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¿Cuánto tiempo viviremos?
¿Dos semanas, tres semanas o cuarenta mil mañanas?
LA POLLA RECORDS, Ellos dicen mierda
Octubre de 2008
Las botas de seguridad recorrieron con fuertes pisadas la estrecha pasarela del andamio.
Una mano delgada, enfundada en un guante roído por el uso, buscó en el cinturón de trabajo la broca de widia que necesitaba para taladrar el hormigón. Cuando la encontró, la ajustó con un movimiento rápido y fluido a la máquina de taladrar.
—Está jodido el tema —comentó una voz femenina a nadie en particular.
—Lo mismo con una escalera… —apuntó la voz con altibajos de un adolescente asustado.
—Meter aquí una escalera es más difícil que ponerle un pantalón a un pulpo —contestó ella enfurruñada.
Ariel se quitó el casco y lo dejó caer al suelo del andamio, luego se mordió las puntas de los guantes hasta sacárselos y se los guardó en el bolsillo del mono azul de trabajo. Apoyó el trasero contra la barandilla inestable del andamio, levantó la vista y gruñó para sus adentros.
Un tubo de PVC negro recorría parte del techo de la nave industrial. Al final de él asomaban tres cables de distinto color de un centímetro y medio de grosor. Su tarea era muy sencilla, embornarlos a la regleta interior del foco de mercurio de medio metro de diámetro. Lo había hecho miles de veces antes; de hecho, lo podría hacer con los ojos cerrados, siempre y cuando se dieran las condiciones adecuadas, que no eran exactamente las que se daban en ese momento.
Estaba subida en un andamio que se movía a cada paso que daba, con agujeros tan grandes en las tablas que hacían de base que le estaba entrando complejo de Indiana Jones. Por si fuera poco, el techo quedaba a poco más de un metro sobre su cabeza y, por mucho que estiraba los brazos, no llegaba hasta los cables.
Puso las manos sobre sus caderas y bufó. Se lo pensó unos segundos y acto seguido se incorporó, se deshizo del cinturón de seguridad que la sujetaría al andamio en caso de dar un traspié, recogió el casco del suelo y se lo ajustó a la cabeza. Frunció los labios, entornó los ojos, se puso los guantes, se secó el sudor de la frente con el antebrazo y respiró hondo. Agarró la barandilla abollada con una mano y tiró fuertemente de ella, esta se inclinó a un lado y a otro pero no se desplomó. Con eso sería suficiente. Apoyó un pie en el tubo de aluminio que hacía de soporte intermedio de la barandilla, y se impulsó hacia arriba.
—¡Ariel, qué haces! —exclamó su compañero de fatigas, un aterrorizado aprendiz de electricista.
—Ensayo para trabajar en un circo —contestó mientras apoyaba el otro pie en el tramo superior de la barandilla—. Niño, ven aquí y sujétame por las rodillas.
—¡Estás loca! Yo no te toco.
—A ver si es que no me he explicado bien. Que-me-su-je-tes. Capicci?
—Ariel, por favor, baja de ahí. Como se entere el Chispas nos mata a los dos —rogó el muchacho, asustado.
—Si no me sujetas ahora mismo, seré yo quien te mate —le contestó ella con suma tranquilidad mientras hacía equilibrios a seis metros sobre el suelo.
El aprendiz caviló sobre la amenaza. Si tenía que matarle alguien, prefería que fuera el jefe; sería más piadoso que Ariel, y menos sádico. Así que se acercó con cuidado, el suelo del andamio estaba realmente muy mal, y la agarró por las corvas.
—Ves como no ha sido tan difícil… —Sonrió Ariel—. Ahora pásame la Hilti[1].
—No puedo.
—¿Por qué? —preguntó ella sin perder la tranquilidad, cosa que presagiaba un estallido de genio fulminante.
—Porque está en el suelo y, si me agacho para cogerla, te suelto.
—Joder.
Ariel se giró de repente y saltó sobre el andamio, dando un susto de muerte al pobre y mal pagado aprendiz. Sin dejar de refunfuñar entre dientes, cogió la pesada Hilti, se la encajó en el cinturón, miró al muchacho con una advertencia en los ojos y volvió a subirse a la barandilla. El chaval no se lo pensó dos veces, la abrazó fuertemente de las rodillas y comenzó a rezar una y otra vez la única oración que conocía.
Tras media hora de taladrar, atornillar y embornar, Ariel se dio por satisfecha con su trabajo. El foco de mercurio estaba correctamente colocado y ni siquiera un vendaval podría moverlo de su sitio. Ordenó al jovenzuelo que la soltara y, cuando se disponía a bajar de su precario apoyo, escuchó un alarido procedente de seis metros más abajo.
—¡Ariel, por el amor de Dios! ¿Qué cojones estás haciendo ahí subida?
—Practico para ser la novia de Superman, ¿quieres ver cómo vuelo? —dijo saltando sobre la barandilla.
—Padre nuestro que estás en el cielo, venga lo que sea que venga, hágase lo que tú quieras… —oró más alto el aprendiz, arrepintiéndose de no haber prestado atención al cura de su parroquia cuando les enseñaba el padrenuestro.
—¿Y tú qué narices haces? —le preguntó intrigada al chaval—. No me vengas con que estás rezando… —El aprendiz la miró con ojos desorbitados y comenzó a farfullar «Jesusito de mi vida»—. ¡Chispas! ¡El crío está sonado! —gritó haciendo bocina con las manos—. ¡Está rezando!
—Ariel, ¡baja ya mismo de esa barandilla!, o lo que va a sonar va a ser la torta que te voy a dar —respondió el jefe, alias Chispas, con la voz ronca y las venas del cuello tan marcadas que Ariel podía verlas palpitar.
—¿Tú y cuántos más? —le preguntó con sorna la muchacha, a la vez que le mostraba el dedo corazón y se inclinaba peligrosamente hacia delante.
Justo en ese momento se oyó un terrible lamento, un crujido inesperado y un grito aterrador. El primer sonido venía de la garganta del Chispas, el segundo de la barandilla que aprovechó ese preciso instante para romperse y el tercero del aprendiz que veía cumplidos todos sus temores.
Ariel tuvo el tiempo justo de girarse en el aire y cogerse como buenamente pudo al borde del andamio. Gracias a Dios, el aprendiz había sacado fuerzas de sus «oraciones» y se había lanzado en plancha a cogerla, asiéndola de la muñeca en el último segundo.
—Vaya, al final no has sido tan cortito como yo pensaba —comentó ella a la vez que se agarraba a los hombros esqueléticos del chico y se alzaba sobre la inseguridad del andamio.
—¡Ariel, baja de ahí ahora mismo! —gritó el Chispas intentando dominarse para no asesinarla.
—Será mejor que le hagamos caso —aceptó Ariel comenzando a recoger las herramientas—. El jefe está más quemado que la pipa de un indio.
El chaval miró a su compañera, luego observó la distancia hasta el suelo y por último vomitó sonoramente… Con la mala suerte de que parte del vómito cayó sobre el casco amarillo del jefe de electricistas.
—¡Ariel, por Dios! —exclamó el Chispas un segundo antes de que la joven pisara por fin el suelo—. ¿Qué crees que diría tu padre si hubiera visto lo que ha pasado hace un momento?
—No ha pasado nada —gruñó ella ante la mención de su padre—. Tenía que poner ese foco y lo he hecho. Punto.
—¡Estás como una cabra! Eso es lo que ha pasado, solo a una trastornada se le ocurriría hacer una cosa así —continuó diciendo el hombre a la vez que movía las manos, nervioso.
—¿Cómo pretendías que pusiera el foco? Se te olvidó darme los propulsores a reacción.
—¿Los qué? —preguntó estupefacto parando el ajetreo errático de sus brazos.
—Los propulsores, ya sabes, los cohetes esos que se ponen en la espalda y cuando los enciendes sales volando —contestó Ariel con una sonrisa sesgada en los labios.
—¡¿De qué estás hablando?!
—Ah, cierto, no tenemos de eso. Entonces, la única manera de colgar el foco es como lo he hecho, ¿no?
—Joder, niña, podrías haber buscado otra manera.
—¿Hay más extensiones para el andamio? —preguntó ella.
—No.
—¿Hay cuerdas y poleas en el techo para izarme?
—No.
—Pues entonces no había otra manera.
—Lo podría haber hecho otra persona —refutó el jefe.
—Andrés tiene casi sesenta años; Pedro está medio cojo por el accidente del otro día; Iñigo tiene tanta barriga que no es capaz de verse la polla, mucho menos de guardar el equilibrio sobre la barandilla, si esta aguantase su peso, que lo dudo. ¿Quién nos queda? Ah, sí. El niño, el mismo que ha vomitado del susto, mostrando que tiene bien colocados los cojones, justo bajo su garganta. Y tú. ¿Te hubieras subido conmigo a poner el foco? ¿A tu edad? —preguntó sarcástica.
—Tú… Tú… Tú… —farfulló el Chispas sin saber muy bien qué decir. Tantos años con esa chica en su cuadrilla le habían enseñado que a veces, solo a veces, era mejor ignorarla para no acabar entre rejas por homicidio voluntario.
—Déjalo, Chispas, que me recuerdas a un teléfono comunicando.
—¡Se acabó! —explotó el jefe—. Que todo el mundo se vaya a comer. —Miró uno a uno a sus obreros y a continuación se dio media vuelta a la vez que gritaba—: Tenéis media hora, luego os quiero ver en la entrada para acabar con los cuadros de mandos de una puñetera vez.
Dos días después, habían terminado. Los cuadros estaban montados, los focos embornados y los electricistas sin trabajo a la vista.
—Aquí ya hemos acabado, pero en un par de semanas comenzaremos la obra que tenemos apalabrada —aseveró el jefe, optimista.
—Aún no está firmada —comentó Ariel mirándolo fijamente.
—No te preocupes, el pistola[2] es de confianza. Si dice que nos la da a nosotros, es que lo hace y no hay más que hablar.
—No están las cosas para andarse con amiguismos. Que te firme el presupuesto y te adelante el cuarenta por ciento. Si no, no pilles el material —exigió Ariel enseñando los dientes. Era la enésima vez que discutían por lo mismo.
—Ariel, te lo he dicho una y mil veces: tú a tus cables y yo a mis cuentas y, si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta —respondió el Chispas irritado. La chica tenía visión para los negocios, eso no podía negarlo, pero no conocía tan bien como él a los contratistas, por no mencionar que se le estaba subiendo a la chepa y eso no iba a consentirlo.
Ariel resopló, un mechón de su flequillo voló por encima de su frente. Los componentes de la cuadrilla dieron un paso atrás, a ninguno le apetecía meterse en medio de una de las apoteósicas broncas que tenían cada pocos días el jefe y ella.
—Mira, Chispas, haz lo que te salga del pepe, pero ten en cuenta que no está fino el panorama; la mitad de las empresas están paradas y la otra mitad en suspensión de pagos. Si pillas el material de tu dinero, sin un contrato firmado ni un adelanto en el banco, te vas a quedar como una puta en Cuaresma, sin un duro.
—Mira, niña, me tienes hasta las narices; he dicho que la obra está fija y la pasta asegurada, no hay más que hablar. Si no te gusta, ya sabes: aire.