35
¿Cuántas lágrimas vas a guardar en tu vaso de cristal?
AMARAL, Salir corriendo
Yo secaré tus lágrimas.
U2, Sunday, Bloody Sunday
19 de mayo de 2009
Cuando Ariel despertó, el sol brillaba con intensidad tras las persianas a medio levantar, y Darío estaba a su lado. Mirándola.
—Por fin amaneces. Ya estaba pensando en ir a por un cubo de agua y tirártelo encima para despertarte.
Ariel escuchó su broma, anonadada. Había esperado que la mirara con lástima. Que estuviera enfadado con ella, por ser tan mala hija. Pero en lugar de eso continuaba a su lado… Y le gastaba bromas.
—¿Te apetece una ducha? —le preguntó Darío sin dejar de sonreír. Le estaba costando la vida misma fingir esa alegría. Aún tenía muy presente en su mente el sufrimiento que Ariel había sentido esa noche—. No es que quiera insinuar nada, pero… —Arrugó la nariz y olfateó sobre Ariel. Esta se levantó de la cama de un salto. Indignada.
—¡Serás capullo! ¿Me estás diciendo que huelo mal?
—¿Yo? No se me hubiera ocurrido, aprecio demasiado mi nariz como para exponerla a un puñetazo —respondió Darío, repitiendo una de las frases favoritas de Héctor.
—¡No huelo mal! —protestó Ariel enfurruñada.
—Claro que no. —Darío abandonó la cama, se acercó a su sirenita y le dio un breve beso en los labios—. Pero me gustas más cuando hueles a miel, canela y almendras —dijo asiéndola por la cintura y besándola de nuevo, esta vez durante más tiempo, con más pasión.
—Darío —le apartó ella—. Lo que dije en el garaje iba en serio. —Durante la noche le había contado el momento más doloroso de su vida y él había escuchado en silencio, arropándola, y mimándola, como un verdadero amigo. Lo mínimo que podía hacer para agradecérselo era ser completamente sincera con él—. No me gusta que me toquen.
—Ya lo sé —confirmó él posando sus manos en la espalda femenina a la vez que deslizaba los labios por el sedoso cuello.
—Ni que me acaricien.
—Lo sé —repitió él, besándole el lóbulo de la oreja mientras sus manos caían mimosas hasta el final de la espalda, justo sobre el trasero en forma de corazón de Ariel.
—Ni tampoco que me besen —susurró ella. Comenzaba a hacer calor en la habitación.
—Por supuesto —dijo Darío un segundo antes de devorar su boca.
La besó lentamente, hasta que se abrió a sus caricias y le permitió entrar. Succionó sus labios, saboreó el interior de sus mejillas y enredó su lengua con la de ella hasta hacerla jadear. Apretó con las manos las nalgas de su sirenita, hasta que su pene erecto presionó contra la concavidad del vientre femenino.
—¡No! —exclamó Ariel apartándose de él con la respiración acelerada—. No has entendido nada.
—Claro que sí. No te gusta que te toquen, te acaricien o te besen —replicó atrayéndola de nuevo hacia él—. Estoy totalmente de acuerdo contigo. A mí tampoco me gusta que lo hagan. Y mataré a cualquier hombre al que se le ocurra intentarlo.
—¡No te hagas el tonto! Hablo en serio.
—Yo también. —Bajó la cabeza y la besó de nuevo.
—Darío. No puedo… sentir. Es imposible. No soy como las demás mujeres —intentó explicarle.
—Por supuesto que no eres como las demás. Eres única. Especial. Solo hay una como tú —afirmó él observándola con una sonrisa en los labios.
—¡Eres imbécil! ¡No puedo correrme! —gritó exasperada porque él no la entendía.
—Eso habrá que verlo —respondió Darío sonriendo—. Anda, vete a la ducha y frótate con ese jabón que huele a hada. Te estaré esperando cuando salgas —dijo dándole una cariñosa palmada en el culo y saliendo de la habitación.
Ariel abrió la boca para responder, pero la cerró al darse cuenta de que por primera vez en su vida no tenía ni idea de qué decir. La había dejado perpleja. Carraspeó; buscó a Chocolate, lo colocó sobre la mesilla y, tras hacer la cama, puso al querido osito de peluche en el lugar de honor. Justo sobre la almohada, para que estuviera cómodo.
Ariel disfrutó del agua caliente cayendo sobre su rostro, se frotó con su jabón especial hasta que su piel casi resplandeció, y cuando salió de la ducha se entretuvo dando forma de tirabuzón a su largo flequillo con sus finos dedos. Se miró una y otra vez en el espejo, sorprendida al ver que sus ojeras eran más pronunciadas y sus pómulos estaban más afilados que hacía un par de semanas. «¿Cuánto tiempo hace que no me miro al espejo?», pensó sorprendida. Se los pellizcó un poco hasta dejarlos sonrosados y abandonó el cuarto de baño. Al pasar frente a la cocina, le llegó el olor a comida. Se detuvo para curiosear, y se encontró con Darío. Le observó sorprendida, estaba guapísimo.
Su amigo se había cambiado de ropa y, en vez de llevar los pantalones deportivos que siempre usaba, o el pijama de algodón con el que le había visto hacía unos instantes, llevaba unos vaqueros bajos y una camiseta azul con las mangas cortadas. Estaba descalzo y removía, concentrado, el contenido de una enorme olla que olía a puro cielo.
Darío alzó la cabeza, inhaló profundamente y se giró.
—¿Te he dicho alguna vez que tu aroma me vuelve loco? —preguntó soltando la cuchara de madera y dirigiéndose a Ariel. La envolvió entre sus brazos y la besó en la nariz—. ¿Tienes hambre? —El estómago de la sirenita gruñó en respuesta—. ¡Estupendo! Ve poniendo los manteles individuales en la mesa del comedor, ya sabes dónde encontrarlos. Los platos y los vasos están en ese armario, y los cubiertos en ese cajón. En cuanto llegue Héctor, sirvo la comida. —Ariel le miró petrificada por la familiaridad de la escena—. ¡Vamos, perezosa! Son casi las dos de la tarde, y mi hermano entrará dentro de dos minutos por la puerta, muerto de hambre —la instó Darío dándole un cachete en el trasero, luego volvió su atención al guiso.
Ariel parpadeó un par de veces y se puso manos a la obra.
Exactamente cinco minutos después, Héctor entró en el piso, y se dirigió como una exhalación a la cocina, para intentar robar una patata frita de la fuente.
—No se toca —le advirtió Darío atizándole con la cuchara.
—¡Ay!
—Vete a lavar las manos y luego ayuda a Ariel a poner la mesa —le ordenó Darío.
—Sí, bwana. Eh, hola, Ariel. No te había visto —saludó Héctor a la muchacha, que los miraba estupefacta desde el umbral de la cocina—. ¿Estás segura de que quieres ser la novia de este negrero? Te matará de hambre —afirmó dándole un beso en la mejilla.
—No soy la novia de nadie —musitó Ariel tocándose el lugar en que la había besado.
—Haces bien. Es un capullo que no hace más que dar órdenes.
—Héctor, le pienso decir a Ruth que estás diciendo tacos —le amenazó Darío.
—Y además es un chivato —susurró el joven al oído de Ariel al pasar a su lado en dirección al cuarto de baño.
Ariel sonrió divertida y luego buscó con la mirada a alguien…
—¿Y Ricardo? ¿No viene a comer?
—No. Papá come en la residencia. Luego iremos a buscarle a las seis, cuando salga. ¿Te apetece?
—¿Quién va a atender la zapatería?
—Héctor se va a ocupar del negocio durante un par de días. No te preocupes.
—¿Por qué va a hacer eso? —inquirió Ariel observando a su amigo con los ojos entornados. Ahí había gato encerrado.
—Para que yo pueda estar contigo los dos días que has prometido quedarte.
—Yo no he prometido nada…
—Ten en cuenta que tengo cuarenta y ocho horas para conquistarte, seducirte y convencerte de que debes pasar el resto de tu vida conmigo —explicó Darío abrazándola y besándola en la frente—. Y con lo cabezota que eres, voy a necesitar cada uno de los minutos de esas cuarenta y ocho horas para conseguirlo. ¡No puedo perder el tiempo arreglando zapatos! ¿Te gusta la carne en salsa? —preguntó cambiando de tema.
—Eh… Sí.
—Estupendo, lleva la tabla de madera a la mesa, para que pueda poner la olla encima. ¡Héctor, espabila, que ya está la comida!
Comieron entre risas y bromas, la mayoría de ellas a costa de Darío. Héctor disfrutaba atacando a su hermano, hasta que este perdía la paciencia y le increpaba que se callara, y, mientras tanto, Ariel no podía más que reír y reír, ante las ocurrencias del pequeño de la familia. ¡Era un meticón impresionante!
A las cinco y media partieron hacia la residencia a buscar a Ricardo. Ruth estaba de luna de miel con su hija, su marido y su suegra y, por tanto, eran Darío o Héctor los encargados de recoger a su padre. Ariel se enteró del trato al que había llegado Darío con su hermana. Él cuidaría de su padre, en su casa, cada día entre semana, y Ruth se ocuparía de llevarlo y traerlo de la residencia y pasar en la casa familiar las tardes que los deberes de Iris y los compromisos de Marcos se lo permitieran. Los fines de semana se turnarían y, una de dos, o Ricardo pasaría el día con Ruth y su familia en casa de Marcos o Ruth y su familia pasarían el día con Ricardo en la casa familiar. Fuera como fuera, ninguno de los dos hermanos estaba dispuesto a estar un solo día alejados del padre. Había sido casi un milagro convencer a Ruth de que se fuera de luna de miel una semana, ¡sin su padre!
Pasó la tarde hablando con Ricardo y haciendo crucigramas con él. Al anciano le encantaban y ella estaba encantada de estar con él. Cuando Héctor cerró la zapatería, les acompañó, aunque se dio por vencido a los pocos minutos y se dedicó a su deporte favorito, molestar a su hermano, hasta que este se cansó y le mandó a jugar a la Play. Al final, Ariel acabó sentada, casi contra su voluntad, en el regazo de Darío, regañándole por ser tan manta con los mandos, mientras él intentaba por todos los medios que su coche no acabara en la cuneta por los empujones, virtuales, de su hermano.
—¡No es tan fácil! —Gruñó Darío ante la regañina de su novia.
—Claro que sí, solo tienes que acelerar en las rectas y frenar un poco en las curvas.
—¿Ah, sí? Pues toma, a ver qué tal lo haces tú —dijo pasándole el mando.
Y para sorpresa de todos, lo hizo genial. Desbancó en el ranking a Héctor y, por supuesto, le sacó la lengua con saña. Abrazó a un divertido Ricardo, que no sabía qué estaba pasando exactamente, pero que estaba encantado con las risas de la muchacha y, después, sin ser consciente de ello, besó en los labios a Darío. ¡Era la mejor conductora del mundo mundial!
Héctor, enfurruñado por la derrota, decidió en ese momento que ya era hora de ir haciendo la cena. Durante la velada, Ariel se enteró de que el joven, a pesar de irse a vivir a más de cuatrocientos kilómetros de distancia, intentaría regresar todos los fines de semana a casa, según sus propias palabras, «para que el blandengue de su hermano mayor no llorara demasiado su ausencia», a lo que Darío contestó que «habría que ver quién lloraba a quién, porque él iba a estar muy tranquilo sin tener que soportar a cierto moscón irrespetuoso».
Cuando se fueron a acostar, Héctor ocupó presuroso la habitación de Ruth, dejando a Ariel una única opción: dormir de nuevo con Darío.
Ariel se metió en el cuarto de baño, se lo pensó durante media hora y, cuando salió de allí, lo hizo resuelta a dejarle las cosas claras a Darío. No era su novia, no iba a dormir con él en la misma cama, y no pensaba, de ninguna de las maneras, permitirle ni un solo roce. Entró decidida en la habitación. Estaba vacía. Se tumbó en la cama en la que había dormido la noche anterior, abrazó a Chocolate y esperó. Minutos después apareció Darío y, ante los ojos asombrados de la muchacha, comenzó a desvestirse hasta quedarse solo con los bóxers, que, por cierto, marcaban sin lugar a dudas su tremenda erección. Luego colocó con parsimoniosa lentitud las prendas en el armario, se giró, fue hasta Ariel, le dio las buenas noches y un ligero beso en la comisura de los labios y se tumbó bocarriba sobre las sábanas de la cama desocupada. Un minuto después estaba dormido. Supuestamente.
Una hora después, Ariel seguía con los ojos abiertos como platos. Incapaz de dormir ante la silueta apenas dibujada del cuerpo de Darío. Casi desnudo. Sobre las sábanas. Frente a ella. Con su tremenda erección despuntando en los bóxers.
Había sido un día muy movido, tras un fin de semana todavía más movido. Por eso no podía dormirse, estaba segura. Tras una de las peores noches de su vida, había pasado un día mágico con Darío y su familia. Se había sentido una más del encantador grupo familiar. Héctor la había tratado como a una hermana, Ricardo como a una hija. Y Darío… Darío había sido el príncipe azul, caballeroso y atento con el que toda princesita soñaba. Lástima que ella no fuera una princesita.
«Mañana recogeré mis cosas y me iré, aquí no pinto nada», pensó un segundo antes de quedarse dormida.
Al día siguiente Darío organizó un zafarrancho de limpieza, así que Ariel pasó la mañana entre cubos de agua y salpicones orquestados por Darío, que la obligaron a cambiarse de ropa un par de veces, y que también dejaron a Chocolate más limpio que los chorros del oro; incluso su único ojo relucía. La tarde transcurrió entre fotos, recuerdos y adornos a los que había que limpiar el polvo, eso sí, sentada sobre el regazo de Darío para evitar que él se escapara y la dejara con el marrón. En definitiva, pasaron el día entre risas, abrazos y bromas, que provocaron que la casa quedara aún más desordenada que antes, lo que consiguió que no le diera tiempo a preparar su mochila.
Se acostó poco antes de la medianoche en su cama, y colocó a Chocolate sobre la mesilla, excusándose ante el osito, diciéndole que no quería abrazarlo para no aplastarlo ahora que estaba tan mullidito. Minutos más tarde Darío ocupó la cama contigua tras darle el beso de buenas noches. De nuevo semidesnudo. De nuevo erecto.
Al día siguiente sin falta haría su mochila. Seguía sin pintar nada en esa casa.
Pero al día siguiente, Darío tuvo que ocuparse de su zapatería. Héctor tenía cosas que preparar ante su inminente partida. Por tanto Ariel se vio obligada a pasar gran parte del día en el negocio de su amigo. Darío había argumentado que su hermano era un desastre arreglando zapatos y que necesitaba que ella atendiera a los clientes mientras él ponía orden en los encargos.
—¿No me irás a dejar tirado, verdad? —le preguntó muy serio.
Y ante eso, Ariel solo pudo responder que no, no le dejaría tirado.
La estrategia de Darío cambió ese día. Dejó de comportarse como un hermano. Cesó de abrazarla tiernamente y darle besos en la frente, las mejillas o la comisura de los labios, tal y como había hecho los dos días anteriores. En vez de eso, aprovechó para rozarse contra ella cada vez que cogía algo de los cajones del mostrador, y eso sucedía muy a menudo. La abrazaba en los momentos más insospechados, y no lo hacía como un hermano, para nada. Sus manos se paraban demasiado cerca de las nalgas de su sirenita y su torso se pegaba indecoroso contra los pequeños pechos de Ariel. Lo único que no varió fueron los besos. Seguían siendo inocentes y demasiado breves, aunque, eso sí, aumentaron de cantidad. Apenas pasaba media hora entre uno y otro, pero tan ligeros que la dejaban con ganas de más.
Esa noche, cuando salió del cuarto de baño y se dirigió al dormitorio, Ariel se percató de que se le había olvidado por completo hacer la mochila. «Bueno —pensó—, no pasa nada, la haré pasado mañana, que es sábado y tendré el día más tranquilo».
Ya no le corría tanta prisa irse de la casa de Ricardo y, además, tenía que ayudar a Darío con la zapatería, la casa y su padre. Él no podía hacerlo todo solo.
Al entrar en la habitación que compartía con su amigo, observó sorprendida que este había aprovechado su estancia en el baño para cambiar los muebles de sitio. La mesilla que separaba los lechos estaba en ese momento pegada a la cómoda, y las camas estaban juntas. Darío dormía semidesnudo, como siempre, sobre una de ellas.
Ariel se cruzó de brazos, indignada por la trampa. Un segundo después intentó separar su cama de la que ocupaba su dormido amigo, pero no hubo manera, era como si las patas de los somieres estuvieran pegadas. Se agachó para ver qué pasaba y comprobó alucinada que Darío las había atado con cuerdas y, con la poca luz que entraba por las persianas entreabiertas, no podía deshacer los nudos. Cogió a Chocolate de su lugar sobre la almohada, lo llevó a la mesilla y lo colocó mirando hacia la pared, no fuera a ser que Darío intentara algo que no debiera ver el osito. Luego se tumbó enfurruñada, resuelta a montarle la marimorena al grandullón si osaba acercarse a ella. Y con ese pensamiento se quedó dormida.
Cuando sonó el despertador a las siete de la mañana del día siguiente, Ariel amaneció abrazada a Darío, casi tumbada sobre él, mientras que él permanecía en la misma postura en la que se había acostado. Dio un salto alucinada, apartándose del hombre.
—Buenos días, preciosa. ¿Qué tal has dormido? —le preguntó él, girando hasta quedar de lado, y la besó en la naricilla. Ariel parpadeó en respuesta—. Voy a despertar a papá para que se vaya vistiendo y Héctor pueda llevarle a la residencia. ¿Vas haciendo el desayuno, cariño? —le pidió saltando sobre ella y saliendo del cuarto.
Ese día, en la zapatería, Darío comenzó a enseñarle los secretos de su profesión. Comenzó por cuáles eran las mejores tapas, y terminó por cómo se utilizaban cada una de las herramientas. Ariel prestó atención a cada una de sus enseñanzas, le apasionaba aprender. Y si en alguna ocasión él la besó en la nuca, o se pegó demasiado a ella dejándole sentir el bulto que se marcaba bajo sus pantalones, bueno, seguro que no lo hizo a propósito. Si se colocó tras ella durante toda la tarde, abrazándola y acariciándola, seguro que fue porque era la mejor postura para enseñarle a utilizar las limas, leznas y demás herramientas.
Al dar las ocho de la tarde, Darío cerró la zapatería y le propuso a su sirenita pasar el resto del día en el gimnasio. A Ariel no le hizo mucha gracia, prefería estar con Ricardo, pero, como bien dijo Darío, había tiempo para hacer todo lo que ella quisiera, y más. Por tanto, subieron a casa, se cambiaron de ropa y fueron al gimnasio. Allí Elías y Sandra les recibieron con los brazos abiertos. Habían llamado por teléfono cada noche para hablar con Ariel y Darío, y poder verlos otra vez, cara a cara, llenó de alegría a la sirenita.
Pasó un buen rato hablando con Sofía, Nines, Bri y sus otras amigas, y fue como si el tiempo no hubiera pasado, como si aquellas horribles semanas que pasó alejada de Darío y su mundo no hubieran existido. Todo seguía igual. Solo que ahora, Darío se acercaba a la sala de baile cuando le venía en gana y la abrazaba y besaba ante la mirada divertida de las chicas… y la enfadada de Bri.
—Desde luego, estás de un pesadito —susurró Bri cuando el joven entró por quinta vez en la sala.
—Qué va, es un cielo de hombre —replicó Sofía entusiasmada por como el grandullón trataba a su amiga—. Yo quiero uno así para mí.
—Todo tuyo —comentó Ariel en broma.
—Hola, chicas —saludó Darío por enésima vez esa tarde—. Voy a pegar unos golpes a Elías en el tatami, seguro que le tiro al suelo un par de veces. ¿Te apetece verme? —le preguntó a Ariel acuclillándose tras ella para abrazarla y besarla en la nuca.
—¡Serás fardón! —exclamó Sandra divertida—. Ni en sueños eres capaz de tirar a Elías. —Las chicas se rieron ante las palabras de Sandra.
—¿Qué te apuestas? —la desafió Darío haciéndole cosquillas disimuladamente a Ariel. Esta comenzó a contorsionarse para liberarse de él, y Darío aprovechó para tumbarla en el suelo y besarla apasionadamente ante todo el mundo—. Te espero en el tatami —dijo a la vez que le guiñaba un ojo y la ayudaba a incorporarse.
—¡Dios mío, Ariel! Si no te lo quedas como novio, me lo pido para mí —afirmó Nines en voz alta.
—¡Quieta, loba! —exclamó otra de las chicas—. Yo me lo he pedido antes. Guarda tu turno. ¿Verdad que sí, cariño? —preguntó lanzándole un beso a Darío. Este rio divertido y lanzó uno a su vez.
—¿Quieres dejar de hacer el tonto y largarte al tatami de una puñetera vez? —increpó de repente Ariel a Darío, dejando alucinadas a sus amigas y alegrando la tarde al hombre que estaba perdidamente enamorado de ella.
—Desde luego, Ariel, te estás comportando como una perra en celo —comentó Bri cuando Darío abandonó la sala—. Nunca lo hubiera imaginado de ti.
—¿Perdona? —inquirió Ariel a la vez que Sandra abría la boca para regañar a la rubia.
—No te enfades conmigo, querida. Ya sabes que todo te lo digo por tu bien. No puedes comportarte así sin que él piense que eres poco menos que… una prostituta.
—¿Comportarme cómo?
—¿De verdad te parece normal dejarte sobetear delante de todo el mundo? Todo aquel que te vea se va a pensar que eres una chica fácil, y si a eso le unimos cómo vas vestida y peinada… Pues solo hay que sumar dos y dos —explicó Bri segura de sí misma—. Te lo digo porque te quiero, Ariel, porque ambiciono lo mejor para ti. No te enfades y escúchame —se apresuró a decir cuando vio que Ariel abría la boca para replicar—. Te dije que la ropa que llevabas te sentaba fatal, y que tenías que cambiar de peinado; no me has hecho caso y, fíjate, pareces un mono.
—¿Un mono? Bri, ¿eres tonta o te lo haces? —estalló Sofía indignada. Si su amiga hubiera seguido los consejos de moda de Bri, vestiría como un payaso—. Ariel es guapísima, siempre lo ha sido, lleve la ropa que lleve y se peine de la manera que se peine.
—Cuestión de gustos —desestimó Bri, furiosa porque la mosquita muerta de Sofía se hubiera atrevido a contestarle—. De todas maneras, ese no es el caso que nos ocupa. Escúchame atentamente, Ariel. Darío solo va a lo que va, como todos los hombres. Son todos unos cabrones que solo piensan en follar, nada más. ¿Crees de verdad que un tipo como él se va a fijar en alguien como tú para algo más serio? —dijo posando una de sus manos de perfectas uñas sobre la de Ariel.
—Creo que te estás equivocando, Bri —contestó Ariel enfadada, aunque intentando contenerse para no decir a su amiga exactamente lo que pensaba.
Darío era un hombre encantador, que la respetaba en cada momento del día. Un amigo en el que confiaba por encima de todas las cosas. Una persona única y especial que la hacía sentir como una princesa, y la adoraba como a nada en el mundo, a pesar de su personalidad arisca, sus ropas desbaratadas, y su cabello mal cortado.
—Como tú digas, Ariel, pero… permíteme un último consejo: cómprate el lubricante con anestesia de tu catálogo, porque Darío va a tardar menos de un mes en meterse en tus bragas, y no va a ser nada cuidadoso; al contrario, te hará daño porque solo pensará en él mismo…
—¿Sabes lo que te digo, Bri? Si vuelves a hablar así de Da, te voy a pegar tal hostia que te voy a empotrar de cuadro en la pared, ¿vale? —exclamó Ariel muy enfadada. No le consentía a nadie hablar así de Darío, y menos a Bri—. Voy a ver cómo mi chico tira a tu marido en el tatami, Sandra.
Y sin más palabras se levantó del suelo y salió de allí para ver a su novio darse de golpes con su profesor.
Sandra miró a Bri y arqueó una ceja.
—¿Algo más que decir, Bri?
—Ella sabrá…
—Se te ha visto el plumero —afirmó Sofía poniéndose en pie y saliendo tras Ariel. Unos segundos después el resto de las amigas la acompañaron. En la sala solo quedaron Bri y Sandra.
—Si la envidia fuera tiña… —comentó Sandra abandonando ella también la sala.
Una vez en el tatami Ariel comprobó que la predicción de Sandra se cumplía sin lugar a dudas. Darío no era capaz de tumbar a Elías. Ni de coña.
Cuando Elías salió del tatami, lanzándole pullas a Darío, le llegó el turno a Ariel. Se descalzó, se plantó frente a Darío y comenzaron a girar uno alrededor del otro sin dejar de mirarse. En un momento dado él atacó, Ariel le paró, pero no consiguió desequilibrarle y hacerle caer. Un segundo después fue ella quien atacó, lanzando una patada a las costillas del hombre. Darío la esquivó, le sujetó la pantorrilla entre sus dedos y la atrajo hacia sí, pegándola a él. Le devoró la boca a la vez que presionaba su entrepierna contra la de Ariel. Cuando la soltó, la sirenita respiraba agitadamente. Darío sonrió y se dio media vuelta para bajar del tatami, seguro de su victoria. Ariel no se lo permitió, se agachó rápidamente y le barrió los pies con su pierna, tirándole. Se montó sobre él a horcajadas y coló los dedos por debajo de la cinturilla elástica del pantalón, estiró… y soltó.
—¡Ay! ¡Bruja!
Ariel no lo pudo evitar. Al oírle comenzó a reírse hasta quedar sin fuerzas, momento que el hombre aprovechó para colocarse sobre ella y… hacerle cosquillas. Un minuto después ambos rodaban por el suelo del tatami entre cosquillas, pellizcos y algún que otro mordisco, ligero y, supuestamente, involuntario propinado por Ariel.
Cuando regresaron a casa, Héctor les estaba esperando, vestido para salir de «caza»; tenía que aprovechar una de sus últimas noches libres en Madrid. La pareja cenó con Ricardo y, mientras Darío se duchaba, Ariel aprovechó para hablar con el anciano. La conversación no fue trascendental ni importante, pero sí perfecta. El subconsciente de Ricardo había aceptado plenamente a Ariel, y el abuelo trataba a la muchacha como si fuera su propia hija: dándole consejos, regañándole cuando hacía algo que no le gustaba y jugando con ella a cualquier cosa que se les ocurriera a ambos. Y mientras tanto, Darío, con el pelo todavía mojado, y una toalla envuelta en la cintura, les observaba desde el umbral del comedor reír y hablar, con el corazón rebosante de felicidad.
—¡Darío! ¿Cómo se te ocurre andar en cueros por la casa, delante de nuestra invitada? Ve ahora mismo a vestirte —ordenó Ricardo a su hijo cuando le vio—. Desde luego, cría cuervos…
—Y te sacarán los ojos —finalizó la frase Ariel, sin dejar de observar a Darío. ¿Cómo podía ese hombre tan guapo quererla a ella, tan feúcha?
Darío puso los ojos en blanco y se dirigió a su cuarto. Pocos minutos después regresó al comedor, vestido con unos pantalones de pijama.
—¿No tienes sueño, papá? Ya es tarde.
—Pues, ahora que lo dices, la verdad es que sí. ¿Me llevarías un vasito de leche a la cama, hijo?
—Claro que sí, papá.
—Yo voy a ducharme —se despidió Ariel, enternecida como siempre que veía al padre y al hijo juntos.
Cuando salió de la ducha, en lugar de vestirse con una de las enormes camisetas que Darío le había dejado para dormir, lo hizo con una de las suyas, más pequeñas y ajustadas. Se miró una y otra vez en el espejo, y se mordió los labios. La camiseta de tirantes era demasiado corta, se le veían las bragas… Pero ya no podía hacer nada. En un estúpido arranque de vanidad, había cogido esa prenda del armario, y no tenía otra opción que ponérsela. Además, si Darío dormía casi desnudo todas las noches, ella podía hacer lo mismo. Volvió a mirarse al espejo; lo cierto era que esa camiseta le sentaba muy bien, se ajustaba a sus pechos haciéndolos un poco más… notorios. Y le llegaba justo hasta el final de la espalda, logrando que su culo pareciera un poco más… respingón, aunque no mucho. Como siempre decía su padre, de donde no hay, no se puede sacar.
Cuando entró en el dormitorio, Darío había colocado a Chocolate en la mesilla, de cara a la pared, y él estaba tumbado en la cama, todavía despierto. La observó detenidamente de arriba abajo, logrando que se encogiera de hombros, avergonzada. Entonces él sonrió, le deseó dulces sueños, cerró los ojos y se dio la vuelta hasta quedar de lado sobre el colchón, dándole la espalda. Nada más. Esa noche no habría beso de buenas noches.
Ariel suspiró, decepcionada. Pero al fin y al cabo, ¿qué había esperado? Nada, por supuesto. Se tumbó sobre su cama, que aún continuaba pegada a la de Darío, ya que no había tenido tiempo en todo el día de desatar las cuerdas, y cerró los ojos. Un segundo después se removía inquieta sobre el lecho, recordando las caricias y besos que él le había dado en el tatami. ¡Maldito fuera! Estaba ahí, tan tranquilo mientras ella se moría de… calor. Se levantó sigilosa, y abrió un poco la ventana para que corriera el aire. Volvió a tumbarse y cerró los ojos de nuevo. Aguzó el oído, la respiración del hombre era tranquila, rítmica. Estaba dormido. Y ella estaba ardiendo. Su traidora piel recordaba cada una de las caricias involuntarias que le había dedicado él mientras peleaban. Rememoraba los besos robados en la zapatería, tan breves. Su imaginación traicionera se deleitaba en el que recibió en la sala de baile, delante de todas sus amigas, tan apasionado, tan… salvaje. Un gemido escapó de sus labios. Abrió los ojos y le miró. Seguía tumbado de lado, totalmente ajeno al calor que traspasaba su cuerpo. Se puso de lado, de espaldas a él, y, sin dejar de escuchar atentamente los sonidos de la noche, deslizó despacio una de sus manos hasta su pubis. Detuvo el movimiento con el corazón acelerado, a punto de escapársele del pecho. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo iba a ser capaz de tocarse ahí delante de él? Negó con la cabeza y escondió la mano bajo la almohada. ¿En qué clase de zorra se estaba convirtiendo? Además, para qué iba a intentarlo. No serviría para nada. Ella no valía para esas cosas. No era la mujer que tenía que ser para lograrlo.
Intentó calmar su desbocado corazón, inspiró profundamente y cerró los ojos con fuerza, pero no le sirvió de nada. Seguía viendo, y sintiendo, cada roce, cada caricia, cada beso de la pelea en el tatami. Se obligó a pensar en otra cosa, y su mente, traidora como era, regresó a la noche en la trastienda de la zapatería, al momento en que creyó ser capaz de alcanzar el cielo. Al instante en que los labios de su amigo succionaban sus pezones mientras sus dedos hacían magia en su sexo.
Cerró las piernas con fuerza y mordió la almohada para ahogar el gemido que pugnaba por escapar de su boca. Su mano, desobediente, se deslizó de nuevo hasta su pubis y continuó bajando hasta posarse sobre la tela empapada de las bragas. Presionó contra la piel que se ocultaba bajo ellas. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Volvió a presionar. Sí. Ahí abajo estaba ardiendo, pero no sería capaz de conseguirlo; solo lograría frustrarse todavía más. Retiró con un gruñido la mano y la colocó sobre su cadera. No volvería a cometer la misma estupidez de siempre. No podía correrse, y punto.
Una mano se posó sobre la suya, la asió y la envolvió entre sus dedos.
—Déjame probar tu sabor —suplicó Darío haciendo que se tumbara boca arriba.
Llevó la nívea mano hasta sus labios y lamió cada uno de los dedos femeninos sin dejar de mirar a Ariel a los ojos. Saboreó cada gota de esencia impregnada en ellos. Y después se acercó a sus labios, y la besó.
—No puedo… —comenzó a decir Ariel.
—No vamos a hacer nada. Solo conocernos un poco más. Esto no va a ser una carrera ni es necesario llegar a ninguna meta. Solo será un beso. Nada más. ¿Me vas a prohibir besarte? —susurró en su oído.
—No…
—Bien. Cierra los ojos y relájate. Imagina que no estoy aquí, que es solo un sueño y, cuando quieras despertar, no te lo impediré ni mencionaré lo que hemos hecho.
—No puedo hacer eso.
—¿Por qué?
—Porque quiero que estés conmigo.
Y entonces él la besó.
Lentamente al principio, con más pasión cuando ella se relajó, besó sus labios, sus pómulos, su frente y su naricilla de duende. Le quitó la camiseta y después se entretuvo en mordisquear el lóbulo de su oreja. Lamió su cuello y se deslizó por su clavícula dejando un reguero de besos hasta sus pechos.
Acarició sus pezones enhiestos, jugó con la lengua sobre ellos, tomó los pechos entre sus manos y los agasajó y mimó hasta que ella comenzó a jadear. Y en ningún momento dejó de prestar atención a los sonidos femeninos, a los movimientos de su hada, y a cualquier indicio que le dijera qué caricias eran las que proporcionaban más placer a su amada, y cuáles las que la hacían temblar de anticipación. Y cuando ella comenzó a removerse bajo él, cuando sus piernas se abrieron permitiéndole alojarse entre ellas, no se apresuró, continuó dedicado a sus pechos hasta que la escuchó jadear en busca de aire.
Paró un segundo para recuperar el aliento, estaba tan duro que los testículos le dolían punzantes. La deseaba tanto que sentía cómo su polla lloraba por ella derramando lágrimas de semen. Y aun así no se permitió pegarse al cuerpo de sirena que tanto le tentaba. Si su pene acariciaba, aunque fuera por un segundo, la piel de alabastro de su hada, se correría irremediablemente. Y eso no iba a consentirlo, no hasta degustar en su paladar el sabor del orgasmo de su amada. Aunque le llevara mil años conseguirlo. Le daba lo mismo.
Observó a Ariel bajo él, su respiración comenzaba a calmarse. ¡Miércoles! Se había despistado soñando con ella, con su esencia en su lengua. No volvería a ocurrir. Se centraría en lo que tenía ante sus ojos, y convertiría sus sueños en realidad.
Rezando por no ser tan torpe e inexperto como sabía que era, bajó la cabeza y acarició con la nariz el ombligo perfecto de su mujer.
Ariel saltó ante el inesperado contacto. Apenas había logrado volver a respirar con tranquilidad desde que él había dejado de torturar sus pechos, y volvía a la carga. Más sensual, más cariñoso, más apasionado. Sintió una de sus manos jugar de nuevo con sus pezones. ¡Dios! ¿Qué tenían sus estúpidas tetas que le hacían quemarse bajo el contacto de Darío? Un rayo de deseo recorrió su cuerpo y se alojó en su sexo cuando él mordió con cuidado su vientre. Intentó cerrar las piernas, buscar algún alivio, pero él se lo impidió colocando su poderoso torso entre ellas.
Se agarró con fuerza al cabecero de la cama cuando Darío cogió sus piernas y la obligó a colocarlas sobre sus hombros. ¡Eso era indecente! Pero no dijo nada. No podía. Estaba perdida en las sensaciones más placenteras que había sentido nunca.
Darío observó enfadado lo que apenas podía ver en la oscuridad del cuarto, y en un arrebato se levantó de la cama, fue hasta la mesilla y encendió la lámpara.
—¿Qué haces? —siseó Ariel avergonzada al verse iluminada estando casi desnuda.
—Quiero verte.
Darío se volvió a arrodillar en la cama, metió los dedos bajo las bragas blancas de algodón de Ariel y se las intentó quitar. Ella apretó el trasero contra la cama, impidiéndoselo.
—Como quieras —aceptó. Y diciendo esto, cogió las preciosas piernas de su hada y volvió a colocárselas sobre los hombros a la vez que se agachaba.
Ariel intentó bajarlas y cerrarlas, cualquier cosa que le impidiera verla así, pero Darío no se lo permitió.
—Prometiste que me dejarías besarte.
—¡Pero no ahí!
—Ah, aquí entonces —dijo bajando la cabeza y besándola en el vientre. Ariel intentó protestar—. ¿No? ¿Y aquí? —preguntó él mordiendo delicadamente el interior de sus muslos.
—Eso no es un beso —jadeó ella.
—¿No? Me habré equivocado, déjame probar otra vez.
Y esa vez sí la besó, justo en la unión entre las piernas y el pubis. Después subió, recorriendo los bordes de algodón de las braguitas, deteniéndose sobre el monte de Venus y lamiendo el contorno de la prenda íntima. Y mientras tanto, sus dedos acariciaron sin pausa el interior de los muslos, se deslizaron sinuosos por encima de la tela y comenzaron a frotar los pliegues vaginales, hasta que el clítoris, harto de ser ignorado, se hinchó llamando la atención del hombre. Con una sonrisa, Darío posó el pulgar sobre él, y presionó. Ariel alzó las caderas a la vez que un grito involuntario escapaba de sus labios.
—¡Para! —jadeó tirándole del pelo—. No voy a poder llegar, para, para.
—No tienes que llegar a ningún lado. Solo estamos conociéndonos, nada más —afirmó él con rotundidad.
—¿Nada más? ¿No tengo que…?
—No. Claro que no. Solo quiero saborearte un poco más.
—¿Me lo prometes? ¿Me prometes que no te enfadarás si…?
—Te prometo por todo lo más sagrado que solo quiero besarte un poco más. Solo un beso más. ¿Me lo vas a prohibir?
—No…
—Bien.
Y bajó la cabeza de nuevo, hasta que sus labios tocaron el clítoris cubierto por la tela de algodón. Lo besó. Lo besó hasta que Ariel dejó de pensar y solo sintió. Y cuando escuchó su rendición en forma de gemidos, coló los dedos bajo las braguitas y se las quitó, logrando ver, por fin, lo que tanto deseaba.
Darío observó su sexo, extasiado. Era todavía más hermoso de lo que había imaginado. Casi lampiño, el escaso vello que lo cubría tenía la misma tonalidad ígnea que el cabello de su sirenita. Los labios vaginales brillaban húmedos por el rocío de su excitación, su clítoris terso y sonrosado clamaba atención, mientras que la entrada de su vagina temblaba expectante. Bajó la cabeza de nuevo, y le dio un tímido lametazo. Ariel casi gritó. Lo repitió. Ella alzó las caderas y comenzó a temblar. Él hundió un dedo en su interior, y volvió a sentir esa fina membrana que proclamaba que ella sería solo suya, que él sería el primero, y eso acabó por volverle loco.
Lamió con fruición cada pliegue, se solazó con cada gemido que abandonó los labios de su sirenita, penetró una y otra con el índice en su cálido interior y, cuando eso no fue suficiente para ninguno de los dos, lo sustituyó por la lengua. Entró en ella, se recreó en la textura de su vagina, saboreó cada gota de placer que emanó de ella, hasta que Ariel comenzó a suplicar.
—Para, Darío, por favor, para. No puedo. Me duele. Para, no soy capaz, no puedo.
Rompiendo su promesa, la ignoró. Aquello era mucho más que un simple beso. Deslizó los labios hasta el clítoris y succionó hasta que las súplicas de su sirenita se convirtieron en quejidos ininteligibles. Atrapó suavemente entre los dientes el pequeño y duro nudo de placer, y presionó con la lengua sobre él.
Todo el cuerpo de Ariel se tensó mientras poderosos espasmos de un placer sin igual recorrían cada una de sus terminaciones nerviosas, explotando al llegar al lugar que Darío torturaba. La muchacha intentó gritar, pero ningún sonido escapó de su garganta. Sus músculos temblaron durante incontables segundos hasta que al final se relajaron.
Y a pesar de eso, a pesar de sentir su cuerpo laxo, y sus piernas lánguidas sobre los hombros, Darío no pudo dejar de lamer la exquisita esencia que derramaba el cuerpo de Ariel, total y absolutamente hechizado por su sabor. No podía evitar recorrer una y otra vez con la lengua el precioso sexo de su sirenita, deleitarse en su suavidad, dejarse embelesar con su aroma…
—¡Darío! ¡Ya, vuelve otra vez! —gritó Ariel comenzando a temblar de nuevo.
Darío se quedó petrificado, pero al cabo de un segundo reaccionó. Continuó lamiéndola y dando precisas pasadas con su lengua sobre el clítoris a la vez que intentó penetrarla con dos dedos. La entrada a su vagina, flexible y dúctil tras el primer orgasmo, los aceptó casi ansiosa. Y Ariel volvió a gritar. Esta vez todo su cuerpo se arqueó, solo sus hombros permanecieron apoyados sobre la cama, mientras sus talones se clavaban en los brazos de Darío… y él continuó devorándola una y otra vez, hasta que su sirenita, incapaz de resistir un segundo más, cayó desmadejada sobre la cama, regalándole la escena más hermosa que había visto en su vida.
—Me has mentido —la regañó trepando hasta sus labios. La besó.
—¿Yo? —preguntó ella, aún con los ojos cerrados, sin fuerzas para moverse.
—Me aseguraste que no podías tener orgasmos… y, oh, sorpresa, los tienes de dos en dos —explicó divertido al ver como su amada abría los ojos, asombrada.
—Yo…
—Tú eres la mujer más preciosa del mundo y estoy irremediablemente enamorado de ti. De tu sabor. De tu carácter. De tu aroma. No voy a volver a ser capaz de comer miel o almendras sin ponerme duro como una piedra —comentó risueño cogiendo la mano de la muchacha y colocándola sobre su pujante erección.
—Darío. Tu polla está…
—Sí.
—¿Quieres que hagamos… el amor? —preguntó repentinamente asustada al recordar la conversación con las chicas en el gimnasio.
—No, no le hagas ni caso. Es que se pone nerviosa en tu presencia. Pero enseguida se me pasa —bromeó él al ver la cara aterrada de su sirenita.
—No seas tonto —le regañó ella.
Comenzó a mover la mano sobre el dolorido pene, por encima de los calzoncillos. Y cuando escuchó gemir a su novio, aferró los bóxers con los dedos y se los bajó hasta los muslos. Acarició inexperta, pero segura de sí misma, la longitud del pene; lo acogió en la palma de su mano y lo envolvió entre sus dedos haciendo jadear al hombre. Subió y bajó por su polla, recordando las órdenes que él le había dado la noche de la zapatería, y, cuando él se tensó, imprimió más fuerza y velocidad a sus movimientos, hasta que él se derramó sobre sus manos con un jadeo ahogado. Luego se quedó muy quieto, con los ojos cerrados, y el cuerpo desmayado sobre la cama. Exhausto.
Ariel sonrió. Se había quedado dormido.
—Te quiero —musitó besándole en los labios con cuidado de no despertarle.
—Te quiero —susurró Darío abriendo los ojos, y devolviéndole el beso.