Tres días después de la llegada de los ra'zac, Roran caminaba nervioso de un lado a otro sin control alguno, al borde de su campamento en las Vertebradas. No había recibido ninguna noticia desde la visita de Albriech, y resultaba imposible obtener información mediante la mera observación de Carvahall. Lanzó una mirada iracunda a las lejanas tiendas en que se alojaban los soldados y siguió caminando arriba y abajo.


A mediodía, probó un poco de comida sin beber. Se secó la boca con el dorso de la mano y se preguntó: «¿Cuánto tiempo estarán dispuestos a esperar los ra'zac?». Si se trataba de una prueba de paciencia, estaba decidido a ganar.

Para pasar el tiempo, practicó con el arco disparando contra un tronco podrido, y sólo paró cuando una flecha se partió al golpear una piedra encastrada en la madera. Luego no tenía nada que hacer, aparte de ponerse de nuevo a caminar de un lado a otro por el sendero pelado que arrancaba en la roca que usaba para dormir.

Así seguía cuando oyó unos pasos más abajo, en el bosque. Agarró el arco, se escondió y esperó. Sintió un gran alivio al ver que aparecía la cara de Baldor. Roran gesticuló para que lo viera.

Mientras se sentaban, Roran preguntó: -¿Por qué no ha venido nadie?

-No podíamos -contestó Baldor, al tiempo que se secaba el sudor de la frente-. Los soldados nos han vigilado muy de cerca. Sólo ahora he podido escaparme por primera vez. Y tampoco me puedo quedar mucho rato. -Volvió el rostro hacia el pico que se alzaba sobre ellos y se estremeció-. Para quedarte aquí, has de ser más valiente que yo. ¿Has tenido algún problema con lobos, osos o gatos monteses?

-No, no, estoy bien. ¿Han dicho algo nuevo los soldados?

-Anoche uno de ellos se jactó ante Morn de que hubieran escogido a su brigada especialmente para esta misión.

Roran frunció el ceño-. No han parado quietos. Cada noche se emborrachan por lo menos dos o tres. El primer día, un grupo destrozó la sala común de Morn. -¿Pagaron los daños?

-Por supuesto que no.

Roran cambió de postura y miró hacia la aldea.

-Aún me cuesta creer que el Imperio se tome tanto trabajo para detenerme. ¿Qué podría darles? ¿Qué creen que puedo darles?

Baldor siguió su mirada.

-Los ra'zac han interrogado hoy a Katrina. Alguien mencionó que tenéis una relación muy estrecha, y los ra'zac sintieron curiosidad por saber si ella conocía tu paradero.

Roran volvió a mirar el rostro franco de Baldor. -¿Está bien?

-Hace falta algo más que esos dos para asustarla -lo tranquilizó Baldor. Su siguiente frase fue cautelosa y tentativa-: Quizá deberías plantearte la posibilidad de entregarte.

-¡Antes me colgaría y me los llevaría por delante! -Roían se levantó y se puso a recorrer de nuevo su ruta habitual, sin dejar de golpearse la pierna-. ¿Cómo puedes decir eso, sabiendo que torturaron a mi padre?

Baldor lo cogió por un brazo y le dijo: -¿Qué pasa si sigues escondido y los soldados no se marchan? Darán por hecho que hemos mentido para ayudarte a huir. El Imperio no perdona a los traidores.

Roran se zafó de Baldor. Se dio la vuelta, se golpeó la pierna y luego se sentó bruscamente. «Si no aparezco, los ra'zac culparán a quienes tengan delante. Si intento alejar a los ra'zac…» Roran no conocía el bosque tan bien como para librarse de treinta hombres más los ra'zac. «Eragon podría hacerlo, pero yo no.» Sin embargo, si la situación no cambiaba, podía ser su única opción. Miró a Baldor.

-No quiero que nadie sufra por mi causa. Esperaré un poco más, y si los ra'zac se impacientan y amenazan a alguien… Bueno, entonces ya pensaré qué hacer.

-Es una situación desagradable para todos -comentó Baldor.

-Y tengo la intención de sobrevivir a ella.

Baldor se fue poco después y dejó a Roran a solas con sus pensamientos, recorriendo aquel camino interminable. Recorría kilómetro tras kilómetro, cavando un surco bajo el peso de sus cavilaciones. Cuando llegó el gélido crepúsculo, se quitó las botas por miedo a gastarlas y siguió caminando descalzo.

Justo cuando se alzó la pálida luna y bañó las sombras de la noche con rayos de luz marmórea, Roran percibió algún alboroto en Carvahall. Grupos de antorchas recorrían la oscura aldea y parecían apagarse y encenderse al entrar y salir de las casas. Las manchas amarillas se concentraron en el centro de Carvahall como una nube de luciérnagas y luego se dirigieron desordenadamente hacia el borde del pueblo, donde se encontraron con una línea más gruesa de antorchas de los soldados acampados.

Durante dos horas, Roran vio cómo se oponían los dos grupos: las agitadas antorchas pululaban sin remedio ante las estólidas teas. Al fin, las luces cada vez más tenues de ambos grupos se dispersaron y regresaron a las casas y a las tiendas.

Viendo que no ocurría nada más de interés, Roran desató su saco de dormir y se metió bajo las sábanas.

Durante todo el día siguiente, hubo un ajetreo inusual en Carvahall. Algunas figuras caminaban de una casa a otra e incluso, para sorpresa de Roran, salieron a caballo hacia diversas granjas del valle de Palancar. A mediodía vio que dos hombres entraban en el campamento de los soldados y desaparecían, durante al menos una hora, en la tienda de los ra'zac.

Seguía con tal atención aquellos sucesos que apenas se movió en todo el día. Estaba a media cena cuando, tal como esperaba, volvió a aparecer Baldor. -¿Tienes hambre? -preguntó Roran, por gestos.

Baldor meneó la cabeza y se sentó con aires de extenuación. Las ojeras hacían que su piel pareciera fina y magullada.

-Quimby ha muerto.

El cuenco de Roran resonó al caer al suelo. Maldijo, se limpió el guiso frío que le había caído en una pierna y preguntó: -¿Cómo?

-Anoche un par de soldados empezaron a molestar a Tara. -Tara era la esposa de Morn-.

No es que a ella le importara, pero los dos hombres empezaron a pelearse por decidir a quiéndebía servir ella antes. Quimby estaba allí, reparando un barril que, según Morn, se había caído. Intentó separarlos. -Roran asintió. Quimby era así, siempre intervenía para asegurarse de que los demás se comportaban correctamente-. Lo que pasa es que un soldado tiró una jarra y le golpeó en la frente. Lo mató al instante.

Roran se quedó mirando al suelo con las manos en las caderas, esforzándose por recuperar el control de su agitada respiración. Era como si Baldor le hubiera dejado sin aire de golpe. «Parece imposible… Quimby, ¿muerto?» El granjero, y destilador en horas libres, formaba parte de aquel paisaje en la misma medida que las montañas que rodeaban Carvahall, una presencia indudable que daba forma a la textura de la aldea. -¿Van a castigar a esos hombres?

Baldor alzó una mano.

-Justo después de morir Quimby, los ra'zac robaron su cuerpo de la taberna y lo arrastraron hasta las tiendas. Intentamos recuperarlo anoche, pero se negaron a hablar con nosotros.

-Lo vi.

Baldor gruñó y se frotó la cara.

-Papá y Loring se han reunido hoy con los ra'zac y han conseguido convencerlos de que devuelvan el cuerpo. En cualquier caso, los soldados no cargarán con las consecuencias. - Hizo una pausa-. Yo estaba a punto de irme cuando han devuelto a Quimby. ¿Sabes lo que le han dado a su mujer? Huesos. -¡Huesos!

-Pelados a mordiscos; incluso se notaban las marcas de los dientes. Y habían partido algunos para sacar el tuétano.

El asco se apoderó de Roran, así como un profundo terror por el destino de Quimby. Era sabido por todos que una persona no podía hallar descanso si no se enterraba debidamente su cuerpo. Sublevado por la profanación, preguntó:

-Entonces, ¿quién, o qué, se lo comió?

-Los soldados también estaban horrorizados, o sea que habrán sido los ra'zac. -¿Por qué? ¿De qué sirve?

-Creo -explicó Baldor- que los ra'zac no son humanos. Tú no los has visto de cerca, pero tienen un aliento pésimo y siempre se tapan la cara con bufandas negras. Tienen la espalda encorvada y retorcida y hablan entre sí con crujidos. Hasta sus hombres parecen temerlos.

-Si no son humanos, ¿qué clase de criaturas son? -preguntó Roran-. No son úrgalos.

-Quién sabe.

El miedo se sumó a la repulsión de Roran; se trataba de miedo a lo sobrenatural. Lo vio reflejado en el rostro de Baldor cuando éste entrecruzó las manos. Pese a todas las historias sobre las maldades de Galbatorix, seguía causándoles impresión tener la maldad del rey alojada entre sus casas. Roran sintió el peso de la historia al darse cuenta de que se relacionaba con fuerzas de cuya existencia sólo había sabido hasta entonces por medio de canciones y relatos populares.

-Hay que hacer algo -murmuró.

El aire se volvió más caliente aquella noche, y al mediodía siguiente el valle de Palancar resplandecía, sofocado por un inesperado calor primaveral. Carvahall parecía en paz bajo el claro cielo azul, aunque Roran percibió el amargo resentimiento que se aferraba a sus habitantes con una intensidad maliciosa. La calma era como una sábana tendida, tensada por el viento.

Pese a la expectación, el día resultó rematadamente aburrido; Roran se pasó casi todo el tiempo cepillando la yegua de Horst. Al fin se acostó y alzó la mirada, más allá de los elevados pinos, hacia la bruma de estrellas que adornaban el cielo nocturno. Parecían tan cercanas que se sintió como si volara entre ellas a toda velocidad, cayendo hacia el más negro vacío.

La luna se estaba poniendo cuando se despertó Roran, con la garganta irritada por el humo. Tosió y rodó para levantarse, con los ojos ardientes y humedecidos al tiempo. Aquel humo tan nocivo le impedía respirar.

Roran cogió sus mantas, ensilló a la asustada yegua y luego la espoleó montaña arriba, con la esperanza de encontrar un poco de aire puro. Pronto se dio cuenta de que el humo también ascendía y decidió darse la vuelta y tomar hacia un lado por el bosque.

Tras maniobrar unos cuantos minutos en la oscuridad, por fin se abrieron paso y llegaron a una cornisa despejada por la brisa. Roran purgó sus pulmones con hondas inspiraciones y escrutó el valle en busca del fuego. Lo descubrió al instante.

El granero de Carvahall ardía blanco entre un ciclón de llamas que transformaban su contenido en una fuente de centellas ambarinas. Roran se estremeció al contemplar la destrucción de los víveres del pueblo. Quería gritar y correr por el bosque para ayudar a quienes pretendían apagarlo con cubos, pero no pudo obligarse a renunciar a su seguridad.

Entonces una centella aterrizó en casa de Delwin. A los pocos segundos, el techo de paja explotó en una oleada de fuego.

Roran maldijo y se tiró de los pelos, al tiempo que le corrían las lágrimas por la cara. Por eso jugar con fuego era un delito mayor en Carvahall. ¿Se trataba de un accidente? ¿Habían sido los soldados? ¿Sería que los ra'zac castigaban a los aldeanos por haberlo protegido? ¿Tenía él alguna responsabilidad por esto?

A continuación, la casa de Fisk se sumó a la conflagración. Aterrado, Roran sólo pudo desviar la mirada y odiarse por su cobardía.

Al amanecer habían logrado apagar todos los fuegos, o se habían extinguido ellos solos.

Sólo la mera fortuna y la falta de viento habían salvado al resto de Carvahall de la consunción. Roran esperó hasta que estuvo seguro de que todo había terminado y luego se retiró a su antiguo campamento y se tumbó a descansar. Desde la mañana hasta el anochecer, permaneció ajeno al mundo, al que sólo vio a través de la lente de sus sueños atormentados.

Cuando despertó de nuevo, se limitó a esperar una visita de la que estaba seguro. Esta vez era Albriech. Llegó en pleno crepúsculo, con una expresión amarga y extenuada.

-Ven conmigo -le dijo.

Roran se puso tenso. -¿Por qué?

«¿Habrán decidido entregarme?»

Si la causa del fuego era él, podía entender que los aldeanos quisieran su desaparición.

Incluso podía entender que fuera necesaria. No era razonable esperar que nadie de Carvahall se sacrificara por él. Sin embargo, eso no significaba que él pudiera permitir que lo entregaran a los ra'zac. Después de lo que aquellos monstruos habían hecho a Quimby, Roran estaba dispuesto a luchar a muerte con tal de no convertirse en su prisionero.

-Porque -explicó Albriech, tensando los músculos del mentón- el fuego lo empezaron los soldados. Morn les prohibió entrar en el Seven Sheaves, pero se emborracharon con su cerveza. Uno de ellos tiró una antorcha al granero cuando se iban a acostar. -¿Algún herido? -preguntó Roran.

-Algunos quemados. Gertrude ha podido ocuparse de ellos. Hemos intentado negociar con los ra'zac. Al oír nuestros reclamos de que el Imperio costee las pérdidas y los culpables se enfrenten a la justicia, se han limitado a escupir. Incluso se han negado a confinar a los soldados en sus tiendas.

-Entonces, ¿por qué he de volver?

Albriech soltó una risotada vacía.

-Por el martillo y las tenazas. Necesitamos tu ayuda para… deshacernos de los ra'zac. -¿Haréis eso por mí?

-No nos arriesgamos sólo por tu bien. Esto ya afecta a toda la aldea. Al menos ven a hablar con papá y los demás y escucha lo que opinan… Me parece que te encantará abandonar estas montañas malditas.

Roran pensó la propuesta de Albriech larga e intensamente antes de decidirse a acompañarlo. «Si no, tendré que huir; y para huir siempre hay tiempo.» Fue a buscar la yegua, ató sus bolsas a la silla y luego siguió a Albriech hacia el fondo del valle.

El avance se fue frenando a medida que se acercaban a Carvahall, pues se escondían tras los árboles y la maleza. Albriech se deslizó detrás de un depósito de agua de lluvia, comprobó que la calle estuviera despejada y luego se comunicó por gestos con Roran. Ambos fueron arrastrándose de sombra en sombra, siempre atentos a la posible presencia de los siervos del Imperio. Al llegar a la fragua de Horst, Albriech abrió una de las dos hojas de la puerta, apenas lo suficiente para que Roran y la yegua entraran sin hacer ruido.

Dentro, el taller estaba iluminado por una sola vela, que emitía un halo tembloroso sobre los rostros reunidos en torno a ella y rodeados por la oscuridad. Horst, cuya espesa barba destacaba como un saliente bajo la luz, estaba rodeado por los duros rostros de Delwin, Gedric y Loring. El resto del grupo lo componían hombres más jóvenes: Baldor, los tres hijos de Loring, Parr y el muchacho de Quimby, Nolfavrell, que sólo tenía trece años.

Todos se dieron la vuelta para mirar cuando Roran entró en la reunión. Horst dijo:

-Ah, lo has conseguido. ¿Evitaste las desgracias mientras estabas en las Vertebradas?

-He tenido suerte.

-Entonces, prosigamos. -¿Con qué, exactamente?

Roran ató la yegua a un yunque mientras hablaba.

Contestó Lorin. El rostro apergaminado del zapatero era una masa de heridas y arrugas retorcidas.

-Hemos intentado recurrir a la razón con esos ra'zac… Esos invasores. -Se detuvo. Un desagradable zumbido metálico sacudía su cuerpo desde lo más hondo del pecho-. Han rechazado la razón. Nos han puesto en peligro sin la menor señal de remordimiento o contrición. -Carraspeó y luego anunció con una pronunciada deliberación-: Ellos… han de… desaparecer. Esas criaturas…

-No -dijo Roran-. Criaturas, no. Profanadores.

Todos pusieron mala cara y movieron la cabeza en señal de consentimiento. Delwin retomó el hilo de la conversación:

-El asunto es que todas nuestras vidas corren peligro. Si ese fuego llega a extenderse más, hubieran muerto docenas de personas y los que se hubieran librado habrían perdido todo lo que tenían. En consecuencia, hemos decidido alejar a los ra'zac de Carvahall. ¿Te unirás a nosotros?

Roran dudó.

-¿Y si regresan o envían refuerzos? No podemos derrotar a todo el Imperio.

-No -contestó Horst, grave y solemne-, pero tampoco podemos permanecer callados y permitir que los soldados nos maten y destruyan nuestras propiedades. Lo que un hombre puede aguantar sin devolver el golpe tiene un cierto límite.

Lorin se rió y echó la cabeza atrás de tal modo que la llama iluminó sus dientes partidos.

-Primero nos fortificaremos -susurró con regocijo- y luego pelearemos. Haremos que se arrepientan de haber puesto sus podridas miradas en Carvahall. ¡Ja, ja!