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Hay que reconocer que el Palacio no es cualquier cosa. Sus muros de ladrillo y sus tejados de pizarra impresionan incluso a los menos impresionables; son algo así como la joya del barrio rico, porque, sí, nosotros también tenemos un barrio rico, además de una clínica, que en aquellos años de escabechina mundial no daba abasto, dos escuelas, una para las chicas y otra para los chicos, y una Fábrica, un edificio enorme con chimeneas cilíndricas que arañan el cielo y lanzan bocanadas de humo y nubes de hollín día y noche, en invierno y verano. Desde que la abrieron, a finales de la década de los ochenta, da de comer a toda la región. Raro es el hombre que no trabaja allí. Casi todo el mundo dejó las viñas y los campos por ella. Desde entonces, los abrojos crecen a sus anchas donde antes hubo cepas, frutales y surcos de buena tierra.

Nuestra ciudad no es muy grande. No es V., ni mucho menos. Sin embargo, uno puede perderse en ella. Quiero decir que tiene suficientes rincones sombreados y miradores para que cualquiera pueda encontrar algo que satisfaga su melancolía. A la Fábrica le debemos la clínica, las escuelas y la pequeña biblioteca, en la que no entra cualquier libro.

El dueño de la Fábrica no tiene nombre ni rostro; es un «grupo», como suele decirse, o una «sociedad», como puntualizan los que quieren dárselas de informados. Donde antaño crecía el trigo se alzan ahora hileras de viviendas. Calles enteras construidas unas a imagen de las otras. Casas alquiladas por muy poco, o por mucho —el silencio, la obediencia, la paz social—, a obreros que no esperaban tanto y a quienes les costó acostumbrarse a mear en una taza de porcelana en vez de en un agujero negro practicado en el centro de una tabla de pino. Las antiguas granjas, las pocas que aún resisten, se arrimaron, como por instinto, unas a otras, apretujaron sus viejos muros y sus ventanas bajas en torno a la iglesia y siguieron lanzando sus agrios olores a establo y leche cuajada por las puertas entreabiertas de los corrales.

También nos hicieron dos canales, uno grande y otro pequeño. El grande, para las gabarras que traen carbón y caliza y se llevan carbonato de sosa. El pequeño, para alimentar al grande si alguna vez se quedaba sin agua. Los trabajos duraron diez años. Unos señores encorbatados se paseaban por todas partes con los bolsillos llenos de billetes, comprando tierras a diestro y siniestro. Eran tan generosos pagando rondas que a algunos les resultaba difícil mantenerse sobrios un día al mes. De pronto, dejamos de verlos. Se fueron por donde habían venido. La ciudad era suya. Se acabó la borrachera. Ahora había que trabajar. Trabajar para ellos.

Pero, volviendo al Palacio, no puede negarse que es el edificio más imponente de la ciudad. El viejo Destinat, Destinat padre, lo hizo construir justo después del desastre de Sedán. Y no escatimó. Puede que aquí seamos poco habladores, pero a veces nos gusta impresionar de otras maneras. El Fiscal vivió en el Palacio toda la vida. Hizo más que eso: nació y murió en él.

El Palacio no es de proporciones humanas. Es inmenso. Y más teniendo en cuenta que la familia nunca fue numerosa. El viejo Destinat paró la máquina en cuanto tuvo un hijo. Oficialmente, estaba satisfecho. Lo que no le impidió hacer unos cuantos bombos y unos bastardos preciosos, a los que dio una moneda de oro hasta los veinte años y una bonita carta de recomendación el día en que cumplieron veintiuno, junto con una simbólica patada en el culo para que fueran a comprobar bien lejos si la tierra era realmente redonda. Aquí, a eso se le llama generosidad. No todo el mundo actúa así.

El Fiscal era el último Destinat. No habrá más. No es que no se casara, es que su mujer murió muy pronto, a los seis meses de una boda en la que se dio cita lo más pudiente y copetudo de la región. La novia era una De Vincey. Sus antepasados habían luchado en Crécy. Como los de todo el mundo, seguramente, pero ni lo sabemos ni nos importa.

En el vestíbulo del Palacio vi un retrato de ella, pintado en la época de la boda. El artista, llegado expresamente de París, había conseguido captar en su rostro la inminencia del fin. La palidez de muerta en ciernes y la resignación de las facciones eran impresionantes. Se llamaba Clélis. No es un nombre banal, y está admirablemente grabado en el mármol rosa de su tumba.

En el parque del Palacio podría acampar todo un ejército y aún quedaría sitio. Está rodeado de agua: al fondo hay un pequeño camino vecinal que hace de atajo entre la plaza del ayuntamiento y el embarcadero y, al otro lado, el pequeño canal al que ya me he referido, sobre el que el viejo hizo construir un puente japonés, pintado de granate. La gente lo llama «la Morcilla», porque su color recuerda el de la sangre cocida. En la orilla de enfrente se alza un edificio alto con grandes ventanas, el laboratorio de la Fábrica, donde los ingenieros se las ingenian para encontrar el modo de hacer más rico a su jefe. A la derecha del parque remolonea un río estrecho y sinuoso, el Guerlante, cuyas aguas son ralentizadas por los remolinos y los bancos de nenúfares. El agua lo impregna todo. El parque del Palacio es como una gran tela mojada. La hierba gotea sin cesar. Un sitio para coger cualquier cosa.

Es lo que le pasó a Clélis Destinat. Todo acabó en tres semanas, entre la primera visita del médico y la última paletada de Ostrane, el enterrador, que siempre la echa muy despacio.

—¿Y por qué la última y no las demás? —le pregunté un día.

—Porque la última —respondió mirándome con sus ojos de pozo sin fondo—, la última tiene que quedar en el recuerdo.

Ostrane es un poco redicho; le gusta hacer frases. Para mí que equivocó el oficio. Yo habría pagado por verlo en el teatro.

El viejo Destinat procedía del campo, pero en cincuenta años consiguió desasnarse a golpe de billetes y sacos de oro. Había cambiado de mundo. Tenía seiscientos empleados, cinco granjas arrendadas, ochocientas hectáreas de bosque —todo robles—, pastizales para dar y tomar, diez edificios de alquiler en V. y un buen colchón de acciones —y de las buenas, nada de Panamás— sobre el que habrían podido dormir diez hombres sin clavarse los codos.

Recibía y lo recibían. En todas partes. Lo mismo en casa del obispo que en la del prefecto. Era alguien.

No he hablado de la madre de Destinat. Ella era otra cosa. De buena familia, también del campo, pero no del que se trabaja, sino del que se posee de toda la vida. Había aportado como dote más de la mitad de lo que poseía su marido, y algo de buenas maneras. Después se había dedicado a sus libros y sus labores. Se le permitió elegir un nombre para su hijo, y eligió Ange. El viejo le antepuso Pierre. Ange le parecía blando y poco viril. A partir de ese momento, la madre ya no vio al hijo, o apenas. Entre las niñeras inglesas de los primeros años y el internado en el colegio de los jesuitas, el tiempo se fue volando. La madre se había separado de un meoncete de piel sonrosada y ojos hinchados y un buen día se encontró frente a un jovenzuelo un tanto estirado, granujiento y barbilampiño, que la miraba de arriba abajo, como un auténtico señorito henchido de latín, griego, importancia y sueños de grandeza.

La señora Destinat murió como había vivido: sin hacer ruido. Pocos se enteraron. El hijo estaba en París, estudiando Derecho. Vino al entierro, todavía más tieso y empapado de capital y conversación, con su bastoncillo de madera clara, su impecable cuello duro y el labio adornado con un bigotillo engominado a la Jaubert. El no va más. El viejo encargó el mejor ataúd disponible al ebanista, que por primera y única vez en su vida trabajó con palisandro y caoba, y puso asas de oro. Oro de ley. Luego mandó construir un panteón e hizo colocar sobre él dos estatuas: una de bronce con los brazos tendidos hacia el cielo, y otra, arrodillada, llorando en silencio. No quiere decir gran cosa, pero queda muy aparente.

Con el luto, el viejo no cambió de costumbres. Se limitó a encargar tres trajes de paño negro y brazaletes de crespón.

Al día siguiente al entierro, el hijo se volvió a París, donde aún estuvo unos años.

Un buen día regresó, demasiado serio y convertido en fiscal. Ya no era el pisaverde que había arrojado tres rosas sobre el ataúd de su madre con una mueca de suficiencia y había desaparecido sin más por miedo a perder el tren. Era como si algo se hubiera roto en su interior y lo hubiera doblegado un poco. Pero nunca supimos qué.

Luego, la viudez acabó de quebrarlo. Y de alejarlo. Del mundo. De nosotros. De sí mismo, seguramente. Creo que la quería, que amaba a su joven flor de invernadero.

El viejo Destinat murió ocho años después que su mujer, de un ataque en una cañada, cuando iba a visitar una de sus alquerías para echarle una bronca al aparcero y probablemente ponerlo de patitas en la calle. Lo encontraron con la nariz y la boca hundidas en el espeso barro de comienzos de abril, gentileza de las lluvias que en esa época suelen oscurecer nuestro cielo y convertir la tierra en una pasta pegajosa. Había vuelto a sus orígenes. Se había cerrado el ciclo. El dinero le sirvió de poco. Murió como un destripaterrones.

Y el hijo se quedó totalmente solo. Solo en la gran casa.

Seguía teniendo la costumbre de mirar a la gente por encima del hombro, pero se conformaba con poco. Una vez pasada su juventud de lechuguino que vestía trajes de buen corte con un clavel en la solapa, no quedó más que un hombre que iba envejeciendo. El trabajo lo absorbía por completo. En la época de su padre, el Palacio daba empleo a seis jardineros, un guarda, una cocinera, tres lacayos, cuatro doncellas y un chófer, una pequeña tribu gobernada con mano firme y recluida en reducidas dependencias y cuartos abuhardillados en los que durante el invierno se helaba el agua de las palanganas.

El Fiscal agradeció los servicios prestados a todo el mundo. No fue mezquino. Les dio una bonita carta y una bonita suma. Sólo se quedó con la cocinera, Barbe, a quien las circunstancias convirtieron también en doncella, y con su marido, apodado el Rancio porque nadie lo había visto sonreír jamás, ni siquiera su mujer, que en cambio siempre tenía la cara distendida y alegre. El Rancio se ocupaba del mantenimiento de la propiedad y realizaba todo tipo de trabajos menores. Al matrimonio se lo oía poco y se lo veía menos. Como al Fiscal, por otra parte. El caserón parecía aletargado. La lluvia se colaba por el tejado de una torrecilla. Una enorme glicina, dejada de la mano de Dios, tapaba con sus ramas varias persianas. El hielo hizo estallar varias piedras angulares. La casa envejecía, al igual que sus moradores.

Destinat no recibía jamás. Le había dado la espalda al mundo. Iba a misa todos los domingos. Tenía su banco, marcado con las iniciales de la familia, grabadas a escoplo en el roble macizo. No se perdía una. Durante el sermón, el cura lo acariciaba con la mirada como si fuera un cardenal o un cómplice. Luego, al final, cuando la tropa de gorras y pañoletas bordadas había desfilado fuera, lo acompañaba hasta el atrio. Entre el clamor de las campanas, mientras Destinat se enfundaba los guantes de cabritilla —tenía las manos finas como una señorita y los dedos delgados como boquillas de fumar—, se decían cuatro naderías, pero en el tono de quienes saben, el uno porque conocía las almas, el otro porque les buscaba las vueltas. Y se acabó: el Fiscal volvía a casa, y quien quisiera podía imaginarse su soledad y filosofar sobre ella.

Un día, uno de los directores de la Fábrica solicitó el favor de ser recibido en el Palacio. Protocolo, intercambio de tarjetas, reverencias y sombrerazos. Lo reciben. El director en cuestión era un belga gordo, paticorto y risueño, de ensortijadas patillas pelirrojas y ataviado como un gentleman de novela, con ranglán, pantalón a cuadros con trencillas en las costuras y botines relucientes. Bien. Llega Barbe trayendo una gran bandeja con un servicio de té de lo más completo. Sirve a los señores. Desaparece. El Director parlotea. Destinat habla poco, bebe poco, no fuma, no ríe, pero escucha educadamente. El otro sigue sin entrar en materia, habla de billar durante diez minutos largos, luego de la caza del perdigón, el bridge, los cigarros de La Habana y por último de la cocina francesa. Ya lleva allí tres cuartos de hora. Se dispone a hablar del tiempo, pero en ese momento Destinat consulta su reloj, casi de reojo, pero lentamente, para que al otro no le pase inadvertido.

El Director comprende, tose, deja la taza, vuelve a toser, vuelve a coger la taza y, por fin, se lanza: tiene que pedirle un favor, pero no sabe si se atreverá, de hecho duda, teme ser inoportuno, tal vez grosero… No obstante, acaba lanzándose al agua: el Palacio es grande, muy grande, y además están las dependencias, en particular esa casita del parque, desocupada, pero coqueta, independiente. Su problema, el problema del Director, es que la Fábrica marcha bien, casi demasiado bien, y cada vez necesita más personal, sobre todo ingenieros, jefes, pero el caso es que ya no hay sitio donde alojarlos, porque, claro, no los van a meter en la colonia, en las casas de los obreros, no, por Dios, obligarlos a codearse con esa gente, que a veces duermen cuatro en la misma cama, que beben vino peleón, que sueltan un juramento detrás de otro, que se reproducen como animales… ¡Eso nunca! Así que al Director se le había ocurrido una idea, sólo una idea… Si el señor Fiscal aceptara, aunque desde luego no tiene por qué, cada cual es dueño en su casa… Pero si, aun así, consintiera en alquilar la casita del parque, la Fábrica y el Director le estarían eternamente agradecidos, y naturalmente pagarían bien, y por descontado no meterían a cualquiera; sólo a gente bien, educada, discreta, silenciosa, jefes o como mucho subjefes, y sin niños, asegura el Director, que le da su palabra y suda a chorros bajo el cuello falso y dentro de los relucientes botines. Luego, se calla y espera, sin atreverse siquiera a mirar a Destinat, que se ha puesto en pie y contempla el parque y la bruma, arrebujada en sí misma.

Se produce un largo silencio. El Director ya está empezando a arrepentirse de su ocurrencia, pero de pronto Destinat se vuelve y le dice que de acuerdo. Así, sin más. Con voz inexpresiva. El Director no da crédito a sus oídos. Se inclina, balbucea, tartamudea, da las gracias con palabras y ademanes, sale andando de espaldas y se va antes de que su anfitrión cambie de parecer.

¿Por qué aceptó el Fiscal? Tal vez sólo para que el Director se fuera de una vez y lo dejara de nuevo con su silencio. O tal vez porque le había complacido que, por una vez en la vida, le pidieran algo, algo que no fuera dar la muerte o denegarla.