26

Estaba hermoso París. Las amplias avenidas, las anchas aceras sombreadas por potentes plátanos, las elegantes fachadas de piedra con tejados de pizarra, las plazas con monumentos de bronce, los parques, los jardines, la animación que no había decrecido a pesar de la guerra y de la ocupación alemana, los cafés con terraza, los músicos callejeros, los puestos de libros, de grabados, de flores, a lo largo del Sena, los tenderetes de los mercadillos, las iglesias, los teatros, los cines, los cabarets, los museos... Diríase que París no estaba en guerra, si no fuera porque abundaban los alemanes de permiso con sus uniformes grises, con guías y cámaras fotográficas en la mano, y porque la bandera de la cruz gamada ondeaba en algunos edificios requisados por el gobierno militar. También, quizá, se detectaba la guerra en la escasez de automóviles, en la abundancia de bicicletas y en que a muchos ciudadanos, que habían adelgazado considerablemente, debido a las privaciones, les quedaba la ropa excesivamente holgada. Pero la vida continuaba.

El barrio latino bullía de actividad, las tiendas de ropa del Boulevard Saint Michael, las terrazas de los cafés con veladores de mármol y sillas plegables de madera, los músicos callejeros en torno a la estatua de Danton. Había menos género que de costumbre en los escaparates art nouveau de las pastelerías de la rué l'École de Medecine, en las que parte de los expositores de acero inoxidable permanecían vacíos o mostraban la escasa dulcería que permitía la guerra. No obstante, la actitud de los parisinos era la de siempre, la alegre displicencia...

—No parece la capital de una nación derrotada —observó Von Kessler desde el Renault 1934 que los transportaba.

—Es que París lo digiere todo —comentó Zumel.

Almorzaron en Le Poulidor, en la rue Monsieur-le-Prince.

—¿Qué comerán los señores? —preguntó el maitre, solícito—. Si me permiten una sugerencia, les recomiendo las andouilles à la bordelaise.

—Suena bien —dijo Von Kessler—. ¿Eso es carne o pescado?

—Carne, monsieur.

—Está bien. Eso mismo y cerveza.

Comieron con apetito las morcillas rellenas de intestinos y estómago de cerdo picado menudo y aderezadas con pimienta y especias.

A los postres, Von Kessler encendió un cigarrillo rubio de los que las SS requisaban de los paquetes de los prisioneros enviados a través de la Cruz Roja, y se mostró satisfecho.

—No parece que los hunos hayamos estropeado la ciudad —comentó, observando la animación callejera.

—A la caída de Napoleón la ocuparon los cosacos, quienes para pedir un vaso de aguardiente decían bistró, bistró, o sea, rápido, rápido. París adoptó inmediatamente la palabra para designar un tipo de restaurantes. París lo digiere todo.

Von Kessler miró a Zumel con interés.

—¿Conoce usted París?

—He estado aquí algunas veces.

Estuvieron un minuto en silencio, en el que se limitaron a observar a los viandantes.

—Creo que estamos perdiendo el tiempo, que esta historia del Arca es tan inútil como la matanza de judíos. No es nada personal, pero esto de hacer de carcelero de un cabalista judío que no sabe lo que está buscando me parece un desperdicio lamentable de recursos. Si han decidido que no sirvo para el frente podrían tenerme en un ministerio, creo que sería más útil por mi experiencia de varios años en carros de combate. A menudo he soñado con ayudar a diseñar un tanque superior a todos los conocidos. Incluso en mis ratos libres hacía bocetos. Sin embargo, llevo meses uncido a este proyecto demencial.

—¿Insinúa que el Reichsführer está loco?

En otro tiempo hubiese castigado la insolencia del judío con una bofetada y quizá en otro tiempo más oscuro aún, con un tiro en la nuca, pero ahora, después de sentir un licor amargo en la garganta, sólo se le ocurrió decir:

—Alemania está usando una burocracia considerable, varios ejércitos con sus armas automáticas y sus municiones, preciosos recursos ferroviarios, costosas técnicas de ingeniería, hombres de ciencia dedicados a la investigación y al desarrollo, todo para conseguir unos fines que no tienen significado económico ni militar, sino meramente sicológico.

Era la primera vez que se atrevía a expresar aquella crítica en voz alta. Recordó el concierto en el campo de Auschwitz y sonrió amargamente.

—Creo que es hora de acostarse —dijo mirando el reloj—. Mañana nos espera un día muy ajetreado.