INTRODUCCIÓN

Una rubia totalmente desnuda, sólo con un sombrero de paja y unas alpargatas de cintas, le guiñaba un ojo desde la página central de la revista masculina Yanks de enero del 1943, clavada con chinchetas en la pared.

Bob Handfast, en calzoncillos, sudoroso, contemplaba a la rubia. Estaba echado en el camastro de un barracón prefabricado, en una meseta rocosa del desierto de Eritrea.

«No es un lugar idílico para unas vacaciones —le había escrito Bob Handfast a su familia—, de día te asas, de noche te hielas, y los vientos arrastran partículas de arena que cortan como cuchillos», pero la censura militar había tachado esta parte de la carta. El destino del Segundo Batallón de Transmisiones de la Marina de los Estados Unidos era secreto.

Era mediodía, la mejor hora del día para masturbarse sin peligro de interrupciones inoportunas, pero hacía tanto calor en el barracón que el cabo Handfast sentía su voluntad escindida entre la lujuria y la pereza. A punto de vencer la lujuria, un timbrazo inoportuno lo sobresaltó. El timbre, conectado al receptor de radio SCR44, avisaba de que el transmisor berlinés de la Telefunken acababa de salir al aire. El cabo saltó de la litera, se precipitó sobre el panel de mandos de la radio y accionó el conmutador que ponía en marcha la grabadora. Se colocó los auriculares para oír la transmisión mientras vigilaba la cinta de papel marcada por los puntos y rayas del código morse que brotaba de una ranura de baquelita y serpenteaba sobre el tablero de la consola. El mensaje iba dirigido a Gaimn Dai Jim. Bob Handfast desconocía el significado de aquellas palabras, pero sabía que eran el comienzo de un texto cifrado que requería prioridad absoluta.

Washington D. C.

Catorce horas después, las siete de la mañana en Washington D. C, una ligera llovizna se abatía sobre los tilos, los parterres y los rosales de los jardines de Arlington Hall. El edificio, una antigua escuela femenina, estaba ocupado por la Cuarta Oficina de Criptografía Militar, especializada en descifrar los códigos del Ministerio de Asuntos Exteriores japonés. La cifradora japonesa se llamaba oficialmente T-97, pero los americanos la conocían por Magia.

El sargento de comunicaciones navales terminó de transcribir el mensaje en código morse y contempló el resultado: un galimatías de letras dispuestas en grupos de cinco. Retocó un par de ellas con lápiz y llevó la cuartilla al despacho 22, en la zona restringida, donde había una réplica de la máquina cifradora Magia conectada a una consola llena de indicadores. El teniente tecleó los grupos de cinco números y las luces de la consola fueron iluminándose al tiempo que el mecanismo interior se ponía en marcha con un rumor de engranajes bien engrasados y el mensaje decodificado, en japonés, iba saliendo en una cinta de papel continuo. El teniente aguardó a que la máquina terminara su trabajo, cortó la cinta, la troceó para pegarla sobre un papel de telegrama y la entregó personalmente en el despacho 12, donde un profesor de lenguas orientales de Nueva York tradujo el texto al inglés. Después el teniente grapó la traducción al original, y los introdujo en una cartera de cuero que cerró con un candado; un ordenanza la llevó inmediatamente a la Sección C de la Rama Especial de Distribución del Subjefe de Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos, que era como se denominaba oficialmente la Oficina de Inteligencia Militar.

El general Douglas Whitaker se estaba afeitando en el pequeño cuarto de baño anejo a su despacho cuando sonaron unos golpes en la puerta.

Un joven teniente de comunicaciones se cuadró ante el general, con la cara enjabonada y en camiseta, y lo saludó llevándose enérgicamente la mano a la visera. El general reparó en la cartera.

—¿De qué se trata, teniente?

—Un mensaje captado ayer por Charlie 22, señor. Es un código Gaimn Dai Jim, señor, o sea, a la Oficina Exterior del Gran Hombre.

El general asintió. Una comunicación directa del embajador Oshima a la casa militar del emperador del Japón.

—¿Lo han descifrado?

—Sí, señor.

—Pues ¿a qué espera, teniente? Abra la jodida cartera y léamelo.

El teniente extrajo un folio mecanografiado, que llevaba, escrito en rojo, la clasificación máximo secreto y el número dos, las copias autorizadas del documento. El embajador japonés en Berlín, Hiroshi Oshima, le comunicaba al emperador que durante una visita al cuartel general de Hitler se había enterado, extraoficialmente, de la existencia de una nueva arma secreta alemana.

El general Whitaker se había cortado. Un hilillo de sangre teñía el jabón; trató de restañarlo delicadamente con el dedo, pero la sangre volvía a brotar de la piel rasurada.

—¿Jericó, dice?

—Sí, señor, Jericó.

—Jericó, ¿eh? ¿De qué me suena Jericó?

—Es una ciudad de la Biblia, señor. Me he permitido buscar la cita, general. Está en el libro de Josué, capítulo sexto.

El teniente extrajo un papel del bolsillo de su guerrera y leyó: «Yavé dijo a Josué: Mira, yo pongo en tus manos a Jericó y a su rey. Vosotros, valientes guerreros, rodearéis la ciudad y daréis una vuelta alrededor durante siete días. El séptimo día, cuando suene la trompeta, el pueblo clamará y el muro de la ciudad se vendrá abajo. Y el pueblo se lanzará al asalto.»

—Jericó —masculló el general.

El general tomó el mensaje cifrado y volvió a leerlo como si en sus vagas palabras pudiera esconderse otro significado distinto. El mensaje japonés hablaba de una arma secreta decisiva. Los alemanes preparaban una operación Jericó. Una ciudad de la Biblia cuyas murallas se vinieron abajo.

—¿Y qué pasó en Jericó, teniente?

El teniente volvió a leer su papel: «Los guerreros escalaron la ciudad y se apoderaron de ella. Pasaron a cuchillo a todo lo que había en la ciudad: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, bueyes, ovejas y asnos.»

—Un programa estupendo —murmuró el general.

Le acababan de estropear la mañana.

—¿Hago las copias habituales, señor? —preguntó el teniente. Los asuntos importantes se comunicaban a dieciocho personas, entre ellas el presidente, en copias numeradas que viajaban en valijas cerradas.

El general lo pensó un poco mientras se restañaba la sangre del corte.

—No, nada de copias. Llame inmediatamente a la Casa Blanca y consígame una audiencia especial con el presidente.

Una hora después el general Douglas Whitaker se entrevistaba con el presidente Roosevelt en el despacho oval. El mensaje cifrado del embajador japonés en Berlín estaba sobre el escritorio del presidente.

—¿De dónde procede esta comunicación?

—De Charlie 22, señor presidente. Es una estación de escucha del Segundo Batallón de Trasmisiones de la Marina en las montañas de Eritrea, África.

—¿Tan lejos?

—Sí, señor presidente. Las montañas del desierto de Eritrea son un lugar excelente para interceptar las señales telegráficas entre Berlín y Tokio. Los mensajes radiados que la compañía Telefunken transmite desde Berlín se captan y repiten por dos relés intermedios, en Estambul y Bandung, antes de alcanzar Tokio. El Segundo Batallón de Transmisiones capta los que entran en Estambul y sus repeticiones vía Bandung. No se les escapa ninguno. La mayoría de los mensajes son comerciales y carecen de importancia, pero entre ellos van otros codificados de la embajada japonesa.

—Bien —asintió Roosevelt—, ¿y qué le sugiere este mensaje?

—Señor presidente, los alemanes pueden tener una arma secreta definitiva a la que denominan Jericó. Los analistas de inteligencia piensan que este nombre, tomado de la Biblia, podría sugerir algo sobre la naturaleza del arma. En la Biblia dice —el general sacó del bolsillo de la guerrera el papel y leyó—: «Tocaron las trompetas y el muro se vino abajo», y más adelante dice: «pasaron a cuchillo todo lo que había en la ciudad, hombres y mujeres»...

—...«jóvenes y viejos, bueyes, ovejas y asnos —completó la cita de memoria el presidente—. «Y prendieron fuego a la ciudad con todo lo que contenía.» Josué, capítulo sexto. ¿Qué te sugiere, Douglas?

El general Whitaker tragó saliva y se irguió solemnemente.

—Una arma secreta que aniquila a todo bicho viviente e incendia la ciudad. Me sugiere que los alemanes podrían tener entre manos algo parecido a nuestro Proyecto Manhattan, señor presidente.

Proyecto Manhattan. Así se llamaba en clave todo lo relacionado con la fabricación de la primera bomba atómica.

—Que Dios se apiade de nosotros si los alemanes tienen esa arma —reflexionó Roosevelt, volviendo a leer el mensaje del embajador japonés—. Creo que debemos informar a los británicos.

Londres, 7 de marzo de 1944

En Whitehall lloviznaba a ratos. Cuando escampaba descendía sobre la ciudad una niebla sucia con partículas de hollín en suspensión procedentes de las chimeneas de las fábricas que alimentaban noche y día la industria de la guerra.

Un coche negro y reluciente como un catafalco enfiló Oxford Road, y tras atravesar los distritos industriales, con sus siniestras naves fabriles de ladrillo oscuro y sus descampados de chatarra y escombros, salió a la verde y ondulada campiña. Desde el cómodo asiento trasero del automóvil, el comandante Kirkpatrick contempló la sucesión de suaves colinas cubiertas de hierba, las hazas cultivadas y los huertos familiares. La guerra parecería lejana si no fuera porque cada pocos kilómetros aparecía, en cualquier recodo del camino, un control militar de la Home Guard, veteranos de la Gran Guerra con viejos fusiles que se cuadraban marcialmente después de comprobar la identidad del pasajero. También se notaba en los jardincillos de las casas sembrados de patatas y coles, y en las trincheras y casamatas que de vez en cuando introducían una nota dramática en el idílico paisaje. Se hicieron dos años antes porque Inglaterra creyó que la invasión alemana era inminente y se preparó para defenderse. Ahora la amenaza de la invasión parecía definitivamente conjurada, las cosas comenzaban a irles mal a los alemanes. Por eso resultaba alarmante que hubieran fabricado una arma secreta, y más preocupante todavía que esa arma se llamara Jericó.

El comandante Kirkpatrick miró la cartera de cuero que guardaba el informe del Servicio de Inteligencia Norteamericano. El paisaje al otro lado de la ventanilla era muy hermoso, a pesar de los signos de la guerra que se veían por todas partes. Atravesaron un tupido bosque y al remontar una colina apareció ante ellos Hanbrook Mannor, el palacete campestre donde Churchill pasaba algunos fines de semana.

—No está mal instalado el viejo león —dijo el capitán Fletcher.

—Sí —concedió Kirkpatrick—, pero se trae el trabajo a casa.

Ellos eran el trabajo. Dos oficiales de la Inteligencia americana portadores de una misiva personal del presidente de los Estados Unidos.

Atravesaron el último control, donde un sargento les indicó el aparcamiento de los coches civiles, al otro lado del edificio. Rodearon la estupenda mansión dieciochesca de piedra y vieron los barracones de madera de las oficinas militares camuflados en un bosquecillo de robles.

Un mayordomo, con un chaleco de rayas, los hizo pasar a una salita decorada con apuntes de Turner y les ofreció un té. Al otro lado de la puerta dieciochesca, bellamente taraceada, clamó la voz malhumorada del premier.

—¡Déjese de ceremonias, Mortimer, y hágalos pasar inmediatamente!

Churchill hizo las presentaciones. En torno a la mesa de trabajo estaban Hasting Ismay, enlace de Estado Mayor de Churchill, sir Henry Evelyn Ridley, jefe de Oficina Estratégica; Stewart Menzies, director del MI-6; Cecil Caretaker, ilustre físico de Oxford reclutado por Churchill como especialista en fisión nuclear y otros dos desconocidos con uniformes de general.

—Creo que todos estamos muy ocupados —dijo Churchill—, así que le agradeceré que vaya directamente al grano, comandante.

El enviado del presidente de los Estados Unidos leyó el mensaje interceptado al embajador japonés en Berlín y transmitió la preocupación de su presidente.

—La referencia bíblica de Jericó —terminó— alude a una arma secreta que permitió a los israelitas derruir las defensas enemigas, matar a todos los habitantes de la ciudad y quemarla. Son exactamente las mismas previsiones del arma desarrollada por el Proyecto Manhattan. Eso es lo preocupante.

—¿El arma qué? —se extrañó uno de los generales que acompañaban a Churchill.

—La bomba atómica —explicó el premier, y dirigiéndose a los enviados americanos, aclaró—: el general Flint acaba de incorporarse a su cargo y todavía ignora lo referente al proyecto Manhattan. —Se volvió hacia el general y le dijo—: Nuestros aliados americanos están fabricando un artefacto explosivo de enorme capacidad, un artefacto que equivale a diez mil vagones de trilita.

La mandíbula del general se aflojó.

—¿Es posible?

Churchill asintió solemnemente

—Suficiente para borrar Berlín del mapa, con su periferia en treinta kilómetros a la redonda —añadió, sombrío.

—Y con efectos devastadores quizá en otros doscientos kilómetros —precisó Cecil Caretaker, el físico de Oxford—. Nosotros lo tenemos bastante avanzado, pero siempre cabe la posibilidad de que los alemanes se nos adelanten. La Institución Kaiser William de Berlín investiga la fisión nuclear desde hace años y Alemania extrae apreciables cantidades de uranio de las minas checas.

—¿Quién les ha soplado la idea? —se indignó el general Flint.

—Nadie se la ha soplado, Charles —explicó Churchill, lanzando una columna de humo—. En realidad, la idea de fabricar una bomba atómica procede de Alemania. Los usos militares de la fisión nuclear se comenzaron a estudiar hace años en el departamento que dirige el profesor Otto Hahn, en la Institución Kaiser William de Berlín. Nuestro equipo es más internacional y procede en parte de europeos huidos del fascismo, el nórdico Bohr, el italiano Fermi, el húngaro Szilard y la señora Lise Meitner, discípula destacada del propio Otto Hahn, que huyó de Alemania porque es judía, y su sobrino Otto Frisch.

—¿Significa eso que los hunos pueden conseguir esa bomba? —se alarmó el general Flint.

Churchill asintió, con lúgubre semblante.

—Sería terrible —añadió Menzies—, porque podrían hacerla estallar en Londres. Incluso podrían destruir Nueva York. Les resultaría fácil llevarla, más de doscientos barcos procedentes de países neutrales atracan cada día en sus muelles.

—Hasta ahora confiábamos en adelantarnos a los alemanes —reconoció Kirkpatrick—. Según nuestros cálculos, tardarían al menos dos años en construir su bomba por falta del agua pesada necesaria para su fabricación, pero la inminencia del proyecto Jericó podría indicar que han acortado los plazos.

—Si se nos adelantan perderemos la guerra, y si el mundo cae en manos de los nazis, que Dios se apiade de la humanidad —murmuró Churchill con expresión sombría. Después le ordenó al que estaba a su derecha—: Start, concede a este asunto prioridad absoluta.

Stewart Menzies, jefe del MI-6, el servicio secreto inglés, asintió gravemente.

Cuando terminó la reunión, los americanos entregaron a Churchill un mensaje personal de Roosevelt y se despidieron. En el aparcamiento, el general Flint comentaba sus dudas con Stewart Menzies.

—No sé, no acabo de entender que los alemanes lo hayan llamado Proyecto Jericó. Por la naturaleza de la explosión atómica hubiese sido más adecuado llamarlo Proyecto Sodoma, la ciudad destruida mediante una lluvia de fuego y azufre. ¿No te parece, Start?

—General, quizá hayan encontrado objetable llamarla Sodoma por las otras connotaciones de la palabra

—¿Qué connotaciones, amigo Start?

—Ya sabe, general: sodomitas, sodomizar y todo eso.

—Quizá —murmuró el general—; en cualquier caso, se llame Jericó, Sodoma o Manhattan, el que consiga primero esa bomba dominará el mundo.

—Me temo que sí.