Capítulo 3

En el segundo mes de la estación del verano, poco después del Festival del Valle, en el trigésimo tercer año del reinado del Magnífico, la nación egipcia entró en guerra. Se encendieron fuegos en el templo de Montu y el coro sacerdotal de Amón-Ra dio comienzo a sus plegarias, dirigidas a todas las divinidades de Egipto reunidas. La Palabra de Guerra había salido de la misma boca del Rey para que se llevara a cabo a lo largo y lo ancho del País de las Dos Tierras. Los infames kushitas se habían alzado en armas en el Desierto Oriental. Habían pasado por la espada a las pequeñas guarniciones y masacrado a los trabajadores de las minas y campamentos destinados a la producción de cobre, oro y amatistas, situados allí para uso del Divino. Los informes que los habitantes de las arenas traían eran realmente terribles. Los caminos reales habían sido atacados, los mensajeros imperiales asesinados y el honor de Egipto gravemente ultrajado. Los mensajeros del faraón, de pies veloces, llevaron las decisiones de la voluntad imperial a todos los rincones del reino. Los rebeldes kushitas debían ser aplastados.

El mismo Hotep, el Padre de Dios, vino con el coronel Perra para anunciar que toda la división Orgullo de Amón, con cinco mil hombres sin contar mercenarios, forrajeadores, exploradores e intendencia, sería enviada para ocuparse de los rebeldes. Se le uniría la unidad Horus, los niños de la Kap. Hotep levantó una mano para contener nuestro entusiasmo mientras nos arremolinábamos en torno a él en el patio.

—Los dos príncipes reales se sumarán a la expedición. Partiremos dentro de tres días. —Alzó su abanico, abriéndolo con un golpecito de muñeca—. Vosotros también iréis con ellos y traeréis gloria al nombre del Divino. —Sus ojos inteligentes recorrieron cada uno de nuestros rostros—. ¡Vivimos para el faraón! ¡Morimos por el faraón! —añadió.

Agradecimos al Divino aquella oportunidad de demostrar nuestra lealtad. Una vez que se retiró, acompañado por la guardia de palacio, el coronel Perra nos proporcionó los detalles adicionales: el Velado formaría parte de la unidad Horus. La inesperada muerte de Weni fue olvidada en aquel momento. Mis sospechas quedaron diluidas entre los agitados preparativos. Comenzamos a prepararnos para partir, pero Maya cayó enfermo. Lo hallamos sudando al amanecer; su gordo cuerpo temblaba tanto de fiebre que fue enviado a la Casa de la Vida.

—No le echaremos de menos —susurró Horemheb.

Dudo que ninguno de nosotros llegara a echar de menos a otro. El cadáver de Weni fue embalsamado y enviado al Oeste Lejano sin pensar mucho en ello. Maya nos envió mensajes de buena voluntad y pedía a Sobeck que lo visitara, pero éste estaba demasiado ocupado con los frenéticos preparativos de guerra. Se distribuyeron armaduras, se sacaron armas de los arsenales, los animales fueron cuidadosamente examinados por los expertos en caballos de las cuadras reales. Los diferentes regimientos militares empezaron a concentrarse en las fértiles Tierra Negras, al norte de Tebas. Hotep recibió el título temporal de Hijo del Rey para el Kush Oriental, con todos los poderes de un virrey. Hicimos nuestros juramentos de lealtad en el patio exterior del templo de Montu, envuelto en nubes de incienso, donde la unidad recibió su estandarte, la cabeza de halcón de Horus apoyada en el lomo de un cocodrilo. El Divino mismo se dignó a mostrar su rostro y los ciudadanos de Tebas se alinearon en la avenida de las Esfinges y de los Carneros para lanzar flores y ramas verdes cuando abandonábamos la ciudad engalanados para la batalla y rodeados de sacerdotes, mientras los coros y los músicos imperiales tocaban sus instrumentos de cuerda.

El ejército se dirigió al sur en barcazas y botes y a continuación a marchas forzadas hacia la gran fortaleza de Buhen, un poco más arriba de la segunda catarata. Cuando llegamos, estábamos doloridos, con cardenales, cansados y polvorientos, mientras que en el ejército reinaba el caos y la confusión. El alto mando, el virrey, los escribas del ejército y los lugartenientes de los carros de guerra permanecieron en el fuerte, mientras el orden era brutalmente restaurado. Tanto la infantería como los carros de guerra se habían organizado en compañías de cincuenta hombres a las órdenes de un pedjet. Nuestro comandante era nominalmente el Príncipe de la Corona Tutmosis, con el coronel Perra como segundo oficial y, a la vez, portaestandarte de nuestro pelotón de cincuenta carros. Nuestra unidad, ahora llamada Gloria de Horus, estaba compuesta por diez carros, un pequeño escuadrón, con Horemheb como capitán.

Todo el ejército desfiló sobre el suelo plano y duro, frente a la magnífica fortaleza en la que se preparaba la batalla. Primero iba la Menfyt, la «infantería de veteranos», hombres encanecidos, endurecidos en la batalla, con el cuerpo cubierto por la rígida armadura, con protectores en la ingle, espadas khopesh en el fajín y lanzas y escudos adornados con la insignia de su unidad. Detrás de ellos iban los asustados reclutas inexpertos, vestidos de la misma manera: los Nakhtu-aa, los Muchachos de Fuerte Brazo, que, en el conflicto, reforzarían la línea de batalla. A nuestros flancos marchaban las tropas auxiliares, hordas de arqueros nubios, con blancas plumas en su pelo rizado y recortado, faldellines de leopardo o león atados a la cintura y colorido fajín sobre el hombro izquierdo que luego se envolvía alrededor de la cintura para formar una especie de cinturón. Llevaban ajustados y gruesos collares blancos alrededor del cuello y brazaletes del mismo color en las muñecas. Estaban además los mercenarios de las Islas del Gran Verde, vestidos de cuero con escudos redondos y largas espadas, y los arqueros libios, prácticamente desnudos, salvo por el protector del falo, con pieles de buey o jirafa sobre los hombros. Alrededor de todos ellos iba el verdadero poder de Egipto conducido por los Maryannou, los Bravos del Rey, escuadrón tras escuadrón de carros de guerra, moviéndose al compás de las ruedas chirriantes y del relincho de los caballos, en una impresionante formación de diferentes colores.

Sonaron las trompetas y se alzaron los estandartes de la familia real, con diferentes dioses dando muestras de obediencia a Amón-Ra. Los sacerdotes hicieron sacrificios sobre los altares improvisados y se dio la orden de partida. Tres cuerpos, el nuestro en el centro, iban a avanzar hacia el este para asegurar las minas, volver a fortificar los campamentos y administrar la justicia del faraón a los rebeldes: cualquier enemigo capturado debía ser ejecutado de inmediato.

Comenzamos nuestro lento avance en territorio enemigo. El coronel Perra iba al mando. El Velado, que viajaba en su carro, fue destinado a nuestra unidad, que fue enviada de avanzadilla delante del resto. Atravesábamos un paisaje tan aterrador que pensé que estaba en el Mundo Inferior: un sol ardiente sobre una tierra gris, árida, interrumpida por algún oasis esporádico o alguna pequeña aldea. Remolinos de polvo herían nuestros ojos y llenaban nuestras bocas. Avanzábamos lentamente, dependiendo del agua, buscando alimento tanto para nosotros mismos como para los caballos, los bueyes y las filas de burros. Dejamos atrás la protección de otras grandes fortalezas, el Resistente de Seth, la Defensa de los Arcos y el Poder del Faraón. Éramos una columna de carros de guerra, carros de carga, caballos, burros, bueyes y hombres que se movía lentamente. Al principio las trompetas resonaban y las diferentes unidades entonaban canciones burlonas dirigidas unas a otras, pero pronto el tremendo calor nos quitó la vida y el aliento. Nuestros pies, a pesar de las botas de cuero, se llenaron de heridas a causa del difícil terreno. Por encima de nosotros, el sol, nuestro constante torturador, como un agujero de oro encendido en el cielo azul claro, se movía con nosotros. Nubes de polvo en movimiento y tormentas de arena, levantadas por el viento, nos hacían parecer una tropa de soldados fantasmas que atravesaban las áridas Tierras Rojas. La calima causada por el calor nos hacía ver espejismos y se burlaba de nuestros corazones tanto como de nuestras lenguas con la posibilidad de agua fresca. Amontonamos nuestras armaduras en los carros e hicimos improvisadas capuchas para cubrir nuestras cabezas y máscaras frotándonos kohl en gruesas líneas negras alrededor de los ojos. Sobeck bromeó discretamente diciendo que en aquel momento éramos todos «Velados», aunque Horemheb señaló que el reservado príncipe, que viajaba en su carro, no había pedido ningún favor especial.

Seguíamos los caminos reales fortificados, construidos años antes por toda la provincia de Waat. Nuestros exploradores iban delante de nosotros, provistos de mapas para ubicar los pozos y cualquier otra fuente de agua corriente. De las otras dos divisiones que se movían paralelamente a nosotros no teníamos ninguna señal. Su misión consistía en asegurar las minas de amatista en el norte; la nuestra era recuperar el control de las de oro y de cobre.

La dureza de la marcha hizo añicos cualquier ilusión acerca de la belleza de la guerra. Ya no éramos el glorioso escuadrón de carros de guerra que se desplazaba majestuosamente por la llanura para enfrentarse a un enemigo. En aquel momento nuestros movimientos no eran más que una penosa expedición a través de un caldero hirviendo, con algo de agua salobre, pan duro y carne fibrosa y salada. Por la noche acampábamos cerca de algún pozo u oasis. Las estrellas colgaban bajas en el cielo de terciopelo oscuro, mientras el frío penetrante nos hacía desear el calor del día. Todas las fieras de la noche nos rodeaban, atraídas tanto por los olores de nuestra comida como por la carne fresca de nuestros bueyes y caballos. Leones de piel amarillenta y ojos oscuros rugían. Los chacales aullaban a la luna como un coro de dementes, pero el peligro más grande lo representaban las manadas de hienas, rayadas o manchadas con grandes mechones de pelo en sus cuellos. Se acercaban tanto que podíamos percibir su olor, oír sus gruñidos y ver brillar sus ojos color ámbar en la oscuridad. Estaban dispuestas a hacer frente al fuego, o al peligro de una flecha a través de la noche, para poder avanzar y atacar las hileras de caballos o a los bueyes. Relinchos desesperados y horribles gritos de animales atravesaban las tinieblas. Entonces sonaban las trompetas dando la alarma y los arqueros, blandiendo antorchas encendidas, corrían para ahuyentar a los merodeadores de la noche.

Pronto nos fuimos acostumbrando a aquellos horrores nocturnos. Sólo deseábamos dormir en el suelo y olvidar nuestros problemas presentes. Nos despertaban a patadas mucho antes del amanecer. Nos comíamos una galleta reseca acompañada con un par de tragos de cerveza aguada y luego nos arrodillábamos para rezar al sol naciente y honrar al Divino con un himno que atronaba los cielos:

¡Te saludamos, Rostro Perfecto!

¡Poseedor del Resplandor,

a quien Montu ha exaltado!

A quien Thoth ha otorgado el rostro hermoso de los dioses.

Tu ojo derecho es el sol vespertino.

Tu ojo izquierdo es el sol naciente.

Tus cejas son los Nueve Dioses.

Tu frente es Amón.

Tus formas son bellas,

león de ojos feroces,

aniquilador de los kushitas,

¡Dominador de los viles asiáticos!

Después de eso, reanudábamos nuestra marcha extenuante hasta que el calor del día se hacía tan opresivo que teníamos que detenernos para montar el campamento. El carro del Velado, que ya no estaba protegido por sus kushitas sino por una unidad de los Muchachos de Fuerte Brazo, se movía delante de la hilera de burros. No tomó contacto conmigo ni con nadie más hasta seis días después de dejar Buhen, cuando disfrutábamos del primer aire fresco una tarde que acampamos en un oasis. Exhausto después de un recorrido de unos cuarenta y cinco kilómetros, estaba con los demás, recostado a la sombra de un árbol, listo para compartir el pan y el agua. Toda broma o burla, toda conversación superficial o discusión había cesado hacía mucho. No teníamos ni la energía ni el deseo de hacerlo. Sólo nos importaban tres cosas: comida, agua y sueño.

Estaba masticando un mendrugo cuando recibí una invitación para reunirme con el Velado en su pabellón rectangular color escarlata, que se alzaba a la izquierda del altar portátil dedicado a Amón-Ra, donde dejábamos nuestros estandartes. La tienda era bastante pequeña, levantada de forma que las aberturas permitieran que entrara la brisa. El Velado estaba sentado sobre un montón de almohadones, abanicándose enérgicamente. Sobre la mesita de acacia que tenía delante había dos fuentes de caña con carne de gacela, pan y frutos secos y una jarra de vino blanco de Charu. La tienda estaba vacía. Sólo se veían algunos arcones y cajas. En una esquina había una cama plegable torpemente armada, protegida por cortinajes. Las armas estaban colgadas de un gancho sobre un poste: un arco, un carcaj con flechas, un pectoral de cuero y un casco del mismo material. El Velado, sin embargo, no estaba vestido para la guerra, sino con una túnica de lino plisado con un cinturón bordado. Tenía a su lado una espada curva y una daga, con sus hojas brillando a la luz de las lámparas de aceite. Siguió mi mirada y sonrió.

—Parece impresionante, Mahu, pero tenemos que estar preparados. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Aunque sabemos que los rebeldes no atacarán.

—¿Dónde están tus guardias? —pregunté, obedeciendo a su seña para que me sentara al otro lado de la mesa.

—Se quedaron en Tebas —respondió suavemente—. No se puede confiar en ellos, al menos eso es lo que dice mi padre. —Se inclinó sobre la mesa y puso un trocito de carne de gacela en mi boca, con sus ojos oscuros radiantes a causa de su buen humor—. Todos sabemos que eso es una tontería. Una de las razones por las que Egipto ha podido conquistar Kush y Nubia es que sus habitantes se odian entre sí más de lo que nos odian a nosotros, los egipcios. —Dio un mordisco a un trozo de carne y advertí lo regulares y blancos que eran sus dientes. Masticaba lentamente. La tela de entrada al pabellón había sido recogida para que él pudiera observar el sol que se ponía detrás de la neblina. Inclinó su cabeza y murmuró una oración. Luego alzó la vista, como si estuviera recordando algo—. Te estás preguntando por qué estoy aquí, ¿verdad? —Levantó su copa y brindó por mí—. La respuesta es que yo quise venir. Mi madre pensó que era una buena idea. El permiso me fue concedido de manera sorprendentemente fácil. Me pregunto… —Se rió de manera peculiar—. Me pregunto si el Magnífico quiere que regrese.

Continué comiendo. Su comida era mejor que la mía. Los criados iban y venían, se oían lejanos ruidos procedentes del campamento: gritos, el relincho de caballos, el mugido de los bueyes, mientras el sonido de un cuerno de concha marcaba las horas. El Velado preguntó por la unidad Horus y las penalidades de la marcha.

—Me siento tan seguro en mi carro. —Sus ojos se encontraron con los míos—. Tengo que sentarme allí, sin importarme el calor o el polvo. ¿Qué piensas de esta campaña, Mahu?

Hablamos de las cuestiones más delicadas de la misma. El Velado mostraba unos conocimientos sorprendentes, expresando las mismas preocupaciones planteadas por Horemheb.

—Nuestro escuadrón es demasiado pequeño y estamos demasiado adelantados. —Tomó su copa de vino y se apoyó sobre la mesa—. La ayuda más próxima está a más de cuarenta y cinco kilómetros de distancia, tanto al norte como al oeste. Podríamos fácilmente caer en una trampa o en una emboscada. —Bebió un sorbo de su copa—. Podríamos morir todos.

—¿Tú también? —quise saber. El vino me había envalentonado.

—Yo no —respondió perezosamente—. No moriré aquí. Mi Padre me protegerá. ¿Llevas el escarabajo que te di? —Asentí con la cabeza—. Tú tampoco morirás. —Vació su copa de vino y cogió su bastón para caminar—. Ahora hace más fresco, deberíamos salir.

Cruzó hasta la cama y recogió un par de botas de cuero. Sin que me lo pidiera, me arrodillé y le ayudé a ponérselas. Solicitó luego dos capas militares y, cuando las trajeron, me arrojó una. Había escuchado el ruido de cascos y relinchos de caballos mientras terminaba la comida y descubrí que nos habían preparado un carro, sobrio y simple, con dos caballos. Eran dos magníficos animales, con firmes grupas y largas patas, fuertes y negros como la noche. El Velado subió al carro y me entregó el bastón. Lo cogí y lo puse en el lugar ocupado por la jabalina. Me preguntaba qué iba a ocurrir pero no quería hablar. Todavía no se había puesto el sol, de modo que continuaba la actividad en el campamento. Nadie nos detuvo mientras avanzábamos ruidosamente por el camino, pasando junto a las hileras de caballos y los carros de intendencia para internarnos en el triste desierto marrón grisáceo. El sol comenzaba a esconderse, aunque todavía pasaría algún tiempo antes de que desapareciera detrás del horizonte y nos envolviera la oscuridad. El aire seguía siendo caliente y seco. El Velado chasqueó la lengua y agitó las riendas. Pasamos junto a la línea de piquetes. Luego frenó y cogió el odre de cuero para el agua de la bolsa de piel de gacela colgada a un lado del carro. Sacó la tapa y me la entregó. Me observó mientras yo bebía.

—¿Está buena? —preguntó mientras levantaba las riendas.

—Fresca —respondí.

El Velado asintió con la cabeza. Esperó un momento; luego aferró con una mano el odre que yo le entregué y bebió. Me había utilizado como catador. No me sorprendió que estuviera tan seguro de que no iba a morir. Señaló con el odre las lejanas montañas que se alzaban por encima de la densa niebla.

—Cambian de color con el sol —comentó—. Y se recalientan tanto, que hasta las piedras preciosas se transforman.

Dejó que los caballos caminaran. El carro de guerra se balanceaba y chirriaba mientras el suelo del desierto se hundía y ascendía; se trataba de un terreno traicionero con sus hondonadas, sus valles poco profundos y sus afloramientos rocosos. El Velado hizo girar el carro y cambió de rumbo. Los caballos estaban nerviosos, y yo también. Oscuras sombras amenazadoras aparecían y desaparecían. El silencio era opresivo, bruscamente interrumpido por un aullido, un rugido o el chillido de algún ave. Comprobé el arco y el carcaj con las flechas. Saqué la jabalina y la volví a poner en su funda. Pasamos junto a los exploradores y los encargados de los suministros, que regresaban al campamento. Algunos iban con las manos vacías, otros llevaban las escasas presas que habían matado. Pronto estuvimos solos. No había nada a nuestra espalda, únicamente el sol, enrojeciendo el cielo, y aquella tierra gris y peligrosa. El Velado me empujó de manera juguetona.

—Dicen que pronto estaremos en el corazón del territorio enemigo. Hasta entonces estamos seguros. —Miró hacia arriba, susurrando para sí—. Mi madre me llevaba al desierto. Siempre lo hizo… bueno, al menos hasta donde puedo recordar. Me gusta el desierto. No hay calles estrechas, ni pompa, ni ceremonia.

Los caballos relincharon y el Velado frenó con las riendas. En una pequeña hondonada rocosa pudimos ver unos blancos huesos, quebrados y desparramados; había un cráneo junto a una roca abandonado como un juguete roto. El Velado me entregó las riendas, cogió su bastón y bajó. Se acercó y caminó entre los huesos.

—Ni cobre ni bronce —comentó mientras se agachaba—. Deben de ser neferu, reclutas inexpertos o desertores. Abandonaron el campamento y huyeron en la dirección equivocada. —El rugido de una hiena no lo alteró—. ¿Qué piensas, Mahu? —Recogió un fémur que ya estaba poniéndose amarillo—. Éste alguna vez perteneció a un hombre. Sabemos adonde fue a parar su carne, al estómago de una hiena. Pero ¿dónde está su Ka? Según los cabeza afeitada —me apuntó con el hueso—, el Ka de este hombre nunca llegará a los Campos de los Bienaventurados pues su cuerpo no fue embalsamado, falta la bendición de Osiris. No tiene corazón, de modo que ¿cómo puede ser juzgado en la Balanza de la Verdad? ¿Crees que se merecía eso? ¿O no importa?

Se puso de pie, apoyándose en su bastón, arrojó el hueso y regresó al carro, absorto en sus pensamientos.

—¿Qué opinas, Mahu? —preguntó suavemente—. ¿Qué pasó con el Ka de este hombre? —Se frotó los dedos—. ¿Es como el humo después de que el fuego se ha extinguido? ¿Eso es todo lo que significa? ¿O su & va a alguna parte, a un lugar que no podemos ver? —Frunció el entrecejo, rechazó mi ofrecimiento de ayuda y volvió a subir al carro—. ¿Y qué ocurre cuando llega a los Campos de los Bienaventurados? Deben de estar abarrotados. ¿No tienes ninguna respuesta, Mahu?

—Soy soldado, no sacerdote.

—«Soy soldado, no sacerdote» —se burló el Velado con su rostro apenas a unos pocos centímetros del mío. Me besó repentinamente en la mejilla—. ¿Sabes lo que pienso yo? —Le devolví la mirada—. Pienso que los sacerdotes mienten. Inventan historias para mantener la fuerza de su poder y sus estómagos llenos. No creo que exista el Ka.

—¿La nada? —repliqué—. Eso es posible.

—No, yo no he dicho eso. —El Velado recogió las riendas—. Creo que existe un Oeste Bienaventurado y que las almas, las de los elegidos, como llamas de fuego, van allí.

—¿Y quién las escoge? —pregunté.

—Vaya, el Único los ha elegido desde toda la eternidad.

—¿Y cómo sabes que has sido elegido?

Intrigado, esperé una respuesta, observando cómo el sol se ocultaba con rapidez, atravesando el cielo con rayos rojos y dorados. Los rugidos y gruñidos de las fieras de la noche resonaron en la brisa que se intensificaba y sentí aquel olor asqueroso a carne pudriéndose. Habíamos entrado en otra pequeña hondonada. Las rocas a nuestro alrededor, transformadas por el sol poniente, ya no formaban parte de un paisaje, sino otra cosa que había cobrado vida constituyéndose en una pesada amenaza.

—¿Cómo sabes que has sido elegido? —repetí.

El Velado hizo girar el carro, sacudiendo las riendas.

—Sabes que has sido escogido, Mahu… tal como hoy he escogido comer y beber contigo y compartir mis ideas.

Miré hacia la escarpada roca y vi moverse a una silueta con una cabeza grande y crin erizada. El Velado escrutó en la misma dirección.

—No te preocupes. —Hizo que los caballos subieran las escarpadas rocas y volvió a la lisa llanura. A gran distancia se veían los fuegos de nuestro campamento que brillaban y se desvanecían. La oscuridad estaba cayendo, como lo hace en el desierto, veloz como un halcón desde el cielo. Miré a izquierda y derecha; algunas siluetas se deslizaban junto a nosotros, observando a los caballos, buscando cualquier descuido. Yo estaba preocupado, pero el Velado empezó a cantar:

Oh tú que eres hermoso sobre el horizonte,

cuyo poder amoroso nunca duerme.

Hizo que los caballos fueran al galope, guiándolos hábilmente de regreso al campamento. Ayudantes y sirvientes se acercaron apresuradamente. El Velado cogió su bastón, descendió y me miró.

—Te preguntas por qué, Mahu, Mandril del Sur, pero lo sabrás en su momento.

Se alejó. Regresé a mi fogata. Mis compañeros habían comido bien gracias a unas codornices que Horemheb había traído. En aquel momento se preparaban para pasar la noche. Agarré mi manta, me envolví en ella y me eché, con la cabeza sobre una bolsa de cuero. Horemheb me preguntó dónde había estado, pero fingí no haberlo oído.


Dos días más tarde, el enemigo atacó, pero no al resonar de las trompetas o con los estandartes ondeando. Salieron de improviso de una hondonada, como langostas, lanzándose como rayos sobre nuestros carros. Los guerreros, negros como la noche, armados con escudos y lanzas, corrían en silencio, aprovechándose de la somnolencia de nuestra columna bajo el sol despiadado. Apenas si tuvimos tiempo de agarrar nuestras armas para comenzar una lucha escudo contra escudo, gritando y maldiciendo mientras dábamos golpes cortantes a cuerpos embadurnados de aceite, ágiles y escurridizos. No era ninguna batalla gloriosa con los carros de guerra, sino una horrible lucha cuerpo a cuerpo. Nuestra unidad estaba entre los carros y los caballos. El enemigo había atacado antes de que nos hubiéramos dado cuenta. Trataron de romper nuestra línea de marcha, apareciendo por la izquierda y por la derecha, atacando con sus lanzas, como horrorosas sombras de la muerte.

El remolino de la batalla me empujó de vuelta hacia los carros, lejos de mis compañeros. Me aferré a mi escudo y a la khopesh de mango resbaladizo. Fui golpeado, di media vuelta y me quedé frente a un kushita que estaba de pie sobre un carro, con plumas de avestruz en el pelo. Había atravesado con su lanza al auriga y, con el arma hacia arriba y el escudo a un lado, se disponía a saltar. Chocamos en un abrazo sudoroso y ensangrentado, sentí su aliento caliente sobre mí. Una cara pintada para la guerra, ojos brillantes y el cuerpo untado en aceite. La lucha fue feroz, pero entonces tropezó con un cadáver y le clavé la espada en la parte blanda de su cuello, destrozando carne y músculo. Cayó con el cuerpo flojo y la sangre saliéndole a borbotones por la nariz y la boca. Lo aparté de un empujón. Sentí mi estómago pesado y descompuesto; las piernas me temblaban. Acababa de matar. Me incliné, le corté la mano derecha y levanté la carne ensangrentada al cielo. Olvidé mis dolores, la pesadez en mi pecho y estómago, y ataqué con furia, con los ojos entrecerrados, arremetiendo a izquierda y derecha.

El ataque cesó; nuestros agresores se retiraron como sombras bajo el sol. Algunos de nuestros hombres estaban muy malheridos y tuvieron que ser eliminados con un golpe de daga en la garganta. Los Nakhtu-aa, los Muchachos de Fuerte Brazo, se hicieron cargo de esta tarea, moviéndose rápidamente a lo largo de nuestra columna, hablando con suavidad a aquéllos por los que nada podíamos hacer y haciendo el corte con la hoja. Se producía un borbotón y un último suspiro cuando daban la vuelta al cuerpo. Nuestra unidad estaba segura. Horemheb había matado cuatro veces, las manos ensangrentadas se amontonaba a sus pies; Ramsés, dos, y Sobeck, una. Ramsés tenía sed de sangre. No estoy demasiado seguro de si era por furia o por miedo. Insistía en que el enemigo muerto debía ser mutilado y, cuando me opuse, sólo se encogió de hombros y se alejó para comenzar a dar golpes cortantes al vientre de los cadáveres. A los heridos se los ataba de pies y manos, se les empujaba a la arena caliente y eran enterrados vivos. Dos fueron reservados para el interrogatorio y torturados con fuego, pero eran valientes y no dijeron nada. Sobeck les cortó el cuello y dejó que su carne ardiera. Los buitres acudieron en tropel sobre nosotros, con sus siluetas negras recortándose en el cielo azul. Perra ordenó que todo enemigo muerto fuera decapitado y sus cabezas puestas sobre lanzas clavadas en la arena.

Un sacerdote lector nos dirigió un himno de victoria dando gracias a Amón-Ra: «¡Oh, tú que eres todopoderoso, que todo lo ves y que todo lo puedes…!».

Nuestras gargantas secas graznaron las palabras y luego seguimos adelante. La columna estaba ya lista para la lucha, los exploradores y los vigías laterales en sus posiciones. Fui felicitado por el enemigo que había matado. Horemheb observó la mano cortada y la puso con el resto, una pila espeluznante para alimento de las hienas una vez que el escriba hubiera calculado el número de muertos. Pregunté por el Velado. Se había refugiado en su carro, intocable y apacible. Los Nakhtu-aa se habían ocupado de que así fuera.

A medida que pasaban los días, aquellos ataques se hicieron habituales. El enemigo aprovechaba al máximo el terreno con sus hondonadas escondidas, sus salientes, barrancos y valles poco profundos. Los ataques consistían siempre en las mismas luchas cuerpo a cuerpo, cruentas y terribles. Los jefes kushitas estaban decididos a causar daños en nuestros carros y tanta destrucción como fuera posible entre nuestros caballos y bueyes. Una segunda columna comenzaba a seguirnos: leones, hienas y chacales y, por encima de nosotros, las aves del faraón, los buitres, siguiendo el rastro de sangre que dejábamos.

Ni siquiera por la noche estábamos seguros. Siluetas, como apariciones del Mundo Inferior, saltaban sobre nuestras defensas, arrastrándose por debajo de nuestros carros y causando la muerte con un rápido golpe de lanza. Horemheb encontró su verdadero lugar en aquellos momentos. Aunque no era un soldado con experiencia, demostró ser mejor oficial de combate que Perra. Todas las noches, cuando acampábamos, insistía en que caváramos una zanja poco profunda, haciendo una pequeña elevación sobre la que los Menfyt ponían sus escudos formando un muro entrelazado. Los ataques nocturnos cesaron, pero durante el día seguían produciéndose. Se trataba de guerreros furtivos, que luchaban por sus casas y sus familias. Matábamos una y otra vez. El número de mis manos aumentó. Mis miedos desaparecieron, los temblores cesaron. Me convertí en el carnicero que se suponía que debía ser. Y realmente estaba más preocupado de que el miedo me traicionara delante de mis camaradas que ante el enemigo.

Horemheb se declaró orgulloso de nuestra unidad. Nadie mencionó, sin embargo, que Pentju y Meryre siempre desaparecían durante los ataques, aunque supongo que Meryre rezaba y Pentju se ocupaba de nuestras heridas y golpes. Horemheb dijo que me recomendaría para el Collar de Oro a la Valentía. Me encogí de hombros, más deseoso de agua clara, pan blando y carne abundante. El Velado me mandó otro amuleto, del oro más puro. Era la imagen de una esfinge pisoteando a un asiático. El obsequio fue entregado en secreto. No lo mostré a los demás, sino que lo guardé conmigo, como hice con el otro, durante aquella larga y frenética marcha. El número de nuestros muertos aumentó. A los cadáveres se los enterraba con rapidez, pero la unidad Horus seguía intacta. Pentju recibió una herida que le atravesaba la mejilla y que, según afirmó Horemheb, lo marcaría para toda la vida como hombre valiente. Pentju no entendió el sarcasmo. Meryre, siempre farfullando sus plegarias, perdió un diente a causa de una honda. Huy recibió un lanzazo en la parte carnosa de su pierna, que lo hizo bailar, como dijo Ramsés, «como una heset del templo». Sobeck no había recibido herida alguna. Era un luchador frío y decidido, rápido y mortal como una serpiente al ataque. Horemheb y Ramsés decididamente lo pasaban bien, como Huy murmuró: «Como los verdaderos bebedores de sangre que eran». Mientras los ataques continuaban, Horemheb y Ramsés venían con frecuencia a hablar conmigo. El «poderoso general», como llamaba yo a Horemheb entonces, me estudiaba con aquellos pequeños ojos negros incrustados en su fuerte rostro. Ramsés, su sombra constante, sonreía afectadamente detrás de él mientras chasqueaba la lengua, asintiendo con la cabeza ante mis réplicas. El humor de nuestra unidad había cambiado y Horemheb estaba muy inquieto.

—Estoy preocupado —confesó una noche, mientras nos refugiábamos en un pequeño oasis, disfrutando del agua que los kushitas no habían contaminado—. Estoy muy preocupado, Mandril del Sur —repitió—. Los kushitas son muy numerosos, más de lo que pensábamos. Es como si… —Jugó con los brazaletes de su muñeca.

—¿Es como si qué? —pregunté. Estaba cansado y me habían parado cuando me dirigía a llenar un odre. No estaba de humor para hablar de estrategia militar.

—Es como si los kushitas estuvieran centrando su atención en nosotros. —Ramsés terminó la frase de su compañero—. Sus ataques son persistentes. Otros dos cuerpos también se dirigen al este, el Gloria de Ptah por el norte y el Venganza de Isis por el sur.

—También sabemos —continuó Horemheb— que detrás de nosotros están los carros de suministros y las reservas, por no mencionar nuestra fuerza principal. Los barcos del Magnífico navegan por la costa, pero el enemigo parece fijarse sólo en nosotros.

—Tal vez saben que tú estás aquí —bromeé.

Horemheb me dio un golpecito en la mejilla y se alejó sacudiendo la cabeza. Su genio maligno trotaba detrás de él.

Al final entramos en la zona minera y descubrimos la verdadera devastación causada por los ataques de los kushitas. Aldeas enteras habían sido aniquiladas, las casas quemadas, los pequeños templos mancillados, sus habitantes masacrados de todas las maneras que el corazón humano puede inventar. Hombres, mujeres y niños habían sido atados de pies y manos, puestos entre espinos empapados de aceite y quemados. Había cadáveres, destrozados por los buitres y otros animales, empalados en estacas. Los pozos estaban llenos de cuerpos. Los mineros, los sacerdotes, los funcionarios y los soldados habían sido atados bajo el sol ardiente o enterrados vivos. En un pueblo encontramos un caldero, sacado de las obras de la mina, lleno hasta el borde de miembros humanos amputados.

Recuperamos las minas, dejamos un destacamento para su protección y seguimos adelante. La preocupación de Horemheb se agudizó. Nuestro ejército estaba siendo reducido lentamente y nos encontrábamos ya en el corazón del territorio enemigo. Entramos en sus pueblos, abandonados y desiertos, salvo por los viejos y los débiles que habían sido dejados atrás. Ramsés se divertía poniendo en fila a estas personas, para luego recorrer rápidamente la línea, cortando sus cabezas una a una. Encontramos refugiados, por lo menos eso era lo que alegaban, desamparados, desnudos y desarmados. Horemheb ordenó que los carros de guerra los dispersaran o los aplastaran. La unidad Horus se convirtió en la vanguardia de nuestro cuerpo, en la punta de lanza, en el filo de la espada. A medida que el número de muertos crecía, las palabras del Velado volvían a mi memoria para perseguirme. ¿Qué importancia tenía realmente? No éramos nada más que intrusos que iban de un lado a otro en aquel paisaje infernal: la fuerza vital de aquellos hombres muertos era un simple soplido de aliento, el humo de un fuego que se apaga, vislumbrado por un momento y luego rápidamente olvidado.


A mediados de la estación calurosa habíamos recuperado todas las minas, empujando a los kushitas hasta obligarlos a detenerse. Desplegamos nuestros escuadrones de carros, hicimos las ofrendas a Horas, se quemó incienso en una roca hirviente, entonamos la letanía de la súplica y enganchamos nuestros caballos, ya no tan lozanos, mostrando sus costillas a través de sus polvorientos pellejos, pero todavía dispuestos y listos para la guerra. Nos desplegamos en una línea de batalla. El Velado envió un mensajero al coronel Perra: quería estar con nosotros. Perra se encogió de hombros y, avergonzado, Horemheb ordenó a Sobeck que descendiera mientras esperábamos que él llegara. Vino apoyándose en su bastón, caminando con poca elegancia, vestido con su faldellín y pectoral de cuero. No llevaba sandalias y su cabeza estaba en ese momento totalmente afeitada. El mechón de pelo rojizo había desaparecido. El Velado había decidido que ya era un adulto, un guerrero. Subió al carro a mi lado, aferró las riendas, movió la cabeza a izquierda y derecha y luego pasó su mano suavemente de arriba abajo por mi brazo.

—¿Te preguntas por qué? —murmuró—. Porque tengo que hacerlo, Mahu. Mi Padre lo desea.

Yo estaba cubierto de sudor, sediento y cansado.

—¿Tu padre? —pregunté—. ¿El Magnífico?

—El Único a quien amo, Mahu, que es el aire mismo que respiro. —Se ató las riendas alrededor de las muñecas y miró a la lejanía. El coronel Perra y Horemheb estaban avanzando con sus carros en aquel momento, con los estandartes desplegados.

—¡Horus el Victorioso! —entonó un sacerdote lector—. Abre tus alas sobre nosotros. ¡Devora al enemigo! ¡Que tu corazón esté con nosotros!

El estribillo fue cantado por todos los demás. Yo permanecí en silencio. El Velado susurró una plegaria diferente a su Padre, con el rostro vuelto al sol. Delante de nosotros estaban las huestes kushitas, formadas en tres batallones diferentes al otro lado del desierto, bloqueando nuestro avance. Traían sus propios y espeluznantes estandartes, largas astas con cabezas de egipcios masacrados, y su canto ronco de guerra resonaba por toda la llanura. Yo era consciente del sudor, del polvo que nos cubría, de la inquietante neblina, de las nubes de moscas. Por un breve momento pensé en la tía Isithia y deseé que estuviera conmigo, para que sufriera con las moscas. El Velado cantaba suavemente con su respiración. Horemheb estaba ansioso por moverse, el escuadrón Horus ocupaba el lugar de honor en el centro de la línea de batalla. Perra, haciendo sombra a sus ojos con las manos, parecía preocupado.

—La línea de los kushitas se está moviendo —susurró el Velado.

Forcé la vista. La calima producida por el calor colgaba como un velo que se movía entre nosotros y el enemigo. Al principio pensé que mis ojos me estaban jugando una mala pasada.

—Se están moviendo —confirmé—. ¡Se están retirando!

Desaparecieron. Horemheb estaba furioso. Insistió en perseguirlos, y estalló una pelea a gritos entre él y el coronel Perra, que estaba decidido a que permaneciéramos en línea y no los persiguiéramos.

—Es una trampa —le advirtió a Horemheb—. Sólo los dioses saben adonde se han ido o qué pueden ver.

Al final, el coronel se impuso. Nuestra línea de batalla se rompió y regresamos al campamento. El Velado me entregó las riendas, cogió su bastón y bajó del carro sin darse la vuelta para volver a mirar.

Fortificamos el campamento y nos preparamos para un posible ataque de los kushitas. El coronel Perra permaneció en constante comunicación con el alto mando del ejército. Una vez que la provincia detrás de nosotros quedó libre de fuerzas enemigas, los mensajeros podían ir y venir con rapidez. Aquella noche, justo antes de que oscureciera, un carro arrastrado por los mejores caballos de las cuadras imperiales entró en el campamento. El mensajero informó al coronel y éste vino a comentar el tema con Horemheb y el resto de la unidad Horus. El coronel Perra estaba preocupado y cubierto de polvo. A pesar de su valentía personal y su jactancia militar, se apoyaba mucho en Horemheb, pidiéndole consejo y orientación.

—Tengo noticias —Perra nos miró a nosotros, que estábamos en el suelo en un círculo alrededor del fuego— del propio virrey. —Alzó una hoja de papiro, besó la marca del sello y nos la mostró. Inclinamos nuestras cabezas—. Los jefes kushitas han pedido la paz y están dispuestos a rendirse. Mañana por la mañana temprano voy a salir para aceptar su rendición.

—Yo iré. —Horemheb se puso de pie de un salto.

Ramsés, por supuesto, hizo lo mismo.

—Ésa es la razón de que desaparecieran, ¿no? —señaló Huy—. Un último acto de desafío.

—Eso no es lo que me preocupa. —Perra hizo un gesto cortante con la mano—. Horemheb, tú permanecerás aquí. Iré con cinco carros de guerra y algunos Nakhtu-aa. Te quedarás al mando. Ah —el coronel me sonrió sombríamente—, y tú vendrás conmigo.

—Él no te acompañará.

Me di la vuelta. El Velado, vestido con una bellísima túnica de lino plisado, calzado con sandalias y un tocado con rayas azul y oro que le cubría la cabeza, estaba allí, apoyado en su bastón, bajo una palmera. Caminó lentamente hacia delante.

—Coronel Perra, ¿has recibido un mensaje? ¡No he sido informado!

—Mi señor. —Perra tosió y aclaró su garganta.

—Acepto tus disculpas. —La voz del Velado era seca y cortante—. Pero no te llevarás a Mahu. Él se quedará para protegerme. Los Muchachos de Fuerte Brazo te acompañarán.

El coronel Perra miró a Horemheb, que se encogió de hombros.

—Vuestros deseos son órdenes para mí.

El Velado se dio la vuelta, perdiéndose en la oscuridad.


El coronel partió a la mañana siguiente. Él y los cuatro carros de guerra que lo acompañaban salieron con enorme estruendo. Los Nakhtu-aa corrían junto a ellos. Horemheb estaba preocupado. Insistió en que el campamento continuara en pie de guerra, con los escudos alrededor del perímetro defensivo, carros atravesados en la entrada y cada unidad preparada para la lucha. Al principio pensé que estaba presumiendo ante todos nosotros. Me había quedado sorprendido por la intervención del Velado y me preguntaba por qué, pero no me hizo llamar ni me pidió que permaneciera cerca de él.

A medida que el día avanzaba comencé a compartir la inquietud de Horemheb. Al final de la tarde un vigía gritó que Perra estaba regresando. Me reuní con Horemheb sobre el perímetro. Los carros de la entrada fueron apartados cuando los carros de guerra emergieron de la nube de polvo con los hombres corriendo junto a ellos.

—Bien, todo ha terminado —suspiró Pentju detrás de nosotros—, y demos gracias a los dioses. Hemos servido al faraón y ahora podemos irnos a casa como héroes triunfantes.

Varios nos apartamos mientras Horemheb iba hasta las puertas para aguardar al coronel. Estaba junto a la fuente mojando mis labios cuando sonó la alarma. Regresé deprisa al sendero. Horemheb estaba gritando; los carros se habían apartado y los otros entraban a toda velocidad. Una pesadilla. El conductor no era de nuestro cuerpo sino que se trataba de un kushita que llevaba el tocado y el uniforme del coronel Perra. Cada carro arrastraba un arbusto espinoso para levantar polvo y ocultar el ataque inesperado. Perra y su grupo debían de haber sido masacrados y sus carros y uniformes utilizados para introducirse en el campamento. La advertencia de Horemheb nos dio algún respiro. Sonaron los cuernos de concha y las trompetas. Todos los hombres seguían dispuestos para la batalla, pero los kushitas se metieron en el campamento y se produjo una sangrienta lucha cuerpo a cuerpo entre los árboles. El primer carro llevaba sólo dos guerreros; los que venían detrás traían más, mientras que los que marchaban a pie se apoderaron de nuestras defensas derribando los escudos, listos para destruir todo a su paso. Luego vino el caos. Aquello no era una batalla, sino más bien luchas separadas en las que nuestras unidades chocaban con un grupo o giraban para enfrentarse a otro. Los cuerpos se movían en las tranquilas aguas del oasis. Las cacerolas y los carros fueron volcados. Un pequeño y bien armado grupo de kushitas llegó a las líneas de caballos para acabar con nuestras monturas.

Horemheb salvó la situación, organizando una falange de Menfyt y conduciéndolos para despejar el campamento. Luché intentando avanzar arremetiendo con la espada, garrote o cualquier arma que tuviera a mano. Un kushita que había atravesado a uno de nuestros sacerdotes lectores se escabulló detrás de un árbol, con la lanza en la espalda y el escudo ligeramente bajado, exponiendo su blando vientre. Me agaché y me lancé a toda velocidad, hundiendo mi daga hasta la empuñadura, para luego separarla del cuerpo y seguir adelante. Vi a Pentju bajo un carro, con los ojos llorosos. El torbellino de la lucha se hizo menos intenso. Tropezando mientras buscaba una espada, vi el pabellón del Velado sin ningún guardia custodiándolo, ya que todos habían abandonado sus puestos. Levanté la puerta de tela y entré. El Velado estaba arrodillado tratando de asegurar con correas su faldellín de cuero, moviendo los dedos torpemente. Escuché un ruido y me volví. Dos kushitas se habían deslizado por la entrada. Se separaron, con los escudos en alto, moviendo sus lanzas. Vi la khopesh del Velado y la cogí con ambas manos. Uno de los kushitas se acercó nervioso, avanzando con su escudo. Me lancé contra él y lo aparté de un golpe. El otro, ligeramente agachado, quiso alcanzarme con la punta de su lanza, pero falló. Ataqué y le corté el brazo justo por debajo del codo. El hombre se alejó tambaleándose, con la sangre saliendo a chorros y la cara retorcida por el dolor. Me volví. El otro estaba incorporándose. Lancé un golpe con la khopesh y su filo se hundió profundamente en su cabeza, rebanándole la parte superior del cráneo, como si fuera un huevo. El pabellón se llenó de gritos y la sangre caliente salió a borbotones, salpicándome la pierna. Me acerqué y golpeé el pecho del kushita con mi espada. Yo gritaba, con el cuerpo cubierto de sudor.

—¡Está muerto, Mahu! ¡Está muerto!

Me detuve, agitado como un nadador que hubiera luchado contra la fuerte corriente de un río. El Velado estaba arrodillado junto a mí. El kushita al que le había cercenado el brazo estaba temblando con los ojos vidriosos, farfullando en una lengua que no pude comprender. El Velado se arrodilló junto a él, asintiendo con la cabeza suavemente, como si comprendiera cada palabra. Icé mi espada, pero el Velado levantó su mano. Le hablaba con tranquilidad al hombre como si no se diera cuenta del temblor, de los ojos llenos de miedo, de la sangre saliendo libremente como si fuese agua de una jarra rota. Mi fervor guerrero se disipó. El kushita al que le había cortado el cráneo estaba tendido, ligeramente inclinado hacia un lado. Su pecho era una masa de heridas. Me agaché y recogí mi daga. El Velado seguía hablando al otro delicadamente. Los ojos del hombre se movieron de una forma extraña, su lengua parecía más torpe. Repetía sin cesar las mismas palabras. «Deret nebeb Ra».

—Egipcio —me sonrió el Velado—. Repite constantemente esas tres palabras. Escucha.

El hombre, luchando para poder respirar, las repetía como si estuviera absorto en alguna pesadilla, inconsciente de lo que sucedía a su alrededor.

Deret nebeb Ra.

—«Busca la cesta de Ra» —traduje—. No tiene el sentido.

—Está utilizando mal las palabras. —El Velado me sonrió—. Quiere decir nuber, no nebeb, «oro», no «cesta». Fueron sobornados para atacar, le dijeron que buscara el oro en esta tienda, que era fácil de encontrar. Me pregunto quién les habrá dicho tal cosa.

—Bien, ahora no importa.

—Así es, no importa —respondió el Velado. Levantó su daga y le cortó el cuello al kushita.