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Ay ho, Ay ho, al bosque a trabajar.

Los enanitos buenos tenemos que currar.

LA POLLA RÉCORDS, Los siete enanitos

2 de enero de 2009

—Mierda. A este paso voy a trabajar menos que el Ratoncito Pérez en un asilo —masculló Ariel dándose cabezazos contra una esquina.

Era la enésima vez en esa semana que entraba en una cafetería decidida a comerse el mundo y terminaba saliendo sin haber abierto la boca. Acababa de descubrir, en el peor momento de su existencia, que sí tenía vergüenza y que, en según qué casos, sí era tímida.

Una semana de ir a la zona sur de Madrid, de gastarse tres euros diarios en el billete de tren de ida y vuelta, de vigilar ojo avizor cada parque, cafetería y colegio esperando encontrar la víctima propicia, la compradora adecuada. Y todo para que, cuando por fin daba con ella, sus piernas, sus rodillas y su mente decidieran que no era capaz de echarle valor al asunto y vender lo que tenía que vender, es decir, pollas rosas con orejas de conejo. No era justo.

Dejó de darse de cabezazos contra la pared, la gente empezaba a mirarla como si estuviera loca. Estiró la espalda y agarró con más fuerza su maletín. Sabía todo lo que tenía que saber sobre lubricantes, dildos, vibradores, bolas chinas, ropa comestible, sexo vaginal, anal y oral. Estaba convencida, más o menos, de que sus futuras compradoras disfrutarían con sus nuevos juguetes, ya que estos eran de buena calidad y tenían buen precio.

Entonces…

¿¡Por qué narices no era capaz de empezar a vender!?

Porque le daba vergüenza. Una cosa era la teoría y otra la práctica. Y no tenía ni idea de cómo entrar a matar.

Llevaba toda su vida trabajando con hombres, en empleos que, según la sociedad, eran exclusivamente masculinos. Su trato con mujeres se reducía a su madre y a las pocas niñas del colegio que no la llamaban marimacho o que habían pasado de convencionalismos sociales y se habían mezclado con la hija del chatarrero. En definitiva, no sabía tratar con el género femenino. Y eso, en ese momento, era una faena como la copa de un pino.

—¡A la mierda! —exclamó agobiada—. Llamaré a Venus, le diré que no soy capaz, le devolveré los chismes y listo. Como dice papá, más se perdió en Cuba.

Se dio la vuelta irritada, volvería a Madrid, al vestíbulo de su estación de metro favorita, a buscar periódicos olvidados en las papeleras. Ya había perdido tiempo y dinero suficiente, tenía que reconocer que no valía para ese trabajo. Y punto.

Atravesó la calle a paso rápido, eran casi las nueve de la noche y unas nubes oscuras amenazaban con descargar lluvia. ¿Qué más daba? Total, el día estaba arruinado.

Estaba a escasos quince minutos de la Renfe, cuando la tarde decidió fastidiarse del todo. Un solo trueno y el mundo cayó sobre su cabeza en forma de diluvio universal.

—¿Qué más puede ir mal? —se preguntó a sí misma—. Todo —se respondió tras pensarlo un segundo—. Puede nevar en vez de llover, puede incluso granizar, que fastidia más, o mejor todavía, puede caerme un rayo encima.

Colocó como pudo el maletín para que quedara resguardado bajo su enorme chubasquero y apretó el paso mientras miraba de soslayo el cielo. No descartaba lo del rayo. En absoluto.

Estaba doblando la esquina de la calle cuando el diluvio se convirtió en tempestad. Si no se ponía a cubierto, acabaría empapada, y si acababa empapada probablemente se constiparía, y si se constipaba… No quería ni pensarlo.

Miró a su alrededor; los edificios que la rodeaban no tenían terrazas bajo las cuales refugiarse, excepto… Se dio la vuelta, Justo a su espalda había una pequeña construcción de dos plantas, un supermercado a pie de calle y, en un lateral, unas escaleras junto a un ascensor que llevaban arriba. Decidió subir por si había suerte y encontraba algún techado bajo el que refugiarse. Si no era así, se quedaría quietecita en el ascensor. A falta de pan, buenas son tortas.

Resultó que la suerte no la había abandonado. Al salir del ascensor en el piso superior se encontró con una estrecha galería al aire libre que servía de mirador para la pared de cristal que daba al interior, y que, ¡milagro, milagroso, milagrero!, estaba cubierta por un tejadito diminuto bajo el que guarecerse. Ni corta ni perezosa se plantó allí a la espera de que amainara y, como no tenía nada mejor que hacer, observó a través de los cristales.

El interior era un gimnasio, pero no uno de esos imponentes que salen en las películas, sino más bien el típico de barrio, pequeño pero coqueto, con gente de lo más normalita, no imponentes especímenes de la humanidad hipervitaminados e hipermusculados.

Justo frente a las escaleras y el ascensor, estaba ubicada la entrada, con unas puertas de cristal automáticas de las que se abrían con sensores y eran la delicia de los niños. O al menos lo eran de ella, recordó sonriendo.

La primera vez que había visto unas fue junto a sus padres en un centro comercial. Papá le hizo detenerse ante ellas y le dijo al oído que eran unas puertas especiales, y que solo se abrían con las palabras mágicas. «¿Sabes cuáles son?», le preguntó. Ella contestó muy bajito: «Ábrete, sésamo». «Más alto», dijo papá, y ella gritó con su vocecita de tres años. En ese momento su padre dio un paso adelante y las puertas se abrieron… Para Ariel fue algo así como un milagro.

Una estúpida y salada gota de lluvia que cayó sobre sus mejillas la hizo volver al presente. Se secó la cara con el dorso de la mano y siguió observando el gimnasio. Tras las puertas estaba ubicado el mostrador de recepción, con portero incluido, por supuesto. Frente a este, y a lo largo de toda la pared de cristal, estaban las bicicletas, los aparatos de steps y un par de cintas de correr. También podía ver aparatos de musculación, poleas y mancuernas, y al fondo una pared con tres puertas. Los vestuarios y alguna sala, imaginó Ariel. Y justo en el extremo derecho, alejado de los ventanales y ocupando una parte importante del gimnasio, un enorme, cómodo y hermoso tatami verde. Estuvo tentada de entrar solo para recordar qué se sentía al pisar uno de nuevo. Pero dudaba de que el portero le permitiera el paso sin carné de socio.

Siguió observando anhelante. El gimnasio era un espacio diáfano, sin columnas que pudieran estorbar la libre circulación de las escasas personas allí reunidas. Quizá por eso le llamó la atención un grupo de mujeres que, en vez de pedalear sobre la bicicleta, parecía que estaban de picnic. Hablaban entre sí, gesticulando y riendo, hasta que de repente una se bajó de la bici y se dirigió a una puerta de la pared del fondo. Todas las demás la siguieron, y justo en ese momento el portero desapareció del mapa.

Puede que el destino decidiera ayudar a Ariel, o tal vez que fuera su minuto de la suerte. Puede que simplemente el pobre hombre sufriera un apretón mortal de necesidad y no le diera tiempo a dejar a nadie en su puesto antes de salir corriendo a echar las tripas al servicio. Lo único importante fue que todo se confabuló para que ella decidiera probar suerte por última vez. Y esta vez no pensaba desaprovechar la oportunidad.

Entró subrepticiamente, si es que alguien empapado hasta los huesos podía hacer eso, y se dirigió con seguridad a la puerta por la que habían desaparecido las mujeres. La abrió de golpe irrumpiendo en una sala de paredes de espejo y suelos de madera. Sus presas, es decir, futuras clientas, se giraron y la miraron estupefactas.

Ariel se quedó en blanco… o casi. Aún recordaba la fórmula de presentación de Venus.

—Hola, soy Ariel. Perdonad si os interrumpo; pertenezco a Sexy y Juguetona, empresa líder de venta a domicilio de juguetes para adultos. —Soltó la parrafada de su jefa sin pararse a respirar, pero esta no le había dicho cómo continuar. Bueno, sí, le dijo que continuara como se le ocurriera… ¡Pero no se le ocurría nada!

Las mujeres la miraron desconcertadas, casi alucinadas. A una incluso se le abrió la boca de par en par mostrando la sorpresa que sentía. Ariel sintió que estaba fallando estrepitosamente a Venus, que había confiado en ella; a Lulú, que contra todo pronóstico le había enseñado todo lo que sabía sobre sexo, y a sus padres por no ser capaz de conseguir mantener el único trabajo que había encontrado desde hacia varios meses.

—¡Vaya cagada de presentación! —exclamó exasperada—. Vale, el tema es este: afuera está diluviando, tengo frío, estoy hasta las narices de andar y aquí se está muy calentito. Tengo un maletín lleno de catálogos sobre cosas que ni siquiera imagináis que existen, y que sirven para pasárselo de fábula. Por tanto, tenemos tres opciones: uno, hacéis vuestra buena acción del día dejándome estar aquí calladita y calentita en un rinconcito, como si fuera un mueble, hasta que deje de llover. Dos, llamáis al portero y que me eche a la calle sin perder un segundo. O, tres, abro el maletín, os enseño lo que tengo y nos echamos unas risas mirando vibradores con orejas de conejo, bolas chinas multicolores y tangas para hombre con sabor a chocolate.

Las mujeres la miraron como si estuviera loca.

—De estos últimos tengo una muestra, y no sé si darán morbo o no, pero es la hora de merendar y os aseguro que están de vicio. ¿A alguna le apetece merendar «tanga de chocolate»? ¿Qué me decís? —dijo arqueando las cejas y abriendo el «cofre del tesoro».