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París, martes, 6 de junio de 1944
El mayordomo dio dos discretos golpes en la puerta del dormitorio del mariscal Von Rundstedt y cuando escuchó «Adelante» entró con la bandeja del desayuno, casi empujado por el capitán Emil Eissen. Von Rundstedt, en batín y zapatillas, se extrañó de la insólita irrupción de su asistente.
—¿Qué ocurre, Eissen?
—Herr mariscal, los aliados están desembarcando en Normandía. Le traigo el mapa provisional y los últimos comunicados recibidos.
Con gesto preocupado, Von Rundstedt desplegó el mapa sobre una mesa auxiliar, se caló el monóculo y buscó en la costa normanda los lugares de aterrizaje de planeadores. Eissen le indicó las playas donde habían desembarcado las tropas aliadas.
—Cinco cabezas de puente —resumió Eissen—. En todas se libran encarnizados combates.
El mariscal no era hombre que cambiara fácilmente de opinión. Hacía meses que venía sosteniendo que los aliados desembarcarían en el paso de Calais. No le entusiasmaba la idea de que hubieran escogido un lugar distinto. Aunque, por otra parte, Normandía podía ser una trampa perfecta, desde el punto de vista estratégico, para atraer las reservas alemanas mientras la fuerza principal desembarcaba tranquilamente en Calais. Así debía ser. Sin embargo, esa opción, la de un desembarco principal, quizá único, en Normandía, no carecía totalmente de lógica.
Von Rundstedt meditó un momento sobre los mapas. Una sospecha le iluminó el semblante, ordinariamente inexpresivo: ¡Normandía era el verdadero objetivo! Eso era. Era lógico que aquellas playas alejadas de sospecha y deficientemente defendidas fueran el objetivo de la invasión principal. La trampa aliada consistía precisamente en hacerle creer ¡a él! que se trataba de una maniobra de distracción. Normandía era la meta. Estuvo claro desde el principio y si la inteligencia militar no hubiera desestimado una serie de indicios que lo sugerían, lo habrían advertido a tiempo para ponerle remedio. Cuando tomó su decisión, el generalísimo de las fuerzas alemanas en Francia emitió la orden decisiva:
—¡Que la Duodécima y la panzer Leh se dirijan inmediatamente a Normandía! Dé inmediatamente la orden, Eissen.
El asistente titubeaba.
—¿Hay algo más que deba decirme, Eissen? —preguntó el mariscal sin levantar la cabeza del mapa.
—Sí, Herr mariscal, si me lo permite. Le recuerdo que la XII División Panzer SS «Juventudes Hitlerianas» está estacionada entre París y Caen, y la panzer Leh, entre Caen y Chartres.
—Sé perfectamente dónde están esas fuerzas. ¿Qué intenta decirme?
—Para llegar a Normandía tendrán que recorrer un camino largo y peligroso, por carreteras angostas dominadas por la aviación aliada, mariscal.
—¡No habrá aviación aliada! —replicó Von Rundstedt—. Si parten inmediatamente llegarán allí antes de que se levanten las nieblas. Hacia mediodía ya se habrán cobijado en sus posiciones. Cuando levante el día se mezclarán en combate con los aliados y estarán a salvo de su aviación y de su marina. ¡Póngase en marcha!
—A sus órdenes.
—¡Ah!, informe al cuartel general del Führer cuando esas tropas estén en movimiento, no antes.
—Mariscal...
—Nada más por ahora, Eissen. Cumpla las órdenes inmediatamente y cuídese de que nadie me moleste en los próximos cuarenta y cinco minutos. Los aliados pueden esperar; la guerra puede esperar, incluso el cabo austríaco puede esperar; mi baño y mi desayuno, no. Prepáreme un informe completo. Quiero línea abierta con las zonas afectadas.
Mientras su mayordomo le preparaba el baño, exactamente a veintidós grados, Von Rundstedt meditó frente al ventanal que daba al parque. Un viento procedente del sureste agitaba los árboles. Después de todo, la galerna del canal no había detenido a Eisenhower.
—Normandía —murmuró mientras se sumergía en la bañera hasta que el agua le cubrió la cabeza—. ¡Normandía! Estos cowboys carecen del más mínimo sentido histórico. ¡Atacar por Normandía!
Todas las invasiones históricas que conocía el mariscal habían partido de Calais.
Berghof, Berchtesgaden, Alemania
El general Jold, jefe de operaciones del Alto Estado Mayor de Hitler, cerró la ventana, que una súbita ráfaga de viento había abierto, y se inclinó nuevamente sobre los mapas para valorar la situación:
—Creo que no debemos despertar al Führer. Lo de Normandía no es más que un ataque de diversión para preparar el ataque principal. Que Inteligencia prepare una valoración completa y la actualice cada quince minutos. Se la entregaremos al Führer cuando despierte. Mientras tanto, dejémoslo descansar.
—El mariscal Von Rundstedt ha ordenado que la Décima Panzer y la panzer Leh de la reserva OKW se dirijan a Normandía.
—¡Qué se cree el engreído de Von Rundstedt! —estalló Jold—. Sabe perfectamente que esas tropas forman parte de la reserva central de la OKW y que sólo el Führer puede disponer de ellas. ¡Ordene de inmediato que se detengan en seco donde estén!
París, 9.17 horas
En el Excelsior reinaba una gran animación. El personal de servicio y los huéspedes civiles confraternizaban animadamente en el vestíbulo, comentando las últimas noticias. La emisión matinal de la BBC había transmitido la noticia que todos esperaban desde hacía años: la liberación de Francia había comenzado. El general De Gaulle, el presidente Roosevelt, el rey de Inglaterra, el rey Haakon de Noruega, el primer ministro belga y el presidente del gobierno holandés habían radiado mensajes de esperanza a sus respectivos súbditos. Un ejército integrado por franceses libres, americanos, ingleses, canadienses y polacos había desembarcado en Normandía. Las noticias eran todavía bastante confusas y hasta contradictorias, pero en cualquier caso era revelador que todos los huéspedes alemanes del hotel hubieran partido atropelladamente por la mañana temprano para incorporarse a sus destinos. En el vestíbulo reinaba un ambiente festivo, camareros y clientes confraternizaban y brindaban por una Francia libre. Incluso aquellos que eran sospechosos de haber colaborado con los ocupantes invitaban a rondas y se unían al jolgorio, como si ese tardío gesto pudiera cancelar las pequeñas abyecciones y claudicaciones de los cuatro años de ocupación.
La inesperada aparición del agente de la Gestapo Burrho, con su traje mal cortado, heló las sonrisas y los brindis. Se hizo un profundo silencio mientras él, ajeno a la hostilidad que despertaba, se dirigió al mostrador de recepción a grandes zancadas.
—¡Necesito inmediatamente un receptor de radio! —advirtió al recepcionista—. Firmaré un recibo.
Mientras el recepcionista iba a buscar el receptor, Therese, que estaba alarmada por la ausencia de Zumel, se dirigió al agente de la Gestapo:
—Perdone, el señor Zumel Gerlem no durmió anoche en el hotel. ¿Podría decirme si ha cambiado de alojamiento?
Burrho se sonrió y acarició a la camarera con su habitual mirada lasciva.
—¿Tanto necesitas un buen polvo?
Therese ignoró la grosería.
—Por favor, se lo suplico, ¿puede decirme dónde está?
Llegó el recepcionista con un aparato de radio enorme. Burrho se lo quitó de las manos y se dispuso a salir. Therese se interpuso en su camino con expresión angustiada.
—Está ahí enfrente, en la Gran Sinagoga —dijo Burrho—. Tenemos mucho trabajo, así que será mejor que nos prepares una cesta con comida y vino para más tarde.