Capítulo 15

¡Que puedas sentarte en tu trono de bronce!

Tu parte delantera es la de un león,

y tu parte trasera la de un halcón.

Que puedas devorar el flanco en el tajo mortífero de Osiris

y las entrañas en el tajo mortífero de Seth.


Me arrodillé mirando a Akhenatón, que estaba en un trono en el centro del jardín, con Nefertiti a su derecha y Ay a su izquierda. Los guardias de Nakhtimin vigilaban todas las entradas. Las hijas gemelas de Akhenatón jugaban a sus pies mientras sus hermanas menores dormían en la sala de los niños. Las niñas parecían gusanitos con sus cabezas rapadas y los cuerpos desnudos salvo por las ajorcas enjoyadas. Estaban sentadas cara a cara, dando palmadas mientras gritaban y se acariciaban.

—Oh, rey —entoné, continuando con el protocolo formal—. Poderoso en la vigilia, grande en el sueño, para quién la dulzura es dulce. Levantaos, oh, rey.

Yo había solicitado esta audiencia formal y cumplía con el rito litúrgico habitual entonando un himno al poder del rey. Sólo haciendo esto podía manifestar la gravedad de la situación y los peligros que nos esperaban. No me habría atrevido a plantear tales temas en el Círculo Real, donde los consejos de amigos y aliados serían escuchados muy cuidadosamente por enemigos declarados y adversarios.

Akhenatón se mostraba rígido en su asiento, mirándome; durante un instante, el miedo se encendió en sus ojos. Nefertiti, con su pelo cayendo descuidado sobre sus hombros, también había despachado a sus doncellas. Habían estado sentadas alrededor de ella, hablando de los diferentes perfumes y cremas, de cómo la goma de terebinto mezclada con el aceite de moringa y nuez moscada eliminaba las arrugas, mientras que el jugo de loto, lirio rosa, papiro y coral, con un toque de mirra e incienso, constituía un perfume muy fragante. Habían estado riéndose al hablar de una mixtura de sangre de vaca, cuerno de gacela e hígado podrido de asno que podía evitar las canas. Akhenatón y Ay habían estado de pie cerca del Estanque de la Pureza, sumergidos en sus conversaciones. Mi entrada había puesto fin a todo aquello.

Me había arrodillado sobre los almohadones, para tocar el suelo con mi frente, mientras Akhenatón regresaba a su asiento. Nefertiti y Ay se acercaron a él, mientras los criados eran despedidos. En aquel momento todo quedó en silencio, sólo roto por el parloteo de los niños. Ay se sentó, agitado, mordisqueando su labio inferior e inclinando la cabeza ligeramente como si tuviera miedo de lo que yo iba a decir. Les conté todo, aunque no mencioné el nombre de Sobeck. Hablé directa y rápidamente. Nefertiti escondió su boca detrás de la mano; Ay se llevó los dedos a la cara. Akhenatón se puso del color de la ceniza; los ojos le brillaban de cólera. Frunció el entrecejo mientras su boca se rodeaba de arrugas, y una vena sobre la frente se hinchó palpitante. Cuando terminé, él respiraba ruidosamente.

—¡No tienes la nariz contra el suelo ante el Señor de las Dos Tierras, ante la imagen viva del Único!

Me incliné, la espalda doblada, la frente aplastada contra el suelo. Akhenatón se puso de pie, casi empujando a sus niñas. Se acercó a mí y pude ver sus sandalias, con correas de oro y plata y una ajorca redonda en su tobillo izquierdo con el retrato del Disco Solar. Caminó a mi alrededor y me pateó violentamente en las costillas. Rodé hacia un lado. Mi mano se dirigió hacia una de mis dagas. Akhenatón volvió a golpearme. En su rostro aparecieron manchas, la espuma brotaba de sus labios. Sus ojos parecían brasas encendidas. Estaba medio agachado con las manos colgando, su respiración era trabajosa. Su tocado se había caído y la túnica le colgaba desordenada. Recuerdo que su taparrabos estaba manchado por delante y que las venas de sus piernas estaban hinchadas. El dolor en mi estómago y en un costado era intenso. Por unos segundos, no pude respirar; la bilis se me amontonaba en la garganta.

—¡Nadie ha hecho lo que hice yo! —respondí gritando, arrancándome el collar del cargo de mi cuello y lanzándolo a sus pies—. ¡No soy vuestro perro! ¡Id a preguntarles a vuestros ministros por qué no sabían nada! ¿Dónde estaba Ay? ¿Dónde? —Con esfuerzo me puse de rodillas y me levanté, con una mano en el costado golpeado—. Buscaos otro perro, faraón. Liberadme y saldré corriendo.

Akhenatón comenzó a moverse hacia mí. Las niñas chillaban; Ay permaneció sentado en su sitio, petrificado por el miedo. Nefertiti fue quien se interpuso entre nosotros. Corrió, se arrodilló, me puso su delicado brazo alrededor del cuello y llevó mi cara hacia ella, presionando su cuerpo contra mí. Mi nariz se llenó de su perfume. Olvidé mi dolor cuando su delicada tibieza pareció envolverme, con su cálida respiración sobre mi mejilla.

—Mahu, Mahu —susurró—. ¿No lo sabes? A veces es difícil distinguir entre el mensaje y el mensajero. —Se volvió hacia su marido y su voz enérgica se escuchó por encima de los gritos de las niñas. Habló con fiereza, creo que en sheshnu. Los ojos de Akhenatón todavía brillaban por la locura—. ¡Vete, Mahu! —ordenó—. ¡Espera fuera!

Me ayudó a ponerme de pie y me empujó hacia la puerta, fuera del jardín amurallado. En el patio, Nakhtimin y sus hombres, alarmados por los gritos, habían desenvainado sus espadas. Les hice señas con la mano para que se alejaran y me desplomé contra el marco de la puerta, acariciándome lentamente las costillas. Del jardín venían gritos y lamentos. Nakhtimin fue llamado y luego salió rápidamente. Vi que le habían sacado el collar del cuello y que un lado de su cara estaba enrojecido. El griterío continuó. Luego se produjo un silencio.

Debió de pasar al menos una hora antes de que la puerta se abriera. Akhenatón salió, me cogió la mano y me hizo poner en pie. Estaba tranquilo, sus ojos despejados, su boca con una sonrisa. Delante de los guardias me abrazó contra su cuerpo y me besó directamente en la boca, en cada mejilla y finalmente en la frente.

—¡No me dejes, Mahu —murmuró roncamente—, porque mi justa rabia y mi cólera divina han huido ya de mí! Ven.

Me condujo de regreso al jardín. Nefertiti y Ay, tranquilos y de pie, con las manos unidas, me sonreían. Akhenatón me hizo sentar en su silla en forma de trono. Me volvió a colocar el collar de oro alrededor del cuello, se quitó el anillo de Atón de su dedo y lo puso en el mío. Luego me palmeó el hombro, mirándome, sonriendo antes de sentarse sobre los almohadones y colocar a sus niñas sobre su regazo.

—Lo siento, Mahu —dijo—. Realmente lo siento. —Besó la cabeza de una de sus hijas—. Tú no eres un perro sino mi amigo íntimo, mi hermano. Pero ¡enterarme que voy a morir dentro de tres días! —Frunció sus labios, sus extraños ojos estaban tristes. Besó a sus niñas distraídamente, acariciando sus pequeños cuerpos. Me sentía incómodo sentado en el trono. El humor de Akhenatón había cambiado completamente.

—Por lo que has descubierto hoy —continuó casi en un susurro—, serás siempre el amigo especial del faraón.

Nefertiti me cogió la mano derecha y sus dedos sensuales se apretaron en mi palma. Ay tomó mi mano izquierda, agarrándome por la muñeca. Akhenatón continuó abrazando a sus niñas e hizo algunas preguntas, asintiendo con la cabeza enérgicamente ante mis réplicas. Desestimó mis advertencias.

—Iré al Valle de las Sombras. —Levantó una mano con los dedos separados—. Mi Padre y yo somos uno. Él está conmigo. Todos los que están contra mí, están contra él. Tú eres el mensajero de mi Padre, Mahu. Tú eres parte de mí, como yo soy parte de ti. Cuando llegue la Revelación, él te mostrará su rostro y te sonreirá. —Akhenatón se puso cada vez más solemne, los vestigios de la cólera regresaban—. Esos asesinos no conocerán la paz en vida ni después de la muerte. Tú me protegerás, Mahu. Tú eres el mensajero de mi Padre, tú estarás conmigo. Tú serás el instrumento de nuestra justicia y nuestra venganza. —Apuntó con su mano hacia el cielo—. Mi Padre me guiará. —Recogió a una de las gemelas, abrazándola e inclinándose para besarle en la mejilla y en la cabeza. Todo el tiempo aquellos ojos oscuros y profundos, que miraban sin pestañear, estuvieron fijos en mí—. Mátalos, Mahu. —Se inclinó hacia delante—. Mátalos a todos y envía sus almas a la noche eterna.

Akhenatón estaba decidido a enfrentarse al peligro, a demostrar que su Padre no lo había abandonado, pero los detalles del gran plan se dejaron a mi cargo. Nefertiti y Ay insistieron en que informara a la menor cantidad de personas posible y sólo les dejara saber lo necesario. Me puse a trabajar febrilmente en los preparativos. Horemheb, Ramsés y Nakhtimin fueron llamados a palacio y recibieron el mando temporal de los escuadrones de carros de guerra Hathor, Anubis y Horus, tropas que estaban, para mí, entre las más leales a nosotros dentro del ejército egipcio. A los ojos de todo el mundo, iban a participar en unas maniobras, se enviaban al norte para ejercicios de adiestramiento. En secreto, cada uno de ellos recibió instrucciones confidenciales sobre el lugar, la hora de reunión y las señales que debían esperar. A los mercenarios se los incorporaría durante la noche. Éstos y unas unidades de confianza de la guardia imperial recibieron uniformes de combate completos y fueron provistos con raciones frías y agua. Amparados por la oscuridad de la noche, antes del día del ataque esperado, fueron llevados en secreto al Valle de las Sombras, para permanecer escondidos en las cuevas, hondonadas y huecos. A cada hombre se le informó de que si abandonaba su posición, o la revelaba, se enfrentaría a una ejecución inmediata. Los compañeros de Snefru estaban también preparados. Se les hizo saber que su comandante había sido enviado a una misión confidencial y que pronto se reunirían con él, pero que hasta entonces permanecerían bajo el mandato directo de Djarka. Observé sus rostros marcados. Eran hombres que podrían haberme servido bien. Pero no podía salvarlos. Estaban manchados y, por lo tanto, eran peligrosos.

Aquel día fatal partimos a primera hora. Yo había supuesto que aquél era el día señalado, pues era desfavorable, pero Akhenatón lo ignoraría y entraría en el valle, ya que para el siguiente día desfavorable todavía faltaban seis semanas, demasiado tiempo para que la tropa de ataque de los libios sobreviviera por su cuenta en el Desierto Oriental. Yo conducía el carro de guerra de Akhenatón. Pequeñas cajas de cuero a mis pies contenían su faldellín de guerra y su armadura. La oscuridad era muy fría. Las estrellas parecían acercarse mientras el enorme desierto, envuelto en sombras, tenía un aspecto siniestro con sus amenazas invisibles. Entramos en el valle con aquella luz gris claro que precede al día. Las estrellas estaban apagándose, el cielo adoptaba un color extraño mientras las criaturas de la noche bramaban sus himnos y escapaban del calor del amanecer.

Dejé los destacamentos de Djarka y Snefru armados con escudos y lanzas en la entrada del valle. Djarka tenía sus instrucciones. Akhenatón y yo continuamos adelante. Nuestros caballos, los más rápidos de las cuadras reales, bufaban y agitaban sus cabezas con sus plumas teñidas de dorado entre sus orejas, que se movían por la brisa de la primera hora de la mañana. Llegamos al pie de los escarpados desfiladeros del final del valle. Mi amo me entregó los instrumentos para hacer fuego. Prendí fuego a los arbustos secos amontonados sobre los escalones del altar portátil, encendí las lámparas de aceite y puse los recipientes de incienso humeante sobre la losa de granito gris. Akhenatón ofrendó serenamente pan y vino al Disco Solar, que en ese momento ascendía glorioso con un majestuoso e imponente brillo. El Dios emergía de su Mundo Inferior, la Gloria de Egipto ascendía para deleitarse en el banquete horroroso de muerte y destrucción que estallaría aquel día. Akhenatón cantó su himno, un impresionante sonido en aquel sombrío valle lleno de fantasmas. Su voz sonaba poderosa y fuerte, llegando hasta los cielos.

En cuanto terminó el sacrificio cogí un madero encendido e hice la señal convenida a ambos lados del valle. Las laderas se llenaron de hombres que salían en tropel de las cuevas, las hondonadas y los huecos. Los mercenarios dirigidos por oficiales cuidadosamente seleccionados del Nakhtu-aa, armados con escudos pesados, lanzas, mazas de guerra y espadas curvadas formaron cerradas filas que miraban hacia la entrada del valle, con los escudos en posición, las lanzas listas, las espadas en sus cintos o entre los pies. Cada fila de soldados estaba separada por una línea de arqueros, con sus carcajs llenos y los pesados arcos dispuestos. Akhenatón se armó con una cota de cuero pulido reforzado con placas de metal. La corona de guerra de Egipto estaba sujeta oficialmente a la cabeza, con sus correas verde dorado. Aparecía erguido como el dios Montu en su carro de guerra con las jabalinas en sus fundas y una larga espada curvada en la mano. Me puse la armadura y me coloqué junto a él en el carro. Apenas había tomado las riendas, cuando en el valle, a lo lejos, sonó un cuerno de concha, rompiendo el silencio. Nuestras filas comenzaron a moverse al ritmo del murmullo de los hombres, del crujido del cuero, del repiqueteo de las armas, y luego siguió el silencio abrumador que precede siempre a la batalla.

Con el corazón latiendo apresuradamente y la boca seca, miré las huellas marcadas en el terreno. Djarka apareció veloz saliendo de la oscuridad, persiguiendo el rayo de luz de sol que se movía a lo largo del valle. Las filas se abrieron. Las atravesó corriendo con el arco cruzado sobre los hombros; su aljaba había desaparecido, pero la maza de guerra en su mano derecha estaba cubierta de sangre coagulada. Se arrodilló ante el carro de guerra.

—Están aquí —dijo casi sin aliento—. Son más de los que pensábamos.

Un rugido sordo resonó en el valle, seguido por el silencio. Miré sobre las cabezas de nuestros soldados, que brillaban en aquel instante bajo el sol naciente. En un primer momento pensé que una sombra avanzaba sobre nosotros, pero era una multitud de hombres corriendo como hormigas, haciendo brillar sus lanzas y espadas. Alcancé a ver varas que llevaban las ensangrentadas cabezas cortadas de los hombres de Snefru. El enemigo avanzaba hacia nosotros. Corrían a ciegas, deslumbrados por la luz del sol naciente. Todavía no se habían dado cuenta de qué era lo que les esperaba. Detrás de la horda se veían las nubes de polvo que levantaban los escuadrones de carros de guerra conducidos por los oficiales que los seguían. Los gritos de guerra de los libios se hacían más fuertes, un chillido espeluznante que resonaba a lo largo del estrecho sendero.

—Ahora, Djarka —grité—. ¡La señal!

Djarka estaba listo con un nuevo carcaj con flechas y un recipiente de fuego que había tomado del altar. Sacó una flecha y puso su punta cubierta de resina en la llama. Una, dos, tres líneas rojas brillaron en el cielo mientras la horda se abalanzaba sobre nosotros. Ante el sol deslumbrante, se dieron cuenta, demasiado tarde, de nuestra fuerza y nuestros preparativos. El ímpetu de su carga no podía ser frenado ya que sus propios carros de guerra, que se movían a gran velocidad pegados a su retaguardia, hacían imposible que se detuvieran para iniciar un despliegue.

Los libios de la primera oleada se empalaron a sí mismos en nuestras lanzas. Aquellos que resbalaron y cayeron fueron rápidamente golpeados con las mazas y pisoteados cuando nuestra primera fila avanzó. Se oían los gritos de las órdenes. Nuestros soldados de infantería se arrodillaron cuando los arqueros con sus arcos tensos lanzaron una lluvia de flechas por el aire, dejando caer implacables puntas metálicas de muerte para producir un daño terrible entre las apretadas filas de los libios. El enemigo se arremolinaba, sus carros de guerra se retiraban torpemente para dejar más espacio. Nuestros arqueros seguían lanzando nubes de flechas mientras avanzábamos lentamente, como un muro de afilada muerte que hacía retroceder a los libios. Ellos trataban desesperadamente de atravesar nuestras líneas, sólo para tener que retroceder y reagruparse. Habían visto a Akhenatón en su carro de guerra. En ese momento exhibí, por orden suya, el gran estandarte de plata, bordado en forma de media luna, con el emblema dorado del Disco Solar. Los libios trataron de acercar a sus arqueros, pero la presión era demasiado grande. Pasamos por encima de multitud de cuerpos abiertos por flechas y lanzas y de cabezas convertidas en un sangriento montón por los golpes infligidos por nuestras poderosas mazas. Akhenatón permanecía en su sitio como una estatua, sin hacer ni siquiera un gesto cuando las flechas pasaban silbando junto a su cabeza. Cantaba en voz baja un himno a Atón. Hice avanzar el carro; los Nakhtu-aa que había a cada lado protegían nuestros flancos, cortando las gargantas de los heridos. La lucha se hizo más intensa. Los libios se lanzaban contra nuestras filas, tratando de trepar por las laderas del valle para rodearnos. Algunos lo lograron, causando daños terribles. Me preguntaba desesperadamente cuándo llegarían Horemheb y Ramsés. Los libios, vestidos con pieles de animales y con los rostros afeitados cubiertos con pinturas de guerra, se concentraron entonces en Akhenatón. Aquí y allá nuestra línea se torcía. Los capitanes enemigos, conscientes ya de nuestra verdadera fuerza, buscaban una grieta. Hasta ese momento yo no había participado en la lucha, ocupándome sólo de conducir el carro; los caballos, cada vez más enloquecidos, atravesaron una alfombra de cadáveres ensangrentados. Djarka, que se movía con precisión delante de ellos, se agachaba ligeramente a cada rato con la flecha dispuesta, buscando un blanco. Más y más libios aparecían en nuestros flancos.

—¿Dónde está Horemheb? —grité.

Un grupo de libios se lanzó al ataque desde una de las laderas del valle, desesperado por debilitar a los Nakhtu-aa. Nuestros arqueros los detuvieron. El estrépito horroroso de la batalla lo llenaba todo mientras cortábamos, desgarrábamos y golpeábamos. A veces era difícil distinguir entre amigo y enemigo pues las nubes de polvo eran cada vez más densas, cubriéndonos de pies a cabeza con un fino polvillo blanco. Una vez más los libios se lanzaron hacia nosotros. Escuché las trompetas de guerra resonando con fuerza entre el clamor, seguidas por el estruendo de los carros de guerra y nuevas nubes de polvo detrás de la turba de libios. Los escuadrones Anubis de carros de guerra finalmente habían llegado, con tres soldados en cada carro. Los libios quedaron entonces encerrados. La batalla estaba ganada y comenzó la matanza. Chorros de sangre corrían por el suelo del valle. Los libios fueron sorprendidos en una trampa, la tenaza se cerraba lentamente. No podían abrirse paso ni hacia delante ni hacia atrás. Las dos laderas del valle eran demasiado empinadas para trepar. Quienes lo intentaban, tropezaban y rodaban cuesta abajo en medio de una nube de polvo y una lluvia de esquisto y guijarros. Nuestros hombres los esperaban para cortarles el cuello. Matamos hasta quedar exhaustos. Digo «nosotros» aunque yo ni siquiera di un golpe: conduje el carro de guerra mientras Akhenatón lanzaba jabalina tras jabalina a la masa cada vez menos numerosa de libios.

Finalmente, el enemigo arrojó sus armas y se arrodilló en el polvo, con las manos extendidas clamando piedad, pero la sed de sangre no se detuvo. Las cabezas de quienes se rendían eran echadas hacia atrás para cortar sus gargantas. Algunos mercenarios incluso obligaban a los jóvenes libios a echarse boca abajo contra el suelo duro para orinar sobre ellos e infligirles otras humillaciones antes de terminar con ellos. Por fin, Akhenatón dio una orden y toda lucha cesó. Bajó de su carro para recibir los vítores y las aclamaciones de sus soldados. Los cautivos libios fueron empujados hacia delante. No eran más que un par de docenas. Se formó un camino por el que se dejó paso al carro de guerra imperial con sus ruedas y el electrum azul y oro, cubiertos de sangre seca. Un jefe libio trató de negociar por su vida. Akhenatón sacudió la cabeza, cogió su maza de guerra y dio una orden. Cada prisionero fue atado con los brazos atrás, empujado y obligado a arrodillarse. Akhenatón agarró el pelo de su víctima y movió la maza de guerra, rompiendo cráneos, haciendo saltar los sesos de las víctimas con la misma facilidad con que se casca una nuez. El montón de cadáveres aumentó. El valle quedó en silencio, excepto por los quejidos de los prisioneros y el ruido de la maza de guerra de Akhenatón rompiendo huesos. Permanecía erguido, una figura temible, salpicado con los restos de las víctimas mientras la sangre formaba charcos alrededor de sus tobillos. Finalmente, todos los prisioneros fueron eliminados. Luego Akhenatón levantó la maza como haría un sacerdote con un hisopo.

—¡Atón es glorioso! —gritó—. ¡Nuestra victoria es la suya!

Su voz resonó por todo el valle como un trueno. Lo repitió una y otra vez. Sus soldados respondieron, arrodillándose, entonando a voz en grito un himno de elogio.

—¡Atón es glorioso! ¡Nuestra victoria es la suya!

Con el pecho agitado y el rostro manchado de sangre, Akhenatón finalmente volvió a subir al carro. Recogí las riendas mientras sus comandantes se agrupaban en torno a él. Mi amo los felicitó y les dio las gracias.

—Atón es glorioso. —Señaló la alfombra de cuerpos que se extendía a cada lado—. Que el enemigo muerto se pudra —ordenó—, que sus vientres se hinchen y revienten. Dejadlos que apesten el aire. Han contaminado el lugar sagrado de mi Padre. ¡Dejad que sus huesos se vuelvan blancos como una advertencia!

Sentí que alguien tocaba mi mano. Horemheb, cubierto del polvo y sudor, me sonreía.

—Te has retrasado. —Me incliné—. Tenías que haber llegado antes.

—Los carros de guerra llevaban más hombres. —Horemheb se limpió el polvo de sus labios—. Fuimos más lentos de lo esperado, pero os hemos salvado.

—¡Y a ti mismo! —susurré roncamente, señalando a los mercenarios que venían en sus escuadrones—. El capitán tenía órdenes de matarte si no te movías.

Los ojos de Horemheb sonrieron.

—Recordaré eso, Mahu.

—Y yo nunca me olvidaré.

Escoltado por sus soldados, que seguían cantando sus alabanzas y retiraban los cuerpos al paso de sus caballos, Akhenatón dejó aquel valle para no regresar nunca más. En la entrada de la hondonada miré hacia atrás. Nuestros hombres volvían a formar. El cielo por encima de ellos se volvía cada vez más oscuro en aquel momento. Los buitres comenzaban a llegar. Ya estaban ocupados con los cadáveres de los hombres de Snefru, tendidos sin cabeza en charcos de sangre. Murmuré una plegaria por ellos y seguí mi camino.

Akhenatón iba agarrado a la barandilla del carro de guerra con los ojos cerrados y moviendo los labios en silencio. No sé si estaba rezando o lanzando amenazas silenciosas. Sea como fuere, en cuanto regresamos al palacio comenzó el terror. Las noticias de la repentina e inesperada batalla en el Valle de las Sombras se habían extendido tanto por el palacio como por la ciudad. Mis hombres ya se habían preparado. Se produjo una oleada de arrestos, todas las rutas fluviales y terrestres fueron cerradas. Poderosos mercaderes, personas importantes y oficiales del ejército fueron reunidos y empujados por las calles para ser interrogados en el palacio. Algunos de los culpables habían huido o habían intentado huir. Unos pocos tomaron veneno y aquellos que habían caído en desgracia ante Akhenatón fueron invitados a seguir ese mismo camino honorable. Ay ocupó el lugar de juez supremo del faraón. El terror era su arma. Los juramentos solemnes de lealtad, apoyados con generosas donaciones en piedras preciosas y oro, eran la garantía aceptable de un buen comportamiento. Aquellos que mantuvieron la calma y se quedaron sobrevivieron. Quienes tuvieron miedo y huyeron fueron desterrados y sus propiedades confiscadas. Unos pocos fueron seleccionados para ser castigados y se les ofreció el exilio o una copa de veneno. En el ejército y las diferentes Casas del Estado, una serie de cargos importantes quedaron vacantes, y fueron cubiertos de inmediato por los candidatos de Ay. Lo mismo ocurrió en los grandes templos. Los sacerdotes se sometieron, el signo de Atón fue exhibido públicamente y, lo que fue más importante, los graneros y los tesoros del templo fueron puestos a disposición de Akhenatón. Esos tesoros y alimentos se distribuyeron entre los pobres, los pequeños comerciantes y, por supuesto, entre lo que Sobeck llamaba «su propio rebaño hambriento».

Sobeck y yo nos reunimos al poco tiempo y coincidimos en la realización de manifestaciones bien organizadas pero muy ruidosas a favor de Akhenatón y contra la aristocracia del templo tanto en Tebas como en la Necrópolis. Éstas se llevaron a cabo, apenas perturbadas por algunas revueltas e incendios provocados, pero el efecto fue positivo. Las puertas de los graneros y tesoros sagrados se abrieron todavía más. Los guardias del templo y los mercenarios fueron absorbidos por la guardia de palacio de Nakhtimin. A todos los oficiales del ejército se les invitó a hacer juramentos de lealtad. Pocos se negaron. Ramsés y Horemheb fueron ascendidos a coroneles con plenos poderes, responsables de los regimientos de Seth y Anubis, para entonces ya desplegados alrededor de Tebas. Los cambios también se dieron a conocer en las ciudades de provincias. El Magnífico, convertido en un recluso en la Casa del Amor, nada pudo hacer. Nuestra persecución del culto a Amón y sus partidarios resultó ser inesperadamente fácil. En Tebas y en otras partes apareció un profundo resentimiento por la arrogancia, la riqueza y el creciente poder de Karnak y Luxor. Otros templos, tanto en Tebas como en otros lugares, se regocijaron con las noticias de su desgracia y Akhenatón recibió felicitaciones y garantías de lealtad de los templos de Horus en el Delta, de Ra en Heliópolis, de Ptah en Menfis, de Osiris en Abydos y de otros lugares.

La reina Tiye asumió la responsabilidad de la Casa de los Embajadores, que se ocupaba de los asuntos fuera de las fronteras de Egipto. Pentju se convirtió en Supervisor de la Casa Real de la Vida. Maya fue nombrado Superintendente de la Casa Real de la Plata. A mí se me otorgó la Casa de los Secretos. Acudí a sus bien protegidas instalaciones para recibir los sellos del cargo y disfrutaba paseando por sus patios y jardines, visitando las casas y residencias donde trabajaban los escribas. Inspeccioné los calabozos, que estaban asombrosamente vacíos, y luego fui en procesión por el patio central para encontrarme con la Escuela de Escribas en la sala de las columnas, un edificio bajo y oscuro atravesado por rayos de luz. Escoltado por Djarka y tres fornidos capitanes mercenarios, mostré mi nombramiento y les informé de que yo sería el Superintendente de la Casa de los Secretos a partir de aquel momento. Me jurarían lealtad y serían recompensados generosamente por su fidelidad. Si este juramento les resultaba desagradable, debían renunciar para recibir una pensión del templo y ser invitados a acabar sus días como granjeros lo más lejos posible. Tendrían toda la tarde para reflexionar sobre mi propuesta y se reunirían otra vez a la hora nona para tomarles juramento.

—De todas maneras —les advertí, caminando entre ellos—, si hacéis el juramento y después me traicionáis a mí o a mis amos, seréis empalados, vuestras familias vendidas como esclavos y vuestras propiedades confiscadas.

Permanecían sentados en silencio escuchándome. Lo cierto era que no tenían demasiadas opciones. Además, como administradores, todavía estaban anonadados por las noticias de la batalla del Valle de las Sombras de hacía unos días. Estaban también conmocionados, pues su lealtad a sus propios amos se había visto seriamente afectada. Las intrigas de la corte y los enfrentamientos políticos formaban parte de sus vidas. Sin embargo, que servidores de alto rango del faraón invitaran a los enemigos de Egipto a pisar su sagrado suelo, a matar a su príncipe y a devastar su ciudad constituía una odiosa blasfemia. Los dejé con sus pensamientos y le pedí al escriba principal que abriera la Cámara de los Secretos, donde se guardaban los registros más confidenciales y valiosos. Me condujo y abrió la pesada puerta de cedro tachonada con gruesos clavos de bronce y me hizo pasar a una habitación sin ventanas con paredes rojo oscuro. Innumerables jarras de alabastro con aceite colocadas en nichos proporcionaban luz. Pedí los archivos de Akhenatón y de los niños de la Kap: El escriba principal, que en ese momento sudaba y temblaba, abrió los brazos, vio la mirada en mi rostro y cayó de rodillas con un gemido.

—Lo siento, mi señor —farfulló—. El Padre de Dios Hotep se los llevó hace dos días.

Le respondí que no deseaba verlo nunca más. Añadí que había buenas granjas para comprar en el Delta y que si me lo encontraba en Tebas en los próximos dos días, lo haría empalar en el patio más cercano. Dejé al hombre temblando y me reuní con los otros escribas. Todos ellos prestaron juramento. Ay ya me había entregado una lista de partidarios en la Casa de los Secretos. Elegí a un cananeo delgado y de aspecto joven llamado Tutu, franco en su discurso, de ingenio agudo y ojos perspicaces. También tenía un ácido sentido del humor y prometía ser el más leal y honesto Jefe de Escribas.

—Después de todo —añadió—, lo peor, tras ser empalado, sería convertirse en granjero.

Inspeccioné la Casa de los Secretos, pero Hotep había hecho bien su trabajo. Muchos registros y manuscritos valiosos simplemente habían desaparecido. Ay había ordenado que, por el momento, ni Hotep ni Shishnak fueran tocados. De todas maneras, mandé rodear la opulenta mansión del Padre de Dios Hotep por mercenarios como «protección durante este estado de emergencia» e hice lo mismo con la residencia de los sacerdotes en Karnak. Estuve muy ocupado explotando el creciente sentimiento de indignación en Tebas y en todas las ciudades a lo largo del Nilo por el intento de asesinato del amado corregente del faraón. Los agentes de Ay también estuvieron atareados. Las voces de apoyo a Akhenatón crecieron hasta convertirse en un himno coreado por todos. Los representantes extranjeros visitaron el palacio de Atón con garantías de protección. Alcaldes y sumos sacerdotes acudieron en tropel a las magníficas recepciones de Akhenatón en los opulentos salones o en los espléndidos jardines del palacio de Malkata. La inmensa Casa de la Plata se abrió. Los tesoros de los templos se convirtieron en un río, una fuente inagotable de regalos y sobornos.

Durante el mes siguiente a la batalla del Valle de las Sombras, Ay y yo trabajamos denodadamente, silenciando toda oposición y alentando el torrente de halagos y elogios para nuestro amo. Hotep permaneció en su mansión cuidando su jardín y escribiendo poesía. Todos en la corte se daban cuenta de que había estado involucrado en la traición y la conspiración, pero todavía seguía siendo el amigo más íntimo del Magnífico, el arquitecto de la gloria del reinado del viejo faraón. Karnak era diferente. Nuestros espías entre los sacerdotes informaban de crecientes discrepancias y viejas enemistades, evidentes rumores que finalmente se convirtieron en feroz resentimiento y rechazo ante la manera en la que Shishnak había llevado los asuntos del templo. Privado de apoyos en Karnak y en Luxor, Shishnak hizo lo que yo había rogado que hiciera. Trató de huir, vestido de mujer, acompañado de algunos acólitos. Cogió una embarcación rumbo al norte en busca de asilo. Yo lo estaba esperando con cuatro barcazas de guerra llenas de mercenarios y marineros. Interceptamos su barca y la hundimos con todos a bordo, menos el Sumo Sacerdote, que fue sacado de la popa, entre alaridos, por algunos de mis hombres que habían abordado la barcaza antes de que yo diera la orden de chocar contra ella. Shishnak se mostró carente de toda dignidad, una imagen cómica con su peluca algo chillona, chal con flecos y túnica de lino arrugada. Insistí en que siguiera vestido de aquel modo, incluso cuando ordené que le ataran los brazos, ignorando sus peticiones de piedad. Lo llevé al palacio de Atón para el juicio sumario ante Akhenatón, Nefertiti y Ay. Fue recibido con risas burlonas seguidas de golpes y patadas. Nefertiti, resplandeciente con su túnica, arañó sus mejillas y escupió en su cara. Akhenatón le dio un puñetazo en el estómago mientras Ay, recostado en su silla, se retorcía de risa. Shishnak no se enfrentó a la muerte con valor. Suplicó y gimió. Trató de negociar. Cuando esto fue rechazado, cayó en un hosco silencio, negándose a responder a los cargos de traición y homicidio.

—¡Tú mataste a mi hermano! —bramó Akhenatón—. ¡Y tu intención era matarme a mí! Tú siempre has deseado mi muerte. Has utilizado el oro del templo para sobornar a los libios. Sobornaste a Snefru. Atacaste —me señaló a mí— a mi amigo. —Le dio un puñetazo en la cara, partiéndole el labio superior y haciéndole sangrar por la nariz—. Tú, un sacerdote de Amón, que limpias el trasero de un ídolo de madera y tramas el homicidio y la destrucción del Único Sagrado Dios.

—¡No! —gimió Shishnak, con su pintarrajeada cara en aquel momento manchada con sangre, lágrimas y sudor y la ridícula peluca colgando a un lado—. No he sido yo, sino el Padre de Dios…

—¿El Padre de Dios? —gritó Nefertiti con su hermoso rostro congestionado por la rabia—. ¡El Padre de Dios! ¡Cómo te atreves a darle a esa víbora traidora semejante título! —Se alzó con violencia de su silla y le hirió en el cuello con un afilado broche para el pelo que llevaba en la mano. El hombre gritó, cayendo de rodillas, y trató de arrastrarse hacia mí.

—Mahu —chilló—, ¡por piedad!

Me arrodillé junto a él y le quité aquella ridícula peluca. Le pasé un trapo húmedo por la cara y le acerqué una copa de vino mezclado con mirra a los labios.

—Bebe —insistí.

Shishnak lo hizo, aunque Nefertiti me increpó. Akhenatón protestó porque estaba manchando la copa, mientras Ay continuaba sentado, feliz consigo mismo y satisfecho como un gato deleitándose con la escena.

—Bebe —repetí—. Shishnak, vas a morir. Lo único que debes hacer es decidir cómo.

—Confiesa —dijo Ay arrastrando las palabras. Jugueteó con el cuenco de melón congelado que tenía en su regazo. Chupó un trozo y luego le ofreció a Akhenatón.

—Confiesa —insistí—. Shishnak, tú tramaste nuestras muertes… la del Sagrado, la de su Gran Esposa, la del Padre de Dios Ay y la mía. ¿Habrías mostrado compasión por mí? ¿Te habrías reído mientras me empalaban o me enterraban vivo en las Tierras Rojas? —Shishnak bebió ansioso de la copa—. Eres como un soldado —continué—. Has decidido ir a la guerra y has perdido. Entra en el reino de la noche como un hombre. —Recordé el jefe Chacal riéndose de mí entre dientes y el terror helado que sentí durante aquel viaje de pesadilla por el río—. No puedo hacer nada más.

Lo dejé vaciar la copa. Djarka se unió a nosotros en la sala de las columnas. Ajustó una cuerda alrededor de la frente de Shishnak, la anudó a un pequeño bastón y empezó a girarlo. Los gritos de Shishnak eran horrorosos. Akhenatón quiso que hicieran una pausa. Hizo llamar a la Orquesta Hitita del Sol, que se colocó en el otro extremo de la sala, y le ordenó que tocara tan fuerte como fuera posible. Djarka reanudó su trabajo. Los ojos de Shishnak se salieron de las órbitas, su rostro fue adquiriendo un color rojo púrpura, las venas se hincharon. Cada poco, Akhenatón se agachaba delante de él.

—¿Sí, Shishnak? —le preguntaba.

Nefertiti desvió su atención a un diseño floral que estaba pintando. Ay volvió a la cesta de juncos llena de documentos que estaba en el suelo, junto a él. Volvieron a concentrarse en el sacerdote cuando se derrumbó. Habló a cambio de una muerte rápida y un entierro honorable. Al final, sencillamente, confirmó lo que ya sabíamos: la trama contra Akhenatón en el templo de Karnak; la infeliz muerte de Tutmosis; el soborno con oro a los libios; el soborno de Snefru y el ataque contra mí. Se presentó como el único responsable y no dio ningún otro nombre. Ya sabía que iba a morir y decidió salvar la poca dignidad que le quedaba.

—Nada más puedo decir. —Sacudió la cabeza. Su rostro estaba cubierto de sangre y hematomas—. Como tú dices, Mahu, luché y perdí.

Me agaché delante de él.

—Crimen, asesinato, intento de regicidio, blasfemia, alta traición —recité—. Tareas muy adecuadas para un Sumo Sacerdote de Amón. —Hice una pausa—. ¿Seguro que no tienes otros nombres para darnos? —Recogí la cuerda ensangrentada del suelo y se la entregué a Djarka.

—Rahimere —tartamudeó Shishnak.

—Ya se murió de miedo.

—O envenenado —dijo Nefertiti coquetamente.

—¿Y el Padre de Dios Hotep? —pregunté.

Shishnak asintió con la cabeza.

—Hotep —suspiró—. Desde el principio mismo, el instigador fue Hotep.

La propia Nefertiti le llevó la copa. Se echó sobre los almohadones y, con la cabeza inclinada, miró a Shishnak atentamente mientras éste bebía el vino envenenado. Akhenatón seguía recostado en su trono con un dedo sobre la boca y otro toqueteando un tatuaje de su brazo, como si marcara el compás de la música de su orquesta. Ay componía un poema, «La muerte de Amón». Me alejé. Al final, los quejidos de muerte de Shishnak cesaron. Akhenatón se puso de pie junto al cadáver.

—¡Nakhtimin! —gritó.

El nuevo Jefe del Ejército del palacio entró rápidamente.

—Quema esto. —Akhenatón le dio una patada al cadáver.

—Yo pensé…

—Pensaste mal, Mahu. Yo pienso bien.


A la tarde siguiente fui a visitar a Hotep. Lo encontré en su exuberante y bien diseñado jardín, sentado en una silla tapizada, de alto respaldo, colocada de manera que recibiera tanto el sol como la sombra protectora de un sicómoro. Vestido con una elegante túnica, con la cabeza y la cara afeitadas y aceitadas, se hallaba mirando por encima de un macizo de flores. Sobre la mesa que tenía delante había una copa de vino. Un atemorizado sirviente me había hecho pasar, explicando en un susurro asustado que todos los demás habían huido. —Los mercenarios que has enviado a custodiarme son corteses. —Hotep ni siquiera me miró cuando me acerqué—. Reconocí al capitán. Servimos juntos una vez en Kush. Ha sido muy amable, Mahu, pero muy firme. Él ha recibido órdenes de protegerme. Pero yo no puedo salir. —Hotep hizo un gesto señalando a los almohadones del otro lado de la mesa—. Pero yo no tengo ninguna intención de irme, Mandril de Sur. Bien… —su sonrisa se agrandó— ¿qué me traes, la vida o la muerte?

—La muerte.

—Eso me parecía.

—Pero compasiva.

—El faraón puede quitar la respiración de la nariz y de la boca —dijo Hotep—, pero no puede dirigir el alma de un hombre. —Alzó una mano—. Escucha, Mahu. No hay nada más tranquilizante que la llamada de amor de una tórtola. Voy a echar de menos todo esto.

—¿Me estabas esperando?

—Ya me he enterado de lo que le ha ocurrido a Shishnak. A mis criados se les ha permitido ir al mercado. Pobre Shishnak —suspiró—, qué tonto. Cometió un gravísimo error. Yo sabía que estábamos acabados.

—¿Error? —pregunté.

—Los libios. —Hotep bebió un sorbo de vino—. Fue idea suya. Oh, no te preocupes, yo lo secundé, aunque lo consideré un error entonces y sigo pensando lo mismo.

—¿Y entonces por qué continuaste?

—Siéntate, Mahu, y te lo diré.

Esperó hasta que yo estuviera cómodo y me ofreció un poco de vino. No acepté.

—El Grotesco debió haber sido estrangulado al nacer. —Hotep se inclinó hacia delante, balanceando la copa. Habló con la cabeza inclinada, como si se dirigiera a sí mismo—. No, ¡más que eso! El Magnífico nunca debió haberse casado con esa bruja de Sheshnu, Tiye, con su cabeza llena de visiones, hablando de sueños sobre un dios invisible y que todo lo ve. —Suspiró—. Pero el Magnífico siempre tuvo su corazón entre las piernas. ¡En su juventud, Mahu, Tiye era más resplandeciente que el sol! Era realmente hermosa, muy experimentada en las artes amatorias. —Me sonrió—. El Magnífico mismo me lo dijo. —Hizo una pausa y se reclinó en su silla—. Yo era el amigo del Magnífico. Escriba fiel, arquitecto principal. Construí templos, palacios espléndidos a lo largo del Nilo, pero Tiye estaba siempre cuchicheando en su oído. El Magnífico no comprendía la idea de ella de un dios universal, de modo que se aferró a Atón, al Disco Solar, como su manifestación. Ella también hablaba del Mesías, de un príncipe que vendría y cambiaría todas las cosas. El Magnífico se rió. Luego nació el Príncipe de la Corona Tutmosis. Hermoso, un príncipe digno de Egipto, seguido por el Grotesco. Los sacerdotes, con sus adivinos, sus horóscopos, sus pronósticos y profecías, deseaban verlo muerto.

—Pero tú no creías en todo eso, ¿verdad?

—No. No creía. Lo que me preocupaba era que Tiye veía al Grotesco como el Elegido. El Magnífico quería matarlo. Tiye suplicó por su vida. Yo sabía lo que iba a hacer la zorra astuta. Mantuvo al Grotesco apartado, sin que nadie lo viera, criado en Heliópolis donde su pequeño corazón fue llenado de enseñanzas sobre el Invisible, sobre Atón, y convenciéndole de que él era el Sagrado de Atón. Años después, Tiye entró en el dormitorio del Divino con un nuevo plan. El Grotesco estaba creciendo. ¿Por qué no podía reunirse con algunos niños seleccionados de la Kap? Puse fin a aquel disparate. Lo hice encerrar en el pabellón, vigilado por hombres tan grotescos como él.

—¿Trataste de matarlo?

—Por supuesto: vinos y comidas envenenados, aquel fanático cerca del muelle. Todo fue planeado por mí. Luego se incorporó al ejército en la campaña kushita. Tiye insistía en que se reuniera con los niños de la Kap, que participara en el servicio militar.

—Tú sacrificaste al coronel Perra, ¿verdad?

—Sí. Soborné con plata a los jefes kushitas. Debían matar a Perra y atacar su campamento. De un solo golpe libraría al mundo del Grotesco —levantó su copa— y también de los otros niños de la Kap. —Cambió la copa de mano y me señaló—. Ya comenzaba a preocuparme por ti, Mahu. Y lo que era más importante, creí a medias lo que decían los sacerdotes. La vida del Grotesco parecía predestinada.

—¿Sobeck?

—Ah, sí, Sobeck. Imri había sido sobornado. Era un asesino. Mató a Weni por burlarse de un príncipe real. —Hotep se rió entre dientes—. Yo puedo reírme del Grotesco, ¿pero una criatura gorda como Weni? También fue Imri el que organizó el asunto del vino envenenado y las víboras en la cesta. Su aparente descuido permitió que aquel asesino del muelle se acercara. Tu tía Isithia se enteró de los amoríos de Sobeck e Imri proporcionó las pruebas. Esperaba implicar a todos los niños de la Kap, pero no pude. Dime, ¿realmente Sobeck sobrevivió? Tengo espías en la ciudad, pero no son muy buenos… —Sólo le devolví la mirada—. Ah, bien. —Hotep tomó un sorbo de vino—. En ese momento fue cuando los sacerdotes de Karnak decidieron intervenir. Shishnak nunca perdonó al Grotesco que cantara aquel himno a Atón. Lo consideró como un acto de desafío. Bien, el resto ya lo conoces. Cometí varios errores. No entraba dentro de mis planes que el Magnífico se sintiera tan atraído por su propia hija o que hiciera mezclar su vino con jugo de amapola. Siempre subestimé a la reina Tiye y a los niños de la Kap, particularmente a ti, Mahu.

—¿Por qué odias a mi amo?

—No creas que le odio —respondió Hotep—. Sólo detesto lo que él defiende. Egipto está unificado, es el señor de un gran imperio… ¿y sabes por qué, Mahu? Porque cada uno puede tener su propio dios. A todos se les permite recorrer su propio camino. Personas como yo, un simple plebeyo, pueden ascender a la altura de la grandeza. Los dioses de Egipto me protegen. Dime, Mahu, ¿qué va a ocurrir cuando a todo Egipto se le diga que hay sólo un dios y no otros? ¿Que el dios de los egipcios es también el dios de los mitanni, de los hititas, de los libios, de los infames asiáticos, de los kushitas? Y lo que es más importante, ¿qué ocurrirá cuando la gente no lo acepte?

—No lo sé —repliqué.

—No, Mahu, tú no lo sabes, pero eres igualmente peligroso. A tus ojos, Akhenatón es un dios y debe ser obedecido.

—¿Conoces su nombre secreto?

—Ya no es más secreto —Hotep se rió— que el precio del trigo en el mercado. Piensa, Mahu, hoy Amón-Ra, mañana Osiris, al día siguiente Isis. ¡La aniquilación de todos los dioses de Egipto, despreciados como meros ídolos! ¡Trozos de arcilla y piedra hechos añicos! Entonces, ¿qué confortará a la gente? ¿Qué esperanza tienen de una vida después de la muerte en un Egipto con un solo dios, un Egipto privado de todas sus estatuas y sus ídolos? No más templos, no más necrópolis. ¿Crees que el pueblo aceptará eso? —añadió en voz muy baja—. Miles de años de historia borrados como si fuesen una mancha en el suelo. En diez años habrá una guerra civil. ¿Qué pasará entonces con el poder del faraón y el poderío de Egipto? Y al final, Mahu, ¿para qué? Un dios invisible. —Sacudió la cabeza—. Pero, después de todo, volveremos a los orígenes. Egipto tendrá un dios visible, el único dios, no una simple presencia misteriosa o un ser nebuloso, sino el faraón Akhenatón.

—Padre de Dios, tú deberías haber sido profeta.

—Ahórrame tu sarcasmo, Mahu. Ciertas cosas están escritas para que todos las vean. Sólo es cuestión de leerlas y estudiarlas atentamente. —Bebió vino—. Has estado en la Casa de los Secretos.

—Te has llevado algunos documentos.

—No, Mahu. Quemé ciertos documentos. Permíteme darte un consejo. Tu tía Isithia… bien, era una mujer notable… —Me estudió con sus ojos—. Tú ordenaste su muerte y el incendio que destruyó su casa. Oh, no respondas, sé que lo hiciste. Era una mujer muy particular que cumplió con su misión, ser sierva del dios Amón-Ra —mostró una gran sonrisa—, y una íntima amiga mía y del Magnífico. —Bajó la cabeza, evidentemente divirtiéndose—. Tu madre también fue extraordinaria, Mahu. ¿Alguna vez te has preguntado por qué tu padre estaba tan alejado de ti? Te lo diré francamente. Él la abandonaba a menudo. La tía Isithia solía llevarla a la corte. Estuvo muy próxima a mí y al Magnífico.

Me recosté sobre los almohadones con la cara sonrojada y la sangre palpitando en mi cabeza.

—¿Qué estás diciendo? —Mi boca estaba seca, mi lengua se hinchaba.

—¿Qué estoy diciendo, Mahu? Estoy citando un viejo proverbio: «Es sabio el hombre que conoce a su propio padre». —Me sonrió.

Agarré la daga, pero contuve mis manos.

—No te convertiré en un mártir, Padre de Dios Hotep, derribado en tu jardín por el asesino enviado por Akhenatón… eso es lo que te gustaría que ocurriera. —Controlé mi cólera—. ¿Qué importa de dónde venimos, quién es nuestro padre o nuestra madre o adónde vamos?

—Eso es lo que me gusta escuchar, Mahu, la voz del adivino. Háblame. —Bebió unos sorbos de la copa y volvió a llenarla con una jarra en forma de cabeza de ganso. Mezcló un polvillo de una bolsa que había junto a la jarra—. Dime, Mahu, ¿qué harás si Akhenatón se vuelve contra ti?

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Podría ocurrir. —Hotep revolvió el vino con el dedo—. Se saldrá con la suya ahora, Mahu. No habrá nadie que lo detenga, no por el momento, pero —sus ojos brillaron con una sonrisa— he hecho lo que he podido por el futuro. —Cogió su copa, brindó por mí y bebió todo de un trago—. Por favor, sal un momento y luego regresa. Descubrirás que ya me he ido. La Gran Casa puede divulgar entonces que he muerto tranquilamente durante el sueño. ¡Vamos, Mahu, vete! —Me puse de pie—. ¡Mahu! Lo siento… me refiero a tu madre, pero te he dicho la verdad. He cometido dos errores contigo. Jamás debí haberte dejado en manos de esa horrorosa mujer, Isithia. No debí haber dejado a su cargo ni siquiera a un perro. —Sonrió—. Pero, una vez más, tú ya conoces la verdad.

—¿Y el segundo error?

—¡Te subestimé realmente, Mahu, y también te subestima Akhenatón! —Levantó su copa en un brindis final—. ¡Te estaré esperando en los salones del Mundo Inferior!