Capítulo 9

El cuerpo de los Khonsu fue reemplazado por una compañía de la Banda Sagrada, veteranos de guerra sacados de los templos de Karnak y Luxor, donde cumplían funciones. Este cuerpo especial, con la insignia de Amón-Ra en sus escudos, estaba bajo el mando directo de Rahimere, alcalde de Waset, la Ciudad del Cetro, Tebas la Magnífica. Rahimere llegó al palacio de Atón gloriosamente engalanado con sus cadenas y collares del cargo. Mi amo, Ay, Nefertiti, Snefru y yo lo recibimos en la sala de audiencias. Rahimere entró en el lugar rodeado de sus funcionarios, escribas y sacerdotes de cabezas afeitadas. No hubo demasiada simpatía entre Akhenatón y este pomposo alcalde. Mi amo y su séquito permanecieron sentados. Rahimere se detuvo, con un pie adelantado y una mano sosteniendo su túnica como si estuviera dirigiéndose formalmente a los recogedores de estiércol de Tebas, como más tarde lo describió Ay. Era un hombrecillo pomposo, con ojos saltones, nariz respingona y voz estridente.

—He venido…

—¡Cómo os atrevéis! —La voz de Ay atravesó la sala como un latigazo. Se puso lentamente de pie—. ¿Acaso no estáis, señor, en presencia de un Príncipe de la Sangre? Entráis en este salón sin dar muestras de la menor cortesía y sin traer obsequios ni realizar los saludos apropiados.

La barbilla de Rahimere se estremeció, sus ojos se movieron veloces de izquierda a derecha.

—Podéis retiraros —dijo mi señor, imperturbable—. Si lo deseáis, Su Excelencia, podéis retiraros y tal vez visitarnos en otro momento —alzó una mano—, cuando recordéis las cortesías y el protocolo debidos a un Príncipe de la Sangre, Amado Hijo del Cuerpo del Divino.

Rahimere tomó una decisión. Agitado y hablando entre dientes, cayó de rodillas. Los demás de su séquito no tuvieron más opción que imitarlo. No puso la nariz en el suelo, pero sí inclinó su cabeza, temblando de furia. Pude ver las miradas de indignación de su séquito mientras oían, con toda seguridad, que mi amo contaba lentamente en voz muy baja. Los tuvo esperando hasta que llegó a veinte. Sólo entonces golpeó sus manos.

—Podéis poneros en pie —dijo dulcemente.

El alcalde y su séquito obedecieron. Algunos de ellos eran ancianos vestidos con túnicas plisadas, blancas como la nieve y brillantes collares que indicaban su cargo. Representaban a los sacerdotes de Amón, los enemigos declarados de Akhenatón. Estaban tan dominados por la malicia, que habían olvidado las reverencias. Arrastraron sus pies calzados con sandalias.

—Si hubiera sabido que ibais a venir —dijo Ay—, habríamos preparado un poco de vino, pan y carne, como correspondería a la ocasión, pero os habéis presentado como lo hacen los funcionarios judiciales.

—Me disculpo —Rahimere secó su rostro con la manga de su túnica—, pero este tema es urgente. Debimos haber enviado un mensajero. —Miró con enojo por encima de su hombro.

—¿Por qué, cuál es el problema? —quiso saber Ay—. ¿Se ha declarado una guerra? ¿Los libios marchan contra Tebas?

—No, los arqueros serán retirados —farfulló Rahimere—, así como los marineros del río.

—¿Eso es todo? —Ay se sentó a la derecha de Akhenatón—. ¿Ésa es la cuestión tan importante? ¿Habéis venido a perturbarnos porque un cuerpo de arqueros ha sido retirado junto con las barcazas de los marineros atracadas en el muelle, a un kilómetro y medio del Saliente de la Gacela? —Ay volvió la cabeza y miró con gesto de falsa incredulidad a Akhenatón, que se limitó a chasquear su lengua ruidosamente. Nefertiti no ayudó demasiado cuando comenzó a arreglar las flores silvestres de su pelo rojo, entonando una canción en voz baja.

—Yo… éste… —Rahimere había calibrado muy mal la situación—. Os traigo noticias: serán reemplazados por un cuerpo de la Banda Sagrada. —Akhenatón se rió. Nefertiti dejó escapar risitas tontas. Esta vez le tocó a Ay chasquear la lengua mientras agitaba su cabeza con gesto de desaprobación. Los oscuros ojos de Rahimere brillaban de furia, aunque sólo podía hacer gestos vacíos—. Ah —añadió con malicia—, esto es importante. Los oficiales al mando —en ese momento los ojos de Rahimere se dirigieron a mí— serán dirigidos por antiguos niños de la Kap. Creo que vos los conocéis.

—Ah, nuestros buenos amigos. —Akhenatón aplaudió como un niño—. Horemheb y Ramsés.

—Huy será su escriba —continuó Rahimere—, Pentju su médico y Meryre su sacerdote. —Sonrió falsamente—. Pensamos que sería mejor que vuestros antiguos amigos… —Dejó las palabras en suspenso.

—¡Me protegieran! —Akhenatón gritó con aspereza—. ¿Ellos están aquí para custodiarme, para protegerme o para espiarme?

—Su Excelencia —resopló Rahimere—. El Divino…

—Que viva para siempre —la voz de Akhenatón vibraba con sarcasmo.

—El Divino desea que vos estéis protegido y seguro, que os encontréis tan cerca de su corazón como vuestro hermano mayor.

Rahimere había dicho lo que tenía que decir. Akhenatón podía alegar lo que quisiera, pero Tutmosis, el Príncipe de la Corona, el heredero del Divino, era el verdadero poder del país.

—¿Alguna otra cosa? —Akhenatón se inclinó hacia delante y arrancó una uva de la mesa que tenía frente a él. No esperó la respuesta, sino que se metió rápidamente la uva en la boca y se volvió, arreglando los almohadones como si no estuviera del todo cómodo—. ¿Alguna otra cosa? —insistió, con la espalda todavía hacia Rahimere. Levantó la visa, se encontró con mi mirada e hizo un guiño.

—El Divino envía sus saludos y su bendición.

—Y le daréis los míos como agradecida retribución —Akhenatón se dio la vuelta, recogió un cuenco de uvas y se lo pasó a Nefertiti y luego a Ay. Volvió a mirar—. Oh, ¿todavía estáis aquí? Excelencia, habéis sido muy amable al venir. —Levantó un dedo—. Ahora podéis retiraros.

El alcalde, los sacerdotes y los funcionarios se marcharon con los rostros rojos de furia y sus ojos ardiendo de odio. Ay iba a hablar, pero Akhenatón levantó la mano. Repentinamente del patio llegaron los ruidos de furiosos ladridos, gritos y chillidos, el chasquido de los látigos, los gritos de los sirvientes y el sonido de un cuerno. Akhenatón se echó a reír y se volvió hacia Snefru, que estaba de pie junto a él.

—¿Qué están haciendo ahí mis perros de caza? Tú sabes que son muy impetuosos.

—Vos me ordenasteis que los trajera, señor. —Snefru cayó de rodillas, con las manos en la cara.

—Ah, sí, es cierto —Akhenatón sonrió—. ¡Pobre Rahimere! Ir derecho a una jauría de perros preparados para la caza y con tanta energía. Tengo entendido que a él no le gustan los perros.

Nefertiti y Ay también se rieron. Snefru fue despedido y me ordenaron que me arrodillara ante ellos. Akhenatón, con una mano levantada y la cabeza ligeramente inclinada, escuchaba mientras los ruidos del patio se alejaban a medida que el orden se restablecía.

—Rahimere no olvidará su visita a este lugar. —Su sonrisa se desvaneció—. Así que van a enviar a Horemheb, Ramsés y los demás, ¿no? Guardias y espías.

—¡Espías! —Nefertiti pronunció con fuerza la palabra, sin ninguna risa en sus ojos ni en su rostro—. Están aquí —comentó— para actuar como nuestros amigos, para ser bien recibidos, para poder ir y venir cómo y cuándo lo deseen; para escuchar las conversaciones y los chismes de los sirvientes. —Reclinó la cabeza sobre el hombro de Akhenatón, moviendo sus hermosos ojos—. Pero ya veremos —añadió con picardía.


Cinco días después llegó la Banda Sagrada: trescientos hombres al mando de Horemheb, que ya tenía el grado de mayor, y su siempre presente y fiel lugarteniente, Ramsés. De inmediato Nefertiti envió invitaciones a ambos y a los demás, incluido Maya, de la Casa de los Secretos, para asistir a un espléndido banquete en la sala de audiencias. Ella personalmente organizó el menú, supervisó la cocina y escogió los vinos. Se sirvieron todas las exquisiteces que el palacio podía brindar: el ganso más tierno, el gordo y condimentado cordero, platos de verduras, frutas confitadas y otros dulces para los postres. La noche del banquete, ella apareció como la auténtica encarnación de la gracia y la belleza, con un vestido de pies a cabeza del más blanco y puro lino, con oro y un chal de joyas resplandecientes sobre los hombros. No llevaba peluca. Su magnífico pelo rojo se extendía como una nube deslumbrante, sostenido con pequeños prendedores cubiertos de gemas y piedras preciosas. Los pendientes brillaban en los lóbulos de sus orejas. Una gargantilla de plata le rodeaba el cuello y un pectoral de brillantes cornalinas, talladas en forma de pétalos de flores, se apoyaba en su pecho. Brazaletes y pulseras cubiertos de piedras preciosas relumbraban en una luz casi mística. Junto a ella, Akhenatón vestía con una extraordinaria túnica y una gruesa peluca trenzada sobre la cabeza. No llevaba ninguna joya, como si no quisiera rivalizar con su esposa en magnificencia. Todos fuimos recibidos en la sala de audiencias. Las paredes habían sido pintadas especialmente y adornadas con estandartes azules y blancos. Había mesas pulidas con incrustaciones de ébano, alineadas en el centro, rodeadas por almohadones de costosas telas.

La comida se sirvió en valiosos platos que reflejaban el brillo de los innumerables recipientes de alabastro para el aceite. No había músicos, ni bailarines, ni ilusionistas, ni tampoco muchachas del templo. Nefertiti no deseaba que nada distrajera a aquellos recién llegados a los que iba a someter a su seducción. Horemheb pronunció el saludo oficial, Akhenatón hizo el discurso de agradecimiento. Nos sentamos sobre los almohadones, Horemheb y Ramsés a cada lado de Akhenatón y Nefertiti en la cabecera. Todos estaban ahí. Huy, resplandeciente con la túnica de su cargo, se había vuelto corpulento y de mandíbula cuadrada. Pentju, el aplicado médico, llevaba un pequeño báculo, uno de cuyos extremos estaba esculpido en forma de carnero. Un amuleto alrededor de su cuello tenía el emblema de Wadjet, el ojo de Horus, que todo lo ve. Meryre iba con sus vestiduras de sacerdote, con una estola en el cuello. Apestaba, como observó Huy irónicamente, a incienso, carne sacrificada y mojigatería. Frente a mí se había sentado Maya, con su cara rolliza y sus ojos redondos maquillados en exceso, como una mujer; incluso las uñas de las manos y de los pies estaban pintadas de un rojo profundo. Me saludó con bastante cordialidad y de inmediato se embarcó en un torrente susurrado de comentarios significativos sobre Horemheb y Ramsés.

Aunque todos actuábamos como si nos viéramos con frecuencia, era imposible esconder nuestra desconfianza mutua casi tangible. Por supuesto, Nefertiti transformó el acontecimiento. Todos estábamos fascinados con ella. Se sentaba como la coqueta que era, una reina en todos los sentidos, graciosa y amable, encantadora y a la vez altiva, de modo que cuando sonreía, el destinatario se regocijaba por su buena fortuna. Incluso Maya, impulsado más por la envidia que por la lujuria, no le quitaba los ojos de encima. Junto a ella, Akhenatón, orgulloso y a la vez divertido por la reacción de mis compañeros, se deleitaba con la belleza de su esposa. Durante el banquete, Nefertiti pronunció un discurso de bienvenida inocente y simpático. Dio la impresión de estar repitiendo frases vanas, pero en realidad los estaba sobornando. Empezó elogiándolos a todos por sus carreras.

—Si yo fuera reina de Egipto —se rió burlonamente—, vosotros, compañeros de mi Amado desde los primeros tiempos —sus ojos bailaban traviesos—, leales y alegres compañeros… oh sí, si yo fuera Gran Reina, vosotros os sentaríais en el Círculo Sagrado, seríais nuestros consejeros, asesores, chambelanes y generales. —Hizo una pausa, sólo por un instante, hasta que las exclamaciones de júbilo y las risas se desvanecieron—. Y lo que es más importante —continuó—, vosotros seríais sus amigos y mis amigos. Aunque por supuesto, ya lo sois y lo seréis. —Y siguió hablando, destacando lo que quería subrayar con aquellas manos encantadoras, moviendo su cabeza para abarcarnos a cada uno de nosotros con su mirada. Acabó con un brindis de lealtad, pero sus palabras habían sembrado la semilla y su encanto la nutriría. Ay se reunió con nosotros después de la comida, sentándose en un extremo, entre Maya y yo. Él también interpretó su papel. Preguntas inocentes, con los ojos muy abiertos, dirigidas a Maya sobre del servicio en la Casa de los Secretos que deliberadamente hicieron que mi compañero se sintiera incómodo. No me sorprendió cuando anunció que le gustaría retirarse para disfrutar del aire fresco de la noche. Ay me hizo un guiño para que lo siguiera y, cuando salí, él cambió de lugar en la mesa para acercarse a sus próximas presas: Pentju, Meryre y Huy.

Una vez atravesadas las puertas, Maya me dio una palmada en el hombro.

—Tenía la esperanza de que te reunieras conmigo.

Cruzamos el patio hacia el jardín. El perfume de las flores era empalagosamente dulce bajo un cielo iluminado por las estrellas. Maya sacó su abanico y lo movió para darse aire. Vi que llevaba un bolsito sujeto con una correa a su muñeca izquierda. No caminaba con sus sandalias de suela gruesa, sino que se contoneaba como una mujer, moviéndose con lentitud, balanceando las caderas mientras se abanicaba graciosamente.

—«La belleza tiene su propio rostro. Es ella». —Maya llevó el abanico a su rostro, mirándome fríamente por encima del borde mientras recitaba el poema—. «La belleza tiene su propia forma. Es ella». Una mujer notable. —Sonrió tontamente.

—¿Dices eso por ti mismo —pregunté—, o es lo que has aprendido de otros en la Casa de los Secretos?

Maya cerró el abanico de un golpe y lo colocó en el bolsito. Hizo un gesto con la cabeza hacia el Estanque de la Pureza cubierto de lotos que brillaba a la luz de la luna.

—¿Tienes a tus guardaespaldas por aquí, Mahu? —preguntó socarronamente—. ¿O me harás darme un baño otra vez?

—No. —Le di una palmada en el hombro, haciéndole un gesto para que siguiéramos caminando—. ¿Imri y sus espías kushitas estaban trabajando para la Casa de los Secretos?

—No lo sé —susurró Maya—. Tal vez fueran espías, pero no para la Casa de los Secretos. No informaban al Padre de Dios, Hotep. —Se detuvo y se rió entre dientes ante mi sorpresa—. Oh, sí, inteligente mandril. Imri y sus compañeros pudieron haber sido espías, pero ¿para quién? —Encorvó graciosamente los hombros—. No lo sé. ¿Los asesinaron, Mahu?

—Eran espías.

—No lo niego. Lo que tienes que averiguar, sin embargo, es para quién trabajaban.

Controlé el pánico furioso que crecía en mi interior.

—¿Y mi tía Isithia? —pregunté—. ¿Recibiste mi mensaje?

—Oh, sí. La tía Isithia —respondió Maya, también en un susurro—, es un caso fascinante. Una antigua intérprete de horóscopos a la que ahora se le ha prohibido hacerlo. Tienes una interesante pariente, Mahu. No puede hacer horóscopos, pero su mano es hábil con el látigo —pestañeó—, una experta en infligir deliciosos dolores.

—¿Qué quieres decir?

Maya se rió y puso su mano delante de la boca.

—Sabes muy bien lo que quiero decir. ¿Piensas que fuiste llevado a la Kap por tu bella cara y tu educación? Ah, sí. He investigado los archivos sobre ti y sobre ella. Isithia te quería fuera de su vida por muchas razones. Todavía disfruta de la protección del Divino. Enseña a algunas de las concubinas menores, los Ornamentos Reales, ciertas artes del amor. Técnicas que, quizá, sean una sorpresa para ellas, pero ciertamente no para Isithia.

—¿Pudo haber sabido algo sobre Sobeck?

—Es posible.

Me rasqué la mejilla.

—Así que tía Isithia quería alejarme de su vida porque odiaba a mi madre, me odiaba a mí, me consideraba una carga y ella tenía otros intereses. ¿Es así?

—Exacto. —Maya sonrió tontamente.

—Intereses difíciles de atender cuando yo creciera.

—Tus palabras son correctas, Mahu.

—¿Y ahora?

Maya se sobresaltó cuando un ave de la noche voló bajo, una sombra negra que se movió veloz bajo el cielo iluminado por las estrellas.

—¿Y ahora? —repetí.

—Tu tía está bien protegida. Tiene amigos de alto rango entre los sacerdotes de Amón-Ra. ¿Por qué, Mahu —se burló—, no la visitas?

—Conoces la razón por la que no lo hago, lo mismo que sabes por qué ella no me visita a mí. Bueno, no desde hace muchos años. —Le di a Maya un golpecito bajo la barbilla—. Vamos, encanto —susurré—. ¿Imri alguna vez la visitó?

—Quizá —Maya sonrió—, pero él también visitó al Príncipe de la Corona Tutmosis.

—Así que fue Tutmosis —dije.

Maya dio un paso atrás, como si quisiera esconder la cara.

—Ahora ya lo sabes, Mahu. El hermano de tu príncipe está muy asustado.

—¿De qué?

—De las cosas que se dicen. —Maya entrecerró los ojos y los dirigió al cielo nocturno—. Que su hermano, ese Grotesco, ha sido tocado por los dioses, elegido para alguna tarea especial. Su matrimonio con esa belleza no será de mucha ayuda. Ella es única —comentó Maya—, con ese pelo rojizo y sus ojos azul claro. Un color tan extraño. Escuché rumores de que no son verdaderos egipcios sino descendientes de los errantes…

—¿Quién es un verdadero egipcio? —pregunté. ¿Qué era lo que la Casa de los Secretos sabía sobre la princesa Nefertiti y su padre?

Maya hizo un gesto con la cara.

—Poco. Han sido ocultados como en un carcaj.

—¿Por quién?

—La Gran Reina Tiye.

—¿Con qué propósito?

—Bien —suspiró—, ahora es evidente. Sobre la princesa no sabemos nada. Ay tiene antecedentes de ser un administrador capaz, un comandante experimentado de carros de guerra. —Maya taconeó con la sandalia y se dio la vuelta como si quisiera regresar. Lo agarré por el brazo.

—¿Por qué todavía vigilan a mi tía Isithia? Oh, sí, estoy al tanto del asunto de los horóscopos y de su estancia en las Cadenas de la Casa de los Secretos.

Maya se acercó tanto que pude oler su perfume.

—Está vinculada con algo más siniestro —susurró—. A veces el Divino sospecha que el Grotesco, tu amo, no es su hijo. —Levantó los dedos pidiendo silencio—. No puede creer que él sea el padre de semejante hombre.

—¿Qué? Pero…

—Shh… —Maya puso los dedos sobre los labios—. Escucha, Mahu. ¿Has oído hablar alguna vez del profeta Ipurer? Vivió hace unos quinientos años. Predijo una revolución violenta, en la que todo sería puesto patas arriba. Predijo la llegada de un Mesías que vendría para conducir a su pueblo y cuya presencia sería… —Maya entrecerró los ojos—. ¿Cómo dice el texto? «Un frío para la llama». —Hizo balancear el bolsito en su muñeca—. La profecía termina con estas líneas: «Realmente aplastará el mal. ¿Dónde estará? ¿Ha venido o ya duerme y camina entre vosotros?».

—¡Leyendas! ¡Superstición!

—El Magnífico es supersticioso, Mahu. Y sus miedos son compartidos por los sacerdotes de Amón. ¿No te das cuenta de cómo son las cosas? El Divino se enfrenta a un grotesco enfermizo y desgarbado sobre el que se dicen las cosas más oscuras. Terreno abonado para nuestros sacerdotes que también lo quieren ver desaparecer y que sugieren que quizá sea el Mesías profetizado por Ipurer. Isithia podría ser útil todavía en la preparación de un veneno para resolver el problema. En fin, basta ya de ocuparnos de los grandes, ¿no?

—Así que mi tía Isithia todavía prepara sus pociones…

—Y ofrece instrucciones a otros.

—¡Vieja bruja!

—Una verdadera asesina —respondió Maya—. La sangre de sus propios parientes tiñe sus manos.

—¿Qué?

—Encontré un informe de la policía. Algunos garabatos. Isithia realmente odiaba a tu madre. Podría no haberle proporcionado la mejor medicina cuando se estaba recuperando después de tu nacimiento.

—Yo…

—¿No puedes hablar, Mahu?

La verdad era que sentí un frío horroroso, un nudo en mi estómago.

—Pero, pero mi padre habría…

—Tu padre nunca sospechó nada. Muchas mujeres no sobreviven al parto. Cuando tu tía Isithia estuvo en la celda la amenazaron con esto.

—¿Por qué no se siguió adelante con el asunto?

—No había mucho más. Era información que llegaba anónimamente a la Casa de los Secretos, chismorreos de sirvientes, estudiado y archivado.

Recordé a Dedi y sus roncos comentarios susurrados en aquel oscuro jardín oscurecido hacía tantos años.

—Bien, bien, Mahu, ¿te vengarás? Si lo haces —se apresuró a decir—, no lo hagas ahora.

Había bebido unas cuantas copas de vino y sin embargo me sentía sobrio. Quería salir corriendo, escapar, abandonar el palacio e ir a casa de mi tía Isithia, cogerla por su escuálida garganta y enfrentarme a ella.

—Ahora no, Mahu. —Maya me agarró por la muñeca—. Has aprendido bien. Esconde tu cara, esconde tus sentimientos, esconde tu mano. Ataca cuando debas hacerlo. Espera el momento adecuado. Tranquilízate ahora —insistió— y te diré más.

—¿Sobre qué?

—Dile a Ay que tenga cuidado.

—¿De quién? ¿Espías?

—No. De los asesinos. —Maya me miró a los ojos—. Ay es considerado el principal consejero de la reina Tiye y ahora el de tu amo.

—¿Quiénes son?

—Oh, Mahu —sonrió Maya—, los asesinos no llevan proclamas colgando del cuello. No envían elegantes notitas anunciando su llegada.

Lo cogí por los hombros e hice que se aproximara.

—¿Por qué me estás diciendo esto, Maya? ¿Cómo sé que no estás simplemente enturbiando las aguas? Tienes talento para la maldad.

—Sobeck.

—¡Oh, vamos! —le grité, presionando más sobre sus hombros.

—Sobeck se ha ido.

—No. —Retiré mis manos.

—Escapó. —Maya miró rápidamente a izquierda y derecha—. Ya sabes cómo es eso, Mahu, allá en aquellas jaulas que sirven de prisión. Están encadenados, subsisten a base del agua y la comida que se produce allí, de algo que sus guardianes puedan cazar y también de la caridad de los habitantes de las arenas y los errantes del desierto. Si logran escapar, ¿qué pueden llevar consigo? De todos modos, Sobeck corrió el riesgo. Se fue a las Tierras Rojas. Encontraron su cadáver, el esqueleto picoteado y seco. Sólo lo reconocieron por las esposas que aún tenía alrededor de las muñecas y la tableta de arcilla que estaba junto a él. Había robado un cuchillo y un odre de agua; ambos habían desaparecido. Tenía la nuca destrozada.

Gemí y me di la vuelta.

—¡Pobre Sobeck!

—Tonterías. —Maya se acercó por detrás de mí. Me giré—. Piensa, Mahu. Sobeck era un guerrero. Escapó con una daga y un odre. Los libios no se acercan sigilosamente y te parten la nuca. Permanecen a distancia y te eliminan con la punta de una flecha. No se encontró nada de eso. ¿No te das cuenta, Mahu? Sobeck mató a alguien, cogió su ropa, el odre de agua y el cuchillo, y puso las esposas en el cuerpo de su víctima, junto con la tableta de arcilla de la prisión. Escapó.

Escuché el chillido de un pájaro. Caminé hacia un arbusto, arranqué la flor que allí crecía y olí su fragancia. En mi mente bullían ideas, imágenes y recuerdos.

—Sobeck regresará a Tebas —continuó Maya, mientras me seguía—. Sabes que lo hará, Mahu. Volverá a la ciudad. Buscará a sus amigos y el único en quien puede confiar eres tú. Si sobrevive al desierto, se pondrá en contacto contigo. Te pedirá ayuda. Éste es el precio que pagas por lo que te he dicho. Dile a Sobeck que Maya no tuvo nada que ver con esta traición, que Maya lo amaba, que lo sigue amando y que siempre lo amará. —Me apretó la muñeca y se perdió en la noche.

Me fui y me senté junto al Estanque de la Pureza: las azules flores de loto estaban abiertas en aquel momento, endulzando el aire con su perfume. No podía creer lo que Maya había dicho de la tía Isithia, Sobeck y Tutmosis. Yo quería darle sentido a todo aquello, relacionar una cosa con otra. Escuché pasos, pero no me di la vuelta.

—¿Has aprendido mucho, Mahu? —Ay se agachó junto a mí.

—Muchísimo. —Le conté todo, menos lo de Sobeck. Ay, por supuesto, no era fácil de engañar.

—¿Por qué te confiaría esa pequeña bolsa de secretos?

—En otros tiempos tuvimos un amigo común.

—No sabía que tenías esas inclinaciones, Mahu.

—Yo no las tengo, pero él sí.

—¿Qué harás con respecto a Isithia? —quiso saber Ay.

—¿Qué me aconsejas?

—¡Espera! —Ay se levantó y me hizo un gesto para que lo siguiera—. Espera, Mahu, como haré yo. Así que nuestros enemigos se han orientado hacia el homicidio. ¿Sabes quién podría ser el asesino? —Sacudí la cabeza—. Esperaré. —Ay sonrió en la oscuridad—. Pero él también tendrá que esperar.

Enlazó su brazo con el mío.

—Me encanta ir por el Nilo y observar a los martín pescadores negros y blancos lanzarse en picado y zambullirse. Se mueven tan rápido, que uno tiene que concentrarse. A veces no veo ninguno y me pregunto adonde se habrán ido. Así que, cuando regresan, estoy todavía más intrigado.

—¿Has venido —le pregunté— para hablar de los martín pescadores en plena noche?

—La fiesta está terminando. —Ay se volvió hacia donde podía verse la luz que salía a raudales por las ventanas del palacio—. Tus amigos han comido y bebido más de lo que debían. Sus sirvientes han tenido que ayudarlos. Horemheb, sin embargo, salió caminando como si estuviera en la plaza de armas. Tendremos que vigilarle, Mahu, a él y a Ramsés. Dos corazones que laten al unísono, y peor todavía, se trata de dos corazones astutos.

—¿El martín pescador? —pregunté.

—Ah, sí —Ay silbó bajo—. El gran escriba Huy ha traído una invitación. Dentro de unos días, como sabes, el Divino celebra el Festival de Opet en el que se traslada desde el templo de Amón-Ra en Karnak hasta Luxor. Una procesión gloriosa y triunfal mientras el faraón está en comunión con los dioses.

—¿El martín pescador? —pregunté otra vez, aunque esperaba a medias la réplica de Ay.

—El Divino se ha movido con la misma velocidad. Ha invitado graciosamente a su segundo hijo para que participe en las festividades oficiales.

—¿Y nuestro amo ha aceptado?

Ay me dio una palmada en el hombro.

—No tiene opción, Mahu, y tampoco nosotros.


La grande y amplia avenida, bordeada a cada lado por esfinges con cabeza dorada, señalaba la gran ruta de la procesión que conectaba los templos de Karnak y Luxor. En esa ocasión en particular, el último día de Opet, estaba flanqueada por una multitud a ambos lados que formaba una especie de ancho seto viviente. Tebas se había quedado vacía y el gentío aumentaba con los visitantes de todas las ciudades del reino y de más allá de sus fronteras, en aquel día magnífico y soleado en el que el faraón mostraba el rostro a sus súbditos cautivados por la gloria y el poderío de Egipto.

La procesión real estaba encabezada por el principal escuadrón de carros de guerra, emitiendo destellos de oro y plata bajo la luz del sol. Los caballos sirios, blancos como la leche, cuidadosamente seleccionados de las cuadras reales, estaban enjaezados de forma magnífica: plumas azul oscuro se movían entre sus orejas, el arnés negro tachonado con brillantes medallones de plata y oro competía con el azul, rojo y plata de las fundas para las jabalinas y los carcajs para las flechas atadas con correas a los carros. Los caballos se movían con lentitud, casi como bailarines. Sus conductores, los más experimentados de Egipto, los guiaban cuidadosamente, moviéndose en armonía unos con otros. Entre los carros de guerra marchaban los portaestandartes con la insignia del escuadrón, la cabeza de carnero de Amón-Ra con joyas engastadas. Detrás de los carros, marchando con solemnidad, iban los altos funcionarios del ejército y de la corte, vestidos con túnicas blancas y con pelucas trenzadas sobre sus cabezas, adornadas con plumas de avestruz, teñidas de mil colores. Cada una de estas importantes personalidades de alto rango llevaba el símbolo de su cargo: un abanico con adornos de oro. Seguían los soldados de infantería, veteranos de todos los rincones del imperio que marchaban al unísono, vestidos de azul, con tocados de oro y taparrabos blancos. Llevaban lanzas y escudos ceremoniales también adornados con la insignia de Amón y estaban flanqueados por filas de arqueros, con sus carcajs a la espalda y los arcos en la mano.

El ruido de aquella masiva procesión casi ensordecía la música de las flautas, el retumbar de los largos tambores de guerra, el choque de los címbalos y el toque de las trompetas y los cuernos de concha de la banda militar. Nubes aromáticas se elevaron cuando los cabezas afeitadas, los sacerdotes de todos los rangos, vestidos con sus túnicas blancas y los hombros cubiertos con pieles de leopardo, caminaron lentamente hacia atrás con los rostros dirigidos hacia los palanquines reales que llevaban al faraón Amenhotep, el Magnífico, y a su Gran Reina y Esposa Tiye. Centenares de estos sacerdotes perfumaban el aire con nubes de incienso puro y las muchachas del templo, imágenes de la belleza con sus pelucas largas y voluptuosas y diáfanas túnicas, bailaban al son del sistro, mientras otras lanzaban miles de pétalos de flores perfumadas que revoloteaban en el aire.

En el más bello de los palanquines, con las cortinas recogidas en un lateral, el Magnífico iba recostado sobre un trono de oro adornado con piedras preciosas incrustadas en los brazos y los costados. Amenhotep llevaba sus vestimentas de gloria, que no eran capaces de esconder su enorme cuerpo, con sus pechos y barriga colgantes. Llevaba las coronas roja y blanca del Alto y el Bajo Egipto y el flagelo y el cetro en sus manos, apoyados contra el Nenes, la preciada túnica sagrada bajo su traje de gloria. Allí estaba él, sentado, con un codo sobre el brazo del trono, mirando con severidad hacia delante mientras sus súbditos lo aclamaban y los más devotos caían de rodillas para tocar el suelo con la frente. El faraón se desplazaba en toda su gloria. Alrededor de su frente se enrollaba el Uraeus, la cobra en posición de ataque, protectora de Egipto y defensora del faraón. La serpiente simbolizaba el fuego y la fuerza que Egipto podría soltar contra cualquiera que lo molestara. A cada lado del palanquín imperial marchaban oficiales de alto rango, aquellos que eran admitidos en los aposentos privados del faraón. Cada uno llevaba una inmensa pluma de avestruz teñida de rosado, impregnada de casia, mirra e incienso para mantener el aire dulce, y también para apartar el polvo y las moscas, por no mencionar el sudor y los olores de la multitud concentrada que gritaba a su paso, mantenida a raya por soldados de infantería de rostro severo.

Un poco más atrás de Amenhotep iba la reina Tiye en su palanquín, con su cuerpo perfumado empapado en sudor envuelto en su vestido de plumas que la cubría de pies a cabeza. El vestido estaba hecho de deslumbrantes plumas de aves exóticas. Bajo la pesada corona que exhibía los cuernos y las plumas de Hathor, el rostro de Tiye aparecía sonriente y dulce. A diferencia de su marido, la reina se volvía cada poco a izquierda y derecha para agradecer la aclamación de la multitud. Luego seguía el Príncipe de la Corona, Tutmosis, y Akhenatón iba un poco más atrás. Ambos llevaban tocados redondos en forma de corona, adornados con colgantes de plata que caían por detrás. Vestían idénticas túnicas de lino, plisadas. Los dos resplandecían con sus deslumbrantes collares, pendientes, brazaletes y anillos y con sus rostros pintados con el contorno de los ojos resaltado con kohl verde oscuro. Cada príncipe iba rodeado por portadores de abanicos, ayudantes y sacerdotes esparciendo incienso. Tutmosis llevaba un báculo con su extremo dorado tallado en forma de halcón. Akhenatón se apoyaba en un bastón con incrustaciones de ébano y plata, un obsequio personal de Ay. Ambos iban descalzos y los portadores de las sandalias imperiales los seguían con ellas en la mano, para cuando las necesitaran.

Tutmosis era saludado con renovados estallidos de aclamaciones pero, mientras yo caminaba, muy por detrás de la legión de cabezas afeitadas, percibí el murmullo de la multitud cuando advertían que Akhenatón, el otro hijo del rey, desfilaba por primera vez ante el pueblo del faraón. En toda la avenida se escuchaban exclamaciones de sorpresa, gritos de admiración y también risas burlonas. Quienquiera que hubiese organizado la procesión, había sido muy astuto. Tutmosis iba caminando, obligando a Akhenatón a hacer lo mismo, quien intentaba superar sus dificultades y seguir el ritmo de la procesión, bajo el sol ardiente, con toda la dignidad de la que era capaz. Nefertiti no había sido invitada, un sutil insulto. Habría distraído la atención y la multitud la habría adorado, pero la invitación, con el sello personal de Amenhotep, no hacía mención alguna a ella, de modo que se vio obligada a permanecer en el palacio de Atón. Ocultó su cólera detrás de sonrisas, mientras le indicaba a Akhenatón cómo caminar y comportarse.

—El sol será muy fuerte —le había advertido—, trata de no llevar sandalias. Apoya tu peso sobre el bastón que Ay te dará. No mires ni a la derecha ni a la izquierda. Y, sobre todo, ten cuidado… no reacciones.

—¿A qué? —Akhenatón preguntó en voz baja.

Nefertiti miró a otro lado.

—Ante nada de lo que ocurra —susurró.

Ella me había llevado a un rincón apartado de los jardines, caminando de un lado a otro con aquel cuerpo hermoso tenso por la furia. Me recordó a la diosa Bastet, la Diosa Gato que camina sola. Nefertiti se paseaba yendo y viniendo; cada poco extendía los brazos, moviendo los dedos con las uñas teñidas con henna que brillaban como las garras de un guepardo enfurecido. Podía darme cuenta de cómo bullía la cólera en su interior por su respiración. Por fin se calmó y se detuvo junto a mí, que me encontraba sentado al borde del estanque. Puso un dedo perfumado sobre mis labios, apretando con fuerza y moviéndolo hasta que la uña se clavó en la punta de mi nariz. Sus ojos azules eran fríos como el hielo.

—Ten mucho cuidado, Mahu. Mi Amado está en tus manos.


Hice todo lo mejor que pude, o al menos lo intenté. El Festival de Opet había sido un desfile largo y agotador de celebraciones públicas en las que el Dios Amón-Ra, su esposa Mut y su hijo Khonsu fueron sacados de sus oscuros santuarios en Karnak y transportados a lo largo de los poco más de dos kilómetros hasta el templo de Luxor, a orillas del río, y luego el mismo trayecto de regreso. Procesiones por el camino, procesiones junto al río. Las barcazas imperiales, con sus resplandecientes pinturas y sus proas talladas en forma de cabezas de halcones, se movían lentamente por el río rodeadas de innumerables embarcaciones. Por la noche se realizaron banquetes a la luz de las antorchas y las lámparas de aceite y se ofrecieron sacrificios en medio de nubes de incienso. Las formaciones de tropas y el solemne desfile de sacerdotes y funcionarios parecían interminables. Era un festival de colores, canciones, música, baile, comida y bebida, que dejaba exhausto incluso al más experimentado cortesano.

Si la intención había sido que Akhenatón se cansara, se mostrara torpe o poco elegante, lo cierto fue que pasó muy bien la prueba. En todo momento caminó con cuidado, su desgarbado cuerpo bien equilibrado, su rostro inmóvil en una sonrisa permanente. Nefertiti le había enseñado bien. Tanto Ay como yo estuvimos siempre cerca. Funcionarios de la corte y ayudantes, ocultando su rudeza bajo una fría cortesía, trataron en todo momento de separarnos siempre que pudieron. Durante los banquetes nocturnos, Akhenatón fue colocado cerca de su padre, pero el Magnífico parecía no darse cuenta de su existencia, sin que se produjera ni siquiera un intercambio de miradas, y mucho menos de palabras. Tutmosis y sus hermanas, por el contrario, eran objeto de su atención y caricias, llegando incluso a ser ungidos por su padre, particularmente Sitamón, de bello rostro y ojos oscuros, la hija de catorce años de Amenhotep, una atractiva jovencita con un ajustado vestido y peluca trenzada y perfumada. Durante un banquete, se le permitió incluso sentarse sobre el regazo de su padre, con la cabeza apoyada en su pecho, mientras él le daba de comer frutas confitadas que cogía de la mesa.

Akhenatón nunca se quejó. Lo cierto fue que apenas habló con nosotros o con cualquier otra persona, sino que aceptó su situación con una leve sonrisa y una curvatura de sus labios. Por la noche tratamos de entablar una conversación con él en varias ocasiones, pero sólo obtuvimos una vez más aquella sonrisa y un movimiento de la cabeza. Solamente una vez reveló sus sentimientos citando un poema:

¿Por qué sentarse adusto en medio de la condena y la oscuridad?

Mientras se beben los tragos amargos de la vida,

hay que sonreír desde detrás de la copa.

Akhenatón había bebido esos tragos, ahora que el festival terminaba con aquella solemne procesión desde Luxor hasta Karnak. Finalmente, abandonamos la avenida con su larga fila de impenetrables esfinges y entramos en la explanada del templo.

Pasamos junto a los relucientes estanques y cruzamos un patio con centenares de estatuas de granito negro de Sekhmet, la diosa con cabeza de león que había devorado al primer hombre. Estábamos en aquel momento a punto de entrar en el corazón del gran templo de Karnak. Sonaron trompetas y cuernos, mientras estandartes azul, blanco y oro suspendidos de las astas sobre las puertas bailaban y ondeaban como aves atadas. Vibraron más trompetas y cuernos y las enormes puertas de cedro del Líbano de color bronce se abrieron lentamente girando sobre sus goznes de bronce. Entramos a los sagrados recintos de Amón-Ra, un extenso bosque de granito y piedra que incluía templos, columnatas, estatuas y columnas. Otra enorme multitud se hallaba allí reunida: personalidades importantes y diplomáticos recibían un trato preferencial, y lo mismo ocurría en las diferentes explanadas y patios que íbamos atravesando.

En el patio central la procesión se detuvo. El palanquín imperial se bajó en medio de un enjambre de cabezas afeitadas. Se amontonaban allí sacerdotes de Amón-Ra, padres divinos, sacerdotes de los secretos, lectores, mayordomos, sacerdotes de capilla y una infinidad de ayudantes. Sonaron las trompetas, se golpearon los tambores y pétalos de flores revolotearon por el aire, mezclándose con las nubes de incienso y la fragancia de una infinidad de cestas de flores colocadas alrededor del patio. Un grupo de músicos y bailarines descendió los peldaños del templo propiamente dicho para dar la bienvenida al Divino. Amenhotep se quedó en su palanquín, al igual que la reina Tiye, mientras el cantor principal del coro entonaba un alegre himno de gloria:

Los dioses se regocijan pues has incrementado sus ofrendas.

Los hijos se regocijan pues has mantenido las fronteras.

Todo Egipto se regocija pues has protegido sus antiguos ritos.

El resto del himno fue continuado por el coro.

Qué grande es el Señor en su ciudad.

Él solo conduce a millones.

¡Los otros hombres son pequeños!

Él es sombra y manantial,

un baño frío en verano.

Él es quien salva al hombre temeroso de sus enemigos.

Él ha venido a nosotros.

Él ha dado la vida a Egipto y ha eliminado sus sufrimientos.

Ha dado la vida a los hombres y ha hecho que las

gargantas de los muertos respiren.

Él ha permitido que criemos a nuestros hijos y enterremos a

nuestros muertos. Tú has aplastado a los que están en las tierras

de Mitanni,

Ellos tiemblan bajo tu terror.

Tu Majestad es como un toro joven,

fuerte de corazón, con cuernos afilados,

a quien nadie puede resistir.

Tu Majestad es como un cocodrilo,

el Señor del Terror en medio del agua,

al que nadie puede acercarse.

Tu Majestad es como un deslumbrante león.

Los cadáveres de su enemigo están esparcidos por el valle.

Eres el Señor Halcón que vuela.

Eres el chacal del sur.

Eres el Señor de la Rapidez, que se mueve sobre Dos Tierras.

Cuando terminó el himno, Amenhotep debía pronunciar la réplica formal. Pero esta vez se volvió y susurró algo a un portador de abanico, su heraldo. El hombre dio un paso adelante. Escuché un murmullo y, al mirar otra vez a los peldaños, vi a Shishnak, el sumo sacerdote de Amón, que descendía lentamente atravesando el patio. Era un hombre delgado y anguloso, con labios pálidos y ojos oscuros y penetrantes, acostumbrado al drama de la liturgia del templo y capaz de explotarla para sus propios fines. A su lado caminaban dos sacerdotes acólitos balanceando incensarios de oro y, detrás de ellos, un portaestandarte. Este último llevaba un enorme abanico ornamental con forma de media luna sobre una larga vara dorada, exhibiendo la insignia del templo, una cabeza de carnero con cuernos de oro, ojos de piedras preciosas y la cara y el hocico azul cobalto.

Shishnak se detuvo ante el palanquín imperial y realizó la más elemental de las reverencias. Amenhotep la devolvió con un ligero movimiento de cabeza, un gesto que hablaba claramente del poder y la riqueza de este sumo sacerdote, arbitro supremo de los asuntos religiosos. Tanto el sacerdote como el faraón permanecieron inmóviles. El heraldo estaba a punto de volverse cuando escuché un grito entrecortado y miré hacia arriba. Tres cuervos negros, aves de mal agüero, dieron vueltas por el patio. Uno descendió para posarse sobre la cabeza de una estatua, los otros dos hicieron lo mismo en el suelo, no muy lejos, con su aspecto malévolo, sus picos crueles y su ronco graznar. Un sacerdote se acercó corriendo agitando un abanico y las aves levantaron el vuelo, cortando el aire con sus horribles chillidos. Ay, a mi lado, estaba tenso. Farfulló algo en voz baja. El heraldo, sin embargo, inalterable por lo que había ocurrido, proclamó con fuerza:

—Su Majestad se complace en entrar a los recintos sagrados del templo de su Padre. Su discurso de agradecimiento será pronunciado por su muy amado hijo, el príncipe Amenhotep.

Aquélla fue la única vez que pronunciaron el nombre de mi amo oficialmente. La declaración del heraldo fue recibida con exclamaciones entrecortadas de sorpresa. Ay maldecía en voz baja:

—Primero las aves de mal agüero y ahora esto. No está preparado… va a tartamudear, va a vacilar.

Traté de adelantarme pero Ay me cogió del brazo.

—No seas tonto. Estamos aquí sólo por gracia y favor —siseó.

El Magnífico había conspirado para tenderle una trampa a su hijo. Había sido expuesto al público, su entrada al templo se había hecho coincidir con aquellas aves de mal agüero y luego, sin formación e inexperto, tanto en la función pública como en la oratoria, tenía que pronunciar un discurso en presencia del faraón y todo el poderío de Egipto. Akhenatón se apoyó en su bastón. Pude darme cuenta por su postura de cuan tenso se había puesto, pero entonces se volvió y miró al sol. Su rostro estaba tranquilo y sonreía, con aquella sonrisa deslumbrante que podía cautivar y desarmarlo a uno.

—Estamos esperando. —La voz del sumo sacerdote se oyó como el sonido de un tambor por todo el patio—. Estamos esperando al hijo del Magnífico. ¡Que todos los oídos escuchen! ¡Que todos los corazones se regocijen con el gran favor mostrado por este hijo del faraón!

Apenas había terminado cuando la voz de mi amo surgió, clara y vibrante, emocionante como una trompeta en el aire.

Oh Padre, Uno y Eterno,

en todas las naciones que están bajo tu dominio

tu nombre es alto, poderoso y fuerte.

El Eufrates y el océano del Gran Verde

tiemblan ante ti.

¡Tu poder gobierna la región

desde aquí hasta los confines de la tierra!

¡El pueblo de Punt te adora

y en la Tierra del Este, donde crecen los árboles de las especias,

los árboles están frescos por tu amor!

¡Tú traes sus perfumes para hacer que el aire sea dulce

en sus templos en los días de fiesta!

¡Las aves del aire vuelan gracias a ti!

¡Las criaturas del suelo

comen y viven gracias a ti!

Todas las criaturas, visibles e invisibles

se alzan en honor ante ti,

oh Padre glorioso,

¡Atón eterno!

Akhenatón hizo una pausa y, totalmente ajeno a los gritos entrecortados y las exclamaciones que había causado, continuó su alegre himno de elogio.

¡Magnífico es tu nombre!

¡Tú atas el loto y el papiro!

Tú eres verdadero de voz.

¡Tu ojo todo lo ve!

Lo que se hace en secreto es claro para ti.

Lo que es susurrado es escuchado por ti.

Tú has establecido tu majestad sobre las montañas.

Qué hermosa es tu llegada.

Padre mío, ¡te doy las gracias por este día!

Mi amo se quedó en silencio. Era una alegría ver a los sacerdotes de Amón, con sus bocas abiertas en sus rostros carnosos y las manos agitándose. Hasta Shishnak se quedó paralizado. Tuvo lugar una breve conversación entre el faraón y el heraldo. Las trompetas resonaron y el faraón, ayudado por dos asistentes, abandonó el trono. Acompañado por la reina Tiye y el sumo sacerdote, Amenhotep el Magnífico atravesó el patio y subió los escalones hacia el lugar sagrado. Entonces, en privado, podía estar en comunión con sus dioses y descargar su rabia ante la insolencia de su hijo, el Grotesco, quien, en el corazón mismo del templo de Amón-Ra, se había atrevido a entonar un himno de alegría y elogio a su extraño dios Atón. El resto de la concurrencia tuvo que esperar pacientemente.

Miré rápidamente a Ay. Su rostro permanecía impasible pero sus ojos brillaban divertidos. Otros funcionarios empezaron a hablar entre sí mientras mi amo permanecía apoyado sobre su bastón, sonriéndole beatíficamente al sol.