Escribí estos cuentos durante los mundiales de 1986 y para Página/12 e Il Manifesto de Roma. Así, en la concentración de Trígona, una noche conocí a Diego Maradona. Al comienzo fingí no interesarme en él con el propósito de lastimar su orgullo y ganarme su atención. Entonces, para impresionarme, se puso una naranja sobre la cabeza y la hizo bailar por todas las curvas del cuerpo sin que se cayera ni una sola vez. Por fin la atrapó y sin fijarse en mi le preguntó a su amigo Gianni Mina, que me había llevado con él: «Qué tal, ¿cuántas veces la toqué con el brazo?». Yo estaba embobado. «¡Nunca!», respondimos a coro. Maradona sonrió y dijo con voz de pícaro: «Sí, una vez, pero no hay referí en el mundo que pueda verme». Tenía tanta razón que me fui corriendo al hotel y escribí un cuento sobre el hijo de Butch Cassidy, cowboy, filósofo y arbitro de fútbol.