Roran fulminó a Horst con la mirada. Estaban en la habitación de Baldor. Roran estaba sentado en la cama, escuchando al herrero, que decía: -¿Qué esperabas que hiciera? Cuando te desmayaste, ya no pudimos atacar. Además, los hombres no estaban en condiciones de pelear. No se les puede culpar. Yo mismo estuve a punto de morderme la lengua cuando vi a esos monstruos. -Horst agitó al aire su desordenada melena-. Nos han arrastrado a uno de esos cuentos antiguos, Roran, y eso no me gusta nada. -Roran permanecía con expresión pétrea-. Mira, puedes matar a los soldados si quieres, pero antes has de recuperar las fuerzas. Tendrás muchos voluntarios; la gente se fía de ti al pelear, sobre todo desde que ayer derrotaste aquí a los soldados.


Al ver que Roran seguía callado, Horst suspiró, le dio una palmada en el hombro bueno y abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Roran ni siquiera pestañeó. En su vida, hasta entonces, sólo le habían importado tres cosas: su familia, su hogar en el valle de Palancar y Katrina. El año anterior habían aniquilado a su familia. La granja estaba derruida y quemada, aunque todavía le quedaba la tierra, que era lo más importante.

Pero Katrina ya no estaba.

Un sollozo ahogado superó el nudo de hierro que tenía en la garganta. Se enfrentaba a un dilema que le desgarraba las mismísimas entrañas: la única manera de rescatar a Katrina era perseguir de algún modo a los ra'zac y dejar atrás el valle de Palancar, pero no podía irse de Carvahall y abandonar a los soldados. Ni podía olvidar a Katrina.

«Mi corazón o mi hogar», pensó con amargura. Ninguna de las dos cosas tenía el menor valor sin la otra. Si mataba a los soldados, sólo evitaría el regreso de los ra'zac, acaso con Katrina. Además, la matanza no tendría ningún sentido si estaban a punto de llegar los refuerzos, pues su aparición marcaría sin duda la derrota de Carvahall.

Roran apretó los dientes porque del hombro vendado surgía una nueva oleada de dolor.

Cerró los ojos. «Ojalá se coman a Sloan igual que a Quimby.» Ningún destino le parecía demasiado terrible para el traidor. Roran lo maldijo con los más oscuros juramentos.

«Incluso si pudiera abandonar Carvahall, ¿cómo iba a encontrar a los ra'zac? ¿Quién sabe dónde viven? ¿Quién se atrevería a delatar a los siervos de Galbatorix?» Mientras se debatía con el problema, lo abrumó el desánimo. Se imaginó en una de aquellas grandes ciudades del Imperio, explorando sin rumbo entre edificios sucios y hordas de desconocidos, en busca de una pista, un atisbo, una pizca de su amor.

No tenía sentido.

Un río de lágrimas fluyó, y Roran dobló la cintura, gruñendo por la fuerza de la agonía y del miedo. Se balanceaba, sin ver otra cosa que la desolación del mundo.

Hubo de pasar un tiempo infinito para que los sollozos de Roran se convirtieran en débiles quejidos de protesta. Se secó los ojos y se obligó a tomar una profunda y temblorosa bocanada de aire.

«Tengo que pensar», se dijo.

Se apoyó en la pared e, impelido por la pura fuerza de su voluntad, empezó a dominar paulatinamente las emociones desobedientes, luchando con ellas para someterlas a lo únicoque podía salvarlo de la locura: la razón. El cuello y los hombros temblaban por la violencia de sus esfuerzos.

Una vez recuperado el control, Roran ordenó cuidadosamente sus pensamientos, como un artesano que organizara en limpias hileras todos sus utensilios. «Tiene que haber una solución escondida entre mis pensamientos, pero he de ser creativo.»

No podía seguir por aire a los ra'zac. Eso estaba claro. Alguien tendría que decirle dónde encontrarlos; entre todos aquellos a quienes podía preguntar, tal vez fueran los vardenos quienes más supieran. En cualquier caso, le iba a costar tanto encontrarlos a ellos como a los profanadores, y no podía perder tanto tiempo en la búsqueda. Sin embargo… Una vocecilla escondida en su mente le recordó los rumores que había oído a cazadores de pieles y comerciantes, según los cuales Surda apoyaba en secreto a los vardenos.

Surda. El país quedaba al fondo del Imperio, o eso había oído Roran, pues nunca había visto un mapa de Alagaésia. En condiciones ideales, llegar a caballo costaría varias semanas, o más todavía si tenía que esconderse de los soldados. Por supuesto, el medio de transporte más rápido sería un barco de vela que recorriera la costa, pero eso implicaba desplazarse hasta el río Toark y luego hasta Teirm para encontrar un barco. Demasiado largo. Y seguía sin librarse de los soldados.

«Si pudiera, si fuera capaz, si consiguiera…», murmuraba, apretando una y otra vez el puño izquierdo. El único puerto al norte de Teirm era Narda, pero para llegar a él tenía que cruzar de punta a punta las Vertebradas; una gesta que ni siquiera los cazadores de pieles habían superado.

Maldijo en voz baja. Era una conjetura inútil. «En vez de abandonar Carvahall, debería pensar en el modo de salvarla.» Pero ya había decidido que la aldea y quienes permanecieran en ella estaban condenados. Las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos. «Todos los que se queden…»

«¿Y…? ¿Y si todos los habitantes de Carvahall me acompañaran a Narda y luego a Surda?» Así cumplía sus dos deseos a la vez.

La audacia de la idea lo dejó aturdido.

Era una herejía, una blasfemia, creer que convencería a los granjeros para que abandonaran sus campos, y los comerciantes sus tiendas; y sin embargo… Y sin embargo, ¿qué alternativa les quedaba, aparte de la esclavitud o la muerte? Sólo los vardenos estarían dispuestos a dar refugio a unos fugitivos del Imperio, y Roran estaba seguro de que a los rebeldes les encantaría disponer de todo un pueblo como nuevos reclutas, sobre todo aquellos que ya se habían estrenado en la batalla. Además, si se llevaba a los aldeanos, obtendría la confianza suficiente de los vardenos, que estarían dispuestos a revelarle la ubicación de los ra'zac. «Tal vez eso explique que Galbatorix esté tan desesperado por capturarme.»

Para que funcionara el plan, sin embargo, había que ponerlo en marcha antes de que las nuevas tropas llegaran a Carvahall. Sólo quedaban unos pocos días, como mucho, para preparar la marcha de trescientas personas. Daba miedo pensar en la logística.

Roran sabía que la razón no bastaría para persuadirlos a todos; haría falta un fervor mesiánico para agitar las emociones de la gente, para lograr que sintieran en lo más profundo de sus corazones la necesidad de renunciar a cuanto rodeaba sus vidas y sus identidades.

Tampoco bastaría con limitarse a instigar su miedo, pues sabía perfectamente que el miedo a menudo empujaba a pelear con más determinación. En lugar de eso, tenía que imbuirles deun sentido, de un destino, para lograr que los aldeanos creyeran, como él, que unirse a los vardenos y ofrecer resistencia a la tiranía de Galbatorix era la acción más noble del mundo.

Hacía falta una pasión capaz de no verse intimidada por las penurias, disuadida por el sufrimiento o sofocada por la muerte.

Roran vio mentalmente a Katrina plantada ante él, pálida y fantasmagórica, con sus solemnes ojos ambarinos. Recordó el calor de su piel, el especiado aroma de su cabello y la sensación que le provocaba estar con ella bajo el manto de la oscuridad. Luego, en una larga fila detrás de ella apareció la familia de Roran, los amigos, todos sus conocidos de Carvahall, vivos o muertos. «Si no fuera por Eragon, y por mí, los ra'zac no habrían venido jamás. Debo rescatar a la aldea del Imperio, igual que debo rescatar a Katrina de las manos de esos profanadores.»

Esa visión le dio energía para levantarse de la cama, aunque le ardía y punzaba el hombro herido. Se tambaleó y se apoyó en la pared. «¿Alguna vez podré volver a usar el brazo derecho?» Esperó a que cediera el dolor. Al ver que no cedía, mostró los dientes, se levantó de un empujón y salió de la habitación.

Elain estaba plegando toallas en el vestíbulo. Sorprendida, exclamó: -¡Roran! ¿Qué haces…?

-Ven -gruñó él al pasar por su lado, tambaleándose.

Con un marcado gesto de preocupación, Baldor asomó por el umbral.

-Roran, no deberías caminar. Has perdido demasiada sangre. Déjame ayudarte a…

-Venid.

Roran oyó que lo seguían mientras bajaba por la escalera de caracol hacia la entrada de la casa, donde Horst y Albriech estaban hablando. Lo miraron asombrados.

-Venid.

Ignoró la catarata de preguntas, abrió la puerta delantera y salió bajo la débil luz del anochecer. En lo alto había una imponente masa de nubes con encajes de oro y púrpura.

A la cabeza del pequeño grupo, Roran avanzó hasta el límite de Carvahall, repitiendo su mensaje de dos sílabas a cualquier hombre o mujer que se cruzara en su camino. Arrancó del fango una antorcha montada en una pértiga, giró sobre sí mismo y desanduvo el camino hasta el centro del pueblo. Allí plantó la antorcha entre sus dos pies, alzó el brazo izquierdo y rugió: -¡Venid!

La voz resonó en todo el pueblo. Siguió llamándolos mientras la gente salía de las casas y de los sombríos callejones y empezaba a reunirse en torno a él. Muchos tenían curiosidad; otros, pena; algunos, asombro, y otros, enfado. Una y otra vez, el canto de Roran llegó hasta el valle. Apareció Loring, con sus hijos en fila tras él. Por el lado contrario llegaron Birgit, Delwin y Fisk con su mujer, Isold. Morn y Tara salieron juntos de la taberna y se unieron al grupo de espectadores.

Cuando ya tenía a casi todo Carvahall delante, Roran guardó silencio y tensó el puño izquierdo de tal modo que se le clavaron las uñas en la palma. Katrina. Alzó la mano, la abrió y mostró a todo el mundo las lágrimas encarnadas que goteaban por su brazo.

-Esto -les dijo- es mi dolor. Miradlo bien, porque será vuestro si no derrotamos la maldición que nos ha enviado el caprichoso destino. Atarán a vuestros amigos y parientes con cadenas y los destinarán a la esclavitud en tierras extranjeras, o los matarán ante vuestros ojos, abiertos en canal por los filos despiadados de las armas de los soldados. Galbatorix sembrará nuestra tierra con sal para que quede estéril para siempre. Lo he visto. Lo sé.

Caminaba de un lado a otro como un lobo enjaulado, con el ceño fruncido, y meneaba la cabeza. Había captado su interés. Ahora necesitaba avivarlos en un arrebato similar al suyo.

-Esos profanadores mataron a mi padre. Mi primo se ha ido. Arrasaron mi granja. Y mi prometida fue secuestrada por su propio padre, que mató a Byrd y nos traicionó a todos. Se comieron a Quimby, incendiaron el granero y las casas de Fisk y Delwin. Parr, Wyglif, Ged, Bardrick, Farold, Hale, Garner, Kelby, Melkolf, Albem y Elmund: todos asesinados. Muchos estáis heridos como yo y ya no podéis mantener a vuestras familias. ¿No teníamos suficiente con sufrir cada día de nuestra vida para arrancarle el sustento a la tierra, sometidos a los caprichos de la naturaleza? ¿No teníamos suficiente con la obligación de pagar impuestos de hierro a Galbatorix, que encima nos toca aguantar estos tormentos sin sentido?

Roran se rió como un maníaco, aulló al cielo y escuchó la locura de su propia voz. En la muchedumbre nadie se movía.

-Yo conozco la verdadera naturaleza del Imperio y de Galbatorix: ellos son el mal.

Galbatorix es una plaga perversa para el mundo. Destruyó a los Jinetes y terminó con la mayor paz y prosperidad que habíamos disfrutado jamás. Sus siervos son demonios apestosos que vieron la luz en algún viejo pozo. ¿Acaso se contenta Galbatorix con aplastarnos bajo su bota? ¡No! Quiere envenenar toda Alagaésia para sofocarnos con su capa de miserias.

Nuestros hijos y todos sus descendientes vivirán a la sombra de su oscuridad hasta el fin de los tiempos, convertidos en esclavos, gusanos, alimañas de cuya tortura obtendrá placer.

Salvo que… -Roran miró con los ojos bien abiertos a los aldeanos, consciente del control que había obtenido sobre ellos. Nadie se había atrevido jamás a decir lo que estaba a punto de decir él. Dejó que su voz sonara grave en la garganta-. Salvo que tengamos el coraje de enfrentarnos al mal. Hemos luchado contra los soldados y los ra'zac, pero eso no significa nada si morimos solos y nos olvidan, o si nos sacan de aquí en carretas como si fuéramos muebles. No podemos quedarnos, y yo no voy a permitir que Galbatorix destruya todo aquello por lo que merece la pena vivir. Antes que verlo triunfar, preferiría que me sacaran los ojos y me cortaran las manos. ¡He escogido pelear! ¡He escogido alejarme de la tumba y dejar que se entierren en ella mis enemigos! »He escogido abandonar Carvahall. «Cruzaré las Vertebradas y tomaré un barco en Narda para llegar a Surda, donde me uniré a los vardenos, que llevan décadas luchando para librarnos de esta opresión. -Los aldeanos parecían impresionados por la idea-. Pero no quiero ir solo. Venid conmigo. Venid conmigo y aprovechad esta oportunidad de buscar una vida mejor. Soltad los grilletes que os atan a este lugar. -Roran señaló a quienes lo escuchaban, pasando el dedo de uno a otro-. Dentro de cien años, ¿qué nombres cantarán los labios de los bardos? Horst… Birgit… Kiselt… Thane; recitarán nuestras sagas. Cantarán la Epopeya de Carvahall, porque seremos el único pueblo con el valor suficiente para desafiar al Imperio.

Lágrimas de orgullo brotaban de los ojos de Roran. -¿Hay algo más noble que borrar la mancha de Galbatorix de Alagaésia? Ya no viviríamos con miedo de que nos destrocen las granjas, o de que nos maten y se nos coman. El grano que cosechamos sería para nosotros, salvo por los sobrantes que enviaríamos como regalo a algún rey justo. El oro correría por nuestros ríos y arroyos. ¡Estaríamos a salvo, felices y gordos! »Es nuestro destino.

Roran alzó una mano ante la cara y cerró lentamente los dedos sobre las heridas sangrantes. Se quedó encorvado por el brazo herido -y crucificado por las miradas- y esperó alguna respuesta a su discurso. Nadie se acercó. Al fin se dio cuenta de que querían que siguiera; querían saber más de la causa y el futuro que les había descrito.

Katrina.

Entonces, mientras la oscuridad se apiñaba más allá del radio de luz de su antorcha, Roran se puso tieso y arrancó a hablar de nuevo. No escondió nada, sólo se esforzó por lograr que entendieran lo que pensaba y sentía para que también ellos pudieran compartir la sensación de responder a un propósito.

-Nuestra era se termina. Hemos de dar un paso adelante y unir nuestro destino al de los vardenos si queremos vivir en libertad con nuestros hijos.

Hablaba con ira, pero al mismo tiempo con dulzura y siempre con aquella ferviente convicción que mantenía en trance a su audiencia. Cuando se le terminaron las imágenes, Roran miró a la cara a sus amigos y vecinos y dijo:

-Partiré dentro de dos días. Acompañadme si queréis, pero yo me voy igual.

Agachó la cabeza y se apartó de la luz.

En lo alto, la luna menguante brillaba tras la lente de las nubes. Una leve brisa recorrió Carvahall. Una veleta de hierro crujió en un tejado para seguir la dirección del viento.

Birgit abandonó la muchedumbre y se abrió camino hasta la antorcha, alzando los bajos de su vestido para no tropezar. Con expresión apagada, se ajustó el chal.

-Hoy hemos visto… -Se detuvo, meneó la cabeza y se echó a reír con algo de vergüenza-.

Me resulta difícil hablar después de Roran. No me gusta su plan, pero creo que es necesario, aunque por una razón distinta: quiero perseguir a los ra'zac y vengar la muerte de mi marido. Iré con él. Y me llevaré a mis hijos.

También ella se apartó de la luz.

Transcurrió un minuto en silencio, y luego Delwin y su mujer, Lenna, avanzaron abrazados. Lenna miró a Birgit y dijo:

-Entiendo tu necesidad, hermana. Nosotros también queremos venganza, pero aún queremos más que nuestros hijos estén a salvo. Por esa razón iremos también con él.

Diversas mujeres cuyos maridos habían sido asesinados dieron un paso adelante y se mostraron de acuerdo.

Los aldeanos murmuraban entre ellos, pero luego se quedaron quietos y callados. Nadie parecía atreverse a hablar del asunto: era demasiado repentino. Roran lo entendió. Él mismo necesitaba tiempo para digerir las implicaciones.

Al fin, Horst se adelantó hacia la antorcha y miró la llama con rostro concentrado.

-Ya no sirve de nada seguir hablando… Necesitamos tiempo para pensar. Cada hombre debe decidir por sí mismo. Mañana… Mañana será otro día. Quizás entonces todo esté más claro.

Tras menear la cabeza, levantó la antorcha, le dio la vuelta y la clavó bocabajo para apagarla contra el suelo, dejando a todos con la luz de la luna como única guía para encontrar el camino de vuelta a casa.

Roran se unió a Albriech y Baldor, que caminaban a una discreta distancia detrás de sus padres para que pudieran hablar en privado. Ninguno de los hermanos miró a Roran.

Inquieto por su falta de respuesta, Roran les preguntó: -¿Creéis que vendrá alguien más? ¿Lo he hecho bien?

Albriech soltó un ladrido de risa: -¿Bien?

-Roran -dijo Baldor, con una voz extraña-, esta noche hubieras convencido a un úrgalo para que se convirtiera en granjero. -¡No!

-Cuando has terminado, estaba a punto de coger mi lanza y salir corriendo hacia las Vertebradas detrás de ti. Y no hubiera sido el único. La pregunta no es quién irá, sino quién se va a quedar. Lo que has dicho… Nunca había oído nada igual.

Roran frunció el ceño. Su intención había sido que la gente aceptara su plan, no que ló siguieran a él personalmente. «Si ha de ser así…», concluyó, encogiéndose de hombros. De todos modos, la perspectiva le cogía por sorpresa. En otro tiempo le hubiera inquietado, pero ahora se limitaba a agradecer cualquier cosa que contribuyera a rescatar a Katrina y salvar a los aldeanos.

Baldor se inclinó hacia su hermano:

-Papá perderá casi todas sus herramientas.

Albriech asintió con solemnidad.

Roran sabía que los herreros se preparaban cualquier utensilio que necesitaran, y que luego esas herramientas hechas a mano conformaban un legado que pasaba de padre a hijo, o de maestro a aprendiz. Una forma de medir la riqueza y la habilidad de un herrero consistía en saber cuántas herramientas tenía. Para Hoorst, renunciar a las suyas no sería… «No sería más difícil que lo que deberán hacer los demás», pensó Roran. Sólo lamentaba que eso implicara dejar a Albriech y Baldor sin su justa herencia.

Cuando llegaron a casa, Roran se retiró a la habitación de Baldor y se acostó. A través de los muros, le llegaba el leve sonido de las voces de Horst y Elain. Se quedó dormido imaginando que la misma conversación se estaría repitiendo en todo Carvahall para decidir su destino. El suyo y el de los demás.