos en llegar. Pagué la entrada de un penique para ambos. En teoría debíamos dirigirnos hacia la platea donde nuestra moneda nos permitía ver la función entre el vulgo, pero no estábamos allí para divertirnos. Encabecé la marcha por una galería en curva que recorría el perímetro del edificio. A pocos pasos de la entrada dimos con una escalera de caracol. Alcé la vista y pude ver que subía hasta la última planta y se abría a cada planta anterior.

No sabía muy bien hacia dónde ir, pero sí tenía claro que debía encontrar a alguien en quien pudiésemos confiar, alguien que trabajase allí o, al menos, que conociese a los hombres que regentaban el teatro. Al llegar a la segunda planta conduje a Anthony por una apertura y por la parte de atrás de la galería, que estaba llena de ciudadanos acaudalados sentados en sillas acolchadas. Habían traído consigo provisiones y bebían vino, bromeaban y charlaban alegremente, sin hacer mucho caso de la obra. Desde allí pudimos ver el escenario, que estaba iluminado por media docena de antorchas y tenía un elegante telón rojo y dorado. Sobre las tablas había un reducido grupo de actores, todos vestidos con hermosas telas. El centro lo ocupaba un guerrero persa con una espada curva desenvainada. Tenía una cara pérfida, con una barba en punta y ojos pintados de negro. Parecía la encarnación del diablo. Saqué a Anthony de su ensimismamiento y avanzamos a toda prisa por el estrecho pasillo que había tras la galería.

En breves instantes nos encontramos detrás del mismísimo escenario. Por una pequeña rendija que había entre bastidores vi al público. Muchos de los espectadores de la platea estaban embelesados, metidos de lleno en el drama que se desplegaba ante ellos. Me di la vuelta y vislumbré una puerta a nuestra derecha. La abrí con cuidado y entré a un cuartucho sin ventanas donde había un hombre sentado a una mesa, de espaldas a nosotros. Vi unas cuantas monedas y un montón de cajas de madera de las que se utilizaban para guardar el dinero de la taquilla. El hombre se giró en redondo y se llevó la mano a la daga. Levanté las manos y Anthony se escondió bajo mi brazo.

El hombre nos fulminó con la mirada y nos preguntó:

—¿Qué es lo que quieren? —Se levantó sin apartar la mano del arma.

—Perdonad que os moleste. Yo… Estábamos buscando a Edmund y Edward Perch. Me han dicho que estarían aquí esta noche.

Los ojos del hombre se encogieron, suspicaces.

—Yo no sé nada de esos hombres.

Sabía que mentía, pero pisábamos arenas movedizas. Lo último que quería era que diese la voz de alarma. A continuación hice una reverencia y dije:

—Entonces siento haberos molestado —me disculpé mientras cogía a Anthony por los hombros y lo volvía hacia la puerta.

—¿Por qué buscan a los hermanos Perch? —preguntó el hombre.

Ya casi había salido del cuarto, pero al oír la pregunta me volví y me quedé mirando al hombre con más detenimiento. Era alto y delgado, con la coronilla despejada, pero con un largo pelo oscuro que le caía a ambos lados de una cara huesuda.

—Es por un negocio particular —le dije tras titubear un momento.

—Pues suerte —replicó el hombre, que me miró con desconfianza para luego relajar su expresión—. Los hermanos ya han acabado con lo suyo aquí esta noche. Hace poco que se han ido… con sus ganancias. —Se disponía a añadir algo cuando asomó por la puerta otro hombre, que me miró de arriba abajo. Vi de reojo que Anthony había retrocedido unos pasos por el pasillo.

—Ah, Will —lo saludó el hombre de la taquilla—. Éstos… caballeros andan buscando a los hermanos.

El recién llegado se me quedó mirando con una ceja enarcada. Tenía poco más de veinte años y se conducía como un actor o alguna otra clase de artista. Iba vestido de marinero y tenía la cara pintada, y llevaba un fajo de papeles en la mano. Se dejó caer en una silla ante la mesa y cogió una jarra de vino que había al lado de las cajas de la recaudación. Le dio unos sorbos, se limpió la boca y eructó.

—Estarán en el Jardín del Oso —dijo al cabo. Me sorprendió su acento, era sonoro y vibrante, con un deje castizo. Imaginé que no llevaba mucho tiempo en la capital y que provenía de alguna ciudad al norte de Londres—. ¿Sois amigos de ellos?

—Me gustaría discutir un trato con ellos.

—Pues buena suerte —respondió, como un eco de su amigo.

Ambos hombres intercambiaron una sonrisa conejil.

—Decís que estarán en el Jardín del Oso. Yo no soy de aquí. ¿Dónde está eso?

—Si escupo desde el tejado le doy —respondió el joven, que indicó el escenario con un gesto—. Solo tiene que seguir la peste. Y mejor que se dé prisa —añadió—. Nuestro querido público sale corriendo hacia allí en cuanto termina la función…, y a veces incluso antes, que Dios los maldiga.

Anthony y yo llegamos a la planta baja sin encontrarnos a un alma y salimos por la puerta principal a la noche abierta. La nieve caía rauda y veloz, con copos del tamaño de la yema del dedo. Alcé la vista y dejé que me cayeran en la cara; parecían plumas diminutas que se disolviesen al contacto del calor de mi piel.

El joven actor estaba en lo cierto con lo del olor. Cuando dejamos atrás el teatro nos encontramos andando en la dirección del viento desde el Jardín del Oso y el hedor acre a animal nos embargó.

—Lo odio —dijo Anthony ralentizando la marcha—. Les hacen daño a los animales. Yo no quiero entrar.

—Anthony, tengo que encontrar a los hermanos. Además, no puedo dejarte a tu suerte. Tal vez los pursuivants sigan buscándonos.

—Pero hacen daño a los animales.

—Lo sé. Es la necesidad…

En ese momento se produjo una conmoción a nuestras espaldas. Una mujer gritó y me volví justo a tiempo para ver a dos hombres que forcejeaban con un tercero vestido con una maltrecha blusa marrón y unas calzas negras. Intentaba zafarse de sus asaltantes, pero éstos lo redujeron en el suelo y en la pugna hicieron caer en la nieve a una anciana. Reconocí al hombre de marrón de la capilla.

—¡Corre! —azucé entre dientes a Anthony, a quien aparté casi a rastras de la escena, poniendo rumbo hacia los altos muros del Jardín del Oso.

Tras echar otro par de peniques en una caja de madera en la puerta, nos mezclamos con la muchedumbre. Un largo ruedo en forma de elipse ocupaba casi todo el interior. Las precarias gradas en torno a la arena estaban abarrotadas de gente gritando y chillando; todo el público parecía petrificado ante lo que ocurría abajo. Por un segundo me quedé fascinado por la cara de un espectador en particular. Tenía los carrillos rechonchos y colorados, los ojos abiertos como platos y las pupilas dilatadas. Los labios, replegados, formaban una horrible mueca y un hilo de saliva le caía por una de las comisuras de la boca abierta y le bajaba por la barbilla; inadvertida, la baba se iba juntando y formando un largo y pálido cordel que se agitaba cuando movía la cabeza y gritaba al ruedo. Tenía los puños apretados y golpeaba el aire con envites rápidos y casi involuntarios. Dejé de mirarlo y me volví para ver qué era lo que pasaba en la arena.

Había un toro de rodillas, bramando por el dolor que le provocaba el mastín que le estaba mordiendo el cuello. Los dientes del perro, manchados de sangre, resplandecieron con un blanco crudo y una salpicadura roja le llegó a los ojos. Otros dos perros le enseñaban los dientes al toro. Uno hundió los colmillos en la grupa del animal y el otro lo atacó por el costado. Oí a Anthony chillar a mi lado y enterrar la cabeza en mi hombro. Me di media vuelta y nos alejamos de aquella visión espantosa. Nadie se fijó ni en lo más mínimo en nosotros, concentrados como estaban todos en el horripilante espectáculo.

Cuando llegábamos al perímetro de las gradas se elevó un rumor del gentío. No nos detuvimos para averiguar qué nueva obscenidad se había cometido; por el contrario, aceleramos el paso por la galería circular, rodeada por un muro y expuesta a la nieve. Al doblar la curva casi choco con un hombre enorme que había sentado en un taburete a un lado de una gran puerta. Se puso en pie con una agilidad sorprendente y nos bloqueó el paso. Su cabeza no era más pequeña que la del toro del ruedo, pero sus ojos grandes y acuosos parecían llenos de bondad. A primera vista, su cara de gigante podía resultar aniñada, pero la impresión quedaba empañada por una cicatriz de al menos quince centímetros que le atravesaba la mejilla en una irregular línea roja desde la sien izquierda hasta la boca.

Volví la vista atrás, hacia el camino por donde habíamos llegado, y me disponía ya a retirarme cuando Anthony dio un paso adelante.

—Benjamin —dijo en voz baja.

El hombre apartó la vista de mí, escrutó a Anthony y esbozó una sonrisa mellada. Acto seguido puso una mano desmesurada sobre el hombro huesudo de Anthony y produjo un sonido gorjeante. Fue entonces cuando reparé en que tenía la boca muy flácida y comprendí que el gigante tenía la lengua cortada.

—No puede hablar —se apresuró a explicarme Anthony, que miró de reojo a Benjamin y luego a mí de nuevo—. Los demonios le cortaron la lengua por criticar a la nueva Iglesia.

—¿Quién es?

—Benjamin protege a los hermanos —contestó Anthony—. Es amigo mío.

—Pero ¿cómo no los ha dicho antes? —repliqué.

El forzudo, que seguía sonriendo a Anthony, me miró de nuevo. Apartó la mano del hombro del chico y vi cómo doblaba los dedos en un puño.

—No —lo tranquilizó Anthony, que bajó la mano de Benjamin—. Amigo.

—¿Puedes llevarnos con los hermanos? —le pregunté sin perder de vista el gran puño.

Benjamin me dio un repaso con los ojos, suspicaz, y después emitió otro de sus sonidos guturales desde lo más hondo de la garganta.

—Tengo que hablar con ellos. Es un asunto de extrema urgencia.

Benjamin se me quedó mirando fijamente por unos instantes con aquellos enormes ojos suyos de niño. Después se encogió de hombros y se volvió para abrir la puerta, que daba a una habitación oscura. Me hizo señas de que pasase yo primero. Nada más entrar un brazo fuerte me agarró del cuello y sentí el acero frío en el gaznate. Intenté hablar, pero el atacante me tenía cogido como en un torno. Levanté las manos, pero apenas cedió fuerza. Me vi empujado por la habitación, casi con los pies en el aire, y lanzado al suelo. Anthony aterrizó a mi lado y se puso a lloriquear.

Me incorporé y ayudé a levantarse al muchacho, poniendo un dedo sobre sus labios para evitar que estallase en llantos. Nos encontrábamos en una habitación pequeña con las paredes tapizadas con sedas de colores vivos. Del techo colgaba un candelabro con una docena o más de velas blancas. El suelo de piedra estaba tapizado con una lujosa alfombra estampada.

A pocos pasos de nosotros, recostado en un sofá de terciopelo, había un hombre calvo enormemente gordo vestido en seda púrpura. Llevaba una gorguera violeta y maquillaje, como un actor, colorete por las mejillas y tiznajos oscuros bajo sus ojillos negros. Nos sonrió y toda la cara se le arrugó en una mueca grotesca. A cada lado tenía a un muchacho pálido y medio desnudo. Lo más extraordinario de todo, no obstante, era el artilugio que tenía en la boca, un tubo largo y delgado que iba a parar a un bulbo. Chupaba del extremo más fino y el humo que había en el recipiente bulboso se enroscaba y subía. Nunca había olido nada parecido. Me irritó la garganta y no pude evitar toser.

—Vaya, pero ¿qué tenemos aquí? —dijo el hombre quitándose el artilugio de la boca.

Tenía una voz aguda y afeminada. Miró como si fuésemos invisibles a los dos hombres que nos habían arrastrado a la habitación de forma tan indigna. Benjamin se adelantó entre ambos. Hizo un extraño sonido desde lo más profundo de su garganta y el hombre del sofá se paró a mirarnos con detenimiento por primera vez.

—¿Amigos, Benjamin? ¿De veras? Vaya, eso sí que es raro y maravilloso. —Meneaba la mano mientras hablaba, y me fijé en que llevaba gran cantidad de joyas: grandes anillos de oro en todos los dedos y un grueso brazalete con piedras preciosas—. ¿Cómo os llamáis? —me preguntó.

—Me llamo John Allen.

—¿Y en qué podría seros de utilidad, señor Allen?

Oí a uno de los hombres reírse a mis espaldas. Anthony me apretó el brazo.

—Estoy buscando a Edmund y Edward Perch. Me dijeron que los encontraría aquí esta noche.

—¿Ah, sí? ¿Y qué asunto querríais tratar con estos caballeros?

Me paré a valorar la situación un momento sin dejar de mantenerle la mirada al hombre orondo.

—¿Sois uno de los hermanos?

—No habéis respondido a mi pregunta…, amigo.

—Soy un mercader que ha venido por negocios a Londres. He llegado esta misma mañana con mi amigo, Sebastian Mountjoy. Si sois vos uno de los hermanos, ya esperabais nuestra visita.

—Puede ser —terció el hombre con una vaga sonrisa sardónica en los labios—. Y decidme, ¿en qué consiste vuestro trabajo?

—Importamos calamina.

Asintió y siguió interrogándome:

—¿Y cuál es el paradero de su socio? Nos dijeron que vendrían dos.

Exhalé un suspiro profundo y me puse derecho:

—A mi amigo lo han matado esta noche —dije en voz baja.

—Qué desgracia. ¿Y qué me decís de vuestro monillo? —preguntó lanzándole una mirada a Anthony.

Los muchachos del sofá rieron entre dientes.

—Si no podéis ayudarme, entonces preferiría irme —le contesté.

—Traédmelo para que lo vea mejor —ordenó el gordo, y vi que los guardas apartaban a Anthony de mi lado de un empujón y me arrastraban unos centímetros más cerca del hombre del sofá.

Yo no dejaba de toser. Se levantó, pegó su cara a la mía y exhaló una columna de humo azul directamente en mis narices. Los ojos empezaron a picarme y la garganta a arderme, mientras tosía para intentar sacar el aire de mis pulmones. Entre la humareda vi que uno de los chicos paliduchos se mofaba a carcajadas. El gordo se acercó aún más y empezó a olisquearme. Luego, para mi disgusto, me pasó la lengua por el cuello, se recostó en el sofá y se relamió los labios.

—Humm, me encanta cómo sabe el miedo —dijo, y chasqueó los dedos para indicarles a los guardias que me soltaran.

Retrocedí en el acto y me limpié el cuello con el dorso de la mano.

—Decidme, padre John, ¿qué queréis de nosotros?

—Me dijeron que nos ayudarían en nuestra arriesgada empresa.

—¿Y cómo sé yo que no sois un espía de la corte de la reina que viene a tendernos una trampa a mi hermano y a mí?

—¿Cómo podría saber un espía las cosas de las que os he hablado?

—No sería tan difícil. Los siervos de Walsingham son muy porfiados. Ya lo sabéis bien.

—Yo podría decir lo mismo de vos, señor —repuse con toda la convicción de la que logré hacer acopio—. ¿Cómo sé que no sois vos el espía?

El hombre me miró con cara inexpresiva, para al cabo levantarse de su asiento y volver a acercárseme. Se detuvo, miró hacia abajo, me cogió de la mano izquierda y la alzó a la luz.

—Así que éste es el anillo. Me habían dicho que era muy hermoso, pero esto… es… Quitáoslo.

Aparté de golpe la mano y uno de los guardias se adelantó. El gordo le clavó la mirada y el subalterno se hizo a un lado. Vi un fogonazo de una mano cargada de joyas y sentí el roce del metal en la nuez… y acto seguido un dolor agudo. Ahogué un grito. Al mirar hacia abajo vi una daga labrada con una hoja dentada. La punta había derramado sangre, que corría en un hilillo por la hoja.

—Edmund —dijo una voz tranquila pero más afilada que la cuchilla que tenía en el cuello.

El gordo volvió la cabeza hacia la puerta con desgana. No había movido ni un músculo, me dije.

—Aparta ese cuchillo —dijo la voz.

El arma no se movió.

—¡Apártalo!

Noté que la hoja se alejaba de mi cuello al tiempo que Edmund Perch daba un paso atrás con los ojos llenos de malicia. Me volví para ver al hombre que estaba junto a la puerta. A su lado estaba Ann Doherty.

Anthony corrió hacia ella y se lanzó a sus brazos.

—¡Mi señora! —chilló—. Mi señora. —Y le dio un beso en cada mejilla.

La chica abrazó al muchacho y me sonrió afectuosamente por encima del hombro de Anthony.

El hombre que la acompañaba avanzó hasta mí.

—Lo siento. Edmund es un tanto… teatrero. ¿No es así, querido hermano? —Edward Perch lo miró con reproche en sus ojos.

Debí de quedarme un momento conmocionado, pues no era capaz de ordenar ni mis palabras ni mis pensamientos. En lugar de eso me quedé mirando al recién llegado sin poder asimilar que él y Edmund fuesen de verdad hermanos. Edward era alto y fornido, con una buena mata de pelo en la cabeza. En otros tiempos había debido de ser apuesto, pero los años habían hecho estragos en su cara. Tenía un párpado caído que le cubría casi todo el ojo izquierdo y le habían partido la nariz al menos una vez, mientras que una fina línea de tejido cicatrizado le atravesaba el rostro desde el tabique hasta el labio superior.

—Ann me lo ha contado todo sobre vuestra misión, padre —me dijo Edward—. Si todavía queréis mi ayuda, aquí me tenéis.