12

Ahora debo volver a la mañana de 1917, en que dejé al borde del canal completamente helado el pequeño cuerpo de Belle de Jour y al juez Mierck con su aterido séquito.

Todo esto puede parecer un enorme barullo, un revoltijo sin pies ni cabeza, pero en el fondo es la imagen de mi vida, que no ha sido más que una sucesión de fragmentos, imposibles de recomponer. Para intentar comprender a la gente, hay que excavar hasta las raíces. No basta con darle un empujón al tiempo con el hombro para darle mejor aspecto; hay que arañar entre sus fisuras y obligarlo a dar el máximo. Ensuciarse las manos. A mí no me da asco. Es mi trabajo. Fuera es de noche, y ¿qué otra cosa podría hacer de noche, aparte de sacar los trapos sucios y airearlos un poco, una y mil veces?

Mierck seguía teniendo el bigote manchado de yema de huevo y el aire altanero de un embajador gotoso. Contemplaba el Palacio y sonreía con las comisuras de los labios. La puerta de acceso al parque estaba abierta y la hierba se veía pisada a ambos lados. El juez empezó a silbar y a agitar su bastón como si fuera un espantamoscas. El sol ya había conseguido atravesar la niebla y empezaba a fundir la escarcha. Estábamos rígidos como postes y teníamos las mejillas duras como suelas de madera. El Postilla había dejado de tomar notas. Además, notas ¿de qué? Estaba todo dicho.

—Bien, bien, bien… —volvió a murmurar Mierck balanceándose sobre las puntas de los pies; de pronto, se volvió hacia el gendarme de V.—. ¡Felicítelo de mi parte!

El interpelado lo miró sin comprender.

—¿A quién, señor juez?

—¿Cómo que a quién? —gruñó Mierck, mirándolo como si tuviera un guisante en lugar de cerebro—. ¡Pues a quien haya hecho los huevos, hombre de Dios! Estaban riquísimos. ¿Dónde tiene la cabeza, amigo mío? ¡Haga el favor de centrarse!

El gendarme se cuadró. El juez tenía una forma de llamar «amigo mío» a la gente que en realidad quería decir que el aludido no era amigo suyo en absoluto. Tenía la habilidad de servirse de las palabras para hacerles decir cosas totalmente distintas a las que normalmente significaban.

Habríamos podido seguir así mucho tiempo, el juez, el gendarme de los huevos, el Postilla, Bréchut hijo, Grosspeil, Berfuche y yo, que, como de costumbre, no había recibido una sola palabra de Mierck. El médico se había marchado hacía unos instantes, con su maletín de cuero y sus guantes de cabritilla, dejando a Belle de Jour o, mejor dicho, su forma, el bulto de su cuerpo de niña, bajo la manta empapada. El agua seguía fluyendo velozmente por el canal. En esos momentos, me vino a la cabeza una sentencia griega, que no recordaba exactamente, pero que hablaba del tiempo y el agua que fluye con palabras sencillas que lo decían todo sobre la vida y hacían comprender perfectamente que no podemos remontarla. Hagamos lo que hagamos.

Por fin, aparecieron dos camilleros, pelados de frío bajo las finas batas blancas. Venían de V. y habían dado muchas vueltas hasta encontrar el sitio. El juez les indicó la manta con un gesto.

—¡Es todo suyo! —Les soltó, como si hablara de un penco o un mueble viejo.

Yo me marché. Sin despedirme de nadie.

No obstante, no tuve más remedio que volver al canal y hacer mi trabajo, además del trabajo de hombre, que no es el más fácil. Esperé hasta primera hora de la tarde. La agria rasca matutina era sólo un recuerdo; ahora el sol casi calentaba. El día parecía otro. Grosspeil y Berfuche habían cedido el puesto a otros dos gendarmes que vigilaban el escenario del crimen y mantenían alejados a los curiosos. Nos saludamos. Los gobios se deslizaban entre las algas. De vez en cuando, alguno asomaba la cabeza fuera del agua, daba unas boqueadas y volvía a alejarse agitando la cola para ocupar su puesto en la pequeña bandada. La hierba, perlada de gotas de agua, relucía. Todo había cambiado. Ya no se distinguía la huella que el cuerpo de Belle de Jour había dejado en la orilla. En absoluto. Dos patos se disputaban una mata de berro. Uno acabó por darle un picotazo en el cuello al otro, que se marchó parpando lastimeramente.

Durante unos instantes, anduve de aquí para allá sin pensar en nada, salvo en Clémence y en la criatura que llevaba en el vientre. Incluso recuerdo que me dio un poco de vergüenza pensar en ellos, en nuestra felicidad, mientras caminaba cerca del lugar en el que habían asesinado a la niña. Sabía que al cabo de unas horas volvería a verlos, a ella y su vientre, redondo como una hermosa calabaza, aquel vientre en el que, cuando pegaba el oído, oía los latidos del niño y notaba sus perezosos movimientos. Ese día glacial, yo era sin duda el hombre más feliz del mundo, mientras no muy lejos otros hombres mataban y morían con la misma facilidad con que se respira, y mientras un asesino sin rostro estrangulaba a criaturas de diez años. Sí, el más feliz. De eso no me avergonzaba.

Lo más curioso de la investigación es que no se la encomendaron a nadie y la llevó todo el mundo. Mierck se la guisó y se la comió. El alcalde metió la nariz. Los gendarmes aspiraron el olorcillo desde lejos. Pero, sobre todo, vino un coronel para dirigir las maniobras. Se presentó al día siguiente y, pretextando el estado de guerra y la proximidad del frente, dijo que tenía competencia para darnos órdenes. Se llamaba Matziev, nombre vagamente ruso, andares de bailarín napolitano, voz engolada, pelo lustroso y peinado hacia atrás, bigotillo fino, paso elástico, torso de luchador griego… En una palabra, un adonis con galones.

Enseguida comprendimos con quién habíamos topado: con un aficionado a la sangre, pero que estaba en el bando bueno, en el que está permitido derramarla y bebérsela sin que nadie ponga el grito en el cielo. Como el hotel había cerrado por falta de clientes, montó su cuartel general en casa de Bassepin, que alquilaba habitaciones y vendía carbón, aceite, grasa y carne enlatada a todos los regimientos que pasaban por allí.

¿Los mejores años de la vida de Bassepin? ¡La guerra! Vender tan caro como podía lo que compraba lejos por cuatro perras. Llenarse los bolsillos, trabajar día y noche, endosar a los oficiales de intendencia lo necesario y lo superfluo, recuperar, en ocasiones, lo que había vendido a los regimientos que se marchaban para vendérselo a los que llegaban, y así sucesivamente. Un caso digno de estudio. El comercio hecho hombre.

La posguerra tampoco fue demasiado ingrata con él. Enseguida se percató del frenesí municipal por honrar a los caídos. Amplió el negocio y vendió héroes de bronce y toneladas de gallos galos. Los alcaldes del Gran Este le arrancaban de las manos sus estáticos guerreros, bandera al viento y fusil en ristre, que Bassepin encargaba a un pintor tuberculoso «galardonado en numerosas exposiciones». Los tenía para todos los gustos y todos los bolsillos: veintitrés modelos en catálogo, con opción a pedestal de mármol y letras de oro, obeliscos, niños de cinc tendiendo coronas de flores a los vencedores y alegorías de Francia como joven diosa consoladora con los pechos al aire. Bassepin vendía memoria y recuerdo. Los ayuntamientos saldaban su deuda con los caídos de forma bien visible y duradera, con monumentos rodeados de tilos y gravilla, ante los cuales, cada 11 de noviembre, una ardorosa fanfarria tocaría los aires marciales de la victoria y los patéticos del dolor, mientras que de noche los perros callejeros se meaban por todas partes y las palomas añadían sus inmundas condecoraciones a las concedidas por los hombres.

Bassepin tenía una enorme barriga en forma de pera, un gorro de piel de topo que no se quitaba ni a sol ni a sombra, un sempiterno palo de regaliz en la boca y los dientes muy negros. Cincuentón y solterón, no se le conocía ninguna aventura. El dinero que ganaba se lo guardaba; no se lo bebía ni se lo jugaba, y tampoco se lo gastaba en los burdeles de V. No tenía vicios. Ni lujos. Ni caprichos. Sólo la obsesión de comprar y vender, de amontonar el oro porque sí, por amontonarlo. Como ésos que llenan el granero de heno hasta el techo, cuando lo cierto es que no tienen animales. Pero, después de todo, estaba en su derecho. Murió de septicemia, en el treinta y uno, hecho un Creso. Es increíble que una heridilla de nada pueda complicarte la vida de ese modo, e incluso abreviarla. En su caso, fue un corte en un pie, apenas un arañazo. Cinco días después estaba tieso como la mojama y completamente azul, lívido de pies a cabeza. Parecía un salvaje africano cubierto de pintura, pero sin el pelo crespo ni la lanza. Y sin heredero. Sin nadie que derramara una lágrima por él. Y no es que la gente lo odiara, no. Ni mucho menos; pero un hombre al que sólo le interesaba el dinero y que jamás miraba a nadie no merecía que lo compadecieran. Había tenido todo lo que deseaba. No todo el mundo puede decir lo mismo. Quizá la razón de su vida fue ésa: venir al mundo para coleccionar monedas. En el fondo, es una idiotez como cualquier otra. Le fue de gran provecho. Tras su muerte, todo el dinero fue a parar al Estado. Hermosa viuda, el Estado: siempre está alegre y nunca guarda luto.

Cuando Matziev quiso alquilar una habitación en su establecimiento, Bassepin le dio la mejor, y siempre que se cruzaba con él se quitaba la gorra de piel de topo, dejando ver, entre los tres o cuatro pelos que se batían en duelo sobre su cabeza, la gran mancha de color vino que le decoraba el cuero cabelludo imitando el contorno del continente americano.

La primera cosa notable que hizo Matziev nada más llegar a nuestra ciudad fue encargar a su ordenanza que le llevara un fonógrafo. Se pasaba las horas muertas asomado a la ventana de su habitación, abierta de par en par a pesar del persistente frío, fumándose unos cigarros finos como cordones y dando cuerda al chisporroteante aparato cada cinco minutos. Siempre ponía la misma canción, un gran éxito de hacía años, de cuando aún creíamos que el mundo era eterno y que bastaba convencerse de que íbamos a ser felices para serlo realmente:

Caroline, mets tes p’tits souliers vernis…

Caroline, je te le dis…

Veinte, cien veces al día, Carolina se ponía sus lindos zapatitos mientras el coronel, con la muñeca doblada y anillos en todos los dedos, se fumaba sus negruzcos y apestosos cigarros con gran elegancia paseando la mirada por los tejados de los alrededores. Cuando la oíamos, pensando todavía en Belle de Jour e imaginando el rostro de la mala bestia que le había hecho aquello, la canción del coronel era como un berbiquí que nos atravesaba el cerebro con su barrena, lentamente, tras hacernos un impecable agujero en el cráneo. En el fondo, la canción del coronel era prima hermana de los huevos del juez, sus «pequeños mundos», saboreados a dos pasos del cadáver. No es de extrañar que aquellos dos, Mierck y Matziev, que acababan de conocerse y eran tan distintos como la noche y el día, hicieran tan buenas migas. En el fondo, sólo es una cuestión de suciedad.