Había caído la noche sobre los Llanos Ardientes. El techo de humo opaco tapaba la luna y las estrellas y sumía la tierra en una oscuridad profunda, rota sólo por el hosco brillo de alguna fumarola esporádica y por los miles de antorchas que habían encendido ambos ejércitos. Desde la posición de Eragon, cerca de la primera línea de los vardenos, el Imperio parecía un denso nido de luces naranjas temblorosas, grande como una ciudad.


Mientras ataba la última pieza de la armadura de Saphira a su cola, Eragon cerró los ojos para mantener mejor el contacto con los magos de Du Vrangr Gata. Tenía que aprender a ubicarlos al instante; su vida podía depender de su capacidad para comunicarse con ellos de manera rápida y oportuna. A su vez, los magos tenían que aprender a reconocer el contacto de su mente para no bloquearlo cuando necesitara su ayuda.

Eragon sonrió y dijo:

-Hola, Orik.

Al abrir los ojos, vio al enano trepando la pequeña roca en que se habían sentado él y Saphira. Orik, con su armadura completa, llevaba su arco de cuerno de úrgalo en una mano.

Orik se agachó junto a Eragon, se secó la frente y meneó la cabeza. -¿Cómo has sabido que era yo? Estaba protegido.

Cada conciencia produce una sensación distinta -explicó Saphira-. Igual que dos voces distintas nunca suenan igual.

-Ah.

Eragon preguntó: -¿Qué te trae por aquí?

Orik se encogió de hombros.

-Se me ha ocurrido que tal vez apreciarías un poco de compañía en esta noche amarga.

Sobre todo porque Arya tiene otros planes y en esta batalla no tienes a Murtagh a tu lado.

«Ojalá lo tuviera», pensó Eragon. Murtagh había sido el único humano capaz de igualar la habilidad de Eragon con la espada, al menos antes del Agaetí Blódhren. Entrenarse con él había sido uno de los pocos placeres del tiempo que habían pasado juntos. «Me hubiera encantado pelear contigo de nuevo, viejo amigo.»

Al recordar cómo había muerto Murtagh -arrastrado bajo tierra por los úrgalos en Farthen Dür-, Eragon se vio obligado a enfrentarse a una verdad aleccionadora: por muy buen guerrero que fuera, muy a menudo el puro azar dictaminaba quién moría y quién sobrevivía en la guerra.

Orik debió de percibir su estado de ánimo, pues palmeó a Eragon en la espalda y dijo:

-Te irá bien. Imagina cómo deben de sentirse esos soldados, sabiendo que dentro de poco tendrán que enfrentarse a ti.

Eragon volvió a sonreír agradecido.

-Me alegro de que hayas venido.

A Orik se le sonrojó la punta de la nariz, bajó la mirada y rodó el arco entre sus nudosas manos.

-Ah, bueno -gruñó-. A Hrothgar no le gustaría nada que yo permitiera que te pasara algo.

Además, ahora somos hermanos adoptivos, ¿eh?

A través de Eragon, Saphira preguntó: ¿Qué pasa con los otros enanos? ¿No están bajo tu mando?

Una chispa brilló en los ojos de Orik.

-Vaya, claro que sí. Y se unirán a nosotros dentro de poco. Como Eragon es miembro del Dürgrimst Ingeitum, es justo que nos enfrentemos juntos al Imperio. Así, vosotros dos no seréis tan vulnerables; podréis concentraros en descubrir a los magos de Galbatorix en vez de defenderos de ataques constantes.

-Buena idea. Gracias. -Orik gruñó su reconocimiento. Luego Eragon preguntó-: ¿Qué opinas de Nasuada y los úrgalos?

-Ha elegido bien. -¡Estás de acuerdo con ella!

-Sí. Me gusta tan poco como a ti, pero estoy de acuerdo.

Tras eso los envolvió el silencio. Eragon se sentó apoyado en Saphira y contempló al Imperio, al tiempo que se esforzaba por evitar que su creciente ansiedad lo abrumara. Los minutos se arrastraban. Para él, la interminable espera anterior a la batalla era tan estresante como la lucha misma. Engrasó la silla de Saphira, se limpió el polvo del jubón y reemprendió la tarea de familiarizarse con las mentes de Du Vrangr Gata, cualquier cosa con tal de pasar el tiempo.

Al cabo de una hora se detuvo al percibir que dos seres se acercaban, cruzando la tierra de nadie. «¿Angela? ¿Solembum?» Perplejo y asustado, despertó a Orik, que se había adormilado, y le dijo lo que acababa de descubrir.

El enano frunció el ceño y sacó el hacha del cinto.

-Sólo he visto a la herbolaria un par de veces, pero no me parece la clase de persona que podría traicionarnos. Los vardenos la han acogido entre ellos desde hace decenios.

-Aun así, deberíamos averiguar qué estaba haciendo -dijo Eragon.

Se abrieron paso juntos entre el campamento para interceptar al dúo cuando se acercaran a las fortificaciones. Pronto apareció Angela trotando bajo la luz, con Solembum a sus pies.

La bruja iba envuelta en una capa oscura hasta los pies que le permitía fundirse con el paisaje moteado. Mostrando una sorprendente presteza, fuerza y flexibilidad, trepó los abundantes parapetos que habían instalado los enanos, pasando de una estaca a la siguiente, saltando las trincheras y corriendo finalmente por la rampa que bajaba a la ladera pronunciada del último terraplén hasta detenerse, boqueando, junto a Saphira.

Angela se echó atrás la capucha de la capa y les dedicó una brillante sonrisa. -¡Un comité de bienvenida! Qué atentos.

Mientras ella hablaba, el hombre gato temblaba de los pies a la cabeza, con el lomo erizado. Luego su silueta se difuminó como si la vieran a través de una nube de vapor y se disolvió una vez más para convertirse en la figura desnuda de un muchacho de pelo desordenado. Angela metió una mano en su bolso de cuero y le pasó a Solembum una túnica y unos bombachos, junto con la pequeña daga negra que solía usar para la lucha. -¿Qué hacíais ahí? -preguntó Orik, con una mirada de suspicacia.

-Bueno, un poco de esto y un poco de lo otro.

-Creo que es mejor que nos lo digas -terció Eragon.

El rostro de Angela se endureció.

-Ah, ¿sí? ¿Acaso no te fías de Solembum y de mí?

El hombre gato mostró sus dientes afilados.

-La verdad es que no -admitió Eragon, aunque con una leve sonrisa.

-Eso está bien -contestó Angela. Le dio una palmada en la mejilla-. Así vivirás más.

Bueno, si has de saberlo, estaba haciendo todo lo posible por derrotar al Imperio, sólo que mis métodos no consisten en gritar y correr por ahí con una espada. -¿Y cuáles son exactamente tus métodos? -gruñó Orik.

Angela se detuvo para recoger la capa en un grueso fardo que luego metió en el bolso.

-Prefiero no decirlo; quiero que sea una sorpresa. No tendréis que esperar mucho para descubrirlo; empezará dentro de unas horas.

Orik se mesó la barba. -¿El qué empezará? Si no puedes darnos una respuesta clara, tendremos que llevarte ante Nasuada. A lo mejor ella consigue que tengas algo de sentido común.

-No sirve de nada arrástrame ante Nasuada -dijo Angela-. Ella me dio permiso para cruzar las líneas.

-O eso dices -la retó Orik, cada vez más beligerante.

-Eso digo yo -anunció Nasuada, acercándose por detrás, tal como había previsto Eragon.

También se había dado cuenta de que la acompañaban cuatro kull, uno de los cuales era Garzhvog. Con cara de pocos amigos, se volvió para encararlos y no trató de disimular la rabia que le provocaba la presencia de los úrgalos.

-Señora -murmuró Eragon.

Orik no se contuvo tanto: dio un salto atrás con un sonoro juramento y agarró el hacha de guerra. Enseguida se dio cuenta de que nadie lo atacaba y dirigió a Nasuada un lacónico saludo. Pero su mano nunca soltó el mango del arma y sus ojos no abandonaron a los enormes úrgalos. Angela no parecía tener esa clase de inhibiciones. Saludó a Nasuada con el debido respeto y luego se dirigió a los úrgalos en su propio y brusco idioma, y éstos contestaron con evidente placer.

Nasuada se llevó a Eragon a un lado para que pudieran tener cierta intimidad. Entonces le dijo:

-Necesito que dejes de lado por un momento tus sentimientos y juzgues lo que estoy a punto de decirte con la lógica y la razón. -Él asintió, con la cara rígida-. Bien. Estoy haciendo todo lo que puedo para asegurarnos de no perder mañana. Sin embargo, no importa si luchamos bien, si yo dirijo bien a los vardenos o incluso si avasallamos al Imperio, si a ti -le golpeó el pecho con un dedo- te matan. ¿Lo entiendes? -Eragon asintió de nuevo-. No puedo hacer nada para protegerte si comparece Galbatorix; en ese caso, te enfrentarás con él a solas.

Du Vrangr Gata supone para él una amenaza tan pequeña como para ti, y no permitiré que sean erradicados sin una razón.

-Siempre he sabido -dijo Eragon- que me enfrentaría a Galbatorix solo, aunque con Saphira.

Una triste sonrisa asomó a los labios de Nasuada. Parecía muy cansada a la luz temblorosa de la antorcha.

-Bueno, no hay ninguna razón para inventarse problemas donde no los hay. Puede que Galbatorix ni siquiera esté aquí. -Sin embargo, no parecía creer sus propias palabras-. En cualquier caso, al menos puedo evitar que te claven una espada en las tripas. He oído lo que pretendían hacer los enanos y se me ha ocurrido que podía mejorar el concepto. Le he pedido a Garzhvog y a tres de sus carneros que sean tus guardas, siempre que estuvieran de acuerdo, como así ha sido, en permitir que examines sus mentes para descartar la traición.

Eragon se puso rígido.

-No puedes esperar que pelee con esos monstruos al lado. Además, ya he aceptado la oferta de los enanos para defendernos a Saphira y a mí. Si los rechazara a favor de los úrgalos, se lo tomarían mal.

-Entonces, que te protejan todos -replicó Nasuada. Lo miró a la cara durante un largo rato, en busca de algo que él pudiera estar callando-. Ah, Eragon. Esperaba que fueras capaz de mirar más allá del odio. ¿Qué harías tú en mi situación? -La reina suspiró, y él guardó silencio-. Si alguien tiene razones para guardar rencor a los úrgalos, soy yo. Mataron a mi padre. Sin embargo, no puedo permitir que eso interfiera con la decisión de lo que más conviene a los vardenos… Al menos, pregúntale a Saphira qué opina antes de decir sí o no.

Puedo ordenarte que aceptes la protección de los úrgalos, pero preferiría no hacerlo.

Te estás portando como un tonto -observó Saphira sin que nadie le preguntara. ¿Te parece una tontería que no quiera tener a los úrgalos a mis espaldas?

No, es una tontería rechazar ayuda, venga de quien venga, en nuestra situación actual. Piensa. Ya sabes lo que haría Oromis, y lo que diría. ¿No te fías de su juicio?

No puede tener razón en todo -dijo Eragon.

Eso no es un argumento… Piénsalo bien, Eragon, y dime si estoy diciendo la verdad. Sabes el camino correcto. Me decepcionaría que no pudieras obligarte a tomarlo.

La presión de Saphira y de Nasuada no hizo sino aumentar las reticencias de Eragon. Sin embargo, sabía que no tenía otra opción.

-De acuerdo, dejaré que me defiendan, pero sólo si no encuentro en sus mentes nada sospechoso. ¿Me prometes que, después de esta batalla, no me harás trabajar nunca más con los úrgalos?

Nasuada negó con la cabeza.

-No puedo hacerlo, porque tal vez perjudicaría a los vardenos. -Hizo una pausa y añadió-:

Ah, otra cosa, Eragon… -¿Sí, mi señora?

-En el caso de que yo muriera, te he escogido como sucesor. Si eso ocurre, sugiero que confíes en los consejos de Jórmundur. Tiene más experiencia que los demás miembros del Consejo de Ancianos. Y espero que pongas el bienestar de tus súbditos por encima de cualquier otra cosa. ¿Está claro, Eragon?

El anuncio lo cogió por sorpresa. Nada significaba más para él que los vardenos.

Ofrecerle su mando era el mayor acto de confianza que Nasuada podía mostrarle. Su confianza lo conmovió y lo llenó de humildad; inclinó la cabeza.

-Me esforzaría por ser tan buen líder como lo habéis sido tú y Ajihad. Es un honor, Nasuada.

-Sí, lo es.

Le dio la espalda y se reunió con los otros.

Todavía abrumado por la revelación de Nasuada, y con la rabia templada por la misma razón, Eragon caminó despacio hacia Saphira. Estudió a Garzhvog y a los demás úrgalos con la intención de deducir su estado de ánimo, pero sus rasgos eran tan distintos de aquellos a los que estaba acostumbrado que no pudo distinguir más que las emociones más básicas.

Tampoco pudo encontrar dentro de sí mismo ninguna empatía hacia ellos. Para él, eran bestias salvajes dispuestas a matarlo a la menor ocasión, incapaces de mostrar amor, amabilidad o incluso verdadera inteligencia. En resumen, eran seres inferiores.

En las honduras de su mente, Saphira susurró:

Estoy segura de que Galbatorix tiene la misma opinión.

Y por buenas razones -gruñó él, con la intención de sorprenderla. Luego contuvo su repulsión y dijo en voz alta-: Nar Garzhvog, me han dicho que los cuatro aceptáis que entre en vuestras mentes.

-Así es, Espada de Fuego. La Acosadora de la Noche nos ha dicho que era necesario. Es un honor que se nos permita batallar junto a un guerrero tan poderoso, que tanto ha hecho por nosotros. -¿A qué te refieres? He matado a muchos de los vuestros.

Algunos fragmentos sueltos de uno de los pergaminos de Oromis se interpusieron en la memoria de Eragon. Recordó haber leído que los úrgalos, tanto los machos como las hembras, determinaban su rango en la sociedad por medio del combate y que era esa práctica, por encima de cualquier otra, la que había provocado tantos conflictos entre los úrgalos y las demás razas. Y eso, advirtió, significaba que si admiraban sus proezas en la batalla, tal vez le hubieran concedido el mismo rango que a sus líderes de guerra.

-Al matar a Durza, nos libraste de su control. Estamos en deuda contigo, Espada de Fuego. Ninguno de nuestros carneros te desafiará, y si visitas nuestras estancias, tú y el dragón Lengua en Llamas seréis bienvenidos como si no fuerais extraños.

Aquella gratitud era la última respuesta que había esperado Eragon, y la que menos preparado estaba para contemplar. Incapaz de pensar otra cosa, dijo:

-No lo olvidaré. -Repasó a los demás úrgalos con la mirada y luego regresó a Garzhvog y sus ojos amarillos-. ¿Estás listo?

-Sí, Jinete.

Al buscar el contacto con la conciencia de Garzhvog, Eragon recordó cómo habían intentado invadir la suya los gemelos cuando entró en Farthen Dür por primera vez. Despejó esa observación para sumergirse en la identidad del úrgalo. La naturaleza de su búsqueda -alguna intención malévola que pudiera permanecer escondida en el pasado de Garzhvogobligaba a Eragon a examinar años de recuerdos. Al contrario que los gemelos, Eragon evitó hacer daño deliberadamente, pero tampoco se excedió en gentilezas. Notó que Garzhvog daba algún respingo ocasional de incomodidad. Igual que las de los enanos y los elfos, la mente de los úrgalos poseía elementos distintos de la de los humanos. Su estructura ponía el énfasis en la rigidez y en la jerarquía -como resultado de la organización tribal de los úrgalos-, pero parecía burda y cruda, brutal y astuta: la mente de un animal salvaje.

Aunque no hizo ningún esfuerzo por averiguar nada de Garzhvog como individuo, Eragon no pudo evitar absorber fragmentos de la vida del úrgalo. Éste no ofreció resistencia.

Al contrario, parecía ansioso por compartir sus experiencias, por convencer a Eragon de que los úrgalos no eran sus enemigos natos.

No podemos permitirnos que se alce otro Jinete con la intención de destruirnos -le dijo GarzhvogMira bien, Espada de Fuego, y comprueba si de verdad somos tan monstruosos como nos consideras tú…

Fueron tantas las sensaciones e imágenes que vibraron entre ellos, que Eragon casi perdió la pista: la infancia de Garzhvog con otros miembros de su raza en una aldea destartalada erigida en el corazón de las Vertebradas; su madre cepillándolo con un peine de cuerno y cantándole una canción suave; el aprendizaje para cazar ciervos y otras presas con las manos desnudas; la manera de crecer y crecer hasta que se hacía evidente que la vieja sangre seguía fluyendo por sus venas e iba a alcanzar más de dos metros y medio para convertirse en un kull; las docenas de desafíos que había propuesto, aceptado y ganado; aventurarse fuera de la aldea para obtener renombre, gracias al cual poder aparearse, y el aprendizaje gradual delodio, la desconfianza y el miedo -sí, miedo- a un mundo que había condenado a su raza; la lucha en Farthen Dür; el descubrimiento de que su única esperanza para una vida mejor era abandonar las viejas diferencias, entablar amistad con los vardenos y ver a Galbatorix depuesto. No había ninguna evidencia de que Garzhvog mintiera.

Eragon no podía entender lo que había visto. Se desprendió de la mente de Garzhvog y se sumergió en las de los otros tres úrgalos. Sus recuerdos confirmaban los hechos presentados por Garzhvog. No hicieron el menor intento de esconder que habían matado a humanos, pero lo habían hecho por órdenes de Durza cuando el brujo los controlaba, o cuando se habían enfrentado a ellos por la comida o por la tierra.

Hicimos lo que teníamos que hacer para proteger a nuestras familias -le dijeron.

Al terminar, plantado ante Garzhvog, Eragon sabía que el legado de sangre del úrgalo era tan regio como el de cualquier príncipe. Sabía que, pese a no haber sido educado, Garzhvog era un brillante comandante y un pensador y filósofo tan bueno como el mismísimo Oromis.

Desde luego, es más listo que yo -admitió a Saphira y, mostrando el cuello en señal de respeto, Eragon dijo en voz alta-: Nar Garzhvog. -Por primera vez fue consciente de los elevados orígenes del título nar-. Es un orgullo que estés a mi lado. Puedes decir a las Herndall que mientras los úrgalos mantengan su palabra y no se vuelvan contra los vardenos, no me voy a oponer a ti.

Eragon dudó que nunca llegara a caerle bien un úrgalo, pero la férrea certeza de los prejuicios que tenía apenas unos minutos antes le parecía ahora una muestra de ignorancia y, por su buena conciencia, no podía mantenerla.

Saphira le tocó el brazo con su lengua espinosa, provocando un tintineo de la malla.

Hay que ser valiente para admitir que te equivocabas.

Sólo si te da miedo pasar por tonto, y yo hubiera parecido más tonto todavía en caso de haber persistido en una creencia errónea.

Vaya, pequeñajo, acabas de decir algo sabio.

Pese a sus burlas, Eragon notó el cálido orgullo de la dragona por lo que él acababa de lograr.

-Una vez más, estamos en deuda contigo, Espada de Fuego -dijo Garzhvog.

Él y los demás úrgalos se llevaron los puños a las protuberantes frentes.

Eragon percibió que Nasuada quería saber los detalles de lo que acababa de ocurrir, pero se estaba reprimiendo.

-Bueno, ahora que esto ya está arreglado, debo irme. Eragon, recibirás mi señal por medio de Trianna cuando llegue el momento.

Y se fue a grandes zancadas hacia la oscuridad.

Cuando Eragon se acomodó en Saphira, Orik se le acercó sigilosamente.

-Suerte que los enanos estamos aquí, ¿eh? Vigilaremos a los kull como si fuéramos halcones, tenlo por seguro. No les dejaremos pillarte por la espalda. En cuanto ataquen, les cortaremos las piernas desde abajo.

-Creía que estabas de acuerdo con que Nasuada aceptara la propuesta de los úrgalos.

-Eso no significa que me fíe de ellos, ni que quiera estar a su lado, ¿no?

Eragon sonrió y no se molestó en discutir: era imposible convencer a Orik de que los úrgalos no eran unos asesinos rapaces, pues él mismo se había negado a considerar tal posibilidad antes de compartir sus recuerdos.

La noche los envolvió con su pesadez mientras esperaban que llegara el alba. Orik sacó una piedra de afilar del bolsillo y se puso a repasar el filo de su hacha curvada. Cuandollegaron, los otros seis enanos hicieron lo mismo, y el chirrido del metal sobre la piedra llenó el aire con un coro rasposo. Los kull se sentaron, espalda contra espalda, y se pusieron a entonar cantos de muerte en voz baja. Eragon pasó el tiempo estableciendo protecciones mágicas en torno a sí mismo, Saphira, Nasuada, Orik e incluso Arya. Sabía que era peligroso proteger a tantos, pero no podía soportar que sufrieran ningún daño. Cuando terminó, transfirió a los diamantes incrustados en el cinturón de Beloth el Sabio todas las fuerzas de las que se atrevía a desprenderse.

Eragon contempló con interés a Angela mientras ésta se cubría con una armadura verde y negra y luego, tras sacar una caja de madera tallada, montaba su bastón espada juntando dos varas separadas por la mitad y dos filos de acero diluido que encajaban en los extremos de la pértiga resultante. Giró el arma montada por encima de la cabeza unas cuantas veces antes de dar por hecho que soportaría el fragor de la batalla.

Los enanos la miraban con desaprobación, y Eragon oyó que uno de ellos murmuraba: -… blasfemia que use el hüthvír alguien que no es del Dürgrimst Quan.

Luego sólo sonó la música discordante que generaban los enanos al afilar sus armas.

Ya se acercaba el alba cuando empezaron los gritos. Eragon y Saphira los oyeron antes por la agudeza de sus sentidos, pero las exclamaciones agónicas pronto alcanzaron el volumen suficiente para que las oyeran los demás. Orik se puso en pie y miró hacia el Imperio, donde nacía aquel griterío. -¿A qué clase de criaturas estarán torturando para provocar esos aullidos terribles? Ese ruido me hiela el tuétano, desde luego.

-Te dije que no tendrías que esperar mucho -dijo Angela.

Había perdido la sonrisa; estaba pálida, concentrada y con el rostro gris, como si hubiera enfermado.

Desde su puesto junto a Saphira, Eragon preguntó: -¿Has sido tú?

-Sí. Emponzoñé su brebaje, su pan, su agua, todo aquello de lo que pude echar mano.

Algunos morirán ahora; otros, más adelante, a medida que las diversas toxinas se vayan cobrando peaje. Di a los oficiales hierba mora y otros venenos para que sufran alucinaciones en la batalla. -Intentó sonreír, mas con poco éxito-. No es una manera muy honrosa de pelear, supongo, pero prefiero hacer eso que morir. La confusión del enemigo, y todo eso. -¡Sólo los cobardes y los ladrones usan veneno! -exclamó Orik-. ¿Qué gloria se obtiene de derrotar a un enemigo enfermo?

Mientras hablaban, los gritos se intensificaron. Angela le dedicó una risa desagradable. -¿Gloria? Si quieres gloria, hay miles de tropas a las que no he envenenado. Estoy segura de que, cuando termine el día de hoy, habrás tenido toda la gloria que quieras. -¿Para eso necesitabas el material de la tienda de Orrin? -preguntó Eragon.

Encontraba repugnante su estratagema, pero no pretendía discernir si estaba bien o mal hecho. Era algo necesario. Angela había envenenado a los soldados por la misma razón que había llevado a Nasuada a aceptar la oferta de amistad de los úrgalos: porque podía ser su única esperanza de sobrevivir.

-Así es.

Los aullidos de los soldados aumentaron en número hasta tal punto que Eragon deseó taparse los oídos y bloquear aquel sonido. Le provocaba muecas de dolor y temblores, y le daba dentera. Sin embargo, se obligó a escuchar. Era el precio de enfrentarse al Imperio.

Hubiera sido un error ignorarlo. De modo que se sentó con los puños prietos y la mandíbuladolorosamente tensa mientras resonaba en los Llanos Ardientes el eco de las voces incorpóreas de los moribundos.