Voces
Si algo no me gustaba de mi padre era esa voz de trueno que tenía cuando se enojaba. Golpeaba la mesa y gritaba: «¡No me voy a morir en esta miseria!» o «¡Todas las lonjas salen del mismo cuero!». Lanzaba esa y otras imprecaciones que le venían de un abuelo que yo no alcancé a conocer. Casi siempre agregaba un sonoro carajo y asentía con la cabeza. También solía decir que «Lo que natura non da Salamanca non presta», y a veces se exaltaba con una tira de Rico Tipo o un poema de Quevedo.
En ese tiempo ni siquiera conocíamos la televisión en aquellos parajes, y si alguien levantaba la voz los hombres del general lo hacían callar enseguida. Entonces mi padre gritaba de pura impotencia y por eso siempre me dio pena la gente que alza el tono para imponerse. Si no lo toreaban hablaba tan bajito que casi no se le oía. Recuerdo el día en que vinieron a interrogarlo. Se encerró en el escritorio con dos inspectores llegados de Buenos Aires y aunque yo me quedé al otro lado de la puerta apenas pude escuchar sus respuestas.
Trataba de no humillarse. Eran los tiempos de la caza de brujas y la ejecución de los Rosenberg en los Estados Unidos. Acá todo sucedía en un estilo más criollo. Perón perseguía a los rojos pero no había silla eléctrica ni tribunales como el del senador Joseph McCarthy. Socialistas y comunistas se quedaban sin trabajo y si insistían en pelear por un sindicato tarde o temprano los guardaban a la sombra.
A mediados de 1951 llegó a San Luis un porteñito de apellido Perco. Era tan pedante y pizpireta que pasaba por ser socialista de Palacios. A lo mejor no hacía más que imitarlo: lucía bigote afrancesado, se perfumaba como una señorita y a veces, los domingos, se lo veía pasear sin corbata por la vuelta del perro. Se decía que tenía un éxito bárbaro con las mujeres. Algo de eso había: una tarde me llevó en la camioneta de Obras Sanitarias y no sé con qué excusa estuvo media hora dando vueltas alrededor de la misma manzana. Por fin, a la hora de la siesta, aparece en el umbral la rubia esposa del peluquero Mazza, daba solfeo en el Conservatorio de señoritas. Salió con las carpetas de música y miró sobre el hombro, como si esperara a alguien.
Perco estacionó junto a la plaza, bajo la copa de un árbol y me dijo que lo esperara un rato, que tenía que llevarle algo a un amigo. Abrió un portafolios de cuero, revolvió entre los papeles y se fue con paso apurado a buscar a su rubia. Hacía tanto calor que bajé de la camioneta y fui a sentarme en un banco a releer el Rayo Rojo que llevaba en el bolsillo. Aquellos sobresaltos me marcaron la vida; los cuadritos del Fantasma Vengador y Perco con la rubia prohibida. ¿Qué le pasaría en el próximo capítulo a mi héroe de historieta? ¿Y si ahora, con este sol, se aparecía el peluquero Mazza empuñando un revólver?
Pensaba en eso cuando llegaron dos tipos con cara de policías. Eran los mismos que después iban a caer por casa a interrogar a mi padre. Los vi acercarse a la camioneta, abrir una puerta y revolver los papeles del portafolios. Nada más recuerdo de aquella tarde como no sea el carmín de ella en el bigote del porteño. Le avisé de la mancha y de los tipos y me dijo que lo olvidara, que eran viejas cuentas que arrastraba de Buenos Aires.
Esa breve explicación de rencores y lejanías me iluminó aquellas largas vacaciones de verano. Mi padre no simpatizaba con el forastero. Era joven y tenía muchas cosas que él había perdido en el camino. Para peor ostentaba un título de contador nacional y siempre llevaba bajo el brazo un libro que mi padre no había leído. Ahora me parece que sería de Maupassant o de Conrad, porque cada vez que venía a almorzar contaba maravillosas historias que fascinaban a mi madre y trastornaban la siesta de mi padre. Un día nos habló de unos escritores socialistas que ya no recuerdo y del portafolios sacó un ejemplar de Sur. Ya entonces el peronismo recelaba de los libros y Victoria Ocampo había pasado unas noches en la comisaría por alborotar la vía pública pero peor le había ido al comunista Alfredo Varela, el autor de El río oscuro, que estaba de veras entre rejas. Todo aquello parecía trágico y definitivo porque todavía era inimaginable que los libros se quemaran en público y la gente desapareciera para siempre.
Igual, no era tema para sacar en 1951 el de los escritores socialistas. Creo que mi padre se asustó porque ese gesto del porteño buscaba más complicidad que comprensión. Fue hasta la biblioteca y se puso a hojear un viejo Sinclair Lewis, que era uno de los pocos autores de ficción que tenía. Perco lo miró con una ironía algo insolente y cambió de conversación. Ahora me doy cuenta de que mi padre vivía con temor, que debe ser la peor manera de vivir. Dependía de un sueldo de empleado público para mantenernos a mi madre y a mí. Había gastado el entusiasmo de la juventud en los opacos años del general Justo y lo recuperó recién al final, cuando ya no le quedaba nada por perder. Así que ese día dejó que el porteño se fuera con la impresión de que él no estaba dispuesto a jugarse el puesto de sobrestante por una charla sobre literatura socialista.
Como lo vi preocupado le conté el encuentro de Perco con la profesora de música pero no quise decirle que le seguían los pasos. Lo de la rubia lo enfureció: era demasiado tímido para que esas cosas pudieran pasarle; a él y entonces la envidia se le subía a la cabeza. Muchas veces lo sorprendí mirando embobado a una chica, hablando en voz baja consigo mismo.
Lo que pasó la noche en que vinieron a interrogarlo lo recuerdo de manera oscura y fragmentaria. Fue después de la cena, poco antes de que empezaran las clases. Así como odiaba a nazis y fascistas, durante muchos años mi padre iba a desconfiar de todo lo que sonara a socialista y no fuera el Che Guevara. Hasta el final siguió creyendo en Sinclair Lewis, en la libre empresa y en el Parlamento que había idealizado por Lisandro de la Torre. Nunca mencionó aquel interrogatorio peronista aunque podría haberlo cotizado muy alto en tiempos de la Libertadora.
En verdad no estuvo tan sólido y coherente como Dashiell Hammett ante McCarthy, pero no tenía alma de buchón. Enseguida que se encerraron pegué la oreja a la puerta y escuché que los tipos se decían sumariantes de Obras Sanitarias. Preguntaron si Perco era tan apegado a los dineros de la repartición como a las mujeres de otros. «Consulten al gerente», contestó mi padre con tono glacial. Y así estuvo todo el tiempo. «Consulten al gerente», repetía, hasta que uno de ellos insinuó: «¿No será comunista el pibe ese?». Hubo un silencio en el que mi padre debía estar abriendo el tercer paquete de cigarrillos. Y de golpe inventó esto: «Nunca fueron mujeriegos los comunistas». Otro silencio y después una risa del interrogador: «¡Mierda que no! ¡Y drogadictos también!». Eso aflojó la tensión y las voces se distanciaron un poco. Hablaron vaguedades; Fanny Navarro, los Cinco Grandes y el Segundo Plan Quinquenal. Las pocas cosas que hacían la vida de los años peronistas. De pronto, el que menos había hablado endureció el tono: «Y usted, che, ¿se daría cuenta si un socialista viene a envenenarle el agua a la gente?». Mi padre no era rápido para la ironía. Se había formado con Sandrini, Ángel Vargas y el Patoruzú. Como el Peludo Yrigoyen, pensaba que era feo salir en los diarios. Escuché el ruido de una silla que se movía y el puñetazo contra la mesa, igual que cuando se enojaba con nosotros: «¡No le permito, pedazo de insolente! ¡Acá al último comunista lo tiramos a la pileta y todavía está nadando por ahí! ¡Afuera, vamos!».
Salieron en silencio, cerca de medianoche. No teníamos teléfono para llamar un taxi y se fueron a pie por el medio de la calle. Yo estaba en mi cuarto, con la luz apagada, tratando de buscarle un sentido a lo que había escuchado. Mi padre se quedó un rato en el escritorio sin música ni visitas. Después, mientras trataba de dormirme, oí que se encerraba en el baño, abría las canillas y tosía hasta ahogarse.
Esa semana estuvo insoportable y para evitarlo mi madre y yo nos metíamos en el cine de la otra cuadra. Unos meses después, a fines del otoño, el peluquero Mazza se apareció con una escopeta y sorprendió a su mujer en los brazos de Perco. No se habló de otra cosa aquel último año que pasamos en San Luis.