Capítulo 1
He tragado su magia.
Llamo a sus espíritus.
Mis pensamientos corren como carros tirados por caballos
preparados para la guerra, ardiendo por el fragor de la batalla.
Siento el sabor de su sangre en mi boca.
Veo a sus Kas llegar ante mí,
liberados del Mundo Inferior,
dispuestos a perseguirme.
Hablo de aquellos que se han ido,
tragados por la Noche Eterna,
tragados por el destructor,
sus almas amontonadas como huesos en un caldero.
La oscuridad desgarrada por las estrellas se aleja.
Un nombre regresa, recuerdos, imágenes,
y es como atravesar arenas movedizas,
o como tratar de ver a través de la cálida neblina del desierto.
Estoy de pie y los veo venir
pero no puedo distinguir sus formas o sus rostros.
Tantos nombres, tantas almas, tantos pensamientos,
tantos recuerdos,
hace tanto, tanto tiempo.
Solamente tú, Ramsés, Señor de las Dos Tierras,
fuerte en tu brazo y en tu espíritu,
encarnación de Horus,
señor de las Coronas Gemelas,
guardián de la Diadema,
poderoso Faraón.
Tú debes saberlo, pues estuviste con nosotros,
en espíritu desde el principio.
Éste es mi himno para ti:
«Los cielos están nublados,
sus luces oscurecidas.
Los pilares del cielo tiemblan,
los huesos de los Dioses de la Tierra se quiebran.
La tierra se serena bajo tus pies.
Las criaturas del mundo
han visto a nuestro Faraón
mostrando todo su poder.
El Rey es el Señor de la Sabiduría,
es el dueño de los cuellos de los hombres».
Ah bien, ya está encendido el fuego. El fuego despeja la bruma que acumulan los años. Veamos entonces, ¿quién soy? Pues bien, soy Mahu, ex general de los grandes faraones y amigo de ellos, y ahora vivo solo en una pequeña mansión junto al Nilo, donde abundan las palmeras. Por encima de sus verdes ramas puedo distinguir, entre la neblina, los tenues espíritus de las montañas. Esas montañas conocen los secretos. Ellas guardan la verdad acerca de Aquél cuyo nombre no se puede pronunciar, y el resto. Oh sí, el resto.
He comenzado mi confesión el decimonoveno día de Akhit, la Estación de la Inundación, en la que las aguas del Nilo bajan crecidas y fértiles, dando vida a las Tierras Negras. La Estrella del Can está muy alta en el cielo oriental; ahora se ha ido, lo mismo que los blancos destellos del ibis. ¡Todo son recuerdos! Los escribas del faraón también han venido y se han ido, así como Ojos y Oídos del faraón. Con sus ojos de cobra y su nariz aguileña, me recuerda al general Ramsés, con sus finos labios siempre retorcidos en una sonrisa afectada, ¿o era una mueca? Incluso ahora el fantasma de Ramsés se alza entre las sombras con lodos los demás, mirando con aquellos ojos demasiado juntos, siempre cambiantes.
Me han traído comida, plumas para escribir y tinteros, rollos de papiro, un cuchillo de asta y una piedra de frotar. También han encontrado los diarios que fui escribiendo con el paso de los años. Éstos me servirán para recuperar la memoria. Voy a escribir todo lo que ocurrió. Quieren mi confesión, así que el faraón la tendrá… cuando despeje las brumas del pasado para hacer revivir aquellos gloriosos días del Magnífico, de Amenhotep III, con su panza gorda y sus muslos recios brillando por el sudor perfumado. Amenhotep el Magnífico, Señor de las Dos Tierras, Portador de las Plumas Divinas, sentado plácidamente sobre un taburete, con su propia hija libidinosamente sobre sus rodillas, con sus largas piernas colgando, llevando en una de sus delicadas manos un loto azul que había florecido al mediodía y en la otra un látigo con puntas de plata. Junto a él está la reina Tiye, de rostro pequeño y fiero corazón, una reina cuyos sueños estaban dominados por su misterioso dios. ¡Ah, ahí viene Maya! Con su viejo cuerpo cubierto por vestiduras empapadas en perfume y la cara más pintada que cualquiera de las jóvenes que cantan en los templos. Al siempre sonriente Maya le gustaba vestirse con ropas femeninas, tenía el rostro tan suave como la luna llena y un corazón igualmente cambiante. Sus labios, rojos y gruesos, siempre estaban húmedos, como si hubiera estado chupando sangre. Aquella boca desdeñosa se encontraba siempre lista para cantar sus propias alabanzas: «Cuando comencé era muy bueno», decía la inscripción de su tumba, «pero cuando terminé era brillante».
Las sombras cambian, y me muestran a Pentju, el médico, tan astuto como peligroso. Detrás de él está Huy, la gloria del faraón, seguido por Horemheb, el gran guerrero, con su enorme cuerpo, su impasible rostro macizo y los ojos de una feroz pantera. ¿Y Ramsés? Bueno, Ramsés está siempre a la sombra de Horemheb. ¿Y los otros? Oh sí, ya aparecerán. Nefertiti, «la Bella ha llegado». Camina, como siempre lo hacía, con su magnífica cabeza inclinada hacia atrás y aquellos extraños ojos azules mirando atentamente por debajo de los gruesos párpados. La sigue su hija Ankhesenamón, de una hermosura igualmente inquietante y traicionera. Lleva su peluca perfumada sujeta por una cinta de oro; sus ojos azulados están rodeados de kohl[1] negro; un collar de plata rodea su hermosa garganta y su falda, bordada con dientas trenzadas, golpea de manera provocativa contra la exquisita curva de sus muslos. Lleva puesta una sandalia dorada mientras sujeta sin esfuerzo la otra en su mano. Detrás de ella está Tutankhamón, cariñoso y apacible con sus inocentes ojos oscuros en el rostro de un niño sonriente. Dominándolos a todos ellos, como una nube sombría que cubre el cielo, se encuentra el Hereje. El Velado, cuyo nombre no puede ser pronunciado. Todos ellos acuden a Mahu, y ¿por dónde podría empezar Mahu sino por el principio mismo?
Nací saliendo inesperadamente como una semilla podrida del vientre de mi madre, de manera tan brusca y tan dura que ella murió al mes, o por lo menos eso es lo que dicen los relatos aceptados. Mi padre, Seostris, un portaestandarte de los guerreros nubios de Medjay, no estuvo presente en el parto. Seguramente conozcáis ya a estos guerreros. Son las tropas auxiliares procedentes del sur. Hace muchos años, durante la Estación de la Langosta, el país de Medjay decidió unir su destino al de los egipcios al emprender la guerra a sangre y fuego, por tierra y por mar, contra los hicsos[2], unos bárbaros que convirtieron la ciudad de Avaris, en el Delta, en su fortaleza y amenazaron con poner a todo Egipto bajo su yugo. Tan insolentes se volvieron, que el príncipe de los hicsos envió un mensaje al faraón de la época diciéndole que mantuviera callados a los hipopótamos de su laguna porque interrumpían sus dulces sueños en Avaris.
El bravo Seqenenre aceptó el desafío y dio comienzo a una guerra despiadada aunque cayó abatido en el combate. Su hijo Amosis se puso al frente de sus ejércitos y, como el fuego que se propaga por la pradera, marchó contra los hicsos y los redujo a cenizas. Las doradas barcazas de guerra egipcias hicieron añicos las defensas del enemigo a lo largo del Nilo. Las tropas de Amosis irrumpieron en Avaris y la arrasaron hasta los cimientos. Mis antepasados, los guerreros de Medjay, estuvieron junto a los soldados de Egipto y, gracias a esa ayuda, se selló un pacto de amistad eterna entre ambos pueblos.
Mi padre fue un guerrero desde el momento mismo en que salió del cascarón. Soldado nato, no se preocupó por mí. Mis recuerdos de él son difusos: un hombre firme y decidido, con la cabeza afeitada, vestido con faldellín y pectoral de cuero, botas de marcha en sus pies, cinturón de guerra ajustado en la cintura y un carcaj con flechas cruzado sobre la espalda. Hombre orgulloso de servir al faraón, había recibido el Collar de Honor de Oro junto con las Abejas de Plata al Valor por matar enemigos en combate cuerpo a cuerpo durante la batalla. (Todavía poseo esas condecoraciones: el pesado collar de oro y las pequeñas abejas de plata talladas sobre un trozo de plata pura, con un broche de piedras preciosas para sujetarlo en la túnica). Lo recuerdo mostrándome el khopesh, la espada curva que usó contra el Pueblo de los Nueve Arcos, aquellos innumerables enemigos del faraón que envidiaban las riquezas de Egipto y deseaban apoderarse de sus ricas tierras y sus hermosas ciudades.
Mi padre me visitaba ocasionalmente, a veces acompañado de un asistente que llevaba su escudo ceremonial. Se agachaba y me observaba con frialdad. Sus ojos estaban surcados de arrugas después de tantos años de mirar a través del calor y el polvo de las Tierras Rojas. Desde el principio estuve solo. Vivía con la hermana de mi padre, Isithia, una mujer de rostro duro, fibrosa, de mirada penetrante y lengua afilada. Una mujer sin hijos cuyo marido se había ido al norte por asuntos de negocios y nunca regresó. ¡Yo entendía perfectamente por qué! Por cierto, dejó a Isithia bastante dinero y una mansión en el campo rodeada de altos y gruesos muros. Uno de mis recuerdos más intensos es el de estar jugando en los escalones de la columnata de entrada, decorada con palmas de color azul, verde y ocre rojizo. Alrededor de la casa había estilizadas columnas esculpidas que representaban papiros verdes con raíces rojas y capiteles dorados, un peristilo sombrío que proporcionaba la acogedora sombra contra el calor. Las habitaciones interiores tenían techos de vigas pulidas y pavimentos de baldosas: un vestíbulo, una sala de audiencias, otros salones y escaleras de madera pulimentada que conducían a las habitaciones superiores. Isithia y yo solíamos sentarnos en la amplia terraza, lejos del calor, para disfrutar de la fresca respiración de Amón. La casa estaba totalmente rodeada de verdes jardines, regados por un canal que venía del Nilo, sombreado por enredaderas trepadoras y con flores en los bordes. Era un lugar hermoso con gran variedad de árboles que delimitaban sus senderos: palmas, sicómoros, granados, acacias y terebintos. Todo el jardín estaba salpicado de elegantes pérgolas de colores en donde uno podía sentarse a disfrutar de las flores y de los diferentes aromas. En el centro había un estanque cuadrado, de agua cristalina con blancos nenúfares flotando en su superficie. Ya desde niño podía pasar horas sentado allí, observándolos, viendo florecer el loto azul al amanecer y cerrarse al mediodía para hundirse bajo el agua mientras el blanco se abría únicamente al caer la noche.
Muy rara vez abandonaba aquella casa y aquel jardín. Solía quedarme en la terraza, muy cerca de los almacenes de cereales, apoyado en el enrejado construido alrededor del parapeto para evitar que me cayera. No es que Isithia se preocupara demasiado por mí. Era una mujer fría. La única criatura por la que alguna vez había mostrado cariño fue Seth, un feo perro saluki[3], un animal de guerra feroz, de épocas más turbulentas y que en mi juventud era una raza poco común. Seth la seguía siempre a todas partes. Ella llevaba también su matamoscas. Odiaba las moscas y los ratones. Cada agujero, cada grieta por la que pudieran deslizarse, eran generosamente tapados con grasa de gato.
La recuerdo sentada, con su matamoscas en la mano, en su sillón de respaldo alto y patas rematadas en garras de pantera. Aquel sillón tenía mucho que ver con ella. Isithia era una pantera de ojos rasgados y barbilla chata, una mujer alta que se vestía con ropa holgada y fajines bordados. Rara vez usaba peluca o sus sandalias de bordes de plata, siempre en manos de una criada que caminaba detrás de ella. Si las noches eran frescas, echaba sobre sus hombros un chal con flecos. Preparaba perfumes y medicinas para venderlos a una selecta clientela, y a menudo viajaba al Valle de los Pinos para recoger aquellas hierbas que no podía cultivar en sus propios huertos. En general, éstos producían suficientes frutas y verduras como para autoabastecernos, con cosechas de cebollas, puerros, lechugas y sandías. Isithia no iba mucho al mercado, pero contrataba a los mejores cocineros para comprar y preparar patos y gansos cebados. Siempre bebí la leche más fresca, endulzada con la miel de las colmenas del fondo del jardín, que guardaba en recipientes de cerámica, y cuando las abejas no producían lo suficiente, endulzaba la leche con semillas de algarroba. Cuando me portaba mal, sólo me daban el jugo de un tallo de papiro para chupar. Isithia nunca me golpeó, aunque a veces me agarraba por los hombros y me sacudía. Hacía su propia vida. Sus clientes llegaban por la noche: mujeres en busca de pociones y a veces hombres. Yo a veces escuchaba ruidos de golpes y gritos, pero no puedo saber si eran de placer o de dolor.
Los criados de Isithia eran shemsous, esclavos personales, que llevaban un collar con un jeroglífico que indicaba su estado, enrollado en una varilla. Ellos la temían tanto como yo. Les asustaba su lengua y su matamoscas. También había algunos esclavos o bekous, hombres y mujeres capturados en la guerra a los que se hacía trabajar en los jardines y vivían en cobertizos ni siquiera aptos para el ganado. En una ocasión dos de ellos se escaparon. Mi padre los persiguió, los atrapó pero nunca los trajo de vuelta. Sobre todos ellos ejercía la autoridad Api, el wedpou o mayordomo de Isithia, tonto como un buey pero igualmente fiel.
Mi tía era indudablemente rica. Sus cámaras fortificadas contenían recipientes con aceites y ungüentos: alheña, lirio, abeto, mandrágora y loto, todos guardados en cofres cerrados, revestidos de ébano y oro con soportes de plata. No sé si mi padre conocía la verdad sobre su hermana o el terror silencioso que inculcó en mí. Algunas veces por la noche, en la víspera de algún día desfavorable, Isithia se situaba en el pórtico recitando versículos espeluznantes del Libro de los Muertos. Flanqueada por calderos con fuego, rociaba la oscuridad con aceites y hierbas, mientras Api se mantenía en las sombras detrás de ella. La voz de Isithia resonaba profunda y terrible durante toda la noche.
¡Regresa! ¡Retírate!
Retrocede, ser peligroso.
No vengas contra nosotros.
No te alimentes de mi magia.
Regresad, cocodrilos del sur.
¡Regresa, tú que te alimentas de heces, humo y miserias!
¡El odio hacia ti corroe mi estómago!
Una noche incluso alcancé a verla en cuclillas sobre un plato de carbones encendidos, cubiertos con hierbas. Había recogido su falda, agachándose como si estuviera en una letrina, lanzando maldiciones a la noche. Isithia practicaba el hek, la magia de la oscuridad. Estaba siempre aterrorizada por los aatamu, los espíritus malignos que vienen del Oeste. Sólo los dioses saben qué habría en su pasado; su alma debía de pesar mucho con todas sus maldades. Apenas me hablaba; aparte de citar proverbios sobre la necesidad de paz y seguridad. Recuerdo bien una de las estrofas que me hizo aprender de memoria.
Se está tan bien cuando las camas son suaves
y las almohadas están bien colocadas para los oficiales
, cuando la necesidad de cada hombre es satisfecha
con una sábana y una sombra
y una puerta bien cerrada para quien ha dormido a la intemperie.
En años posteriores, al examinar los registros, descubrí que el ex marido de Isithia había sido oficial del ejército. Tal vez a ella le aterrorizaba el caos que la guerra podría causar. Alguna vez intenté preguntarle por mi madre, pero esbozaba una sonrisa breve y forzada y me ordenaba guardar silencio. Le pregunté acerca de mi nacimiento y saltó como un gato sobre un ratón.
—Naciste entre el vigésimo tercero y el vigésimo séptimo día —me dijo apuntándome con su matamoscas mientras lo agitaba—. Por eso debes tener cuidado siempre con las serpientes y los cocodrilos.
Al recordarlo ahora, ¡cuánta razón tenía! Le pregunté cuál de los dioses debía ser mi patrono, cuál de los seres divinos había protegido mi nacimiento. Acercó su rostro al mío con gesto de fingida tristeza.
—Es extraño que preguntes eso, Mahu. Extraña también es la respuesta. Ningún dios.
Repito: ¡cuánta razón tenía!
Mis recuerdos deberían ser placenteros: una casa limpia con sus salas para baños, letrinas de sólidos mosaicos y alcobas bien decoradas. El aire se endulzaba con las fragancias del enebro, la canela y el incienso, mucho incienso, el perfume divino de los dioses, quemado en pequeños recipientes con sus asas talladas en forma de brazos humanos. Las comidas eran abundantes, deliciosamente preparadas y servidas en platos de caña. Sin embargo, no puedo recordar nada agradable. Jamás nos visitó ningún niño. Recibí algo parecido a una educación. El primer jeroglífico que dibujé fue sebkhet, un recinto amurallado que representaba mi vida de niño, encerrado entre muros. En raras ocasiones, mi padre venía y nos llevaba a mi tía y a mí al otro lado del Nilo, a la Todjeser, la Necrópolis. Me encantaban aquellas salidas: las rápidas aguas del Nilo, las brisas refrescantes, el olor acre de las superficies de gruesos papiros, los destellos de color cuando los patos y las aves salvajes alzaban el vuelo elevándose en el cielo azul. A veces, el rugido de los hipopótamos resonaba a lo largo de las orillas. Sentía un escalofrío de miedo cuando mi padre señalaba las tranquilas aguas donde estaban los cocodrilos. Ocasionalmente, podía llegar a ver los obeliscos con punta de oro y los pilonos esculpidos de los templos de Tebas.
—Aquello es Waset —solía susurrarme mi padre al oído—. La Ciudad del Faraón. Y desde aquí puedes ver… —Y comenzaba a recitar una lista de los templos, pero yo no estaba interesado. Me sentía muy feliz sólo con que él estuviera cerca de mí. Al llegar, la tripulación se preparaba para atracar en el Gran Embarcadero. Por encima de nosotros se elevaba el pico de Meretseger, la siniestra diosa, y aquellos despeñaderos escarpados que podían cambiar bruscamente de color. Éstos surgían sobre la Ciudad de los Muertos y sus laberintos subterráneos de tumbas, el Valle de los Nobles, el Valle de los Reyes, aquellos lugares adonde iban a parar los muertos. Desembarcábamos en el muelle, pasábamos junto a la inmensa estatua de color verde del dios Osiris y subíamos por las calles tortuosas de la Ciudad de los Muertos, un lugar de horror y fascinación, donde el olor a natrón, la fuerte sal de los talleres de los embalsamadores, se mezclaba con el más penetrante olor a corrupción. Luego doblábamos una esquina y podíamos ver sarcófagos perfectamente tallados o vasos canopos[4] elegantemente esculpidos. Los talleres de embalsamamiento, los de los ebanistas y los de los fabricantes de sarcófagos eran muy ruidosos. Lo mismo que pasaba en la vida sucedía en la muerte. Los ricos podían comprar lo mejor, pero los cadáveres de los pobres estaban por todos lados. No eran más que esqueletos deshidratados, envueltos en su propia piel, tendidos sobre el suelo o en repisas. Con ellos el embalsamador no seguía los ritos de Osiris, sino que introducía el jugo barato del enebro dentro del cadáver por el recto, para luego ser conservado en natrón. A los muy pobres se les administraba una sustancia todavía más barata, más corrosiva, antes de ser deshidratados en un baño de natrón envueltos en una sucia mortaja para luego ser alojados con otros muchos en alguna sala de sarcófagos. Podía ver que el matamoscas de mi tía se movía más enérgicamente ya que las moscas zumbaban por todos lados. Grandes nubes negras de esos insectos parecían perseguirla.
Finalmente, dejábamos atrás la ciudad para continuar por el sendero rocoso y desmoronado hacia el Valle de los Nobles. En la entrada, el Señor de la Necrópolis nos daba la bienvenida con su báculo en la mano, cuyo extremo superior estaba esculpido en forma de ankh, el símbolo de la vida. Era escoltado por dos sacerdotes que llevaban máscaras de Anubis, a los que presentó como Wabs o Los Puros. Nos condujeron hasta la tumba de mi padre, la Casa de la Eternidad, que albergaba el cadáver de su esposa y algún día ocuparía él, lo mismo que Isithia y yo. Ya entonces pronuncié una oración silenciosa para, en la muerte, ser libre y poder estar tan lejos de mi tía como fuera posible. Entramos en un patio. En el interior, una pequeña estela tenía inscrito este mensaje:
La Gran Hechicera se ha purgado y purificado.
Ha confesado sus pecados que serán destruidos.
Honor a ti, oh Osiris.
El que escucha todas nuestras palabras,
que lava nuestros pecados,
ha justificado su voz.
Ésta era la primera referencia clara a mi madre que yo había visto. Mi padre se agachó y señaló las palabras Ma a Kherou.
—¿Sabes lo que significa, Mahu?
—No, señor —respondí.
Mi padre esbozó una sonrisa, algo raro en él.
—Quiere decir «Que tu voz sea la de la verdad». ¿Tu voz será siempre la de la verdad, Mahu?
—Por supuesto, señor.
Ésa fue la primera promesa que hice en mi vida y la primera también que nunca cumplí.
—¿Era mi madre…?
—Tu madre era una buena mujer —respondió mi padre.
Tomó mi mano, otro acontecimiento inusual, y me hizo dar la vuelta hasta el otro lado de la estela para leer en voz alta la confesión tomada del Libro de los Muertos.
—«No he maltratado a las personas. No he retirado leche de las bocas de niños pequeños». —Lancé una rápida mirada a mi tía.
Debajo de esto había una imagen del alma de mi madre mientras era pesada en la Balanza de la Verdad. Mi tía se deleitó diciendo los nombres de los demonios que también estaban inscritos allí, listos para apoderarse del alma de mi madre si la balanza se inclinaba en su contra: El que Camina a Grandes Zancadas, El Devorador de Sombras, El Triturador de Huesos, El que se Alimenta de Sangre, El que Perturba las Sombras. Traté de aferrarme a la mano de mi padre, pero me apartó suavemente. Mientras se ponía en pie, revolvió mi pelo negro.
—No te preocupes, Mahu. Tu madre está en Yalou, los Campos de los Bienaventurados, bajo la protección del gran Osiris.
Me condujo por la explanada hacia un pequeño templo con columnas en el frente. El Señor de la Necrópolis quitó los sellos de la puerta. Durante un momento esperamos a que se encendieran las antorchas y mi padre me hizo entrar orgullosamente en el vestíbulo.
—¡Ésta, Mahu, es nuestra Casa de la Eternidad! La hemos preparado bien.
Las paredes del vestíbulo de entrada estaban decoradas con escenas de la vida de mi padre: el momento en que es recibido en audiencia por el faraón para entregarle las Abejas de Plata; cazando en el desierto; conduciendo su carro de guerra hacia una manada de antílopes; entre los papiros, con el bumerang listo, a la espera de poder derribar las aves acuáticas de magníficos colores que levantan el vuelo huyendo a su paso. Había allí plasmadas también otras escenas más conmovedoras: mi madre, grácil y elegante, ungiéndolo con perfume o vertiendo agua en sus manos.
Dejamos el vestíbulo y descendimos por un angosto pasillo. Los muros estaban pintados con escenas de almas transportadas a Abydos, de adoración a los dioses, de ofrendas de frutas sobre brillantes recipientes de latón. En la entrada a la cámara funeraria mi padre se detuvo para hablar con los sacerdotes, para asegurarse de que el sacerdote del Ka, el Sacerdote del Doble, continuara ofreciendo oraciones y libaciones a los dioses en el aniversario de la muerte de mi madre. Por fin, entramos en la cámara funeraria que contenía cuatro sarcófagos. A la izquierda se encontraba el de mi madre, rojo oscuro y cubierto con textos del Libro de los Muertos. Quedé fascinado por los ojos wadjet[5] pintados bajo la tapa del sarcófago. Ignoré todo lo demás y me acerqué para apretar mi mejilla contra la piedra fría. Cuando levanté la vista, mi padre me estaba mirando fijamente, con lágrimas en sus ojos. Mi tía, sin embargo, permanecía en la entrada. Aquélla fue la única vez que la vi realmente temerosa. Deseaba echarme en el suelo. Aunque fuese una cámara funeraria, habría podido quedarme a dormir junto a aquella tumba. Pero mi padre me empujó suavemente y me sacó de allí.
Cuando regresábamos por el Nilo, me pidió que hablara con la voz de la verdad. ¿Estaba bien? ¿Era feliz?
—Sí, señor —respondí.
—¿Y no estás contento por vivir en la Tierra de Tomery? —Utilizó la expresión antigua para referirse al País de las Dos Tierras, el reino de Egipto.
—Por supuesto, padre.
—Entonces, ¿qué te ocurre, hijo?
Los ojos como obsidianas de mi tía captaron mi mirada, pero haberme amparado en la tumba de mi madre me había dado fuerzas.
—Me siento solo, señor.
Mi padre se río y me revolvió el pelo. Pensé que no daría importancia a mis palabras, pero se detuvo en el mercado junto al río y me compró un mono como mascota, una criatura pequeña y ágil con brillantes ojos traviesos que se agarraba a mí y chillaba ruidosamente. Mi tía soltó una broma en voz baja, preguntándose cómo haría para distinguirnos a uno del otro. Yo estaba encantado. Le puse a mi mascota el nombre de Bes, como el feo dios familiar, y cuando mi padre partió, casi no me di cuenta. Adoraba al pequeño Bes. Era de verdad un hermano. Lo cierto fue que la broma de mi tía, repetida por los criados, acerca de la semejanza entre nosotros, me llenaba de orgullo. Le compré una pequeña capa y un medallón de plata con los debens de cobre que había ahorrado. No lo hice yo personalmente. Una vieja criada llamada Dedi fue al mercado a comprar esas cosas en mi lugar. Era una bekou, una esclava lavandera, y por alguna razón sabía mucho sobre monos. Bes se convirtió en la alegría de mi vida. Era una criatura glotona; sólo con el aroma de pato o carne cocinada en cebolla y ajo comenzaba a soltar chillidos desenfrenadamente, y con un trozo de melón bailaba de júbilo. A donde yo iba, Bes me seguía.
Mi tía llegó a odiarlo.
—Atrae a las moscas —protestaba.
Bes temía a su matamoscas con mango de cobre.
¿No es extraño de dónde vienen los sueños? Los recuerdos entran y salen de nuestros corazones moviéndose como el incienso en un santuario. Nuestros recuerdos son vestigios de fantasmas, de cosas que han sido, o incluso que podrían haber sido. La casa de mi tía estaba siempre oscura, aunque teñida de amarillo como si una de esas grandes tormentas de arena hubiera soplado sobre ella desde las Tierras Rojas. Mi infancia fue como un friso pintado en el muro, con fondo amarillo en el que todos los que me rodeaban, incluido Bes, interpretaban sus papeles. Todavía puedo recordar a aquel pequeño mono, con sus movimientos nerviosos, la cadena de plata brillando alrededor de su cuello, su cara pícara y sus ojos vivarachos e inquietos. También me acuerdo perfectamente de aquel día fatal. Dedi estaba llenando el recipiente de la clepsidra, decorado con los mandriles de Thoth tallados, con doce líneas alrededor para marcar las horas del día. Yo estaba explicándole todo esto a Bes, como si un mono estuviese charlando con otro, una de las pocas ocasiones que hice eso en casa de mi tía.
—Ves —señalé con el dedo—, se necesita una hora para que el agua baje de una línea a la siguiente mientras sale por esta perforación de la parte inferior.
Bes saltaba arriba y abajo sobre mis rodillas. Dedi empezó a reírse de mí, pero sin burlarse. Arrugó su cara regordeta y sus ojos, como dos astillas de vidrio negro, brillaron divertidos. Me puse de pie y la abracé. Ella era una de las pocas personas a las que yo tocaba. Olía a polvo y a jabón. Dedi dejó su trabajo, colocó la jarra de agua en el suelo y me obsequió con su atractiva sonrisa sin abrir la boca. Escuché un golpe detrás de mí y miré a mi alrededor. Bes estaba cruzando la puerta a toda velocidad, como un proyectil lanzado por una honda, hacia un trozo de jugoso melón que había allí. Aquel mono nunca pudo resistirse a un melón. Grité y corrí tras él, pero Bes se apoderó de la fruta y corrió hacia el otro lado del patio.
Cuando me hallaba a punto de alcanzar la entrada, un grito de agonía, seguido por un sordo gruñido, hizo que mi estómago se revolviera. Apenas si pude cruzar la puerta. En ese momento supe lo que había ocurrido. Alguien había dejado libre a Seth, el enorme perro saluki. Bes ya estaba balanceándose entre sus mandíbulas. El maldito perro lo estaba sacudiendo como hace un gato con un ratón. Su sangre salpicaba el suelo. Los brazos de Bes colgaban sin vida, su cabeza estaba extrañamente torcida, el pequeño medallón brillaba en un charco cada vez más grande de sangre. Fue una imagen de pesadilla. Aquel endemoniado can agitando el pequeño cuerpo como si fuera un trapo empapado en sangre.
Mis gritos se oyeron en todas partes. Los criados acudieron corriendo, encabezados por Api, que aferró del collar a Seth y lo apartó, pero ni siquiera intentó sacar a Bes de entre sus fauces. Dedi me envolvió con sus brazos. La empujé apartándola y miré hacia arriba. Mi tía observaba los acontecimientos fríamente desde detrás de una celosía. Dedi trató de consolarme pero para mí no había consuelo. Corrió taconeando con sus sandalias y al poco rato trajo el cuerpo muerto de Bes envuelto en un paño verde, con bordes dorados. Lo enterramos a la sombra de un sicómoro. Luego lloré por primera y última vez en mi vida. Dedi, con el rostro gris por la preocupación, me tomó en sus brazos acunándome. Yo no había vivido más de ocho veranos. Mis ojos no podían apartarse de la tierra recientemente removida. Dedi incluso había encontrado un pequeño ankh, el signo de la vida, y lo había hundido sobre la tierra negra.
—Ella es cruel —susurró Dedi.
Yo sabía a quién se refería. El melón cerca de la entrada, el perro saluki acechando, la cruel mirada de Isithia fija en mí.
—Ella fue siempre cruel —continuó.
Sentí una punzada en mi memoria y un escalofrío como si me hubiera sumergido en agua fría. Se acercaba el anochecer. Largas astillas rojas hacían arder el cielo. Dedi me llevó hacia el interior del jardín, bajo la sombra de un hermoso sauce, con sus inclinadas ramas cayendo como si quisieran beber el agua del estrecho canal. Allí se arrodilló y cavó la tierra. Sacó un trozo de cerámica de pálidos colores y, con sus dedos regordetes, recorrió las extrañas manchas.
—Puedo leer —murmuró Dedi—. Soy, era, de To-nouter.
Reconocí la frase referida a la Tierra de Punt, el País del Incienso.
—Me capturaron en la guerra y el padre de tu padre me trajo aquí en la Época de la Hambruna. Puedo leer.
—¿Qué dice? —pregunté.
—«Aléjate de mí, Meret. Que tu espíritu no me persiga».
—Meret era mi madre. ¿Acaso ella —hice un gesto señalando la casa— colocó esto ahí, lo mismo que hizo con el melón?
Dedi lanzó una carcajada y volvió a enterrar el trozo de cerámica.
—Tu madre venía con frecuencia a este lugar; por esa razón Isithia puso la maldición bajo el árbol. Era cruel con ella, tan cruel como lo es contigo.
Escuché un ruido y me di la vuelta. Dedi, farfullando aterrorizada, se puso en pie de un salto, pero allí no había nada más que el susurro de las ramas en la oscuridad que avanzaba. ¿Nada? Eso fue lo que pensé, pero a la mañana siguiente Dedi había desaparecido y nunca más volví a verla.
Mi tía me dejó tranquilo para que llorara a Bes y a Dedi. Mi cólera pronto se enfrió. Decidí esconder mis sentimientos y relacionarme con los criados. Akhit, la Estación de la Inundación, llegó y pasó, para ser seguida por Peret, la Estación de la Siembra, y Shemou, la época en que el sol arde y quema y los sirvientes luchan contra los insectos que invaden la casa. Mi tía odiaba esta época del año en que las moscas se movían en el aire como nubes negras y las ratas engordaban. A mí me encantaba semejante confusión y hacía todo lo posible por aumentarla. Encontré una rata muerta, hinchada por el veneno, y la escondí en la blanqueada letrina, que tenía el asiento de piedra caliza alrededor de un agujero sobre recipientes de ladrillo llenos de arena. Hice un túnel profundo y coloqué la rata bajo la arena. Pasaron dos días antes de que mi tía se diera cuenta de qué era lo que atraía tal cantidad de moscas y despedía tan terrible olor. Al poco tiempo me las arreglé para encontrar un poco de veneno. Escondí un pato, gordo y tierno, al que había envenenado, cerca de la caseta de Seth.
—¡Un accidente! —se lamentaron después los sirvientes—. El perro ha debido de comer el veneno para las ratas.
Mi tía lloró, pero esa noche salí, vestido sólo con mi camisa de lino, me detuve bajo el sauce y susurré suavemente a la brisa palabras sobre Dedi y Meret.
La muerte del perro supuso sólo el comienzo de los problemas de mi tía y de mi propia liberación. Dos días después llegó a la casa un polvoriento mensajero, con el sudor cayéndole por el cuerpo y el sello del faraón. Lo condujeron a un vestíbulo para que pudiera limpiarse y, mientras un esclavo le lavaba los pies, dio a conocer su mensaje: ¡mi padre había muerto! Hacía poco que lo habían ascendido a coronel del Escuadrón de Carros de Guerra, conocido como la Venganza de Anubis. Era responsable de la protección de las tumbas en el Valle de los Nobles. Una banda de expertos ladrones había forzado la entrada a una de ellas a través del templo funerario contiguo. Una vez dentro, habían quitado las máscaras de oro de los rostros, los dedos de manos y pies de las momias, y se habían apoderado de los amuletos y los frascos de ungüento. Habían agravado su blasfemia quemando las momias de niños para proporcionar luz mientras realizaban el saqueo. El fuego había ardido con fuerza y el humo había salido al exterior por un conducto de ventilación, de modo que se dio la alarma. Los ladrones huyeron hacia las Tierras Rojas y mi padre salió a perseguirlos.
—Como un halcón —proclamó el mensajero en voz alta— que se lanza en picado sobre su presa.
Los ladrones, un grupo considerable, se refugiaron en un saliente rocoso que recibía el agua de un manantial. Mi padre sitió el lugar. Ayudado por los habitantes de las arenas, finalmente se decidió a asaltarlo. Los ladrones que no murieron en la escaramuza fueron empalados con lanzas que les atravesaron los intestinos o envueltos con arbustos espinosos empapados en aceite a los que prendieron fuego. Algunos fueron enviados a Tebas para aguardar el castigo mientras mi padre regresaba triunfal. Sólo había recibido una ligera herida. Una flecha lo había rozado en un lado del cuello. Pero su punta había sido sumergida en veneno de serpiente y, a pesar de que los médicos del regimiento intentaron curarle, cuando llegaron a Tebas mi padre ya había muerto. Mi tía no lloró pero, mordiéndose el labio, requirió mi presencia y, escoltada por un séquito de sirvientes, me condujo al otro lado del Nilo, a la Wabet, la Sala de la Purificación, atravesando la planicie libia, un poco más allá de la Necrópolis. Nuestro viaje fue inútil. Al llegar descubrimos que, por expresa orden del faraón, el Magnífico, se le habían rendido grandes honores a mi padre. Su cuerpo ya estaba al otro lado del Nilo y era cuidado en la Casa de la Muerte del templo de Anubis, un alto edificio situado al este de Ipetsut, el más perfecto de los lugares, el gran complejo de templos de Karnak, donde Amón-Ra el Todopoderoso, el Silencioso que Todo lo Ve, o por lo menos eso es lo que decían, vivía en una misteriosa oscuridad.
Yo no sabía por qué mi tía me arrastraba a aquellos lugares de muerte. Oh, sí, ya sé que los sacerdotes dicen que son también los manantiales de la vida, la primera parte del viaje a los Campos de los Bienaventurados. Pero a Isithia no le importaba eso. ¿Se trataba acaso de una venganza? De todas maneras, al recordarlo, sé que disfruté de aquel día. Me llevaron a recorrer Waset, la Ciudad del Cetro, la magnífica Tebas, ¡qué experiencia! La mayoría de los muchachos de mi edad conocían la ciudad como la palma de su mano pero, para mí, fue como entrar en otro mundo, una sensación que nunca había imaginado: la gran cantidad de gente, la calima formada por el polvo y las moscas indeseables contra las cuales el conocido matamoscas de mi tía era usado como un arma.
Siempre consideré a Isithia como un dios o espíritu maligno que trataba despóticamente a su familia, pero en la ciudad no era más que una más entre muchos. Vi a hombres y mujeres a los que nunca hubiera imaginado. Negros con sus tocados de plumas y los hombros cubiertos con pieles de leopardo. Mercenarios de Canaán, Libia y Kush. Algunos llevaban cascos con cuernos, recias botas en sus pies y armas de aspecto implacable, sostenidas en fajas y cintos. Éstos se codeaban con comerciantes de las islas, los errantes del desierto y los habitantes de las arenas, que escondían sus rostros y cuerpos bajo muchos pliegues de tela. Las hesets, las muchachas del templo, que bailaban y coqueteaban con sus hermosas caras enmarcadas por pelucas de gruesas trenzas, decoradas con piedras blancas y espléndidas diademas. Llevaban túnicas de tela parecida a la gasa sobre faldas de cuero trenzado. Cada movimiento formaba parte de algún baile mientras hacían sonar los sistra[6] y agitaban panderetas formando una fila de belleza que se movía lenta y sinuosamente.
Los numerosos mercados me fascinaron. Los olores de los vendedores de perfumes y ungüentos se mezclaban con el penetrante aroma de los trozos recién cortados de antílope que colgaban chorreando de ganchos o que eran asados a la parrilla sobre intensos fuegos de carbón. Los panaderos ofrecían panes de extrañas formas, fuertemente aromatizados con especias y recién salidos de los hornos. Los vendedores de agua se abrían paso gritando para atraer a los clientes, con el yugo apoyado sobre los hombros y los sencillos jarros colgando de cuerdas alrededor de sus cuellos. Sacerdotes de afeitadas cabezas, con los ojos pintados con kohl negro contra el calor, se movían entre el gentío como un banco de peces en medio de ráfagas de incienso. Damas en palanquines hablaban en diferentes lenguas, con sus mansas aves de brillante plumaje encadenadas a un palo. Un ladrón, atrapado con las manos en la masa, estaba siendo golpeado en los pies junto al puesto del barbero bajo una palmera. En otro lugar, los policías del mercado, con sus mandriles amaestrados, habían atrapado a otro ratero que gritaba atormentado porque uno de los animales le mordía con fuerza un muslo. Mis ojos estaban deslumbrados por la cantidad de colores. Imágenes cambiantes iban y venían mientras nos movíamos y zigzagueábamos por estrechas callejuelas o atravesábamos apresuradamente blancos patios y plazas. ¡Cómo recuerdo aquel día! Podría haberme quedado mirando todo aquello hasta que el cielo se desplomara, pero mi tía me arrastraba.
Finalmente dejamos atrás la muchedumbre y subimos por la avenida pavimentada de basalto hacia el templo de Anubis. Seguramente la conozcáis. Está flanqueada por inmensas estatuas de Anubis en forma de perro sentado, con sus cuerpos, cabezas y patas negras como la noche, sus hocicos puntiagudos y sus orejas realzadas en oro, con ojos rubíes que brillaban a la luz del sol como si aquellas criaturas estuvieran a punto de saltar gruñendo de cólera. Recordé a Seth, el can saluki, y aparté la mirada. Nos abrimos paso entre la multitud hacia el gran pilono de entrada al templo. Éste se encontraba flanqueado por dos inmensas estatuas de Anubis, el Señor Dios de las Necrópolis, el Amo de la Sala de la Muerte. Para un niño pequeño que nunca había visto nada semejante, aquello era un espectáculo impresionante. Sobre las entradas se alzaban mástiles con estandartes rojos y verdes que se agitaban en la brisa. Una multitud de fieles, muchos de ellos con pequeñas cestas de mimbre con comida, también se amontonaba para entrar y poder cumplir con sus oraciones. El aroma embriagador de la comida me hizo darme cuenta de que no había comido. En abierto desafío, me detuve y grité que tenía hambre. Pude advertir, por la cara de mi tía, que ella se disponía a discutir, pero sus sirvientes estaban igualmente hambrientos, de modo que aceptó detenerse en un pequeño puesto. Con unos pocos debens de cobre se compraron varias bandejas de mahloka, verdes hojas machacadas y mezcladas con cebolla, ajo y trozos de pato asado, además de recipientes de sopa de habichuelas y huevos cocinados lentamente para que su interior estuviera blando y cremoso. Nos sentamos en el suelo bajo un toldo y comimos, mientras mi tía hablaba con Api. Cuando estábamos comiendo, otro sirviente me llevó a un lugar para leer la inscripción del poderoso faraón guerrero Tutmosis III:
Hice que aquellos que se rebelan se sometan bajo mis sandalias.
Escucharon mi rugido y se retiraron a sus cuevas.
Pisoteé a los libios y a los viles kushitas.
¡Vaya si recuerdo aquel día! Un adivino desharrapado y marchito, con los ojos amarillos en un rostro castigado por el tiempo, se acercó sigilosamente para maldecir a mi tía en una lengua que no pude comprender. Ella se puso de pie de un salto y respondió con la misma ferocidad. No entendí sus palabras, pero más tarde un criado me susurró que el adivino había maldecido a mi tía con las Siete Flechas de Sekhmet, la Diosa Destructora.
—¿Por qué? —pregunté.
El sirviente frunció el ceño y, ahuecando una mano sobre su boca, me cuchicheó:
—Afirmó que no tiene alma.
No sé qué fue exactamente lo que ocurrió pero, si hubiera tenido una moneda de plata, habría recompensado a aquel adivino.
Terminamos nuestra comida. Desde el otro lado del pilono oímos unos ruidos. No se trataba de los cantos de coros o el murmullo de los sacerdotes orando, ni de la música melodiosa del arpista y los tañedores de liras. Eran unos gritos horrorosos. Intrigados, nos apresuramos a entrar hacia la gran explanada que se extendía ante el templo. Me detuve asombrado ante lo que veía. Las ejecuciones rara vez se llevaban a cabo en las proximidades de los lugares sagrados, pero aquel día el Magnífico había hecho una excepción. Los mercenarios kushitas[7], miembros del regimiento de mi padre, estaban aplicando el castigo a los últimos asesinos. La explanada había sido despejada y los visitantes se reunían en una larga columna que se extendía hasta las grandes puertas de cedro recubiertas de cobre. En el extremo más alejado de la explanada se había clavado un palo en el suelo y el ladrón, empalado por el recto, se retorcía en su agonía. Un heraldo, con un cuerno de concha, sin prestar atención al suelo empapado de sangre y a los horrorosos gritos, informaba con voz firme y fuerte de la pena por saquear tumbas y asesinar a los servidores del faraón. Otros dos ladrones, ya desnudos, estaban siendo recubiertos con grasa de animal. Otros miembros del regimiento de mi padre, experimentados guerreros con sus faldellines de cuero, cinturones y brillantes tocados a rayas, preparaban grandes sacos de cuero sujetos con cuerdas. Estos últimos asesinos que quedaban del grupo de ladrones de tumbas iban a ser metidos en los sacos para ser llevados al gran río y arrojados a los cocodrilos.
Mi tía parecía indiferente a aquella terrible escena y a la agonía que suponían aquellas horrorosas muertes. Sin dejar de batir el aire con su matamoscas, se acercó a un oficial, un portaestandarte del Escuadrón de Carros de Guerra, y con voz áspera le explicó quiénes éramos. De inmediato fuimos rodeados por soldados y sacerdotes. Resultó extraño el contraste de la delicada piel y oscuros ojos junto a aquellos veteranos de guerra, fuertes y sucios, con sus ojos enrojecidos por el cansancio y el polvo del desierto. Recuerdo una mezcla de sudor, perfume exótico, cuero endurecido y túnicas de lino perfumadas. Mi tía fue tratada como un objeto de veneración, mientras yo era acariciado como el hijo del héroe. Un sacerdote se deshizo en disculpas, pues se suponía que nosotros no debíamos esperar, pero yo conocía a mi tía. A ella siempre le gustaba hacer una entrada espectacular. Fuimos ceremoniosamente conducidos hacia el segundo patio, donde había una estatua gigante de Anubis con cabeza de chacal. Un sacerdote nos explicó que tenía una mandíbula móvil para así poder hablar a los devotos y pronunciar oráculos. En aquel patio había varias fuentes, cada una de ellas con una estela sagrada y una estatua sobre la que podía fluir el agua, consagrándola y convirtiéndola en un remedio seguro contra el veneno. Yo, recordando al perro saluki, no creía que existiera semejante antídoto y me detuve a examinar una. Mi tía me apartó de un tirón. Pude darme cuenta por el gesto de sus labios de que no estaba impresionada.
Me pregunté por qué mi tía se mostraba tan recelosa a medida que nos acercábamos al templo, hasta que entré y me di cuenta de que aquélla era mi primera visita a una verdadera casa de adoración. La casa de mi tía Isithia tenía pocas estatuas o símbolos de las divinidades. ¿No es extraña la vida? Nunca le he dado demasiada importancia a los dioses, pero las Casas de la Eternidad en las que se supone que habitan siempre me han impresionado. La sala hipóstila o de columnas era magnífica, con sus hileras de pilares en forma de papiros, sus basas campaniformes y capiteles como capullos a punto de convertirse en flores, pintados en brillantes rojos, azules y verdes y decorados con dibujos triangulares. Las puertas laminadas de bronce, grabadas con inscripciones, se abrieron suavemente y en silencio sobre sus bisagras adosadas al muro. Sentí verdaderamente que estábamos entrando en un lugar mágico.
A cada paso, un sacerdote nos salpicaba con gotas de agua bendita tomada de una pila y éramos purificados tocando las imágenes del faraón grabadas en las paredes. La decoración y las pinturas se extendían por todas partes. El aire era denso debido al incienso y estaba atravesado por graves cánticos que resonaban de manera inquietante por el pasillo situado entre las columnas. Pasamos por las Capillas de la Oreja, en donde los peregrinos presentaban sus peticiones, y llegamos al Wabet, el Lugar de la Purificación. Por orden expresa del Magnífico, mi padre empezaría aquí su viaje a los campos eternamente fértiles de Osiris, el de verde piel. ¡Un gran honor! Ni siquiera las casas para embalsamar más caras de la Necrópolis podían ocuparse de los cadáveres de los grandes. En una ocasión, un sacerdote me confió escandalizado que se llegaba a veces al extremo de retener los cuerpos de mujeres hermosas durante varios días hasta que comenzara la descomposición para evitar que fueran violados.
Bajamos por una escalera cuyos escalones parecían no tener fin. La caverna inferior estaba brillantemente iluminada. Los sacerdotes, algunos con los hombros cubiertos con pieles de leopardo y otros con sus rostros ocultos detrás de máscaras de chacal, se movían en medio del humo que se elevaba. El aire estaba cargado con aromas de especias. El objeto de veneración era el cuerpo de mi padre, desnudo en el centro de la cámara sobre una plancha de madera inclinada. Parecía profundamente dormido, si no hubiera sido por el color gris de su piel y la herida oscura del cuello. Su cuerpo ya se había sumergido en natrón. Rodeado por incensarios, un sacerdote lector, con los ojos entrecerrados, se balanceaba hacia atrás y hacia delante mientras salmodiaba las oraciones de la muerte. Tuve que permanecer allí y observar cómo el cadáver de mi padre era embalsamado. Rompieron el hueso etmoides en su nariz y se le retiró el cerebro, los ojos fueron empujados hacia dentro y los huecos rellenados con vendas empapadas en resina. Armado con un cuchillo etíope de obsidiana, un sacerdote hizo un corte en el costado izquierdo del cuerpo y extrajo el hígado, los pulmones y los intestinos. El interior fue lavado con natrón y cubierto con perfumes. Durante todo el tiempo se continuaron recitando oraciones y haciendo oscilar el incienso. Yo no estaba asustado, fuesen cuales fuesen las intenciones de mi tía. Estaba fascinado por los sacerdotes vestidos con sus faldas y túnicas blancas, totalmente despojados de pelo, incluso de las cejas, con la piel brillante de aceite. Después, cuando nos retiramos, no sentí tristeza. Mi padre había muerto y aquellos sacerdotes misteriosos en aquella cámara siniestra con las pensativas estatuas de Anubis no significaban nada para mí.
Respetamos el periodo de setenta días de duelo mientras los preparativos concluían. El cadáver de mi padre se conservó en perfume, su corazón se cubrió con un escarabajo sagrado, su lengua se delineó con oro y se colocaron dos piedras preciosas en los huecos de los ojos. Luego le envolvieron con vendas. El día de su entierro me reuní con mi tía y una legión de plañideras y cantantes para acompañar a mi padre al otro lado del Nilo, a la Casa de la Eternidad. Le depositaron en su sarcófago. Participamos del banquete fúnebre y durante nuestro viaje de regreso al otro lado del Nilo mi tía se inclinó hacia mí. Yo la había estudiado bien y me mantuve totalmente impasible durante toda la ceremonia. Al final, me preguntó si yo estaba preocupado.
—Señora —respondí—, no estoy triste.
—¿Porque tu padre se ha ido —balbució— a los Campos de los Bienaventurados?
—No tía, mi querida tía, estoy feliz porque el espíritu de mi padre se reunirá ahora con el de mi madre bajo el sauce de tu jardín.
El rostro de Isithia se contrajo. Saboreé por primera vez la dulzura de la venganza, superior a la de la miel, bien preparada y servida fría.
—¿La has visto allí? —susurró mi tía.
—A menudo —respondí, con mis grandes ojos abiertos e inocentes.
Se apartó. Miré hacia las aguas arremolinadas del Nilo.
—Oh, tierra de pantanos —murmuré, recitando una famosa maldición—, ahora vengo a ti. —Eché una rápida mirada a Isithia—. He llevado a la que tiene el pelo gris al polvo. He tragado su oscuridad. —En aquel momento me di cuenta de que mis días en la casa de mi tía Isithia estaban contados.
Eso fue exactamente lo que les sucedió.
Han preparado de tal manera el corazón de Khonsu
en Tebas,
que les ha permitido llegar al Oeste.
En paz, en paz, todos los bienaventurados se dirigen en paz
hacia el Oeste.
A pesar de mis pocos años, aquéllos eran los versos que cantaba bajo el sauce. E incluso me las arreglé para buscar objetos que coloqué allí: pequeños cofres hechos de papiro, estatuas de madera en miniatura que actuarían como shabtis, sirvientes para ayudar a mis padres en los Campos de los Bienaventurados. Convertí la zona alrededor del aquel árbol en un pequeño santuario. Para ser sincero, no lo hice tanto por amor filial, sino más bien para molestar a mi tía Isithia. Yo sabía que tendría que irme, y sólo quería ayudarla a tomar esa decisión. Pasaba más tiempo debajo de aquel sauce que en cualquier otro lugar. De modo que no me sorprendí cuando, transcurrido un mes desde el entierro de mi padre, ingresé en la Kap, la Real Casa de la Enseñanza, en el lugar conocido como el Saliente de la Gacela, en el palacio de Malkata, siempre incompleto y en construcción. El Malkata era una joya, la Casa del Regocijo, el palacio del deslumbrante Atón, construido por el Magnífico, Amenhotep III, para su propio placer. Se elevaba bajo las colinas occidentales, de modo que al atardecer era bañado por los últimos rayos del sol. Se trataba de una residencia imperial impresionante, pero yo sólo era un niño de nueve veranos y aquel esplendor no me interesaba. ¡Qué extraños son los niños! No prestaba atención a los pilares coloreados, a los patios llenos de flores ni a los lagos ornamentales. ¡Lo único que me importaba era el hecho de que me estaba alejando de mi tía Isithia! Iba a estar en un lugar nuevo para mí, la escuela a la que asistía el hijo del faraón, el Príncipe de la Corona, Tutmosis, y los selectos vástagos de algunos funcionarios de alto rango. Mi puesto allí fue el tributo final que el Magnífico quiso hacer a mi padre. Más adelante me enteré de que mi tía Isithia ejercía una influencia considerable, por no mencionar su matamoscas, sobre ciertos ministros del faraón.
La Casa de la Enseñanza se encontraba en un extremo del palacio y, al recordarlo, sonrío irónicamente. Yo estaba en el palacio de mayor magnificencia que existía bajo el sol, como un anticipo de la vida en la Gran Casa y Territorio de Osiris. Sin embargo, lo que más me preocupaba entonces eran mi nuevo entorno y mis nuevos compañeros. La Casa era un edificio de una sola planta, de forma cuadrada, organizada alrededor de un gran patio con una espléndida fuente, un pequeño jardín de hierbas aromáticas y una pérgola multicolor. Era de ladrillo, sellados con el nombre del Príncipe de la Corona. Enlucido por dentro y blanqueado por fuera, su tejado plano tenía escaleras exteriores, con puertas y dinteles hechos de madera y piedra caliza. Una parte servía como dormitorio de los estudiantes, cuyas camas eran toscos catres, armazones de madera con tirantes correas de cuero sobre las que se apoyaba un colchón de paja. Cada cama estaba protegida por un dosel con velos de lino áspero para protegernos de las moscas; las sábanas eran de la misma textura y también había una manta para las noches frías. El suelo era de madera de acacia pulida, tan brillante que uno podía ver el propio rostro reflejado en él. Al lado de cada cama había una simple silla plegable de campaña y un sencillo taburete de madera de sicómoro y, a los pies, un arcón de terebinto para guardar la ropa y demás pertenencias personales. En el centro de la habitación había pequeñas mesas para comer y, sobre ellas, lámparas de aceite. Las ventanas eran simples cuadrados de madera en la pared, que se cerraban con postigos en invierno o celosías en verano. Una parte del edificio servía de aula de estudio cuando el tiempo se volvía inclemente. En primavera y verano, a menos que hiciera demasiado calor, el aprendizaje se llevaba a cabo en el exterior. El resto del edificio se utilizaba para oficinas, cocinas, lavanderías y salas de estudio.
El encargado de la Casa de la Enseñanza era Weni, un viejo soldado y escriba con cara redonda, labios carnosos y ojos con gruesos párpados. En el lóbulo de una de sus orejas llevaba un anillo de oro; decoraba sus dedos y muñecas con joyas baratas. Tenía el típico aspecto de gordo estúpido, pero era astuto, despiadado y, a pesar de su apariencia de cerdito, sus pies eran ligeros. Weni había formado parte de los Nakhtu-aa o «Muchachos de Fuerte Brazo», una unidad de infantería de choque conocida como los «Leopardos del Este». Veterano con muchas condecoraciones, exitoso en peleas cuerpo a cuerpo, siempre llevaba el Collar de Oro y las Abejas de Plata por haber acabado con cinco mitanni[8] en combate y haberles cortado el pene como prueba.
La tía Isithia se aseguró de que me enterase de la reputación de Weni mientras me arrastraba por las salas del palacio, agrediéndome verbalmente con cuchicheos y provocaciones, decidida a aprovechar aquella última oportunidad de estar juntos para proferir pequeñas crueldades e insultos hacia mi persona. Mencionó, una y otra vez, los penes de los mitanni. Cuando conocí a Weni, éste me dirigió una mirada feroz, como si estuviera decidido a cortar el mío. Se encontraba sentado en un banco del patio, mientras su shemsou o esclavo personal sostenía una sombrilla para protegerle del sol del mediodía. Me agarró por el hombro y me hizo girar. Sus duros ojos me estudiaron cuidadosamente.
—Conocí a tu padre. —Su mirada se dirigió a mi tía Isithia—. Podéis iros ahora.
Isithia se escabulló. Ni siquiera dijo adiós; yo no la miré. Decidí echar un vistazo a mi alrededor y recibí un golpe en la oreja.
—Yo te diré —susurró Weni, inclinándose hacia delante— cuándo puedes apartar la mirada. —Su cara adusta se relajó y acarició con suavidad el lóbulo de mi oreja—. Nunca me gustó tu tía Isithia… ¡es una bruja cruel! Algunas personas dicen que condujo a tu madre a la tumba prematuramente. Bien, vete y desempaqueta tus cosas.
Había veinticuatro niños en la Kap, hijos de los amigos del Magnífico o vástagos de sus concubinas, conocidas con el nombre de Ornamentos Reales. El niño más importante era el Príncipe de la Corona, Tutmosis, un muchacho alto, de doce años, con ojos y cara de ave rapaz. Estábamos organizados en cuatro unidades de seis. Tutmosis no estaba con nosotros la noche en la que conocí a los Horus, los miembros de mi unidad. Todos llevábamos al cuello el sello «HA» con los jeroglíficos de un halcón y una vara grabados sobre una pequeña placa de cobre colgada de una cuerda. En total había cinco muchachos que más adelante serían mis amigos, mis rivales y mis enemigos. Horemheb, Huy, Pentju, Maya y Ramsés… Recuerdo vagamente a un sexto, pero murió de fiebre. Siempre pienso en nosotros como los «Seis».
Mis compañeros eran uno o dos años mayores o menores que yo. Horemheb era el líder indiscutible. Agresivo y de ojos ardientes, su labio inferior sobresalía, al igual que su barbilla. Ya desde muchacho poseía unas musculosas piernas y un torso corpulento. Su piel era de un color ligeramente más claro que la nuestra. Ramsés me dio, desde el principio, la sensación de ser un ave de rapiña, con aquellos ojos fríos, siempre cambiantes, y una nariz ganchuda sobre sus labios pálidos y finos. Huy era Huy, agraciado pero arrogante. Siempre se erguía con los pies separados y las manos sobre las caderas. Me miraba de arriba abajo, de la cabeza a los pies, con un gesto divertido en sus ojos. Y Pentju. Ya entonces estaba siempre alerta. Con sus finas y afiladas facciones, bajo un mechón de cabello bastante claro, me recordaba a una mangosta. Maya era rollizo y estaba siempre sonriente. Ya entonces podía caminar más provocativamente que una muchacha. Todos vestíamos con túnicas de lino y taparrabos. Maya llevaba su vestimenta como una niña, con la túnica recogida en la cintura, las piernas aceitadas y los pies con delicadas sandalias. Meryre se incorporó a la unidad unas pocas semanas después que yo… Fue, desde el comienzo, un bastardo moralista, con su cara arrogante y los ojos permanentemente levantados como si estuviera en constante oración a los cielos.
A veces me confundo. ¿Meryre estuvo con nosotros desde el principio, o fue otra persona? Se suponía que éramos una unidad de seis, pero los números variaban. Lo que sí recuerdo claramente fue aquella primera noche en la que me sentí como si estuviera rodeado por un montón de enemigos. Me empujaron, revisaron mis pertenencias y arrancaron las sábanas de mi cama. Luego tuve que pasar por la iniciación. Me ataron las manos, me vendaron los ojos y me golpearon y pincharon para que recordara sus nombres. Mi pequeño cuerpo quedó negro y azul. El juego terminó cuando llegó la hora de nuestra comida vespertina, compuesta por salvado de trigo y alcachofas, seguido de un pastel de sémola. Lo recuerdo porque fue muy placentero. Estaba comiendo libre de la mirada de mi tía Isithia.
—Come rápidamente —gruñó Horemheb, sacando un poco del pastel de sémola de mi tazón—. Si no eres rápido, nosotros nos lo comeremos todo.
Qué crueles pueden llegar a ser los niños. Tenían la rapacidad y la ferocidad de una manada de hienas hambrientas. Una vez terminada la comida se sentaron para juzgarme.
—Todos tenemos apodos —murmuró Huy, con un dedo en sus labios—. ¿Cuál va a ser el tuyo?
Luego nos presentó. Horemheb era el «General Escorpión»; Ramsés, la «Sombra de la Serpiente»; Pentju, el «Falso Médico»; Maya era «Heset», la niña bailarina; Meryre, el «Sacerdote Enfurruñado»; Huy, el «Noble innoble».
—Ya sé —susurró Ramsés, con la cabeza ligeramente inclinada—. ¡No tenéis más que mirarlo! Tiene la frente saliente, igual que su boca. —Me tocó ligeramente la nariz—. Parece un mandril.
Mi iniciación había terminado. A partir de entonces fui conocido como el «Mandril del Sur». Después de eso, fui aceptado. Había aprendido mi primera lección en la Casa de la Enseñanza, la regla de oro de todos los políticos: sé tan astuto y feroz como el resto, no muestres compasión, ni tampoco la esperes. La debilidad sólo invita al ataque. Mi educación formal comenzaba todos los días al amanecer. Weni nos despertaba y nos llevaba a marchas forzadas por las aguas heladas del canal. Luego, no importaba el tiempo que hiciese, regresábamos corriendo, desnudos, nos vestíamos y hacíamos una comida rápida con avena y pan dulce. Todo el tiempo Weni y sus instructores, sacerdotes del templo local, citaban proverbios para que los aprendiéramos.
—«No comer demasiado. No beber demasiado. La embriaguez de ayer no saciará la sed de hoy».
A continuación comenzaban seriamente las tareas escolares del día. Aprendíamos los misterios de la pluma y la paleta, de la tinta roja y de la azul. Practicábamos sobre ostraca o trozos de cerámica y tablillas de piedra caliza antes de pasar al papiro finamente pulido. Estudiábamos el Kemenit o Compendio y escribíamos lo maravilloso que era ser escriba. Aprendimos la lengua de Thoth y rendíamos honores a Sheshet, la Dama de la Pluma. La frase favorita de nuestro maestro era: «Sé un escriba y tu cuerpo estará pulcro. Estarás bien alimentado. Pon tu corazón en los libros. Son mejores que el vino». Nuestros maestros ciertamente creían en el viejo proverbio que decía: «Las orejas de un niño están en su trasero; sólo escucha cuando ha sido golpeado». Nos sentábamos con las piernas cruzadas en el aula o en el patio, con nuestras paletas de escribir sobre las rodillas mientras el instructor caminaba de un lado a otro, siempre dispuesto para golpear dedos o espaldas con su afilada palmeta. Durante las horas más calurosas, descansábamos, y continuábamos nuestros estudios cuando refrescaba. Después venían los juegos: bolos, tira y afloja o salto de ganso. Todo lo que hacíamos era salvaje y cruel. Pronto me endurecí. Las estaciones pasaron. A veces, la tía Isithia venía a visitarme. Parecía haber envejecido. Se la veía más pequeña, más marchita, tratando de halagarme con ungüentos y perfumes de sus almacenes. En los grandes festivales yo siempre le regalaba lo mismo: un mono tallado en madera con una mosca en el hombro. Siempre le decía que yo era muy feliz, que tenía mucha suerte de estar en la Kap. Nunca le hablé de lo que ocurría allí. Ninguno de los de mi unidad era mi amigo, la única relación estrecha que había era entre Horemheb y Ramsés. En cuanto al resto, todo era mezquina crueldad. Recuerdo mi primera paliza cuando Maya me desafió a que yo escribiera este poema:
La abracé,
sus piernas eran amplias.
Me sentía como un hombre en Punt.
La tierra del incienso,
sumergido en perfume.
Me golpearon porque el jeroglífico para «abracé» era el mismo que para la vagina de la mujer. El perspicaz sacerdote pensó que me estaba burlando de él. Yo siempre me vengaba. Maya adoraba sus sandalias. Recibí otra paliza por salir de mi cama de noche y empapárselas en aceite.
Naturalmente, a medida que pasaba el tiempo, nuestro interés por las muchachas aumentó, aunque ninguno podía jactarse de experiencia alguna, salvo Pentju. Él aseguraba que había leído ciertos tratados y, siempre ingenioso, había modelado unas marionetas de madera con brazos y cabezas móviles. Un hombre y una mujer a los que hacía envolverse en un estrecho abrazo que provocaba las sonrisas afectadas de Maya y las risas disimuladas del resto. Weni nos descubrió y nos castigó, no por el juguete, sino por escaparnos en plena noche del «cuartel», como decía él, para encender una fogata en las proximidades (un acto peligroso) y llevar cerveza fuerte para beber. Nos impuso a todos un régimen de «raciones de guerra», un horrible castigo para unos muchachos jóvenes que se despertaban como chacales hambrientos y vivían sólo para comer. El único momento en el que permanecíamos en silencio era cuando llenábamos nuestros estómagos, inclinándonos sobre nuestras cestas de caña con pollo cocinado en aceite de oliva y salsa de cebolla, acompañado con garbanzos y comino. El castigo nos haría morir de hambre. Horemheb decidió desquitarse y trató de robar el pan de otra unidad. Cuando Weni lo descubrió, todos recibimos seis golpes de palmeta. Nos informó de que incluso las «raciones de guerra» serían suspendidas. Durante una semana sólo íbamos a recibir pan seco y agua.
Nos estábamos haciendo mayores, más astutos e ingeniosos y menos dispuestos a aceptar la autoridad de Weni. Pentju era hábil para alimentar nuestra furia. Nos olvidábamos de que, en realidad, él había tallado las marionetas o de que Ramsés había robado el pan. Weni, el director de la Casa de la Enseñanza, se convirtió en nuestro enemigo mortal. Por aquel entonces, a Horemheb le habían regalado un enano, un danga, obsequio de algún pariente en el Delta. En teoría, Weni debería haberse opuesto pero, como buen soldado viejo, era supersticioso y el enano lo preocupaba un poco. Se trataba de un hombrecito corpulento que no llegaba más arriba de mi hombro, con su cabeza y rostro casi ocultos por el pelo negro desgreñado, el bigote y la barba. El danga no podía dormir con los estudiantes, tenía que arreglárselas como pudiera en el exterior, aunque durante las lecciones y los juegos se echaba, como un perro, a la sombra de la pared. Horemheb lo adoraba y siempre se ocupaba de él. Era la única persona por la que mostraba compasión, compartiendo con él su comida y bebida y obligándonos arbitrariamente también a nosotros a hacerlo. Horemheb decidió celebrar un «consejo», como lo llamaba él, con el enano echado a sus pies. Se habían apagado las lámparas de aceite, la luna había salido completamente y en el dormitorio los demás estaban dormidos mientras nosotros nos reunimos en un rincón alejado, atentos a los débiles sonidos del resto del palacio.
—Estoy hambriento —gimió Horemheb—, y también lo está el enano.
—Todos estamos hambrientos —susurró Huy.
—Weni es el culpable —acusó Pentju ásperamente.
—¿Pero dónde podemos conseguir un poco de comida? —quiso saber Meryre.
El enano danga farfulló algo parecido a un susurro gutural. Horemheb inclinó la cabeza. El enano repitió lo que había dicho. Horemheb sonrió dando unas palmaditas sobre su estómago.
—Estoy hambriento —repitió—. ¡Daría cualquier cosa por un trozo de ganso asado!
En aquel momento no supe qué había querido decir, pero dos días después me enteré. Weni tenía un ganso llamado Semou, consagrado a Amón, un ave ruidosa y agresiva que se dedicaba a picotear la primera carne humana y tierna que se le cruzara. Nunca descubrí la historia completa, pero el ganso desapareció y, a juzgar por las sonrisas petulantes en los rostros de Horemheb y Ramsés, deduje que ellos eran los culpables. El enano, una miniatura grotesca de ondulante barba y facciones hundidas, también se mostraba visiblemente feliz. Weni estaba furioso y naturalmente sospechó de inmediato de la unidad Horus.
Entonces ya estaba con nosotros Sobeck, el hijo de un poderoso príncipe mercader de Tebas, que importaba incienso de Punt y cedro de Líbano. «Sobeck el Sexual» lo llamaba yo. Ya desde muy joven sólo pensaba en las muchachas. Se las arregló para ganarse el cariño de Horemheb y yo sospechaba que él también había tomado parte en el ataque al ganso. De todas maneras, todos parecíamos culpables. Al mediodía, cuando el calor del sol parecía salir de un horno abierto, Weni decidió celebrar una audiencia. Estaba presente el Príncipe de la Corona, Tutmosis, como cabeza de escuela, vestido con una túnica corta y sosteniendo un abanico bordado con la insignia de la Kap. Actuaría como testigo oficial de Weni. Nos desnudaron a todos, incluido al enano. Weni nos inspeccionó rigurosamente, olfateando en nuestras bocas y manos para descubrir cualquier señal de grasa o restos de comida, pero los «criminales», como Weni los llamó, eran astutos; se habían lavado totalmente, aunque olvidaron el pelo desgreñado y la barba del enano. Weni cayó sobre él como un buitre hambriento. Olfateó el pelo y la barba del hombrecillo y lo abofeteó con fuerza en la cara.
—¡Criminal! ¡Ladrón! ¡Asesino! —bramó Weni.
Arrastró al enano sacándolo de la fila y empujándolo hacia delante para que Tutmosis pudiera inspeccionarlo. El Príncipe de la Corona confirmó su veredicto: el enano olía a ganso.
—Danos los nombres de tus cómplices —exigió Weni.
El enano, temblando de miedo, agitó la cabeza y empeoró las cosas al orinarse sobre los pies de Weni que, agarrándolo por el pelo, lo arrastró hasta un banco. Le obligó a echarse boca abajo. Weni tomó una vara. Horemheb quiso protestar pero Tutmosis lo empujó de vuelta a la fila. Weni se volvió amenazadoramente. Sus ayudantes sujetaron las muñecas y los tobillos del enano. La vara reapareció.
—¿Señor? —dije dando un paso al frente.
Weni se detuvo y se volvió.
—Sí. ¿Mahu? ¿Eres tú el culpable?
Aquélla fue la única vez que pude decir la verdad.
—No, señor.
—Entonces ¿por qué hablas?
Me incliné y me arrodillé en el polvo.
—Maestro, el enano es inocente.
—¿Qué?
—Yo le di la grasa de ganso.
Weni se olvidó del enano y, acercándose a grandes zancadas, me arrastró hasta ponerme de pie.
—No comí el ganso —tartamudeé—. Ni tampoco el enano. Como sabéis, mi tía Isithia prepara pociones y ungüentos. Ella me dio un frasco de grasa de ganso. —Acaricié el mechón de pelo que crecía a un lado de mi cabeza, señal tanto de mi juventud como de formar parte de la Kap—. Es buena para el pelo. —Señalé al enano—. Yo le di un poco.
Weni me miró con los ojos entrecerrados.
—¿Y dónde está la grasa de ganso?
—En un frasco en mi arcón.
Weni hizo un gesto con la cabeza y uno de sus ayudantes salió deprisa para descubrir si decía la verdad. Consciente de los otros que estaban de pie junto a mí, cerré los ojos. El enano gemía. Tutmosis se chupaba los labios como si tratara de controlar una sonrisita. Sólo rogué que el recipiente de grasa de ganso fuera hallado y susurré una oración contra la mala suerte: «Muerte a ti que vienes de la oscuridad. Tú, que avanzas con la nariz al revés y tu rostro hacia atrás».
—Maestro, ha dicho la verdad.
Abrí los ojos. Weni estaba sujetando el botecito de cerámica y oliéndolo con desconfianza.
—¿Has usado esto? —Alzó de un tirón al enano y lo hizo poner de pie en el banco. El hombrecillo me miró rápidamente, asintió con la cabeza y farfulló algo que Weni no pudo entender.
—Lo usa en el pelo y la barba —gritó Horemheb—. Mantiene alejadas a las moscas.
Weni dio unas zancadas y abofeteó a Horemheb en la cara.
—Habla cuando se te autorice. —Luego se volvió hacia mí. La cólera había desaparecido de su cara; sus ojos tenían una expresión fría y calculadora—. Bien, bien —murmuró—. Hacen bien en llamarte Mandril del Sur, Mahu. —Se mordió los labios—. Dejad ir al enano. —La mirada de Weni no se apartó de mí—. Hagamos todos una buena carrera hasta el agua y vamos a nadar. Después podéis comer.
Se alejó con rapidez, seguido por Tutmosis y sus instructores. Pudimos entonces sentarnos en el suelo polvoriento. Yo necesitaba hacerlo, me temblaban las piernas. Un rato después nos llevaron al canal a bañarnos. Nadie dijo nada hasta que regresamos. Cuando estaba de pie junto a mi cama, secándome, más interesado en los olores fragantes que venían de la cocina del patio, Horemheb y Ramsés se acercaron sigilosamente. El primero estiró la mano.
—Mandril del Sur, no lo olvidaré.
Cogí su mano y la de Ramsés, y eso fue todo lo que Horemheb dijo. Nunca volvió a hablar de ello. Aprendí dos lecciones importantes aquel día: cómo ganar amigos y cómo sobrevivir. A partir de entonces, las pequeñas crueldades terminaron y yo elaboré mi propia filosofía. Nunca sería tan ingenioso como para atraer las burlas de mis compañeros, ni tan tonto como para provocar la cólera de mis profesores. Sería Mahu, el que hace su propia vida y camina solo. Horemheb nunca lo olvidó y, creo, tampoco Weni. Desde aquel día me sentí extrañamente marcado, pero me consolaba un proverbio que había aprendido en el aula: «No confíes ni en un hermano ni en un amigo y no tengas compañeros íntimos pues son inútiles». Esta cita de las Instrucciones del rey Amenembat era sumamente apropiada. Había actuado por impulso y por mi cuenta, no había confiado en nadie antes ni después, había hecho amigos, o por lo menos aliados, sin hacer enemigos.
Me convertí en un estudiante experto en escritura hierática y jeroglífica, en preparación de papiros y en el uso de los cálculos, especialmente el nilómetro[9]. Con el resto estudié las glorias de Tomery y, por supuesto, teología, la adoración de los dioses y los cultos del templo. Todas las cosas giraban en torno a Amón-Ra, el dios silencioso de Tebas que, con el paso de los años, había sido asociado al dios Sol y era en aquella época la divinidad dominante en Egipto. Fuimos instruidos en los misterios de Osiris, del viaje por el Mundo Inferior, el Am-Duat, así como en la diferencia entre el Ka y el Ba, el alma y el espíritu. Nada de eso tenía importancia para mí. Los dioses eran tan secos y polvorientos como los cálculos para evaluar un kite de oro o un deben de cobre. Las mujeres, sin embargo, eran un tema diferente.
Los años habían pasado, nuestros cuerpos habían cambiado. Ya no jugábamos a los bolos, a saltar el ganso o al tira y afloja, sino que nos interesábamos más por las peleas con palos, la lucha, el boxeo y cualquier cosa en la que pudiéramos gastar la energía que se acumulaba en nuestro interior. Weni, por supuesto, se daba cuenta de los cambios y hacía la vista gorda a nuestras sudorosas incursiones bajo los árboles y entre los arbustos con las muchachas de la cocina y las criadas, que cruzaban nuestro patio llevando cántaros, balanceando sus caderas y lanzándonos miradas picaras. Por supuesto, Weni trató de aconsejarnos, pero su actitud con respecto a las mujeres podría resumirse en un proverbio que él repetía de manera lúgubre: «Instruir a una mujer es como sostener un saco de arena cuyos lados han sido abiertos». ¡Las experiencias de Weni con mujeres seguramente no fueron las mejores! Nunca tuvo el honor de conocer a mujeres como Tiye, Nefertiti y Ankhesenamón, y eso es algo que puede dejarle a uno la sangre helada. En una ocasión repetí el consejo de Weni a Nefertiti, ante lo cual ella estalló en carcajadas, respondiendo agudamente:
—No es necesario instruir a una mujer, Mahu. Ella ya sabe lo que hay que saber.
Weni nos dio en una ocasión un consejo que Sobeck después ignoró deliberadamente.
—¡Bajo ningún concepto —bramó Weni blandiendo en el aire hacia nosotros uno de sus dedos regordetes—, bajo ningún concepto tengáis nada que ver con las mujeres del Per Khe Nret, el harén real, sean quienes sean y de dónde vengan! ¡Ellas son los Ornamentos Sagrados del Magnífico!
Escuché atentamente. El Magnífico iba apareciendo cada vez más en nuestras lecciones diarias, no sólo su nombre y sus títulos, sino también su poder, mientras el príncipe Tutmosis iba encontrando su lugar y ejerciendo su autoridad entre los jóvenes de la Kap. Yo, por mi parte, iba sintiendo más curiosidad por mi entorno. Tras años apartado de mi tía Isithia, en ese momento estaba empezando a salir de mi concha, de mi nido, la Casa de la Enseñanza, y mi primera incursión supuso el establecimiento de uno de los hilos que después iba a unir toda mi vida. Había ido fuera con una criada de la cocina, una dulce muchacha con una diadema de cuentas y un hermoso collar. Nos habíamos internado en la parte más alejada del huerto, hasta que ella se alejó susurrando que iban a notar su ausencia y desapareció como una sombra entre los árboles.
Permanecí allí durante un rato con la vista hacia arriba, mirando las ramas y escuchando los chillidos matutinos de las aves. Era uno de aquellos días desfavorables, decretado por los Sacerdotes del Calendario, pues iba a ser tocado por Seth, el Dios de Pelo Rojo. Por lo tanto, se cerraba la escuela, no había clases, sólo aburrimiento desde el amanecer hasta el anochecer. Me había escapado para encontrarme con la muchacha y en aquel momento me estaba preguntando si debía regresar. Pero decidí explorar el huerto y, por primera vez, me acerqué al Pabellón del Silencio. Había oído hablar de aquel lugar en las conversaciones del dormitorio y en el campo de entrenamiento, pero no le había prestado ninguna atención. Se encontraba a cierta distancia de la residencia. No era realmente un pabellón, sino una casa de dos pisos que sobresalía por encima de un alto muro encalado. Desde donde yo me encontraba podía ver palmeras datileras, sicómoros y terebintos. Se había excavado un canal desde el Nilo para regar el césped, los jardines y las hierbas aromáticas.
Me acerqué, moviéndome sigilosamente entre los árboles, y descubrí que el Pabellón tenía sólo una entrada, una pesada puerta doble de madera reforzada y pintada de negro brillante.
Me aproximé a la puerta pero me quedé helado. El lugar estaba vigilado por mercenarios kushitas, vestidos con faldellines de cuero con flecos y correas tachonadas de cobre sobre el pecho. Eran por lo menos una docena, algunos armados con el khopesh, otros con lanzas y escudos con la insignia de los regimientos de Isis y de Ptah. También patrullaban la zona algunos arqueros, con pesados arcos preparados en sus manos y los carcajs[10] colgados a su espalda, cargados de flechas con implacables puntas. Todos llevaban los tocados de color azul imperial y oro que les cubrían desde la frente hasta la nuca. Cada guerrero llevaba el Collar de Oro a la Valentía y las Abejas de Plata al Valor. Pero, incluso desde donde estaba yo agachado, pude ver que todos estaban desfigurados: a uno le faltaba un ojo, otro tenía una profunda cicatriz que le cruzaba la cara y descendía hasta el cuello, un tercero tenía la mejilla izquierda reseca y arrugada, con el ojo caído, como si hubiera escapado de algún espantoso fuego.
El sol había salido, aunque una leve neblina se aferraba todavía a los árboles. Iba ya a retirarme cuando escuché un grito, el de un niño que jugaba en el patio al otro lado. También vi las huellas profundamente marcadas de un carro que conducían a la entrada. Perplejo, me volví y me agaché para escuchar más atentamente. Otra vez el grito. Mis recuerdos me llevaron a la casa de mi tía Isithia. ¿Era aquélla una situación similar? ¿Un niño que juega solo, vigilado por adultos?
Regresé a la residencia. Cuando pregunté a mis compañeros, éstos se mostraron igualmente perplejos, aunque Ramsés trató de esconder una sonrisa irónica, frotándose su nariz ganchuda como si conociera un secreto que no estaba dispuesto a compartir. Huy susurró algo acerca de tener cuidado, de que el Pabellón del Silencio era territorio prohibido. Fui a ver a Weni, que estaba tomando el sol contra una pared con una jarra de cerveza oscura entre sus manos, una imagen cada vez más habitual. Habíamos empezado a perderle el miedo. Era más lento; a veces su manera de hablar era confusa y delegaba, cada vez más, sus funciones en sus subordinados. Desde el incidente del ganso había comenzado a mostrarme un poco más de respeto. Cuando le pregunté sobre el Pabellón del Silencio, se incorporó, sorbió ruidosamente de la jarra de cerveza y abrió su boca para gritarme algo, pero se encogió de hombros.
—Tarde o temprano —farfulló.
—Tarde o temprano ¿qué?
Weni me miró con la boca un poco abierta.
—¿Quién vive allí? —le pregunté.
Weni parpadeó y tragó con fuerza. Miró a su alrededor y luego se tocó la nariz.
—El Velado —masculló.
—¿Por qué está cubierto con un velo?
—¡Porque es tan feo como tú!
—¿Quién es? —insistí.
Weni mostró su sonrisa de borracho e hizo un gesto para que me alejara.
El asunto me tenía intrigado. ¿Un niño que vivía solo, apartado de todos porque era feo? ¿Y por qué aquellas huellas de carro? ¿Y los guardianes desfigurados? A la mañana siguiente, mucho antes del amanecer —debía de ser el decimoctavo o decimonoveno día de la Inundación—, salí discretamente del dormitorio y volví a situarme cerca del Pabellón del Silencio. Podía ver con claridad a los guardias a la luz brillante de las fogatas encendidas en el suelo. Las llamas danzantes iluminaban las puertas reforzadas y también las heridas grotescas de quienes las vigilaban. Esperé.
El viento del norte, el fresco soplo de Amón, empezó a desaparecer. Con el primer rayo de sol, un cuerno de concha resonó al otro lado de la puerta, un sonido áspero que hizo salir revoloteando a las aves. Las antorchas y fogatas ya se habían consumido. Me estaba moviendo para aliviar un calambre cuando el cuerno sonó de nuevo. Recordé haberlo escuchado en varias ocasiones en la Casa de la Enseñanza pero nunca le había hecho caso, lo consideraba un ruido más del palacio. La doble puerta se abrió y un carro cubierto, tirado por cuatro bueyes rojizos y blancos con guirnaldas entre sus cuernos, salió pesadamente. Lo conducían dos arqueros kushitas, y otro iba sentado sobre el pescante guiando a los animales. Sobre el carro iba algo similar a una naos, un tabernáculo. Pude ver una estructura de madera y una figura en su interior, escondida tras cortinas de la más fina tela de lino. Los incensarios brillaban y despedían nubes perfumadas. El carro, seguido por su escolta, giró hacia el este, en dirección al río. Lo seguí. Entró en un claro pequeño y se detuvo.
El día brillaba ya con los destellos del sol naciente. Se colocaron unos escalones en la parte trasera del carro y se levantó el velo. Apareció una figura con la cabeza escondida tras una máscara de lino. Una tela del mismo material colgaba sobre un largo cuerpo anormalmente delgado, de piernas y brazos extrañamente alargados. Quienquiera que fuese aquella persona, no llevaba más adorno que un brazalete rojo con incrustaciones de plata. Alcancé a ver sus pechos caídos y un vientre prominente. Cuando descendió, sus piernas y brazos, así como los dedos de las finas manos, me recordaron las patas de una araña. No llevaba sandalias, dejando al descubierto unos pies delgados y largos, con dedos como los de un mono. Así que aquél era el Velado.
La figura me dio la espalda y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, sobre unos almohadones de color rojo sangre que el guardián había colocado previamente. A cada lado tenía un recipiente de incienso encendido. Permaneció así, con la cabeza inclinada, frente al sol naciente. Una voz baja y melodiosa empezó a cantar un himno que algún día resonaría por todo Egipto y destrozaría a sus dioses.
Oh, tú, que apareces hermoso por encima del horizonte.
¡Oh, tú, que tus rayos besan la tierra y le dan vida!
¡Toda la gloria es para ti!
¡Un millón de jubileos, Máximo y Único!
Yo estaba paralizado. El resto del séquito entonces se postró en un semicírculo detrás de aquella figura, de extraño aspecto pero de voz potente y melodiosa. Yo había escuchado cantar himnos y poesía anteriormente, pero no con la pasión que envolvía aquellos versos. ¿Se trataba acaso de un adorador de Atón, el Disco Solar, un culto cada vez más difundido entre los nobles adinerados de Tebas?
El velo de la cara fue entonces retirado hacia atrás. Abandoné mi puesto y me moví silenciosamente entre los árboles para rodear a los guardias y poder ver mejor, sentándome bajo una encina. La figura colocada sobre los almohadones levantó la cabeza, dejando ver un rostro de barbilla alargada y ojos rasgados, con una nariz afilada encima de los labios rojos y carnosos. Sus altos pómulos hacían parecer todavía más alargados aquellos ojos. Y a pesar de todo, aunque aquella cara era extraña, poseía una belleza extraordinaria. Inclinó de nuevo la cabeza y volvió a entonar el himno.
Oh, tú, que vienes de un millón de millón de años.
Que mantienes toda vida en la tierra.
Que oyes el crujir de los pétalos y hueles el loto,
todos los elogios son para ti.
El himno fue continuado por el séquito en voz baja y melodiosa, luego sobrevino el silencio. El joven tenía algo en su regazo, un loto azul. Me acerqué. El Velado se volvió a su izquierda, haciendo señas al capitán de su escolta, que se adelantó rápidamente. Después de algunos susurros, regresó a su meditación. El sol estaba ascendiendo con rapidez, bañando el claro con luz cambiante. Estaba a punto de retirarme cuando sentí una aguda punta que me tocaba la nuca. Me di la vuelta. Un kushita tuerto se encontraba de pie junto a mí con su lanza rozándome la cara. Junto a él dos arqueros, con las flechas preparadas en sus tensos arcos. Me miraban impasibles. Yo me había quedado sin habla. Tenía mucho miedo, a ellos y a romper el silencio.
El kushita se inclinó, me agarró por el hombro y me obligó a ponerme de pie. Yo estaba vestido sólo con un taparrabos y un manto de lino sobre mis hombros. Me lo quitó, susurrando algo a sus compañeros en una lengua que no pude comprender. También me cachearon el taparrabos.
—Estoy desarmado —tartamudeé.
—Tráelo contigo.
El Velado se dirigía ya al carro. Se colocó en su asiento, los escalones fueron retirados, volvieron a guardarse los almohadones y los incensarios y aquella extraña procesión regresó al Pabellón del Silencio. No tenía más opción que seguirlos. Uno de los kushitas me había atado una soga al cuello. No me trató con dureza. La mantenía floja como cuando uno pasea con un perro o un mono. Las puertas negras se abrieron y me introdujeron en un patio cuadrado, de ladrillos, atravesado por un canal, con una pequeña fuente en el medio. No había jardines, pero sí abundantes flores en cestos, con ramilletes recién cortados cuya fragancia se notaba en el aire y atraía a las abejas. La fachada de la casa era similar a la de cualquier noble adinerado, con un pórtico de columnas de cedro libanés, brillantemente engalanadas con diferentes estandartes, al que se accedía por escalones bien trabajados. El carro se detuvo frente a éstos. El Velado descendió y, acompañado por su extraño séquito, se deslizó hacia la casa. Se movió con más libertad en ese momento, sin resultar demasiado desgarbado, con una gracia natural y gran dignidad, como si, consciente de sus defectos, estuviera decidido a destacarlos en lugar de esconderlos. Mi guardián me miró.
—¿Lo crucificaremos ahora? —Su voz era gutural.
A pesar de sus heridas grotescas y del brillo feroz de su único ojo, la boca cruel sonreía.
—¿Qué haremos contigo, muchacho-mono?
Escondí mi miedo y le lancé una mirada furiosa como repuesta.
—Los monos —se inclinó— pueden quedarse en los árboles.
—¡Un mono puede mirar a un rey! —repliqué.
El kushita se río y me dio un suave tirón de orejas. Desató la cuerda y me empujó hacia los escalones. El interior de la casa estaba fresco, sus paredes pintadas de verde claro, sin pinturas, salvo los bordes superior e inferior, ricamente decorados. Había cuatro o cinco sirvientes, hombres y mujeres. Ellos también estaban desfigurados. En Tebas habrían sido rechazados como rinocerontes, hombres y mujeres que habían perdido sus narices y orejas como castigo por algún crimen cometido. Lo habitual era desterrarlos a un pueblo o aldea polvorienta, o incluso confinarlos en un oasis o en algún rincón rocoso de las Tierras Rojas. Éstos, sin embargo, parecían bien alimentados y vestidos, y eran bastante hospitalarios. Me quitaron el manto y el taparrabos. Un sirviente trajo una jarra de agua. Mi cuerpo fue lavado y ungido cuidadosamente, y mis labios y manos ligeramente humedecidos con recipientes de agua salada. Me estaban purificando como a un sacerdote antes de entrar en el santuario de un templo. Me ataron un taparrabos nuevo a la cintura y me pusieron una túnica de lino, fresco y limpio, que caía desde mis hombros, y unas extrañas sandalias alargadas en los pies. Luego me llevaron al salón interior, una hermosa y elegante habitación con cuatro columnas que sostenían el techo, pintadas de verde y rojo. Aquí las paredes estaban delicadamente decoradas pero, mientras esperaba entre las sombras junto a la entrada, pude darme cuenta de que las pinturas eran totalmente diferentes a las que había visto en el templo de Anubis. Allí no había ninguna estilización formal. Aquí el león furioso era natural, como si estuviera listo para saltar de la pared. Las aves, con su brillante plumaje, estaban a punto de salir volando. Había símbolos del Disco Solar por todas partes, en algunos casos en pleno apogeo, en otros, mostrándose por encima de un horizonte azul oscuro. Unas veces tenía alas añadidas, otras no. En el centro de la habitación había un hogar y al fondo una tarima protegida por una cortina gris. Alguien me empujó hacia delante. Se abrió la cortina. El Velado estaba sentado sobre unos cojines con su espalda apoyada en la pared, con una mesita ante él. Me empujaron hasta ponerme de rodillas y toqué el suelo con mi nariz.
—Eso no es necesario. Eso no es necesario. —Las palabras salían lentamente, en voz baja—. Que mi visitante se acerque a mí.
Subí los peldaños. El Velado levantó la cabeza, mostrando sus rasgados y extraños ojos, pero su mirada era fascinante y dispersó mis temores. Ya no prestaba atención a sus dedos, cual patas de araña, a sus largas manos sobre el pecho o a su vientre prominente contra la túnica de lino bordada. Sólo veía aquellos ojos llenos de pasión, como si aquel hombre fuera a entonar alguno de los himnos que acababa de cantar en el claro. Sus labios sensuales estaban entreabiertos, su lengua sobresalía ligeramente mientras me estudiaba con atención, como un juez sopesando lo que era bueno y lo que era malo, tratando de descubrir con una mirada quién era yo realmente. Esbozó una leve sonrisa, inclinándose ligeramente, y con un elegante movimiento de aquellos largos dedos hizo un gesto señalando los almohadones al otro lado de la mesa.
—Estarás mejor si te sientas.
Los almohadones eran gruesos y blandos. La mesa era de madera de acacia con incrustaciones de ébano y plata, y los platos y jarras presentaban la más fina factura, con pequeños trozos de pato crujiente, salsas, hierbas aromáticas y pan cortado en delgadas rebanadas. Las copas contenían vino, no cerveza. Cuando lo probé, tosí y me eché hacia atrás. El Velado se río delicadamente.
—El mejor —susurró—. De las ricas tierras de Canaán. Dicen que la tierra allí es negra y tan fértil que se obtienen dos cosechas al año. Vamos, vamos, ¡come!
Señaló la impoluta cesta de caña que tenía ante sí. Yo no estaba asustado, sino que trataba de ser cauteloso. Él mismo me sirvió, limpiándose con delicadeza con un paño.
—Estás purificado y limpio. —Se inclinó sobre la mesa y pude ver sus verdaderas facciones. Llevaba un tocado azul y oro, una perla de plata colgaba del lóbulo de una de sus orejas y en su cuello destacaba un pectoral con flores. En su mano izquierda brillaba un anillo con el símbolo del Disco Solar—. Eres demasiado tímido —murmuró con los ojos entrecerrados, como si fuera miope—. Pero no tanto como para no espiar.
—No estaba espiando. —Tragué rápidamente.
—Entonces ¿qué estabas haciendo?
—Sentía curiosidad.
—¿Sabes quién soy?
—El Velado.
—¿Y sabes por qué estoy velado?
—Porque dicen que sois feo.
—¿Y tú crees que soy feo?
—No, señor.
—¿Sabes quién soy?
Negué con la cabeza.
—Mi nombre es Amenhotep. Soy el segundo hijo del Magnífico y de su amada esposa, la Señora de la Casa, la reina Tiye.
Escondí mi nerviosismo levantando la copa de vino y tragando ruidosamente.
—¿Nunca has oído hablar de mí? Nací así —continuó con tono neutro— y fui ocultado en el pabellón de los niños, alejado de la Kap. ¿Te parece que soy extraño? En realidad no tengo un nombre verdadero. Soy sencillamente el Velado, el que se oculta en las sombras. —Salió de su estado de ensoñación—. ¿Y tú quién eres?
—Soy Mahu, hijo de Seostris, el Mandril del Sur. A mí también me llaman el Feo.
Hablé más alto de lo que pretendía. Escuché un sonido que procedía de la parte posterior; los arqueros kushitas todavía estaban allí, armados y dispuestos. El Velado, sin embargo, sólo levantó aquellos dedos largos, con la palma hacia arriba en señal de paz. Me miró fijamente durante un rato, con su cara alargada y solemne y los ojos clavados en mí. Luego comenzó a reírse. Primero fue un ruido profundo en su garganta, después echó la cabeza hacia atrás soltando sonoras carcajadas mientras aplaudía con suavidad.
—¡Mahu el Feo, el Mandril del Sur! —Cogió un trozo de pato, lo mojó en la salsa de hierbas e, inclinándose hacia delante, me dio de comer con delicadeza—. Me gustas, Mahu, Mandril del Sur. Eres uno de los jóvenes de la Kap. Háblame de ti.
No tenía otra opción. Charlé como un pájaro en una rama sobre la tía Isithia, mi padre, mis años en la Kap, Horemheb, Ramsés y el resto. El Velado giró su cabeza ligeramente como si tuviera problemas de oído. Dejó de comer y escuchó atentamente, interrumpiendo cada cierto tiempo con alguna pregunta inteligente. Cuando terminé se reclinó sobre los almohadones con la cabeza contra la pared, balanceando su copa de vino.
—Odio la cerveza. —Me miró a través de sus gruesos párpados—. ¿Cuántos años dirías que tengo?
—Más o menos mi edad.
—¿Qué edad es ésa?
—Unos catorce veranos.
—¿Has estado con una mujer, Mahu?
—Sí —confesé.
Se inclinó hacia delante, con expresión bastante molesta.
—Pero no anoche, ¿verdad? —Su voz se hizo un tanto petulante—. Ni hoy, ni anoche. Has sido purificado. —Miró atentamente a través de la cortina de lino que tenía detrás, como si buscara seguridad en alguien del otro lado. Luego se relajó y se río ruidosamente—. No puedo poseer a una mujer. —Bajó la mirada hacia la mesa—. Dicen que no puedo hacerlo. —Hizo un gesto señalándose la ingle—. Una maldición de los dioses. ¿Cuál es tu dios favorito, Mahu? —Estuve tentado de decir que era Atón, el Disco Solar—. ¿Y bien? —La cabeza del Velado se alzó. Tenía una expresión de curiosidad en su rostro.
—No tengo ningún dios. —Las palabras salieron solas. «Lo mejor es que diga la verdad», pensé.
—¿Ningún dios? —Estiró la mano y me acarició la mejilla—. ¿Estás seguro, Mahu? ¿Ni Seth, ni Montu, ni Isis, ni Ptah? ¿Por qué no? Si repitieras esas palabras en la Casa de la Enseñanza…
—Sería azotado —respondí. El vino comenzaba a surtir efecto. Sentía mi cara acalorada, mi lengua se había puesto más espesa y pesada de lo que yo hubiese querido.
—Ningún dios. —El Velado parpadeó. Se giró hacia un lado y sacó un hermoso cofrecito de madera de sicómoro con placas de cobre y bordes con incrustaciones de plata y oro. Apartó los platos y las copas y lo colocó suavemente sobre la mesa levantando su tapa—. Aquí están los dioses, Mahu. —Sacó estatuillas de las principales divinidades de Egipto, sólo que sus cabezas habían sido cortadas: Osiris, Isis, Anubis, Seth el Destructor, Montu el Guerrero—. ¡Baratijas! —sopesaba dos en sus manos—. Yeso y piedra, nada más. Se ríen de mí, ¿sabes?
Su rostro había cambiado, ya no era hermoso con su boca realzada y aquellos ojos entrecerrados y centelleantes.
—Los «cabeza afeitada», esos cerebros blandos, los sacerdotes… le dijeron a mi padre que me mantuviera oculto, que me encerrara aquí, y aquí estoy, Mahu. —Volvió a colocar las estatuas en la caja. Estuve tentado de preguntarle acerca de lo que había visto en el claro aquella mañana temprano pero decidí callarme. De pronto, su humor cambió—. Vamos, termina tu comida.
Así lo hice, incluso mientras él llenaba mi copa de vino. Estaba empezando a alarmarme ante aquella extraña persona de humor variable. A veces me hablaba directamente, otras se interrumpía para volverse hacia el otro lado, como si hubiera alguien, invisible para mí, sentado junto a él. Comía con rapidez pero de manera cuidadosa, limpiándose los labios con los dedos y éstos a su vez en un paño. Las preguntas salían una tras otra, veloces.
¿Había entrado en la Casa de la Guerra? ¿Cómo era acostarse con una muchacha? ¿Cuáles de los muchachos eran mis amigos? ¿Visitaba alguna vez a mi tía? Se ponía de mal humor cada vez que mencionaba a los sacerdotes. Tuve que luchar contra la somnolencia, contra una sensación de opresión. Al final de la comida, el Velado apoyó la espalda contra la pared.
—¿Puedo compartir un secreto contigo, Mahu? Mi hermano Tutmosis es bueno. —Me apuntó con un dedo—. Me alegro de que lo respetes. Debes irte enseguida. —Jugó con el anillo en su dedo—. Mi madre llegará en cualquier momento. Le hablaré de ti, pero le pediré que no le diga nada a mi padre. Al Magnífico —su voz se llenó de sarcasmo— no le gusta que se mencione mi nombre. Si hubiera sido por él, me habrían ahogado en el Nilo. Mi madre piensa de manera diferente. Dice que he sido tocado por los dioses. Tenemos nuestros secretos.
—Pero vos no creéis en los dioses.
—Es cierto —murmuró el Velado—. Por el momento es verdad. —Inclinó ligeramente la cabeza—. ¿Crees en la magia, Mahu?
—Sé hacer algunos trucos —respondí.
El Velado se río tontamente cubriéndose la boca con los dedos.
—Bien, es mejor que te vayas. —Dejó caer su mano, la estiró y con un dedo recorrió mis labios—. Te he conocido y te deseo la paz, Mahu, Mandril del Sur. Nos volveremos a encontrar algún día.