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Madrid, 13 de julio de 1943

El trimotor Ju-52 de la Lufthansa, con el característico fuselaje de chapa corrugada, aterrizó en la pista llena de baches y zigzagueó hasta detenerse al resguardo de un hangar de la terminal militar del aeropuerto de Barajas. En cuanto las hélices dejaron de girar, un Mercedes negro de la embajada alemana, con el banderín de la cruz gamada tapado con una funda, se aproximó al aparato. La portezuela de la aeronave se abrió, un mecánico con mono azul y gorrilla cuartelera saltó a tierra y encajó una escalerilla de aluminio por la que descendieron cinco hombres de paisano y con sombrero de fieltro, dos de ellos corpulentos y con largos abrigos de cuero negro; los otros tres con trajes cruzados. El que parecía el jefe del grupo era alto, tuerto y cojeaba visiblemente al caminar; su compañero era tan delgado que el traje le colgaba de los hombros y le hacía pliegues por todas partes.

Hacía un calor de infierno y la pista estaba barrida por un viento cálido como la vaharada de un horno. Los viajeros no pasaron los trámites aduaneros ni el control de pasaportes. El oficial de aduanas español, oportunamente advertido por sus superiores, los invitó a salir por una puerta lateral, les selló los pasaportes sobre el tricornio charolado y los despidió con un saludo exageradamente marcial, con el que procuraba probarles el arrojo que gastan los españoles, como ya han demostrado sobradamente los camaradas de la División Azul. El capitán Otto Kuhlenthal, agregado militar de la embajada del Reich en Madrid, se presentó al Hauptsturmführer Von Kessler y lo invitó a compartir su coche. El hombre del traje holgado se acomodó en un taxi, entre los dos gorilas de los abrigos de cuero. Se dirigieron a la embajada alemana, un palacete de la avenida del Generalísimo con la bandera roja y negra de la cruz gamada ondeando en el balcón principal. El agregado militar le ordenó al centinela que abriera el portón de chapa, los automóviles traspasaron la verja, entraron en el patio interior, recorrieron una pista circular adoquinada alrededor de un jardinillo y se detuvieron a la sombra de un plátano, junto a la fachada del edificio. El agregado militar despidió al taxista. Cuando el guardia de la puerta volvió a cerrar el portón, Kuhlenthal se volvió hacia los recién llegados.

—Hay un calabozo en el sótano —dijo, mirando al judío.

—El señor Zumel es un caballero de la Cruz de Hierro y dormirá en una habitación de invitados —repuso Von Kessler. Ante el gesto de sorpresa de Kuhlenthal, añadió—: Son órdenes directas del Reichsführer. Dada la naturaleza de su misión, debemos tratarlo con la mayor deferencia.

—Tendré que comunicárselo al embajador.

—Comuníqueselo a quien le parezca.

El secretario de la embajada había pedido un coche alemán y la agencia de alquiler le envió el más representativo de su parque, un Opel negro modelo 1927 con nueve asientos, que conservaba, sobre el guardabarros derecho, la aguadera para el botijo que le instaló el herrero de Navalcarnero cuando el automóvil pertenecía al torero José Zarco. Otro recuerdo de los tiempos taurinos era el asiento trasero derecho, hundido a causa de la voluminosa humanidad del picador Paquito Perellón el Cachalote de Antequera. La cuadrilla usaba el Opel para ir de plaza en plaza.

—Se llevan ustedes al mejor chófer que tengo —dijo el empresario—, que además sabe algo de alemán porque ha trabajado en la Gran Alemania.

El chófer, Custodio Lapera, bajito y cetrino, con el pelo peinado hacia atrás, se llevó dos dedos a la visera de hule de la gorra y sin despegarse la colilla del cigarro liado de la comisura murmuró:

—Para servir a ustedes.

—¡Ah, sí! —sonrió altivamente el prusiano—. Diga algo en alemán.

Kartoffen! —pronunció el chófer.

Los alemanes intercambiaron rápidos comentarios.

—¿Qué les has dicho? —sonrió encantado el industrial.

—Patatas.

Todavía de noche, a la hora en que los señoritos tarambanas desayunaban churros con anís en el mercado de la Cebada antes de irse a dormir, el Opel negro enfiló la avenida del Generalísimo, y con las primeras luces del alba salió por la carretera de Andalucía dejando atrás los camiones de la leche y los carros de hortalizas que hacían cola frente al fielato del puente de Legazpi. Von Kessler observaba con disgusto la carretera, estrecha, mal asfaltada y llena de baches. La perspectiva de botar por aquella pista infernal durante otros trescientos kilómetros le parecía desalentadora. El chófer sorteaba los hoyos con bruscos volantazos sin ningún miramiento por sus pasajeros.

—Este tipo nos trata como si fuéramos sacos de patatas —murmuró Von Kessler, molesto.

—Lo siento —se excusó Kuhlenthal—, no hemos encontrado otro medio de transporte más adecuado. Los otros coches disponibles eran de gasógeno, que nos hubieran obligado a apearnos en todas las cuestas e incluso a empujar en algunas.

—Lamentable país —observó Von Kessler.

Kuhlenthal se encogió de hombros.

—Pero el Caudillo es un fiel aliado de Alemania que le ha prometido al Führer entrar en guerra en un breve plazo.

—Viendo el país y la gente, no sé si nos traerá cuenta —murmuró Von Kessler, mientras miraba despreciativamente los desmontes del ferrocarril, donde hombres y mujeres harapientos buscaban trozos de carbón entre las vías.

Pasaron frente al cerro de los Ángeles.

—Ése es el centro geográfico de España —indicó Kuhlenthal—. Lo que se ve arriba son los restos de un monumento a Jesucristo, que los comunistas dinamitaron antes de la guerra civil.

Zumel observó que el chófer despegó una mano del volante y se rascó debajo de la gorra. Quizá entendía la conversación.

Bajaron dando tumbos al hondón del arroyo de la Culebra y al pasar entre Pinto y Valdemoro se les pinchó un neumático. Mientras el chófer lo cambiaba con ayuda de Zumel, el cabo Kolb y los dos gorilas, Von Kessler y Kuhlenthal tomaron asiento a la sombra de un plátano.

—¿Toda la carretera está así? —inquirió Von Kessler mientras se espantaba las moscas.

—Toda no. A partir de Aranjuez, empeora.

Las dos horas siguientes transcurrieron en silencio. El judío dormitaba atrás, entre sus dos carceleros, que en una parada mingitoria se habían despojado de los abrigos de cuero que los hacían sudar como pollos. Así, resoplando, sudorosos y colorados, con las corbatas flojas, parecían mejores personas. En Seseña se detuvieron a almorzar en casa Lucilio, una docena de mesas de distintas hechuras con manteles heterogéneos, algunos de ellos fabricados con cortinas. Von Kessler y Kuhlenthal ocuparon la mesa situada en el lugar más fresco, los de la Gestapo, Kolb, el prisionero y el chófer se sentaron en el extremo opuesto de la sala. Encima de cada mesa pendía del techo una tira de papel peguntoso pespunteada de moscas muertas o agonizantes. Von Kessler se quedó mirando la que tenían encima.

—No tenga usted cuidado, que todavía no se ha dado el caso de que caigan en la sopera, aparte de que lo que no mata engorda —advirtió con sorna el posadero, un gordo, a pesar de las privaciones del racionamiento, que constituía la mejor publicidad del establecimiento.

Repartió con destreza profesional los cubiertos y las servilletas y señaló la pizarra que exhibía el menú del día: «Plato patriótico: cocido español. Postre: macedonia imperial. Puede trocarse por vaso de vino.»

—¿Qué van a comer los señores?

—¿Hay otra cosa?

—No, señor, pero el cocido se lo puedo servir con tocino blanco o con tocino añejo.

Kuhlenthal le tradujo a Von Kessler.

—¿Cuál es mejor? —inquirió el prusiano.

—Eso va en gustos, mister, pero donde se ponga el añejo...

Kuhlenthal tradujo.

—Póngame un poco de cada uno.

El mesonero dispuso los platos, una rebanada de pan por cabeza y sirvió el cocido, un caldo claro en el que sobrenadaban unos taquitos de tocino rancio y un puñado de garbanzos.

—¿Y esto? —preguntó Von Kessler, tomando uno con la cuchara.

—Una especie de guisantes españoles —respondió Kuhlenthal—. Ordinariamente tienen la consistencia de una piedra, pero se ablandan a fuerza de cocerlos. Con el tiempo, uno se acostumbra a ellos.

La macedonia eran dos trozos de melón pasado y una uva, sobrenadando en medio de una taza de agua, aromatizada con una cucharada de meloja.

A Von Kessler no le gustó el tocino añejo. Cortó un trocito con el borde de la cuchara, lo probó y se lo tragó rápidamente con un generoso trago de valdepeñas. El chófer detuvo al mesonero cuando volvía con el plato a la cocina y rebañó los tocinillos con una sopa de pan.

Gut, gut! —dijo en su precario alemán. Y añadió—: Tirar esto es pecado.

Luego solicitó el bicarbonato, se vertió un poco en la mano y se lo echó a la boca acompañándolo con un buen trago del botijo.

—Cuando ustedes manden —terminó, dirigiéndose a Von Kessler—. Servidor le va a echar agua al radiador.

El judío, cuando terminó su macedonia, solicitó ir al retrete. El mesonero le indicó que lo siguiera. Los dos gorilas de la Gestapo iban a levantarse, pero Von Kessler los contuvo con un gesto. ¿Adonde iba a ir un fugitivo en medio de aquel páramo desolado?

Zumel siguió al posadero por un pasillo oscuro hasta una puerta que daba al corral.

—Eso es lo que tenemos —dijo señalando una caseta de madera, al otro lado del gallinero—. En la pared tiene usted papel de periódico.

Se sorprendió de que el extranjero le contestara en sibilante español:

—¡Señor, por caridad, soy judío y estos hombres son alemanes que me llevan prisionero! Entregue esta carta en la embajada inglesa, en Madrid, donde le recompensarán. Aquí tiene también mi reloj. ¡Se lo suplico!

Y antes de que el mesonero reaccionara, le colocó en la mano un cilindro de papel del tamaño de un cigarrillo, atado con un hilo, y el reloj de pulsera suizo que le habían entregado en Berlín, con el resto de la ropa. Después regresó al comedor sin detenerse a orinar, temeroso de que sus custodios recelaran de su tardanza.

Terminaron de comer, Kuhlenthal pagó la cuenta y salieron a la plaza, donde el sol pegaba de lleno. Cuando estaban subiendo al coche, el mesonero los alcanzó, jadeante.

—Oiga, señor —dijo dirigiéndose a Zumel—, que se le ha caído esto en el corral.

Y le entregó el reloj.

Zumel, azorado, lo tomó y murmuró un agradecimiento.

Pernoctaron en una fonda de Tembleque, los gorilas de la Gestapo en una cama de matrimonio que arrastraron contra la puerta y Zumel en una cama turca plegable. El suelo era de madera con muchas grietas por las que se colaban los efluvios de las cuadras del piso inferior y la luz de los candiles de los muleros y arrieros cuando acudían a media noche a darle pienso a sus animales.

Zumel, molido del viaje, y quizá por eso desvelado, pensaba si podría arrastrarse hasta sus carceleros, que roncaban al unísono, profundamente dormidos, y degollarlos con sus propias armas como hizo la bíblica Judith con el enemigo Holofernes. No, no podría. La edad lo había vuelto cobarde y asustadizo. ¿Qué ocurriría con David? Si colaboraba quizá le perdonarían la vida. El mero hecho de escribir y ocultar tres copias de una carta dirigida a los ingleses le suponía reunir un gran acopio de valor.

Al amanecer, los viajeros se lavaron sucintamente en una palangana con el agua de una jarra que ellos mismos subieron de la cocina. Después desayunaron café de achicoria migado con magdalenas, una por barba. El chófer los esperaba junto al vehículo masticando parsimoniosamente un puñado de algarrobas que le había regalado un mulero. De vez en cuando escupía los escobajos, procurando acertarle a un perro callejero que se había parado a observarlo. El animal meneaba el rabo agradecido cada vez que lo alcanzaba un escupitajo.

A media mañana se aventuraron por un tramo de la carretera en obras y se perdieron en un atajo mal señalizado. En medio de la planicie manchega no sabían para dónde ir. Por suerte, dieron con un labriego que sacaba una parva de cebada en una era.

—Oiga, buscamos la carretera para Puerto Lápice —le gritó Kuhlenthal.

El campesino detuvo la collera y se quedó mirando a los viajeros que habían salido del coche a estirar las piernas.

—Si se esperan a que suba estos costales a las cámaras los llevo al camino —ofreció—. Y si esos dos pollancones me echan una mano, antes acabamos.

No era cosa de estarse allí toda la mañana. Von Kessler ordenó a Müller y Buhrro que ayudaran al labriego. Tardaron veinte minutos en subir dos docenas de costales de setenta kilos al sobrado de la casa.

—Ahora llévenos a la carretera, que tenemos cierta prisa —indicó Kuhlenthal.

El labriego se subió al estribo del Opel y se agarró al portamaletas con las dos manos.

—Tire usted para adelante —indicó al chófer.

A doscientos metros de distancia, el carril se bifurcaba en dos ramales. El labriego se apeó.

—Ahora tiran ustedes por este carril de la izquierda y a dos kilómetros o cosa así salen ya a la carretera de Puerto Lápice—indicó—. ¡Ea!, buen viaje.

Y sin esperar respuesta se volvió para su casa.

El chófer tomó el carril indicado.

Von Kessler estaba indignado:

—¡O sea, que el camino estaba delante de nuestras narices y nos ha hecho subirle la cosecha al granero!

El chófer intercambió una mirada de complicidad con el judío a través del retrovisor.

—¡Joder con los del campo, qué tontos son! —comentó, cambiándose el palillo de dientes de un lado a otro de la boca.

El mediodía los tomó en Puerto Lápice, después de una avería en el último tramo del camino. Los repuestos escaseaban a causa de la posguerra, y normalmente procedían del desguace de otros vehículos del mismo o parecido modelo. A falta de la pieza, repararon provisionalmente el Opel, entre el chófer y el herrero del pueblo, con un trozo de chapa y un liguero de los calcetines de Herr Kuhlenthal.

Almorzaron en la venta de Villarta, donde volvieron a degustar el cocido español, con una rebanada de pan adulterado con serrín, como oportunamente señaló el chófer. El vaso de valdepeñas ligeramente repuntadillo apenas ayudó a trasegarlo, pero el postre redimió la comida: un auténtico flan, aunque algo oscuro, que el posadero disculpó porque estaba hecho de huevos serranos que tienen la yema «prieta como un cojón», así lo dijo. Aquella tarde tuvieron que parar media docena de veces a un lado de la carretera, sin un mal árbol bajo el que cobijarse, en mitad del calor, porque la comida les había soltado el vientre a Von Kessler y a los mocetones de la Gestapo.

—Hay que ver, manco y todo, lo bien que se arregla usted para bajarse los calzones y limpiarse el culo —alabó el chófer.

Kuhlenthal eludió la traducción y, después de cerrar la portezuela detrás de Von Kessler, advirtió al chófer:

—¡Limítese a hacer su trabajo y guárdese sus opiniones!

En la siguiente etapa el chófer se limitó a realizar su trabajo, pero Kuhlenthal notó que los iba metiendo en todos los baches del camino. «El orgullo español —pensó—. Se creen que son alguien. Aquí, hasta el más humilde ganapán tiene ínfulas de señor».

Durmieron en Santa Cruz de Mudela, en la fonda La Escrupulosa. Sólo había una habitación libre, que ocuparon Von Kessler y Kuhlenthal. Los demás tuvieron que acomodarse en un antiguo granero, en camas de tijera con colchón de borra. Zumel, agotado, porque las dos noches anteriores apenas había podido conciliar el sueño, se quedó dormido, a pesar del concierto de los grillos, la carcoma y los ronquidos.

A la mañana siguiente, a los pocos kilómetros de camino, el motor se recalentó porque el radiador perdía agua. Mientras un hojalatero realizaba una reparación de emergencia, Von Kessler tomó asiento en un ribazo de la carretera, a la sombra de un árbol, junto a Zumel. Intercambiaron algún comentario acerca del calor sofocante que levantaba calimas en la llanura y después de un silencio Von Kessler le preguntó al judío:

—¿Qué es la Cábala?

Zumel disimuló su sorpresa. No era muy corriente que un nazi se interesara por la más recóndita actividad de los judíos.

—Es una ciencia —respondió al fin—, algo así como una matemática sagrada o una química del espíritu divino. Se basa en ciertos textos de la Biblia. Según la Cábala, todo lo que existe en el mundo corresponde a un modelo ideal pensado por Dios. Dios creó el mundo dando nombres a las cosas. Nombrar es crear, evocar, sacar de la nada. Entender la esencia del objeto es poseer el objeto mismo, es tener poder sobre él.

Von Kessler frunció el ceño, sin entender.

—¿Conoce usted la fórmula del agua? —preguntó Zumel.

—H2O.

—Eso significa que la sustancia que llamamos agua contiene dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. El químico que conoce esa fórmula puede fabricar agua a partir de elementos simples, ¿verdad?

—Así es.

—Pues bien, el principio esencial de la Cábala sostiene que cada objeto de la creación tiene un nombre, una fórmula verbal, sonora y escrita, que contiene su esencia, un nombre que es como una fórmula de la que dependen su existencia y sus propiedades. Incluso sociedades bastante primitivas intuyen esa realidad y pronuncian palabras u oraciones mágicas para atraerse el favor de la divinidad o evitan palabras tabú que atraen la desgracia. La tradición judía sostiene que Dios reveló la Cábala en el Sinaí a Moisés, y él desarrolló la ciencia de conocer el nombre esencial de las cosas.

—Más bien Moisés le robaría ese secreto a los arios egipcios.

—Ya sé que eso es lo que enseñan en las escuelas SS —reconoció Zumel—. No discutiré con usted. Hay un antiguo proverbio hebreo que dice: «Contradice al látigo y recoge tus dientes.»

Von Kessler sonrió. Era la primera vez que Zumel lo veía sonreír abiertamente en los meses que llevaban juntos.

—¿Qué tiene que ver la Cábala con ese Nombre Secreto que hemos venido a buscar?

—¿Con el Shem Shemaforash? Según la Cábala, la potencia divina reside en el Verbo, en la Palabra. A Dios, como existencia, también le corresponde un nombre, el Shem Shemaforash, el Nombre Secreto impronunciable. Moisés y sus sucesores lo susurraban una vez al año delante del Arca para que el mundo siguiera existiendo. En Jericó hicieron tocar las trompetas para que nadie pudiera oír el Shem Shemaforash gritado por el sacerdote para demoler las murallas.

—O sea, que el que tiene el Nombre y el Arca tiene el poder —concluyó el alemán.

—Así es.

Von Kessler tomó una ramita seca y trazó unas líneas sobre el polvo.

—Hace miles de años que nadie ha musitado ese nombre ante el Arca —replicó—, y, sin embargo, el mundo sigue existiendo.

—Otra tradición judía asegura que el mundo se sostiene en los Hasidei Ummot Haolam, los treinta y seis hombres justos —respondió Zumel, serio—. El día que no existan esos justos perecerá; quizá Dios había previsto ese motor auxiliar para que el mundo siguiera existiendo mientras el Shem Shemaforash andaba perdido.

—¿Treinta y seis justos? —Von Kessler se encogió de hombros—. ¿Dónde están esos treinta y seis justos?

—Quizá usted sea uno de ellos. Ningún justo sospecha que pertenece a ese club limitado. Somos instrumentos del destino, o de Dios.

—¡Paparruchas judías!

—Probablemente sean paparruchas judías, pero usted me ha sacado del infierno de Auschwitz y me ha traído a este páramo español por ese motivo.

Von Kessler asintió.

—De acuerdo. Hábleme más de la Cábala.

—Su mecánica se basa en un principio relativamente simple: si los Textos Sagrados son inspiración directa de Dios, que simplemente usó un redactor humano como amanuense, esa emanación directa de Dios se plasma en un texto absoluto en el que el azar se reduce a cero. Un hombre sabio al que admiro escribió: «Un libro impenetrable a la contingencia, un mecanismo de infinitos propósitos, de variaciones infalibles, de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz, ¿cómo no interrogarlo hasta lo absurdo, hasta lo prolijo numérico?» En la escritura revelada por Dios no puede haber nada que sea fruto de la casualidad. Una emanación directa y voluntaria de Dios tiene que participar de su propia perfección. Por lo tanto, el libro, que es parte de Dios mismo, resulta ser un sistema perfecto, cerrado, glorioso, a través del cual, por medio de su estudio, el hombre puede remontarse a la comprensión de la obra divina trascendiendo sus propios límites; el hombre puede elevarse por encima de las limitaciones de su ser hasta la inteligencia de Dios. El Libro es una escalera para llegar a Dios. Él no puede repudiar un acercamiento del hombre, puesto que le ha legado las claves de su obra en el Libro sagrado. La comprensión de la obra de Dios implica el conocimiento del mundo y de sus mecanismos. Conocer es poder. De ese modo la Cábala conduce al poder. El conocimiento absoluto de la palabra clave, el Nombre Secreto de Dios, el Shem Shemaforash, conduce al poder absoluto, al prodigio del Arca frente a los muros de Jericó.

Von Kessler había dejado de trazar signos sobre el suelo. Su único ojo miraba al judío. La primera vez que lo vio en Auschwitz le había parecido una criatura siniestra, un anciano receloso, un infrahombre irrecuperable; ahora el judío se había transfigurado, hablaba con aplomo y se servía del mismo idioma alemán que parecía forjado para expresar las consignas raciales de la nueva cultura aria, para exponer con hábiles argumentos los impenetrables razonamientos de una antigua sabiduría que trascendía los límites tanto de la magia como de la razón, iluminando una zona que causaba a un tiempo miedo y veneración.

—El conocimiento del Nombre de una cosa otorga poder sobre ella. El conocimiento de un dios da poder sobre él. El conocimiento del Nombre del Creador, del principio máximo, otorga poder sobre su obra, es decir, sobre la creación misma. Es el poder sin límites. Cuando el portador del nombre pronuncia el Shem Shemaforash, sus ondas vibratorias se expanden concéntricamente hacia innumerables centros y sus superposiciones o esquemas de interferencia forman nódulos de energía atrapada que se convierten en ígneos cuerpos rotatorios del firmamento. Ese sonido emitido, esa enunciación de la idea de Dios, es lo que los pitagóricos llamaban la música de las esferas.

—¡Viajeros al tren! —gritó el chófer, dando un par de palmadas. El hojalatero había terminado de remendar el radiador y Kuhlenthal satisfacía a regañadientes la abusiva cuenta.

—¡Hay que joderse —rezongó el artesano al retirarse—, los tíos son los amos del mundo y regatean por una peseta!

Tardaron todo un día en atravesar Despeñaperros. Tuvieron que esperar más de dos horas a que una cuadrilla retirara de la carretera un camión sobrecargado de cebollas al que se le había roto el eje. Cuando le aligeraron la carga aparecieron dos grandes bidones de quinientos litros de aceite de estraperlo. Los guardias civiles condujeron al cuartelillo al conductor y al mecánico.

—¿Los fusilarán? —preguntó Von Kessler.

—No creo que los fusilen —respondió Kuhlenthal—, pero tampoco les van a reír la gracia.

El chófer miró a Zumel. No habían cambiado una palabra desde que salieron de Madrid, pero se entendían con la mirada. Ya se había percatado el conductor de que el tipejo insignificante con el traje a rayas y las gafitas miopes era un prisionero escoltado por los dos armarios.

Ascendieron por una carretera estrecha y tortuosa, formando una lenta caravana tras viejos camiones que jadeaban cuesta arriba entre negras humaredas de motores exhaustos, En Alemania haría tiempo que habrían ido a parar al chatarrero, pero en España los reparaban una y otra vez, adaptando las piezas de unos a otros y los utilizaban, sobrecargados, por infames carreteras abiertas entre altos farallones de roca gris con pinceladas amarillas de musgo.

Zumel, pensativo, contemplaba el paisaje. Aquí y allá, un quejigo o una carrasca acertaba a crecer entre las piedras o en las escarpadas laderas de los cerros entre la profusión de monte bajo.

—Es un lugar pintoresco —comentó Von Kessler como para sí.

Por el retrovisor miró a los del asiento trasero. El judío contemplaba la belleza del paisaje con una mirada agradecida; los de la Gestapo tenían la mirada opaca e indiferente. «Quizá no les vendría mal un toque de sensibilidad judía —se dijo Von Kessler, y contempló abiertamente su mano de madera—. Comienzo a no creer en nada —reflexionó amargamente—. Tampoco creo en esta misión, es absurdo pensar que lo que andamos buscando esté escrito en una piedra en un lugar perdido de un país perdido y que nosotros la vamos a encontrar».

La premonición del fracaso lo atormentó durante el resto del viaje. Hicieron una parada para que se enfriara el coche al salir de Despeñaperros, en un lugar llamado Santa Elena. El ventero sólo tenía el consabido cocido de garbanzos con pescuezos y alas de gallina, pero en cuanto Kuhlenthal le refrescó la memoria con un billete de cinco duros se acordó de repente de una morcilla de carne de monte en aceite que reservaba para huéspedes tan significados como aquellos.

Mientras servía la fuente de adobo humeante y otra de patatas a lo pobre con huevos, el camarero preguntó:

—¿A qué vienen ustedes, a medir cabezas?

—No, somos turistas —dijo Kuhlenthal.

—Lo digo porque si quieren medir cabezas yo tengo varios primos de apellido alemán.

—¡Menudos granujas! —dijo Kuhlenthal en alemán—. Hace unos años, una misión científica del Reich estuvo examinando en estas tierras la evolución racial de un núcleo de colonos alemanes, que se establecieron aquí a finales del siglo XVIII. Después de varios meses de arduas investigaciones, resultó que el trabajo no servía para nada, porque los nativos nos habían engañado.[1]

—¿De qué modo? —quiso saber Von Kessler.

—Dábamos una peseta a los de apellido alemán que se dejaban medir el cráneo. Los sacristanes de los pueblos se dedicaron a expedir falsas partidas de nacimiento para todo el que las requería, por unos céntimos. Comenzamos a sospechar cuando vimos la extraordinaria abundancia de mellizos y trillizos, porque un mismo individuo se presentaba hasta tres veces bajo nombres distintos, el colmo del cinismo y de la codicia. ¡Verdaderamente, no se puede uno fiar de las razas inferiores!

—¿Y qué pasó con la sangre alemana?

—Perdida. Después de diez generaciones se mezcló con la española, que a su vez es un cóctel de moros, gitanos, griegos, romanos, fenicios e indígenas prerromanos. Y, lo que es más grave, de judíos. Zumel podría pasar fácilmente por uno de ellos.

Von Kessler observó al judío y sólo vio una mirada levemente melancólica, en la que a veces se percibía un brillo de burlona insolencia.

Habían comido bien. Salieron del cobijo del fresco emparrado, en la puerta de la venta y el chófer sacó el coche aparcado a la sombra de un pino, junto a la carretera, para proseguir el viaje entre suaves colinas pardas y despobladas. De vez en cuando se atisbaba la chimenea de una mina y el montón oscuro de las escombreras resultado de la explotación ininterrumpida desde los tiempos de los fenicios.

—Son minas de plomo y de galena argentífera. Parte del plomo del Reich procede de aquí —comentó Kuhlenthal—. Y más al norte hay una mina de mercurio cuya producción íntegra mantiene en funcionamiento los submarinos del Reich.

Pasaron frente a las ruinas del castillo de las Navas de Tolosa y tras atravesar las calles ortogonales de La Carolina tomaron una carretera infame de piedra suelta, sólo a ratos parcheada de alquitrán que conducía a Vilches.

Atravesaron el río Dañador por un puente provisional, temblequeante, y fueron a dormir a Castellar de Santisteban.

Después de cenar, Zumel intentó irse a la cama, pero Von Kessler tenía algunas preguntas que hacerle y le sugirió que dieran un paseo por la plaza, donde la gente se congregaba para tomar el fresco y conversar. Se unieron a los paseantes como dos amigos más, con la pareja de la Gestapo detrás, a unos pasos de distancia. Von Kessler había estudiado en la academia de las SS el valor mágico de las runas arias, pero nunca creyó demasiado en ello. Quería saber más acerca del Shem Shemaforash.

—No está escrito en caracteres alfabéticos, porque es anterior a cualquier alfabeto —le informó Zumel—. Está escrito en forma de shekinah, es decir, en forma de figura geométrica a partir de la cual hay que deducir sus valores fónicos.

—¿Cómo puede deducirse un sonido a partir de un dibujo? ¿Una especie de partitura musical?

—Algo más complejo. La geometría armónica tiene que ver con la organización espacial. Las formas u ondas sonoras están estrechamente relacionadas. La naturaleza se supedita a la aritmética y a la geometría. Todo depende de frecuencias vibratorias, ondas armónicas de energía, formas melódicas que brotan de la proporción geométrica. La geometría es ordenación de la materia, a la relación espacial le corresponde una formulación sonora. Esta ciencia tuvo en la antigüedad tres formulaciones: los llamados trimurti, los tres semblantes: la Cábala hebrea, el hermetismo egipcio y la gnosis griega. Solamente la Cábala hebrea ha resistido al paso del tiempo, en ocasiones trasformada en Cábala cristiana.

—¿Cábala cristiana?

—Sí, algunos cristianos la practicaron. Incluso cristianos nada sospechosos. San Bernardo de Claraval, el verdadero inspirador de los templarios, definió a Dios como «longitud, anchura, altura y profundidad».

—O sea, que Dios es geometría.

—Algo así. Existe una correspondencia de las veintidós letras del alfabeto hebreo con los veintidós polígonos regulares de la geometría común. Considere la división de la circunferencia en 360 grados sexagesimales: solamente hay veintidós divisores enteros por 360. A cada uno de ellos le corresponde un polígono regular inscrito en una circunferencia. Contando las tres figuras madre, el triángulo equilátero, el cuadrado y el pentágono que se corresponden con las tres letras madre, Alef, Mem y Shin. Si las duplicamos, tendremos siete polígonos regulares inscritos, o sea, siete polígonos dobles correspondientes a las siete letras dobles del hebreo. Quedan doce polígonos simples que corresponden a las doce letras simples del hebreo.

—La circunferencia también tiene cuatrocientos grados centesimales —objetó Von Kessler.

—Que igualmente se adaptan al hebreo —prosiguió Zumel—. Si el valor de la primera letra, el Alep, es uno, el de la última, la Tav, es cuatrocientos. Los logaritmos tienen su expresión en hebreo.