Al ver que Roran seguía callado, Horst suspiró, le dio una
palmada en el hombro bueno y abandonó la habitación, cerrando la
puerta tras de sí.
Roran ni siquiera pestañeó. En su vida, hasta entonces, sólo
le habían importado tres cosas: su familia, su hogar en el valle de
Palancar y Katrina. El año anterior habían aniquilado a su familia.
La granja estaba derruida y quemada, aunque todavía le quedaba la
tierra, que era lo más importante.
Pero Katrina ya no estaba.
Un sollozo ahogado superó el nudo de hierro que tenía en la
garganta. Se enfrentaba a un dilema que le desgarraba las
mismísimas entrañas: la única manera de rescatar a Katrina era
perseguir de algún modo a los ra'zac y dejar atrás el valle de
Palancar, pero no podía irse de Carvahall y abandonar a los
soldados. Ni podía olvidar a Katrina.
«Mi corazón o mi hogar», pensó con amargura. Ninguna de las
dos cosas tenía el menor valor sin la otra. Si mataba a los
soldados, sólo evitaría el regreso de los ra'zac, acaso con
Katrina. Además, la matanza no tendría ningún sentido si estaban a
punto de llegar los refuerzos, pues su aparición marcaría sin duda
la derrota de Carvahall.
Roran apretó los dientes porque del hombro vendado surgía una
nueva oleada de dolor.
Cerró los ojos. «Ojalá se coman a Sloan igual que a Quimby.»
Ningún destino le parecía demasiado terrible para el traidor. Roran
lo maldijo con los más oscuros juramentos.
«Incluso si pudiera abandonar Carvahall, ¿cómo iba a
encontrar a los ra'zac? ¿Quién sabe dónde viven? ¿Quién se
atrevería a delatar a los siervos de Galbatorix?» Mientras se
debatía con el problema, lo abrumó el desánimo. Se imaginó en una
de aquellas grandes ciudades del Imperio, explorando sin rumbo
entre edificios sucios y hordas de desconocidos, en busca de una
pista, un atisbo, una pizca de su amor.
No tenía sentido.
Un río de lágrimas fluyó, y Roran dobló la cintura, gruñendo
por la fuerza de la agonía y del miedo. Se balanceaba, sin ver otra
cosa que la desolación del mundo.
Hubo de pasar un tiempo infinito para que los sollozos de
Roran se convirtieran en débiles quejidos de protesta. Se secó los
ojos y se obligó a tomar una profunda y temblorosa bocanada de
aire.
«Tengo que pensar», se dijo.
Se apoyó en la pared e, impelido por la pura fuerza de su
voluntad, empezó a dominar paulatinamente las emociones
desobedientes, luchando con ellas para someterlas a lo únicoque
podía salvarlo de la locura: la razón. El cuello y los hombros
temblaban por la violencia de sus esfuerzos.
Una vez recuperado el control, Roran ordenó cuidadosamente
sus pensamientos, como un artesano que organizara en limpias
hileras todos sus utensilios. «Tiene que haber una solución
escondida entre mis pensamientos, pero he de ser
creativo.»
No podía seguir por aire a los ra'zac. Eso estaba claro.
Alguien tendría que decirle dónde encontrarlos; entre todos
aquellos a quienes podía preguntar, tal vez fueran los vardenos
quienes más supieran. En cualquier caso, le iba a costar tanto
encontrarlos a ellos como a los profanadores, y no podía perder
tanto tiempo en la búsqueda. Sin embargo… Una vocecilla escondida
en su mente le recordó los rumores que había oído a cazadores de
pieles y comerciantes, según los cuales Surda apoyaba en secreto a
los vardenos.
Surda. El país quedaba al fondo del Imperio, o eso había oído
Roran, pues nunca había visto un mapa de Alagaésia. En condiciones
ideales, llegar a caballo costaría varias semanas, o más todavía si
tenía que esconderse de los soldados. Por supuesto, el medio de
transporte más rápido sería un barco de vela que recorriera la
costa, pero eso implicaba desplazarse hasta el río Toark y luego
hasta Teirm para encontrar un barco. Demasiado largo. Y seguía sin
librarse de los soldados.
«Si pudiera, si fuera capaz, si consiguiera…», murmuraba,
apretando una y otra vez el puño izquierdo. El único puerto al
norte de Teirm era Narda, pero para llegar a él tenía que cruzar de
punta a punta las Vertebradas; una gesta que ni siquiera los
cazadores de pieles habían superado.
Maldijo en voz baja. Era una conjetura inútil. «En vez de
abandonar Carvahall, debería pensar en el modo de salvarla.» Pero
ya había decidido que la aldea y quienes permanecieran en ella
estaban condenados. Las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos.
«Todos los que se queden…»
«¿Y…? ¿Y si todos los habitantes de Carvahall me acompañaran
a Narda y luego a Surda?» Así cumplía sus dos deseos a la
vez.
La audacia de la idea lo dejó aturdido.
Era una herejía, una blasfemia, creer que convencería a los
granjeros para que abandonaran sus campos, y los comerciantes sus
tiendas; y sin embargo… Y sin embargo, ¿qué alternativa les
quedaba, aparte de la esclavitud o la muerte? Sólo los vardenos
estarían dispuestos a dar refugio a unos fugitivos del Imperio, y
Roran estaba seguro de que a los rebeldes les encantaría disponer
de todo un pueblo como nuevos reclutas, sobre todo aquellos que ya
se habían estrenado en la batalla. Además, si se llevaba a los
aldeanos, obtendría la confianza suficiente de los vardenos, que
estarían dispuestos a revelarle la ubicación de los ra'zac. «Tal
vez eso explique que Galbatorix esté tan desesperado por
capturarme.»
Para que funcionara el plan, sin embargo, había que ponerlo
en marcha antes de que las nuevas tropas llegaran a Carvahall. Sólo
quedaban unos pocos días, como mucho, para preparar la marcha de
trescientas personas. Daba miedo pensar en la
logística.
Roran sabía que la razón no bastaría para persuadirlos a
todos; haría falta un fervor mesiánico para agitar las emociones de
la gente, para lograr que sintieran en lo más profundo de sus
corazones la necesidad de renunciar a cuanto rodeaba sus vidas y
sus identidades.
Tampoco bastaría con limitarse a instigar su miedo, pues
sabía perfectamente que el miedo a menudo empujaba a pelear con más
determinación. En lugar de eso, tenía que imbuirles deun sentido,
de un destino, para lograr que los aldeanos creyeran, como él, que
unirse a los vardenos y ofrecer resistencia a la tiranía de
Galbatorix era la acción más noble del mundo.
Hacía falta una pasión capaz de no verse intimidada por las
penurias, disuadida por el sufrimiento o sofocada por la
muerte.
Roran vio mentalmente a Katrina plantada ante él, pálida y
fantasmagórica, con sus solemnes ojos ambarinos. Recordó el calor
de su piel, el especiado aroma de su cabello y la sensación que le
provocaba estar con ella bajo el manto de la oscuridad. Luego, en
una larga fila detrás de ella apareció la familia de Roran, los
amigos, todos sus conocidos de Carvahall, vivos o muertos. «Si no
fuera por Eragon, y por mí, los ra'zac no habrían venido jamás.
Debo rescatar a la aldea del Imperio, igual que debo rescatar a
Katrina de las manos de esos profanadores.»
Esa visión le dio energía para levantarse de la cama, aunque
le ardía y punzaba el hombro herido. Se tambaleó y se apoyó en la
pared. «¿Alguna vez podré volver a usar el brazo derecho?» Esperó a
que cediera el dolor. Al ver que no cedía, mostró los dientes, se
levantó de un empujón y salió de la habitación.
Elain estaba plegando toallas en el vestíbulo. Sorprendida,
exclamó: -¡Roran! ¿Qué haces…?
-Ven -gruñó él al pasar por su lado,
tambaleándose.
Con un marcado gesto de preocupación, Baldor asomó por el
umbral.
-Roran, no deberías caminar. Has perdido demasiada sangre.
Déjame ayudarte a…
-Venid.
Roran oyó que lo seguían mientras bajaba por la escalera de
caracol hacia la entrada de la casa, donde Horst y Albriech estaban
hablando. Lo miraron asombrados.
-Venid.
Ignoró la catarata de preguntas, abrió la puerta delantera y
salió bajo la débil luz del anochecer. En lo alto había una
imponente masa de nubes con encajes de oro y
púrpura.
A la cabeza del pequeño grupo, Roran avanzó hasta el límite
de Carvahall, repitiendo su mensaje de dos sílabas a cualquier
hombre o mujer que se cruzara en su camino. Arrancó del fango una
antorcha montada en una pértiga, giró sobre sí mismo y desanduvo el
camino hasta el centro del pueblo. Allí plantó la antorcha entre
sus dos pies, alzó el brazo izquierdo y rugió:
-¡Venid!
La voz resonó en todo el pueblo. Siguió llamándolos mientras
la gente salía de las casas y de los sombríos callejones y empezaba
a reunirse en torno a él. Muchos tenían curiosidad; otros, pena;
algunos, asombro, y otros, enfado. Una y otra vez, el canto de
Roran llegó hasta el valle. Apareció Loring, con sus hijos en fila
tras él. Por el lado contrario llegaron Birgit, Delwin y Fisk con
su mujer, Isold. Morn y Tara salieron juntos de la taberna y se
unieron al grupo de espectadores.
Cuando ya tenía a casi todo Carvahall delante, Roran guardó
silencio y tensó el puño izquierdo de tal modo que se le clavaron
las uñas en la palma. Katrina. Alzó la mano, la abrió y mostró a
todo el mundo las lágrimas encarnadas que goteaban por su
brazo.
-Esto -les dijo- es mi dolor. Miradlo bien, porque será
vuestro si no derrotamos la maldición que nos ha enviado el
caprichoso destino. Atarán a vuestros amigos y parientes con
cadenas y los destinarán a la esclavitud en tierras extranjeras, o
los matarán ante vuestros ojos, abiertos en canal por los filos
despiadados de las armas de los soldados. Galbatorix sembrará
nuestra tierra con sal para que quede estéril para siempre. Lo he
visto. Lo sé.
Caminaba de un lado a otro como un lobo enjaulado, con el
ceño fruncido, y meneaba la cabeza. Había captado su interés. Ahora
necesitaba avivarlos en un arrebato similar al
suyo.
-Esos profanadores mataron a mi padre. Mi primo se ha ido.
Arrasaron mi granja. Y mi prometida fue secuestrada por su propio
padre, que mató a Byrd y nos traicionó a todos. Se comieron a
Quimby, incendiaron el granero y las casas de Fisk y Delwin. Parr,
Wyglif, Ged, Bardrick, Farold, Hale, Garner, Kelby, Melkolf, Albem
y Elmund: todos asesinados. Muchos estáis heridos como yo y ya no
podéis mantener a vuestras familias. ¿No teníamos suficiente con
sufrir cada día de nuestra vida para arrancarle el sustento a la
tierra, sometidos a los caprichos de la naturaleza? ¿No teníamos
suficiente con la obligación de pagar impuestos de hierro a
Galbatorix, que encima nos toca aguantar estos tormentos sin
sentido?
Roran se rió como un maníaco, aulló al cielo y escuchó la
locura de su propia voz. En la muchedumbre nadie se
movía.
-Yo conozco la verdadera naturaleza del Imperio y de
Galbatorix: ellos son el mal.
Galbatorix es una plaga perversa para el mundo. Destruyó a
los Jinetes y terminó con la mayor paz y prosperidad que habíamos
disfrutado jamás. Sus siervos son demonios apestosos que vieron la
luz en algún viejo pozo. ¿Acaso se contenta Galbatorix con
aplastarnos bajo su bota? ¡No! Quiere envenenar toda Alagaésia para
sofocarnos con su capa de miserias.
Nuestros hijos y todos sus descendientes vivirán a la sombra
de su oscuridad hasta el fin de los tiempos, convertidos en
esclavos, gusanos, alimañas de cuya tortura obtendrá
placer.
Salvo que… -Roran miró con los ojos bien abiertos a los
aldeanos, consciente del control que había obtenido sobre ellos.
Nadie se había atrevido jamás a decir lo que estaba a punto de
decir él. Dejó que su voz sonara grave en la garganta-. Salvo que
tengamos el coraje de enfrentarnos al mal. Hemos luchado contra los
soldados y los ra'zac, pero eso no significa nada si morimos solos
y nos olvidan, o si nos sacan de aquí en carretas como si fuéramos
muebles. No podemos quedarnos, y yo no voy a permitir que
Galbatorix destruya todo aquello por lo que merece la pena vivir.
Antes que verlo triunfar, preferiría que me sacaran los ojos y me
cortaran las manos. ¡He escogido pelear! ¡He escogido alejarme de
la tumba y dejar que se entierren en ella mis enemigos! »He
escogido abandonar Carvahall. «Cruzaré las Vertebradas y tomaré un
barco en Narda para llegar a Surda, donde me uniré a los vardenos,
que llevan décadas luchando para librarnos de esta opresión. -Los
aldeanos parecían impresionados por la idea-. Pero no quiero ir
solo. Venid conmigo. Venid conmigo y aprovechad esta oportunidad de
buscar una vida mejor. Soltad los grilletes que os atan a este
lugar. -Roran señaló a quienes lo escuchaban, pasando el dedo de
uno a otro-. Dentro de cien años, ¿qué nombres cantarán los labios
de los bardos? Horst… Birgit… Kiselt… Thane; recitarán nuestras
sagas. Cantarán la Epopeya de Carvahall, porque seremos el único
pueblo con el valor suficiente para desafiar al
Imperio.
Lágrimas de orgullo brotaban de los ojos de Roran. -¿Hay algo
más noble que borrar la mancha de Galbatorix de Alagaésia? Ya no
viviríamos con miedo de que nos destrocen las granjas, o de que nos
maten y se nos coman. El grano que cosechamos sería para nosotros,
salvo por los sobrantes que enviaríamos como regalo a algún rey
justo. El oro correría por nuestros ríos y arroyos. ¡Estaríamos a
salvo, felices y gordos! »Es nuestro destino.
Roran alzó una mano ante la cara y cerró lentamente los dedos
sobre las heridas sangrantes. Se quedó encorvado por el brazo
herido -y crucificado por las miradas- y esperó alguna respuesta a
su discurso. Nadie se acercó. Al fin se dio cuenta de que querían
que siguiera; querían saber más de la causa y el futuro que les
había descrito.
Katrina.
Entonces, mientras la oscuridad se apiñaba más allá del radio
de luz de su antorcha, Roran se puso tieso y arrancó a hablar de
nuevo. No escondió nada, sólo se esforzó por lograr que entendieran
lo que pensaba y sentía para que también ellos pudieran compartir
la sensación de responder a un propósito.
-Nuestra era se termina. Hemos de dar un paso adelante y unir
nuestro destino al de los vardenos si queremos vivir en libertad
con nuestros hijos.
Hablaba con ira, pero al mismo tiempo con dulzura y siempre
con aquella ferviente convicción que mantenía en trance a su
audiencia. Cuando se le terminaron las imágenes, Roran miró a la
cara a sus amigos y vecinos y dijo:
-Partiré dentro de dos días. Acompañadme si queréis, pero yo
me voy igual.
Agachó la cabeza y se apartó de la luz.
En lo alto, la luna menguante brillaba tras la lente de las
nubes. Una leve brisa recorrió Carvahall. Una veleta de hierro
crujió en un tejado para seguir la dirección del
viento.
Birgit abandonó la muchedumbre y se abrió camino hasta la
antorcha, alzando los bajos de su vestido para no tropezar. Con
expresión apagada, se ajustó el chal.
-Hoy hemos visto… -Se detuvo, meneó la cabeza y se echó a
reír con algo de vergüenza-.
Me resulta difícil hablar después de Roran. No me gusta su
plan, pero creo que es necesario, aunque por una razón distinta:
quiero perseguir a los ra'zac y vengar la muerte de mi marido. Iré
con él. Y me llevaré a mis hijos.
También ella se apartó de la luz.
Transcurrió un minuto en silencio, y luego Delwin y su mujer,
Lenna, avanzaron abrazados. Lenna miró a Birgit y
dijo:
-Entiendo tu necesidad, hermana. Nosotros también queremos
venganza, pero aún queremos más que nuestros hijos estén a salvo.
Por esa razón iremos también con él.
Diversas mujeres cuyos maridos habían sido asesinados dieron
un paso adelante y se mostraron de acuerdo.
Los aldeanos murmuraban entre ellos, pero luego se quedaron
quietos y callados. Nadie parecía atreverse a hablar del asunto:
era demasiado repentino. Roran lo entendió. Él mismo necesitaba
tiempo para digerir las implicaciones.
Al fin, Horst se adelantó hacia la antorcha y miró la llama
con rostro concentrado.
-Ya no sirve de nada seguir hablando… Necesitamos tiempo para
pensar. Cada hombre debe decidir por sí mismo. Mañana… Mañana será
otro día. Quizás entonces todo esté más claro.
Tras menear la cabeza, levantó la antorcha, le dio la vuelta
y la clavó bocabajo para apagarla contra el suelo, dejando a todos
con la luz de la luna como única guía para encontrar el camino de
vuelta a casa.
Roran se unió a Albriech y Baldor, que caminaban a una
discreta distancia detrás de sus padres para que pudieran hablar en
privado. Ninguno de los hermanos miró a Roran.
Inquieto por su falta de respuesta, Roran les preguntó:
-¿Creéis que vendrá alguien más? ¿Lo he hecho
bien?
Albriech soltó un ladrido de risa: -¿Bien?
-Roran -dijo Baldor, con una voz extraña-, esta noche
hubieras convencido a un úrgalo para que se convirtiera en
granjero. -¡No!
-Cuando has terminado, estaba a punto de coger mi lanza y
salir corriendo hacia las Vertebradas detrás de ti. Y no hubiera
sido el único. La pregunta no es quién irá, sino quién se va a
quedar. Lo que has dicho… Nunca había oído nada
igual.
Roran frunció el ceño. Su intención había sido que la gente
aceptara su plan, no que ló siguieran a él personalmente. «Si ha de
ser así…», concluyó, encogiéndose de hombros. De todos modos, la
perspectiva le cogía por sorpresa. En otro tiempo le hubiera
inquietado, pero ahora se limitaba a agradecer cualquier cosa que
contribuyera a rescatar a Katrina y salvar a los
aldeanos.
Baldor se inclinó hacia su hermano:
-Papá perderá casi todas sus herramientas.
Albriech asintió con solemnidad.
Roran sabía que los herreros se preparaban cualquier
utensilio que necesitaran, y que luego esas herramientas hechas a
mano conformaban un legado que pasaba de padre a hijo, o de maestro
a aprendiz. Una forma de medir la riqueza y la habilidad de un
herrero consistía en saber cuántas herramientas tenía. Para Hoorst,
renunciar a las suyas no sería… «No sería más difícil que lo que
deberán hacer los demás», pensó Roran. Sólo lamentaba que eso
implicara dejar a Albriech y Baldor sin su justa
herencia.
Cuando llegaron a casa, Roran se retiró a la habitación de
Baldor y se acostó. A través de los muros, le llegaba el leve
sonido de las voces de Horst y Elain. Se quedó dormido imaginando
que la misma conversación se estaría repitiendo en todo Carvahall
para decidir su destino. El suyo y el de los demás.