27
Bueno, se acerca el final. El final de la historia y el mío. Las tumbas, como las bocas, llevan mucho tiempo cerradas y los muertos ya no son más que nombres medio borrados sobre las lápidas: Belle de Jour, Lysia, Destinat, el Rancio, Barbe, Adélaide Siffert, el chico bretón y el obrero tipógrafo, Mierck, Gachentard, la mujer de Bourrache, Hippolyte Lucy, Mazerulles, Clémence… A menudo, me los imagino, a todos y a todas, en el frío de la tierra y su total oscuridad. Sé que sus órbitas están vacías desde hace mucho tiempo y que sus manos entrelazadas ya no tienen carne.
Si alguien me preguntara en qué he empleado todos estos años, el tiempo que me ha hecho llegar hasta hoy, no podría responder gran cosa. No me he enterado de los años, a pesar de lo largos que se me han hecho. He mantenido viva una llama e interrogado a la oscuridad, sin obtener otra cosa que retazos de respuestas, incompletas y poco claras.
Toda mi vida se resume en ese diálogo con unos cuantos muertos. Eso ha bastado para que siguiera viviendo, esperando el fin. He hablado con Clémence. He evocado a los demás. Ha habido pocos días en que no los haya hecho aparecer ante mí para repasar sus gestos y sus palabras y preguntarme si los había interpretado como debía.
Cuando creía que al fin había encontrado una luz, surgía alguna otra cosa que soplaba sobre la llama y removía las cenizas en torno a mis ojos. Y vuelta a empezar.
Pero puede que sea eso lo que me ha hecho durar, ese diálogo a una voz, siempre la misma, siempre la mía, y la opacidad de ese asesinato, que tal vez no tenga más culpable que la opacidad de nuestras propias vidas. La vida es curiosa… ¿Sabemos acaso por qué venimos al mundo, y por qué nos quedamos? Hurgar en el Caso como yo lo he hecho es seguramente un modo de no hacerme la auténtica pregunta, la que todos nos negamos a recibir en nuestros labios, nuestro cerebro y nuestras almas, que no son, ciertamente, ni blancas ni negras, sino grises, «rematadamente grises», como me dijo un día Joséphine.
En cuanto a mí, aquí estoy. No he vivido. Sólo he sobrevivido. Siento un escalofrío. Abro una botella de vino y bebo, rumiando trozos de tiempo perdido.
Creo que lo he dicho todo. Todo sobre lo que creía ser. Lo he dicho todo, o casi todo. Sólo me queda una cosa que añadir, tal vez la más difícil, la que jamás he confesado a Clémence. Por eso es mejor que siga bebiendo, para tener el valor de decirla, de decírtela a ti, Clémence, puesto que sólo hablo y escribo para ti, desde el principio, desde siempre:
¿Sabes? Al pequeño, a nuestro pequeño, no pude ponerle un nombre, ni siquiera fui capaz de mirarlo realmente. Ni siquiera llegué a besarlo, como debería haber hecho un padre.
Una monja con toca, alta y arrugada como una pasa, me lo trajo una semana después de tu muerte. «Es su hijo —me dijo—. Suyo. Tiene que criarlo». Luego me puso el envoltorio blanco entre los brazos y se volvió por donde había venido. El niño dormía. Estaba calentito y olía a leche. Debía de ser muy suave. Con la carita asomando entre los pañales, parecía un Niño Jesús de un Nacimiento. Tenía los párpados cerrados y las mejillas redondas, tan redondas que la boca desaparecía entre ellas. Busqué tus facciones en las suyas, como un recuerdo tuyo que me hubieras enviado desde el otro lado de la muerte, pero se parecía a todos los recién nacidos, a todos los que acaban de llegar a la luz tras una larga y aterciopelada noche pasada en un lugar que todos olvidamos. Sí, era uno de los suyos. Un inocente, como suele decirse. El futuro del mundo. Un hijo del hombre. La perpetuación de la especie. Sin embargo, para mí no era nada de eso; no era más que tu asesino, un pequeño asesino sin conciencia ni remordimientos con el que tendría que vivir aunque tú ya no estuvieras aquí, un pequeño asesino que te había matado para llegar hasta mí, que se había abierto paso con los codos y con todo lo demás para estar solo, solo ante mí. Yo jamás volvería a ver tu rostro ni besar tu piel, mientras que él crecería día a día, tendría dientes para seguir devorándolo todo, tendría manos para coger las cosas y ojos para verlas, y más adelante, palabras, palabras para contar su gran mentira a quien quisiera escucharlo, que no te había conocido, que moriste al nacer él, cuando la auténtica verdad es que te mató para nacer.
No tuve que pensarlo mucho. La idea vino sola. Cogí un almohadón e hice desaparecer su cara bajo él. Esperé un buen rato. No se movió. Para emplear los términos de los que nos juzgan aquí abajo, ni siquiera hubo premeditación; era lo único que podía hacer, y lo hice. Levanté el almohadón y lloré. Lloré pensando en ti, no en él.
Luego fui a buscar a Hippolyte Lucy, el médico, para decirle que el niño no respiraba. Me acompañó a casa. Entró en la habitación. El niño estaba sobre la cama. Seguía teniendo el rostro de un inocente que duerme, apacible y monstruoso.
El médico lo desnudó. Le acercó el oído a la boca, que tenía cerrada, y luego al pecho. Su corazón había dejado de latir. No dijo nada. Cerró el maletín y se volvió hacia mí. Nos quedamos mirándonos largo rato. Él lo sabía. Y yo sabía que él lo sabía. Pero no dijo nada. Salió de la habitación y me dejó solo con el pequeño cuerpo.
Hice que lo enterraran contigo. Ostrane me dijo que los recién nacidos desaparecen en la tierra como un olor en el aire, antes de que te des cuenta. Lo dijo sin segunda intención. Maravillado.
No hice grabar su nombre en la lápida.
Lo peor de todo es que ni siquiera hoy siento remordimientos y que volvería a hacer lo mismo sin dudarlo, como sin dudarlo lo hice entonces. No me siento orgulloso. Tampoco avergonzado. No fue el dolor lo que me impulsó a hacerlo. Fue el vacío. El vacío en el que me quedé, pero en el que quería quedarme solo. Él habría sido un niño desgraciado que habría vivido y crecido junto a un hombre para quien la vida no era más que un vacío lleno de una sola pregunta, un gran agujero sin fondo y muy negro a cuyo alrededor no ha parado de dar vueltas, hablándote para que todas sus palabras fueran como un muro al que agarrarse.
Ayer me di un paseo hasta el Puente de los Ladrones. ¿Te acuerdas? ¿Cuántos años teníamos? ¿Poco menos de veinte? Tú llevabas un vestido de color grosella. Yo tenía un nudo en la garganta. Estábamos contemplando el río. Esta corriente, me decías, es nuestra vida, que pasa. Mira qué lejos va, qué hermosa es, ahí, entre las flores de los nenúfares, las algas de largos cabellos, las orillas de tierra arcillosa… Yo no me atrevía a cogerte de la cintura. Tenía un nudo tan apretado en la garganta que casi no podía respirar. Tus ojos miraban a lo lejos. Los míos contemplaban tu nuca. Aspiraba tu perfume a heliotropo y el del río, que olía a aire limpio y a hierba. De pronto, cuando menos lo esperaba, te volviste hacia mí, me sonreíste y me besaste. Era la primera vez. El agua corría bajo el puente. El mundo tenía el brillo de los domingos. El tiempo se detuvo.
Ayer estuve un buen rato en el Puente de los Ladrones. El río es el mismo. Sigue habiendo grandes nenúfares, algas de largos cabellos, orillas de tierra arcillosa. Sigue oliendo a aire limpio y a hierba, pero sólo a eso.
Se me acercó un niño, un muchacho de ojos claros. «¿Estás mirando los peces? —me preguntó. Y, un tanto decepcionado, añadió—: Hay muchos, pero nunca se los ve». No le respondí. Hay tantas cosas que no vemos jamás… Se acodó en el pretil junto a mí y nos quedamos así un buen rato, envueltos en la música de las ranas y el rumor de los remolinos. Él y yo. El principio y el final. Y me fui. El chico me siguió unos instantes y luego desapareció.
Hoy todo ha acabado. He agotado mi tiempo y el vacío ya no me asusta. Tal vez pienses que yo también soy un canalla, que no soy mejor que los otros. Tienes razón. Por supuesto que tienes razón. Perdóname por todo lo que he hecho, y perdóname sobre todo por todo lo que no he hecho.
Espero que puedas juzgarme pronto, cara a cara. De repente, espero que Dios exista y con él todo el santoral, todas las pamplinas con las que nos llenaban la cabeza cuando éramos pequeños. Si es así, te costará reconocerme. Dejaste a un hombre joven y te encontrarás con un viejo prematuro lleno de achaques y manías. Tú, ya sé que no has cambiado. Es lo que tienen los muertos.
Hace un rato, he descolgado la carabina de Gachentard. La he desmontado, engrasado, limpiado, vuelto a montar y cargado. Sabía que hoy acabaría mi relato. Tengo la carabina junto a mí. Fuera, hace un día suave y soleado. Es lunes. Por la mañana. Bueno… No tengo nada más que decir. Lo he dicho todo, lo he confesado todo. Ya era hora. Ya puedo reunirme contigo.