Llegó un día en que Eragon se acercó al claro que quedaba detrás de la cabaña de Oromis, se sentó en el tocón blanco pulido que había en el centro del hoyo lleno de musgo y -al abrir su mente para observar a las criaturas que lo rodeaban- no sólo sintió a los pájaros, las bestias y los insectos, sino también a las plantas del bosque.


Las plantas poseían un tipo de conciencia distinta de los animales: lenta, deliberada y descentralizada, pero a su manera tan consciente de su entorno como la del propio Eragon. El débil latido de la conciencia de las plantas bañaba la galaxia de estrellas que giraba tras sus ojos -en la que cada estrella brillante representaba una vida- con un fulgor suave y omnipresente. Hasta la tierra más estéril estaba llena de organismos; la tierra misma estaba viva y sentía.

La vida inteligente, concluyó Eragon, existía en todas partes.

Mientras se sumergía en los pensamientos y en las sensaciones de los seres que lo rodeaban, Eragon era capaz de alcanzar una paz interior tan profunda que, durante aquellos ratos, dejaba de existir como individuo. Se permitía convertirse en una no-entidad, un vacío, un receptáculo de las voces del mundo. Nada escapaba a su atención, pues su atención no estaba centrada en nada.

El era el bosque y sus habitantes.

«¿Será así como se sienten los dioses?», se preguntó al volver en sí.

Abandonó el claro, buscó a Oromis en la cabaña, se arrodilló ante él y dijo:

-Maestro, he hecho lo que me mandaste. He escuchado hasta que ya no oía nada.

Oromis dejó de escribir y, con expresión pensativa, miró a Eragon.

-Cuéntame.

Durante una hora y media, Eragon habló con gran elocuencia sobre todos los aspectos de las plantas y animales que poblaban el claro, hasta que Oromis alzó una mano y dijo:

-Me has convencido. Has oído todo lo que podía oírse. Pero ¿lo has entendido todo?

-No, Maestro.

-Así es como ha de ser. La comprensión llegará con la edad. Bien hecho, Eragon-fíniarel.

Bien hecho, desde luego. Si hubieras sido alumno mío en Ilirea, antes de que Galbatorix llegara al poder, ahora te graduarías tras el aprendizaje, se te consideraría miembro de pleno valor de nuestra orden y se te concederían los mismos derechos y privilegios que a los Jinetes mayores. -Oromis abandonó la silla con un empujón y se quedó de pie, balanceándose-.

Préstame tu hombro, Eragon, y ayúdame a salir. Las piernas traicionan mi voluntad.

Eragon se acercó deprisa a su maestro y sostuvo el peso del elfo mientras éste cojeaba hasta el arroyo que corría hacia el límite de los riscos de Tel'naeír.

-Ahora que has llegado a esta etapa de tu educación, te puedo enseñar uno de los mayores secretos de la magia, un secreto que tal vez no sepa ni el propio Galbatorix. Es tu mayor esperanza para igualar sus poderes. -La mirada del elfo se aguzó-. ¿Cuál es el coste de la magia, Eragon?

-La energía. Un hechizo exige la misma energía que se requeriría para completar la tarea por medios mundanos.

Oromis asintió.

-¿Y de dónde viene esa energía?

-Del cuerpo del hechicero. -¿Forzosamente?

La mente de Eragon se aceleró al cavilar las asombrosas implicaciones de la pregunta de Oromis. -¿Quieres decir que puede venir de otras fuentes?

-Eso es exactamente lo que ocurre cuando Saphira te ayuda con un hechizo.

-Sí, pero ella y yo compartimos una conexión única -objetó Eragon-. Nuestro vínculo es la razón que me permite usar su energía. Para hacerlo con alguien más, tendría que entrar…

Se quedó a media frase al darse cuenta de lo que perseguía Oromis.

-Tendrías que entrar en la conciencia del ser o de los seres que hubieran de procurar esa energía -dijo Oromis, completando el pensamiento de Eragon-. Hoy has demostrado que puedes hacer eso incluso con la forma de vida más minúscula. Ahora… -Se detuvo, se llevó una mano al pecho al tiempo que tosía, y luego continuó-: Quiero que extraigas una esfera de agua del arroyo usando sólo la energía que puedas obtener del bosque que te rodea.

-Sí, Maestro.

Cuando tendió su mente hacia las plantas y animales cercanos, Eragon sintió que la mente de Oromis rozaba la suya, pues el elfo contemplaba y juzgaba su progreso. Frunciendo el ceño para concentrarse, Eragon consiguió extraer la fuerza necesaria de su entorno y sostenerla dentro de sí mismo hasta que estuvo a punto para liberar la magia. -¡Eragon! ¡No uses mi fuerza! Bastante débil estoy ya.

Sorprendido, Eragon se dio cuenta de que había incluido a Oromis en su búsqueda.

-Lo siento, Maestro -dijo, arrepentido. Continuó el proceso, cuidándose de no absorber la vitalidad del elfo, y cuando estuvo listo, ordenó-: ¡Arriba!

Silenciosa como la noche, una esfera de agua de un palmo de diámetro se alzó desde el arroyo hasta que quedó flotando a la altura de los ojos de Eragon. Y aunque éste experimentaba la tensión que resultaba habitual en un esfuerzo tan intenso, el hechizo por sí mismo no le causaba la menor fatiga.

La esfera llevaba sólo un momento en el aire cuando una oleada de muerte recorrió a las criaturas menores con las que Eragon mantenía contacto. Una hilera de hormigas se quedó inmóvil. Un ratoncillo entró en el vacío al perder la energía necesaria para que su corazón siguiera latiendo. Innumerables plantas se marchitaron, se arrugaron y quedaron inertes como el polvo.

Eragon dio un respingo, horrorizado por lo que acababa de provocar. Dado su nuevo respeto por la santidad de la vida, aquel crimen le parecía horrendo. Y lo empeoraba el hecho de estar íntimamente ligado con todos aquellos seres cuya existencia llegaba a su fin; era como si él mismo muriera una y otra vez. Cortó el fluido de magia, permitiendo que la esfera de agua salpicara la tierra, se volvió hacia Oromis y rugió: -¡Tú sabías que pasaría esto!

Una expresión de profunda pena envolvió al anciano Jinete.

-Era necesario -replicó. -¿Era necesario que muriesen tantos?

-Era necesario que entendieras el terrible precio que se paga por usar esta clase de magia.

Las meras palabras no pueden trasladar la sensación de que se mueren aquellos con quienes compartes la mente. Tenías que experimentarlo por ti mismo.

-No lo volveré a hacer -prometió Eragon.

-Ni te hará falta. Si eres disciplinado, puedes obtener la fuerza sólo de plantas y animales que puedan permitirse la pérdida. No es práctico en la batalla, pero puedes hacerlo en las lecciones. -Oromis le hizo un gesto, y Eragon, temblando aún, permitió que el elfo se apoyara en él para regresar a la cabaña-. Ya ves por qué no se enseñaba esta técnica a los Jinetes más jóvenes. Si llegara a conocerla algún hechicero de mala voluntad, podría provocar una gran destrucción, sobre todo porque sería difícil detener a alguien capaz de reunir tanta fuerza.

De vuelta en la cabaña, el elfo suspiró, se dejó caer en su silla y juntó las yemas de los dedos. Eragon también se sentó.

-Si es posible absorber energía de… -agitó una mano en el aire- de la vida, ¿también lo es absorberla directamente de la luz, o del fuego, o de cualquier otra forma de energía?

-Ah, Eragon, si lo fuera, podríamos destruir a Galbatorix en un instante. Podemos intercambiar energía con otros seres vivos, podemos usar esa energía para mover nuestros cuerpos o para alimentar un hechizo, e incluso podemos almacenarla en ciertos objetos para usarla más adelante, pero no podemos asimilar las fuerzas fundamentales de la naturaleza.

La razón indica que se puede hacer, pero nadie ha conseguido crear un hechizo que lo haga posible.

Nueve días más tarde, Eragon se presentó de nuevo ante Oromis y dijo:

-Maestro, anoche se me ocurrió que ni tú ni los cientos de pergaminos élficos que he leído mencionáis vuestra religión. ¿En qué creéis los elfos?

La primera respuesta de Oromis fue un largo suspiro. Luego:

-Creemos que el mundo se comporta según ciertas leyes inviolables y que, mediante un esfuerzo persistente, podemos descubrir esas leyes y usarlas para predecir sucesos cuando se repiten las circunstancias.

Eragon pestañeó. Con eso no le había dicho lo que quería saber.

-Pero ¿qué adoráis? ¿O a quién?

-Nada. -¿Adoráis el concepto de la nada?

-No, Eragon. No adoramos nada.

La noción le era tan ajena que Eragon necesitó un rato para entender lo que quería decir Oromis. Los aldeanos de Carvahall no tenían una sola doctrina que lo dominara todo, pero sí compartían una serie de supersticiones y rituales, la mayoría de los cuales se referían a la protección contra la mala suerte. Durante su formación, Eragon se había ido dando cuenta de que la mayor parte de los fenómenos que los aldeanos atribuían a fuentes sobrenaturales eran de hecho procesos naturales, como cuando aprendió en sus meditaciones que las larvas se incubaban en los huevos de las moscas, en vez de surgir espontáneamente del polvo, como había creído hasta entonces. Tampoco le parecía que tuviera sentido ofrecer comida a los espíritus para que no se agriara la leche, al saber que ésta se agriaba precisamente por la proliferación de minúsculos organismos en el líquido. Aun así, Eragon seguía convencido de que fuerzas de otros mundos influían en éste de maneras misteriosas; una creencia que se había redoblado por su exposición a los enanos.

-Entonces, ¿de dónde creéis que viene el mundo, si no lo crearon los dioses? -¿Qué dioses, Eragon?

-Vuestros dioses, los de los enanos, los nuestros… Alguien lo habrá creado.

Oromis enarcó una ceja.

-No estoy necesariamente de acuerdo contigo. Pero sea como fuere, no puedo demostrar que los dioses no existen. Tampoco puedo probar que el mundo y todo lo que existe no fueracreado por alguna o algunas entidades en un pasado lejano. Pero puedo decirte que en los milenios que llevamos los elfos estudiando la naturaleza, nunca hemos presenciado una situación en la que se rompieran las leyes que gobiernan el mundo. Es decir, nunca hemos visto un milagro. Muchos sucesos han desafiado nuestra capacidad para explicarlos, pero estamos convencidos de que fracasamos porque ignoramos lamentablemente el universo, y no porque una deidad haya alterado las obras de la naturaleza.

-Un dios no tendría que alterar la naturaleza para cumplir su voluntad -afirmó Eragon-.

Podría hacerlo dentro de un sistema que ya existe… Podría usar la magia para afectar a esos sucesos.

Oromis sonrió.

-Muy cierto. Pero pregúntate esto, Eragon: si existen los dioses, ¿han sido buenos custodios de Alagaésia? La muerte, la enfermedad, la pobreza, la tiranía y otras desgracias incontables asolan la tierra. Si ésta es la obra de seres divinos, entonces hay que rebelarse contra ellos y destronarlos, en vez de rendirles obediencia, homenajes y reverencias.

-Los enanos creen… -¡Exacto! Los enanos creen. Cuando se trata de ciertos asuntos, prefieren confiar en la fe que en la razón. Incluso se sabe que ignoran hechos probados que contradicen sus dogmas. -¿Por ejemplo? -preguntó Eragon.

-Los sacerdotes enanos usan el coral como prueba de que la piedra está viva y puede crecer, lo cual corrobora también su historia de que Helzvog formó la raza de los enanos a partir del granito. Pero nosotros los elfos descubrimos que el coral es de hecho un exoesqueleto secretado por animales minúsculos que viven en su interior. Cualquier mago puede sentir a esos animales si abre su mente. Se lo explicamos a los enanos, pero ellos se negaron a creerlo y dijeron que la vida que nosotros sentíamos reside en todas las clases de piedras, aunque se supone que sólo sus sacerdotes son capaces de detectar esa vida en las piedras de tierra adentro.

Durante un largo rato Eragon miró por la ventana y dio vueltas a las palabras de Oromis.

-Entonces, no creéis en la vida después de la muerte.

-Según lo que me dijo Galder, eso ya lo sabías.

-Y no esperáis mucho de los dioses.

-Sólo damos crédito a aquello cuya existencia podemos demostrar. Como no encontramos pruebas de que los dioses, los milagros y otras cosas sobrenaturales sean reales, no nos perocupamos de ellos. Si eso cambiara, si Helzvog se nos revelara, entonces aceptaríamos esa nueva información y revisaríamos nuestra posición.

-El mundo parece frío si no hay… algo más.

-Al contrario -dijo Oromis-, es un mundo mejor. Un lugar en el que somos responsables de nuestras acciones, en el que podemos ser buenos con los demás porque queremos y porque es lo que debe hacerse, en vez de portarnos bien por miedo a la amenaza del castigo divino. No te diré qué debes creer, Eragon. Es mucho mejor aprender a pensar con espíritu crítico y que luego se te permita tomar tus propias decisiones, que imponerte nociones ajenas. Me has preguntado por nuestra religión, y te he contestado la verdad. Haz con ella lo que quieras.

La conversación -sumada a sus preocupaciones anteriores-dejó a Eragon tan inquieto que le costó concentrarse en sus estudios durante los días siguientes, incluso cuando Oromis empezó a enseñar a cantar a las plantas, algo que Eragon anhelaba aprender.

Reconoció que sus propias experiencias ya lo habían impulsado a adoptar una actitud más escéptica; en principio, estaba de acuerdo con buena parte de lo que había dicho Oromis.

El problema al que se enfrentaba, sin embargo, era que si los elfos tenían razón, eso significaba que casi todos los humanos y los enanos se engañaban, cosa que a Eragon le costaba aceptar. «No puede ser que tanta gente se equivoque», insistía en repetirse.

Cuando le preguntó a Saphira, ella dijo:

A mí me importa poco, Eragon. Los dragones nunca han creído en un poder superior. ¿Por qué íbamos a hacerlo, si los ciervos y otras presas consideran que el poder superior somos nosotros? -Eragon se rió-. Pero no ignores la realidad para consolarte, pues cuando lo haces, facilitas que también los demás te engañen.

Esa noche, las incertidumbres de Eragon estallaron mientras experimentaba sueños que recorrían su mente airados como un oso herido, arrancando imágenes de sus recuerdos y mezclándolas con tal clamor que se sintió como si lo hubieran transportado a la confusión de la batalla de Farthen Dür.

Vio a Garrow muerto en la casa de Horst, luego a Brom muerto en la cueva solitaria de arena y después el rostro de Angela, la herbolaria, que le susurraba: «Ten cuidado, Argetlam, la traición está clara. Y vendrá de tu familia. ¡Vigila, Asesino de Sombras!». Luego el cielo rojizo se rasgaba y Eragon se encontraba ante los dos ejércitos de la premonición que había experimentado en las Beor. Los flancos de guerreros se enfrentaban en un campo naranja y amarillo, acompañados por los agudos gritos de los cuervos y el silbido de las flechas negras. La tierra misma parecía arder; llamas verdes brotaban de agujeros calcinados que moteaban la tierra, chamuscando los cuerpos destrozados que dejaban los ejércitos tras su paso. Oyó el rugido de una bestia gigante que en lo alto apare…

Eragon se incorporó de un salto en la cama y manoteó el collar de los enanos, que le ardía en el cuello. Se protegió la mano con la túnica, tiró del martillo para apartarlo de la piel y luego se quedó sentado esperando en la oscuridad, con el corazón desbocado por la sorpresa.

Sintió que se le iban las fuerzas mientras el hechizo de Gannel frustraba a quienquiera que estuviera intentando invocarlo a él y a Saphira. Se preguntó una vez más si el propio Galbatorix estaría tras aquel embrujo, o si era alguno de los magos aficionados del rey.

Eragon frunció el ceño y soltó el martillo al notar que el metal volvía a enfriarse. «Está pasando algo. Eso sí lo sé, y ya hace tiempo, igual que Saphira.» Demasiado inquieto para regresar a aquel estado parecido al trance que había sustituido al sueño, salió de la habitación sin despertar a Saphira y subió la escalera de caracol que llevaba al estudio. Una vez allí, destapó una antorcha blanca y leyó una epopeya de Analísia hasta el amanecer, con la intención de calmarse.

Justo cuando Eragon apartaba el pergamino, Blagden llegó volando al portal abierto en la pared del este y, con un revoloteo, aterrizó en una esquina del escritorio tallado. El cuervo blanco fijó sus ojos como piedras en Eragon y grajo: -¡Wyrda!

Eragon inclinó la cabeza.

-Y que las estrellas cuiden de ti, maestro Blagden.

El cuervo se acercó dando saltitos. Inclinó la cabeza a un lado, soltó una tos perruna como si se aclarara la garganta y luego recitó con su voz ronca:

Por mi pico y mis huesos,

Mi piedra ennegrecida Ve grajos y ladronesY arroyos ensangrentados. -¿Qué significa eso? -preguntó Eragon.

Blagden se encogió y repitió los versos. Como Eragon seguía exigiéndole una explicación, el pájaro alborotó las plumas con aspecto decepcionado y cloqueó:

-El hijo sale al padre; los dos ciegos como murciélagos. -¡Espera! -exclamó Eragon, poniéndose en pie de un salto-. ¿Conoces a mi padre? ¿Quién es?

Blagden volvió a cloquear. Esta vez parecía que se riera.

Aunque dos puedan compartir dos Y uno de los dos sea ciertamente uno, Uno puede ser dos. -¡Un nombre, Blagden, dame un nombre!

Como el cuervo permanecía en silencio, Eragon activó su mente con la intención de sonsacar aquella información de los recuerdos del pájaro.

Sin embargo, Blagden era demasiado astuto. Tras aullar «¡Wyrda!», dio un salto hacia delante, atrapó la brillante tapa de cristal de un tintero y se alejó a toda prisa con el trofeo en el pico. Desapareció de la vista de Eragon antes de que éste pudiera lanzar un hechizo para obligarlo a volver.

A Eragon se le hizo un nudo en el estómago mientras intentaba descifrar las dos adivinanzas de Blagden. Nunca había esperado oír que se mencionara a su padre en Ellesméra. Al fin, murmuró:

-Ya vale.

«Luego buscaré a Blagden y le arrancaré la verdad. Pero ahora mismo… Para despreciar estos portentos, tendría que ser medio tonto.»

Se puso en pie de un salto, bajó corriendo la escalera, despertó con su mente a Saphira y le contó lo que había ocurrido durante la noche. Tras sacar el espejo del baño que usaba para afeitarse, se sentó entre las dos zarpas delanteras de Saphira para que ella pudiera mirar por encima de su cabeza y ver lo mismo que él.

A Arya no le gustará que nos metamos en su intimidad -advirtió Saphira.

Necesito saber si está a salvo.

Saphira lo aceptó sin discutir. ¿Cómo la vas a encontrar? Dijiste que cuando la encarcelaron, erigió barreras que, igual que tu collar, impiden que nadie la invoque.

Si logro invocar a la gente que está con ella, tal vez consiga deducir cómo está Arya.

Eragon se concentró en una imagen de Nasuada, pasó una mano por encima del espejo y murmuró la frase tradicional:

-Ojos del sueño.

El espejo emitió un resplandor y se volvió blanco, salvo en la parte en que se veía a nueve personas sentadas en torno a una mesa invisible. Entre ellos, Eragon reconoció a Nasuada y a los miembros del Consejo de Ancianos. Pero no consiguió identificar a una niña que merodeaba detrás de Nasuada. Eso lo desconcertó, pues un mago sólo podía invocar cosas que ya hubiera visto antes, y Eragon estaba seguro de no haberle puesto nunca los ojos encima a aquella niña. Se olvidó de ella, sin embargo, al percatarse de que los hombres, e incluso Nasuada, estaban armados para la batalla.

Oigamos lo que dicen -sugirió Saphira.

En cuanto Eragon hizo las alteraciones necesarias en su hechizo, la voz de Nasuada emanó del espejo: -… y la confusión nos destruirá. Nuestros guerreros sólo pueden permitirse tener un general en este conflicto. Decide tú quién va a ser, Orrin, y hazlo rápido.

Eragon oyó un suspiro desmayado:

-Como desees; el cargo será para ti.

-Pero señor, no tiene ninguna experiencia.

-Ya basta, Irwin -ordenó el rey-. Tiene más experiencia en la guerra que nadie de Surda. Y los vardenos son la única fuerza que ha derrotado a uno de los ejércitos de Galbatorix. Si Nasuada fuera un general de Surda, lo cual admito que resultaría bastante peculiar, no dudarías en proponerla para ese cargo. Me encantará ocuparme de los problemas de autoridad, si es que más adelante se producen, pues eso significará que sigo en pie y no estoy acostado en mi tumba. Como están las cosas, es tal nuestra inferioridad numérica que me temo que estamos condenados, salvo que Hrothgar llegue a nosotros antes de que se acabe esta semana.

Bueno, dónde está ese maldito pergamino de la caravana de provisiones. Ah, gracias, Arya.

Tres días más sin…

A partir de entonces, la conversación se centró en la escasez de cuerdas para arcos, una discusión de la que Eragon no pudo obtener ninguna información útil, de modo que puso fin al hechizo. El espejo se aclaró y Eragon se encontró ante su propio rostro.

Está viva -murmuró. Su alivio quedó oscurecido, sin embargo, por el significado de todo lo que acababa de oír.

Saphira lo miró.

Nos necesitan.

Sí. ¿Por qué no nos ha dicho nada de esto Oromis? Seguro que lo sabe.

Tal vez quiera evitar que interrumpas tu formación.

Preocupado, Eragon se preguntó qué otras cosas importantes estarían ocurriendo en Alagaésia sin saberlo él. Roran. Con una punzada de dolor, Eragon se dio cuenta de que habían pasado dos semanas desde la última vez que pensara en su primo, y aún más desde que lo invocara de camino a Ellesméra.

Tras una orden de Eragon, el espejo mostró dos figuras de pie ante un fondo de pura blancura. A Eragon le costó un largo rato reconocer que Roran era el hombre de la derecha.

Llevaba ropas ajadas por el viaje, un martillo encajado en el cinto, una larga barba oscurecía su rostro y tenía una expresión angustiada que mostraba su desesperación. A su izquierda estaba Jeod. Ambos hombres subían y bajaban, al ritmo de un tronar de olas que enmascaraba su conversación. Al cabo de un rato Roran se dio la vuelta y se puso a recorrer lo que Eragon supuso que sería la cubierta de un barco, y aparecieron a la vista docenas de aldeanos. ¿Dónde están? ¿Y por qué está Jeod con ellos? -preguntó Eragon, perplejo.

Alterando la magia, invocó en una rápida sucesión las imágenes de Teirm -se sorprendió al ver que los muelles de la ciudad estaban destruidos-, Therinsford, la vieja granja de Garrow y luego Carvahall; en ese momento Eragon soltó un grito de lástima.

El pueblo había desaparecido.

Todos los edificios, hasta la magnífica casa de Horst, estaban quemados hasta el suelo.

Carvahall ya no era más que una mancha de hollín junto al río Añora. Los únicos habitantes que quedaban eran cuatro lobos que merodeaban entre los restos.

El espejo resbaló entre las manos de Eragon y se partió en el suelo. Se apoyó en Saphira, con lágrimas ardientes en los ojos, originadas por el dolor de su casa perdida. El pecho de Saphira emitió un grave murmullo y la dragona le acarició un brazo con el lado del morro, envolviéndolo en una cálida manta de comprensión.

Consuélate, pequeñajo. Al menos tus amigos siguen vivos.

Eragon se estremeció y sintió que un duro núcleo de determinación prendía en su vientre.

Llevamos demasiado tiempo secuestrados del mundo. Ha llegado la hora de abandonar Ellesméra y enfrentarnos a nuestro destino, sea cual sea. De momento, Roran deberá cuidar de sí mismo, pero los vardenos… A los vardenos sí podemos ayudarlos. ¿Ha llegado la hora de luchar, Eragon? -preguntó Saphira, con un extraño toque de formalidad en la voz.

Eragon sabía lo que quería decir: ¿había llegado la hora de desafiar abiertamente al Imperio, la hora de matar y arrasar hasta el límite de sus considerables capacidades, la de liberar hasta la última gota de su ira hasta que tuvieran a Galbatorix muerto ante ellos? ¿Había llegado la hora de comprometerse en una campaña que tardaría decenios en resolverse?

Ha llegado la hora.