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En el cuaderno de tafilete rojo había muchas más páginas cubiertas de fina letra inclinada que parecía un delicado friso. Muchas más páginas que reproducían las muchas cartas dirigidas por Lysia Verhareine al hombre al que amaba y al que había seguido hasta allí.
Se llamaba Bastien Francoeur, tenía veinticuatro años y era cabo del 27 de infantería. Lysia le escribía a diario. Le hablaba de los largos días, de la risa de los niños, del rubor de Destinat, de los regalos de Martial Maire —el infeliz para el cual se había convertido en una divinidad—, de la primavera, que esmaltaba el parque de prímulas y rosas del azafrán. Le escribía sobre todas esas cosas con su menuda y ligera mano, con frases también ligeras, tras las que cualquiera que la hubiera conocido un poco habría adivinado su sonrisa. Le hablaba, sobre todo, de su amor y su soledad, del desgarro que tan bien disimulaba ante nosotros, que la veíamos todos los días y nunca sospechamos nada.
El cuaderno no contenía las cartas de su novio, que, por otra parte, fueron pocas: nueve en ocho meses. A buen seguro, Lysia las contaba, las guardaba, las releía constantemente. ¿Dónde las guardaba? Tal vez cerca de su corazón, contra el cuerpo, sobre la piel, como decía en una de las suyas.
Pocas cartas… ¿Por qué? ¿Falta de tiempo? ¿O falta de ganas? Sabemos lo que los demás significan para nosotros, pero no lo que nosotros significamos para ellos. ¿La quería tanto como ella a él? Me gustaría creerlo, pero en el fondo no estoy seguro.
De lo que apenas me cabe duda es de que la joven maestra vivía para esa correspondencia, de que ponía toda el alma en aquellas líneas y de que la luz de la casita debía de permanecer encendida hasta muy tarde, porque, después de corregir los cuadernos de sus alumnos, Lysia Verhareine cogía la pluma para escribir su carta y a continuación copiarla en el cuaderno de tafilete rojo. Porque había hecho copia de todas, como si también hubiera sentido la necesidad de escribir aquel gran diario de la ausencia, aquel calendario de los días huérfanos que pasaba lejos del hombre por quien se había exiliado entre nosotros, en cierto modo como las hojas que Destinat arrancaba de los suyos.
Tristeza es un nombre que aparece con frecuencia. Creo que la joven maestra se había encariñado con el hombre frío y solitario que la cobijaba en su casa. Hablaba de él con una ironía tierna, tomaba nota de sus esfuerzos por mostrarse agradable, se burlaba con afecto de su rostro, que se sonrojaba a menudo, de sus tartamudeos, su atuendo, sus paseos en círculo alrededor de la casita, sus ojos alzados hacia la ventana de su habitación. Tristeza la divertía, y creo que puedo afirmar sin miedo a equivocarme que Lysia Verhareine fue el único ser humano al que el Fiscal consiguió divertir en toda su vida.
La famosa cena de la que me habló Barbe aparecía relatada en una larga carta de la joven.
15 de abril de 1915
Amor mío:
Ayer por la noche estaba invitada a cenar con Tristeza. Ha sido la primera vez. Todo se hizo conforme a las reglas. Hace tres días, encontré bajo mi puerta una tarjeta: «El señor fiscal Pierre-Ange Destinat ruega a la señorita Lysia Verhareine tenga la amabilidad de aceptar su invitación a cenar el 14 de abril a las ocho horas». Me preparé para una cena de sociedad, y resulta que no éramos más que nosotros dos, él y yo, cara a cara, en un comedor inmenso en el que cabrían sesenta personas. ¡Una auténtica cena de enamorados! Es una broma. Como ya te he explicado, Tristeza casi es un viejo. Pero ayer parecía un ministro, o un embajador, más tieso que un ocho en un frac digno de una noche en la Ópera. La mesa estaba resplandeciente: la vajilla, el mantel, la plata… Tenía la sensación de estar, no sé, ¡en Versalles, quizá!
La cena no la sirvió Barbe, sino una niña muy jovencita. ¿Qué podía tener? Ocho, nueve años quizá. Se tomaba su papel muy en serio y parecía acostumbrada a interpretarlo. A veces, asomaba la punta de la lengua entre los labios, como hacen los niños cuando quieren esmerarse. Cuando sus ojos se encontraban con los míos, me sonreía. Fue todo un poco extraño: el mano a mano, la cena, la niña… Hoy Barbe me ha explicado que la niña es hija del dueño de un restaurante de V. y que la llaman Belle, un nombre de lo más adecuado. La cena la preparó su padre, y estaba deliciosa, aunque la verdad es que apenas tocamos los platos. Creo que nunca había visto un festín así, aunque ahora me da un poco de vergüenza hablarte de todo esto, cuando seguramente no debes de comer nada bien y hasta puede que pases hambre. Perdóname, amor mío, soy una tonta. Intento animarte y lo único que hago es echar sal en la herida. Te echo tanto de menos… ¿Por qué no me escribes más a menudo? Tu última carta es de hace más de seis semanas… Y siguen sin darte permiso… Sin embargo, sé que no te ha ocurrido nada, siento que no te ha ocurrido nada. Escríbeme, amor mío. Tus palabras me ayudan a vivir, como me ayuda estar cerca de ti, aunque no pueda verte, aunque no pueda estrecharte entre mis brazos. Durante la cena, Tristeza habló poco. Es tímido como un adolescente, y a veces, cuando lo miraba con cierta insistencia, se ponía rojo como un tomate. Cuando le pregunté si no le pesaba la soledad, se quedó pensando un buen rato y luego, con voz grave y serena, dijo: «Estar solo es el sino del hombre, de un modo u otro». Me pareció una frase muy hermosa y muy falsa a la vez. Tú no estás a mi lado, pero es como si te sintiera junto a mí cada segundo, y te hablo a menudo, en voz alta. Poco antes de medianoche, Tristeza me acompañó hasta la puerta y me besó la mano. Me pareció muy romántico, ¡y también muy antiguo!
¡Oh, amor mío, cuándo acabará esta guerra! Algunas noches sueño que estás a mi lado, te siento, te toco en sueños. Y, por la mañana, no abro los ojos de inmediato, para seguir un poco más en el sueño y creer que es la auténtica vida, y el día que me espera, sólo una pesadilla.
Me muero de no estar entre tus brazos.
Te mando un beso tan fuerte como el amor que siento por ti.
Tu Lyse
A medida que pasaba el tiempo, las cartas de Lysia Verhareine iban adquiriendo el tono de la amargura, del abatimiento, incluso del odio. Aquella mujer joven, a la que siempre vimos con una sonrisa luminosa y una palabra amable para todo el mundo, tenía el corazón cada vez más lleno de hiel y dolor. Sus cartas hablaban con frecuencia creciente de la antipatía que le inspiraban los hombres de nuestra ciudad, todos los que iban a la Fábrica, bien peinados, limpios y descansados. Los heridos de la clínica que vagaban por las calles tampoco salían bien parados: los llamaba «los afortunados». Pero quien se llevaba la palma, quien recibía de lo lindo, era un servidor. Leer la carta en que se refiere a mí fue un mal trago. La escribió la noche del dichoso día en que la vi en lo alto del monte, contemplando la lejana llanura como si buscara en ella el sentido de su vida.
4 de junio de 1915
Amor mío:
Tus cartas se vuelven finas como papel de fumar, de tanto desplegarlas y plegarlas, leerlas y releerlas, llorar sobre ellas… Sufro, ¿sabes? El tiempo me parece un monstruo nacido para alejar a los que se aman y hacerles sufrir lo infinito. ¡Qué suerte tienen esas mujeres con las que me cruzo a diario, que no pasan más que unas horas separadas de sus maridos, y los niños de la escuela, que tienen a sus padres siempre cerca!
Hoy, como cada domingo, he subido a lo alto del monte, he ido a estar cerca de ti. He ascendido por el sendero sin ver otra cosa que tus ojos, sin respirar más olor que el tuyo, que conservo en la memoria. Arriba, el viento soplaba con fuerza y me traía el estruendo de los cañones. Rugían, rugían y volvían a rugir… Al ver los resplandores y las siniestras humaredas, e imaginarte bajo aquel diluvio de hierro y fuego, me he echado a llorar. ¿Dónde estabas, amor mío? ¿Dónde estás? Me he quedado allí un buen rato, como siempre; no podía apartar los ojos del campo de sufrimiento en el que vives desde hace meses.
De pronto, he notado que había alguien detrás de mí. Era un hombre al que conozco de vista; es policía, y siempre me he preguntado qué puede hacer en una ciudad tan pequeña como ésta. Es mayor que tú, pero todavía joven. Él está en el lado bueno, el de los cobardes. Me miraba embobado, como si hubiera sorprendido una escena inconveniente. Tenía un fusil en la mano, no como el tuyo, que sirve para matar o que te maten, ni una escopeta de caza, creo, sino un arma ridícula, de teatro o de niño. Parecía un bufón de comedia. En ese momento, lo he odiado más que a nada en el mundo. Ha tartamudeado unas palabras que no he comprendido. Le he vuelto la espalda.
Daría la vida de miles de hombres como él por unos segundos entre tus brazos. Daría su cabeza cortada, la cortaría yo misma para volver a tener tus labios en los míos, para recuperar tus manos y tus miradas. No me importa ser odiosa. No me importan las opiniones, la moral, la gente. Mataría para que siguieras con vida. Odio a la muerte porque no elige.
Escríbeme, amor mío, escríbeme.
Cada día que paso sin ti es un sufrimiento indecible.
Tu Lyse
No se lo podía reprochar. Le sobraba razón. Yo era el imbécil que ella decía, y seguramente lo seguía siendo. Además, yo también habría matado para que Clémence siguiera con vida. Y también odiaba a los vivos. Y apuesto a que al Fiscal le ocurría lo mismo. Apuesto a que la vida le parecía un escupitajo lanzado a su cara.
Recorrí el cuaderno como una carretera que poco a poco pasara de un campo florido a un espantoso páramo lleno de pus, ácido y sangre, de bilis negra, de charcas en llamas. Los días se iban sucediendo y cambiaban a Lysia Verhareine, aunque nosotros no viéramos nada. La joven hermosa, delicada y dulce se convertía interiormente en un ser que aullaba en el silencio y se desgarraba las entrañas. Un ser que caía. Que no paraba de caer.
En algunas de las cartas, a quien atacaba era a su novio. Le reprochaba su silencio, sus escasas cartas, dudaba de su amor… y al día siguiente le ofrecía guirnaldas de excusas y se arrojaba a sus pies. Pero no por eso Bastien le escribía más.
Jamás sabré a qué bando pertenecía Bastien Francoeur, si al de los canallas o al de los justos. Jamás sabré si le brillaban los ojos cuando recibía una carta de Lysia, la abría y la leía. Jamás sabré si las llevaba encima, como armadura de amor y papel, en las trincheras, cuando se avecinaba un asalto y de pronto toda su vida le pasaba por la cabeza como una ruidosa mojiganga. Jamás sabré si, tras echarles un vistazo con una mueca de hastío, o riendo, las hacía un rebujo y las arrojaba al barro.
La última carta, la última página del cuaderno, estaba fechada el 3 de agosto de 1915. Era una carta breve, en la que Lysia Verhareine volvía a hablar con palabras sencillas de su amor, del verano, de aquellos días interminables, tan hermosos y tan vacíos para quien está solo y espera. Resumo. Abrevio un poco, aunque no demasiado. Podría reproducirla entera, pero no quiero. Ya es bastante que Destinat y yo hayamos posado los ojos en el cuaderno como en un cuerpo desnudo. No es cuestión de que otros lo vean, y menos la última carta, que es como sagrada, un adiós al mundo, las últimas palabras de la joven maestra, aunque mientras las escribía no sospechara que serían las últimas.
Después de esa carta, no hay nada más. No hay otra cosa que blancura, páginas y páginas en blanco. El blanco de la muerte.
La muerte escrita.