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A bordo del crucero Prim i Pras

Anochecer del 4 de diciembre de 1912, S/P

Caía el sol hacia el crepúsculo y la bahía de Manila se teñía de un azul oscuro bañada en las sombras de las colinas de poniente. Acodado en la baranda del puente descubierto, un joven alférez de navío miraba hacia la proa, envuelta en espumas con cada cabezada. El crucero de combate enfilaba la Boca Grande, a estribor de la Isla del Corregidor. En línea tras el insignia, la escuadra maniobraba para salir a mar abierto y desplegarse de acuerdo con las nuevas instrucciones recibidas. En la banda de fuera, la división de destructores basada en la cercana Subic les daba cobertura, esperándoles para iniciar juntos una singladura hacia lo desconocido. La marcha era regular y firme, las nuevas calderas de turbina transmitían a través del casco una sensación de potencia y firmeza; entre el ritmo continuado y la tibieza del aire marino podría uno hasta dormirse; la costa se acercaba y la altura verde de Corregidor pronto dominó la franja de mar a la que se dirigían.

—Mire hacia la costa de la isleta —el almirante se había acercado al joven y le tendía sus prismáticos—. ¿Los ve usted?

—¿Perdón? —dudó—. Oh, sí claro. Claro que los veo. Es casi lo primero que se nos muestra cuando llegamos aquí destinados. —El joven tomó, no obstante, los binoculares y enfocó con interés hacia la rompiente que se iba apartando ante ellos.

Semiocultos por la espuma de las olas y las sombras de la hora, con el sol a punto de ocultarse, se percibían los mástiles y cofas de dos pecios estrellados en la zona de marca. Formaban ángulos caprichosos con la superficie y, en plena pleamar como estaban, apenas sí surgían unos metros del agua.

—El que está más pegado a la costa es el Olympia. El otro es el Baltimore. No le ofenderé preguntándole si conoce la historia, pero sí me interesaría conocer su opinión sobre esos hechos.

Su joven interlocutor se sorprendió una vez más. Un hombre como aquel, con todo lo que su solo nombre ya decía, ¡pidiéndole su opinión! No era ese el trato que le habían enseñado a esperar de un mando.

—A su disposición. Es algo que no puede por menos de estudiarse en detalle en nuestra formación. —Este sí que iba a ser un examen, sospechó—. ¿Cómo empezar? Estaba yo preparando el ingreso en la Escuela Naval cuando acabó la guerra y ya entonces, todos, hasta los niños, conocían de memoria lo sucedido. Pero con el permiso de vuecencia —tenía que decírselo—, quisiera, antes, disculparme, pues con lo rápido que todo ha ido en estas últimas horas, no he tenido tiempo de expresarle mi reconocimiento por la confianza que me ha brindado al…

—No se preocupe que ocasión tendrá de mostrarse digno de ella. Necesito que esté usted cerca cuando aparezca de nuevo el hombre que le hizo llegar los planes de batalla enemigos —le cortó el almirante.

Aquello de nuevo. Se había quedado con la boca abierta cuando durante la reunión en la sala de operaciones se mostraron, ante todos, los cursos de las cuatro flotas niponas, su composición y objetivos asignados. Siempre se dijo que, en la victoria en la guerra del 98, la información secreta había sido el factor clave; y la extraordinaria valía de la Armada y sus hombres, no faltaba más. También se rumoreaba que el almirante había sido el nudo gordiano de la madeja de informaciones que a la postre permitieron luchar en condiciones de victoria pese a la desigualdad de fuerzas.

—Pero no todo es cuestión de información. —Parecía como si el almirante le hubiera seguido en sus pensamientos—. Esos restos, por ejemplo —señaló levemente los mástiles ya casi perdidos por babor—, demuestran lo cerca que se estuvo del desastre en esas jornadas de las que me habla. ¿Sabe usted acaso que la escuadra del almirante Cámara estuvo a punto de volverse atrás y dejar Filipinas abandonada a su suerte? Si así hubiese sido y si nuestros errores cometidos en las Antillas no hubieran contado con la desesperación norteamericana… ¡Nada hubiera podido salvarnos de una derrota atroz!

—Con todo respeto, eso es una suposición. La escuadra del almirante Cámara ya había cruzado el mar Rojo y disponía de bases de carboneo en la Eritrea italiana y en Siam. Nada podía impedir que alcanzara Filipinas y vengara a Montojo y a los suyos. La mal llamada segunda batalla de Cavite, pues se celebró ante Corregidor… —se cortó, ¡le estaba enmendando la plana a uno de los héroes de la guerra, a alguien que, por lo pronto, había sido el diseñador de los ingenios que reventaron a la mayoría de los barcos enemigos durante la más importante batalla de la guerra del 98!—… demostró que la mayor experiencia de nuestra gente…

—¡Nada, de eso nada! No se confunda —ahora sí que le cortó algo enfurruñado el almirante—. Si lo dice usted por el hecho de que la derrota del comodoro Dewey indicó a Estados Unidos que la guerra la tenían perdida, no debe usted dejarse llevar por un entusiasmo mal entendido. Lo único que demuestra es que las explosiones del Olympia y el Baltimore al ser alcanzados por la artillería gruesa del Pelayo y del Carlos V fueron tan formidables que se oyeron no sólo en el archipiélago, sino también a orillas del Potomac. Nos minusvaloraron, hijo, ¿sabe usted? Y con razón. Aquel 31 de julio de 1898 pretendieron impedir la entrada en la bahía de Manila a los buques de Cámara, como si este no mandara verdaderas unidades de combate. Dewey lo pagó con la vida de centenares de sus hombres. Olvidó que Montojo, a quien tan fácilmente aplastara, no había tenido barcos en condiciones con que hacerles frente, y que sus opciones habían sido muy escasas: emplazar quizá más artillería en Punta Sangley, haber dispersado los buques por las islas. Lo cierto es que no lo hizo y fue aniquilado en Cavite.

Oh, sí. Tenía razón. La noticia de la espantosa derrota en la primera batalla de Cavite había helado la sangre de todos; se llegó a temer que aquello se repitiera en el Caribe e incluso a dudar de las posibilidades de victoria, pero la historia había dictado su sentencia sobre los hechos: Montojo fue procesado por su negligente actuación; se salvó sólo por la vigorosa defensa que un héroe de Santiago de Cuba, el contralmirante Víctor Concas, llevó a cabo; logró demostrar que las unidades que aquel mandaba eran adecuadas para la lucha en una guerra colonial de baja intensidad, pero en modo alguno para enfrentarse a modernos cruceros. De todas formas, el almirante había dicho —era esa la sensación que tenía durante la conversación— que Cámara y su escuadra estuvieron a punto de interrumpir su viaje. ¿Qué hubiera tenido que pasar para una cosa así?

Pero el almirante proseguía con su disertación, ajeno a las reflexiones que despertaba en su interlocutor:

—… y con los dos barcos modernos tocados gravemente, el comodoro Dewey desaparecido, el buque insignia embarrancado para evitar su hundimiento y con la base más cercana en Hong Kong —sonrió con amargura, este puerto era neutral, pero Gran Bretaña apoyó a sus primos a despecho de lo que la ley internacional exigía—, ¿qué iban a hacer los norteamericanos? ¿Marcharse dejando a centenares de náufragos en la costa o en los botes? ¿Abandonar a su cuerpo de desembarco copado por nuestros hombres en la península de Batán? ¿Atacar en esas condiciones?

»Hicieron lo lógico: las unidades que no resultaron hundidas en Corregidor o Cavite y que habían escapado al primer envite, intentaron concentrarse de nuevo en Subic y atacar. Pero ¿por qué cree usted no obstante que se estuvo al borde de la derrota pese a la contundencia del encuentro? Porque no teníamos barcos suficientes para la labor de limpieza que se precisaba.

»Es cierto que Cámara penetró en la bahía hundiendo las unidades principales del enemigo, liberando a Manila de su cerco marítimo y que Cavite fue tomado por la infantería de marina aquel mismo día.

»Pero la noche siguiente a la entrada de Cámara, la del día 31 de julio al 1 de agosto, el crucero Raleigh, encabezando a las unidades supervivientes, intentó forzar de nuevo la entrada en la bahía y aprovechar su mayor movilidad frente a nuestros buques pesados. Si Cámara hubiera dejado en Port Said a los destructores como parece que se le indicó, ¿qué cree usted que hubiera pasado?

Eso… —pensó el joven—. ¿Qué hubiera pasado? Pero era una duda retórica. Mil veces había leído las descripciones de los supervivientes, conocía de sobra el relato de los hechos y las sensaciones de quienes los vivieron. Pocos pudieron olvidar el espectáculo nocturno de las brasas del Olympia, encallado tras la explosión de por la mañana, y el grito de los náufragos en la orilla de Corregidor que acompañaron la acción. La sombra pesarosa del Raleigh se recortó muy bien contra el cielo estrellado y los destructores que tan trabajosamente Cámara había remolcado por medio mundo estaban al acecho. Los intrusos no pudieron encender sus reflectores ante el peligro de alertar a las unidades pesadas hispanas; cuando los torpedos les alcanzaron y la noche se iluminó ya fue demasiado tarde.

—El Carlos V abrió fuego contra ellos —continuaba el almirante— cuando sus objetivos ya habían sido alcanzados de forma fatal por los torpedos y su puntería se mostró bien certera. Después de aquello los que estaban acabados fueron los yankees.

Y tanto que sí. La aniquilación de las unidades enviadas a Filipinas resultó un golpe decisivo. La pérdida de los cuatro buques principales causó el hundimiento de la moral norteamericana; eran casi todo lo que tenían en el Pacífico. Centenares de muertos y heridos, de náufragos intentando trepar en la oscuridad por las escarpadas rocas de Corregidor. Un infierno, con el mar flameando en la noche al compás del incendio inacabable del Raleigh y los gritos que siguieron a su voladura.

El nuevo día tras aquel famoso 31 de julio del 98 trajo la derrota más contundente que hubiera sufrido Estados Unidos desde que en 1812 el ejército británico de Canadá tomara Washington y lo arrasara. Los buques que tocados por los obuses y los torpedos no se hundieron o embarrancaron amanecieron llenos de supervivientes y de destrozos; no estaban en condiciones de luchar, aunque lo intentaron. El Carlos V los rindió y se les dio remolque hasta Cavite, luego que un trozo de presa los abordara.

En Batán y en Subic, varios miles de hombres de la fuerza de invasión yankee, llegados unos días antes, observaron horrorizados cómo quedaban aislados y a merced del enemigo en una tierra extraña, dando lugar a un cerco naval y terrestre que sólo pudo acabar con la rendición al acabarse los suministros.

Dewey, que había sobrevivido al hundimiento del Olympia, logró escapar hacia Hawai en el cañonero Petrel y se dice que volviendo la vista hacia las costas ensangrentadas de Filipinas, realizó su famoso juramento luego incumplido: ¡Volveré! Los hombres abandonados en el archipiélago parece que no le oyeron; cantaban, y se hizo famosa la cancioncilla durante las semanas que duró su copo…: «Somos los defensores de Batán y no tenemos ni padre, ni madre, ni Tío Sam.»

Un mediocre jamás se repone de un éxito… —El almirante seguía pensativo y calló un segundo tras soltar tamaña frase—. Cuando llegó a Madrid la noticia de la victoria en Filipinas, ¿quiere usted creer que en la prensa se pedía…, qué digo se pedía…, exigían…, la marcha inmediata sobre las Hawai y la ocupación de Pearl Harbour? ¡Locos de atar!, eso es lo que teníamos por todas partes, locos y ciegos de estupidez. Hoy todos ven natural y lógico que triunfáramos en aquella contienda, pero estuvimos al borde mismo del mayor desastre que imaginarse pudiera…

Realmente el viejo está deprimido —se dijo su joven interlocutor. Tampoco había para tanto. ¿Cómo iba Madrid a haber abandonado las Filipinas?—. Salvo, quizá, una derrota de la flota de Cervera… —Sintió que se le erizaba el vello por todo el cuerpo.

Atravesada Boca Grande, las aguas de Manila quedaron atrás. La noche se acercaba vertiginosamente y el mar se oscurecía con espesas nubes. Solos en el alerón del puente descubierto de un crucero sin miedo —como era conocida la nueva serie—, dos hombres callaron, llenos de parecida emoción. El más joven estaba algo confuso, sin comprender cómo el escenario de lo que había sido una gran victoria para su país pudiera despertar en uno de sus artífices tanta amargura contenida. Porque cuando el almirante hablaba, de sus palabras se destilaba la huella de un gran dolor, de una profunda herida. Tentado estuvo de interrogarle directamente, pero se dijo que eso no era algo que los alférez de navío hicieran normalmente a los almirantes, y prefirió callar: seguro que si el almirante le retenía allí y le había honrado con tal disertación histórica sería por algo.

Algo que a todas luces todavía no le había contado.

***

De la escota blindada que daba acceso al puente superior del buque salió un asistente. Cuadrándose ante el almirante y, sin prestar atención al joven, informó:

—A las órdenes de vuecencia. Don Juan Aznar le espera en la cámara de oficiales.

Saludando con brevedad, la pequeña figura del almirante se dirigió hacia el interior tras hacer una señal inequívoca para que el joven le siguiera.

—Es hora de recogerse, muchacho. Vaya usted al encuentro del capitán de navío Aznar y excuse mi retraso; he de hacer unas comprobaciones, luego me reuniré con ustedes unos minutos —le expuso mientras se retiraban.

Cuando a sus espaldas se cerraron los costados del navío y descendieron hacia la cámara indicada, fue como si lo hicieran a través de un formidable monstruo vivo; con las luces guía imprescindibles, en casi oscuridad, bajaron por las escalerillas interiores; el acero del Nervión y los remaches del Ferrol les envolvían por suelos, techos y paredes; el roce continuo de tantas piezas en movimiento, el de tantos hombres atareados y sudorosos, del mar, lejos, batiendo los costados, de los sordos pantocazos que agitaban arriba y abajo el conjunto, creaban allí dentro una atmósfera irreal.

La cámara a la que llegó era la misma sala de deliberaciones donde había tenido lugar la conferencia de por la mañana. Estaba vacía. Las cartas náuticas seguían dispuestas por atriles y paredes, la gran mesa de cerezo aparecía libre. Observó una librería empotrada en la que no había reparado antes. Fotos, placas conmemorativas, libros y otros recuerdos personales la llenaban. Vida e historia se entrecruzaban de forma curiosa. Destacaban dos instantáneas aparentemente opuestas.

En una se veía al almirante recibiendo una condecoración de manos de la antigua reina regente, doña María Cristina de Habsburgo. La otra mostraba la entrega de la bandera de combate al crucero acorazado Prim i Prats en el que viajaban; el presidente de la Segunda República, don Francisco Giner de los Ríos, la oficialidad del navío y la imagen grave del almirante orlaban la enseña tricolor. Entre ambas fotografías no habría más de cinco años; un tiempo de la historia de España que había asombrado al mundo. De súbito, a su espalda…

—Veo que está usted muy interesado en esos recuerdos. —Quien hablaba era un hombre de unos treinta y cinco años, un capitán de navío, don Juan Aznar, sin duda—. ¿Y don Joaquín… cómo es que no está aquí? —Ahora le miraba inquisitivo tras cerrar la segunda puerta de la habitación.

—A sus órdenes. El almirante le pide se sirva usted aguardarle unos minutos pues debía resolver unas cuestiones —respondió el joven.

Aznar le observaba; era evidente que estaba muy intrigado con su presencia.

—… Me ordenó que me reuniera entre tanto con usted —se apresuró a añadir.

El corte del uniforme de su interlocutor era impecable; un sastre caro, sin duda. Tenía el pelo castaño y era de mediana estatura; su ojos parecían serenos; su aspecto era distinguido, sin afectaciones, daba la sensación de ser alguien que había visto la muerte de cerca y que desde entonces vivía con naturalidad cada momento. Se descubrió, puso la gorra sobre un aparador lateral y buscó una de las butacas, a la derecha del sofá chester situado bajo el bronce de un ojo de buey.

—Pues si es así —dijo sentándose— se debe a que habrá algún tema privado que tratar. Venga para acá y acomódese usted también. Creo que estamos todos fuera de servicio, en realidad es nuestro turno de descanso. ¿Desea acompañarme…? —Un pequeño mueble bar escondía unas botellas de cristal tallado y unas finas copas, como la usadas para beber oporto—. Vamos, anímese.

El joven, ya sentado, tomó la copa que se le ofrecía.

—Ha sido un largo día para todos. El fantasma de la guerra se ha materializado de la peor manera posible. ¿Usted qué opina? —le dijo Aznar.

De nuevo le preguntaban su opinión. Nadie creería aquello, pensó. En un entorno tan formal como el de la Armada, tamañas familiaridades con escalones inferiores en la cadena de mando no eran nada usuales.

—La situación se presenta complicada. Es terrible que la guerra haya estallado, pero todos la veíamos venir. Al menos se estaba alerta y con la flota aquí concentrada…

—Sí, por supuesto. Y esta flota no es la que teníamos en el 98, ciertamente. Pero lo que se nos viene encima tampoco es lo mismo. El almirante Togo dispone de decenas de buques poderosos y sus hombres están muy experimentados. No crea usted que vamos a poder frenarle…

Vaya —se dijo—. Otro optimista. Primero el almirante y después este. Si ellos eran veteranos de la guerra con Estados Unidos y habían vivido peligros terribles, ¿cómo es que resultaban así de agoreros? Cierto que nadie como quienes han hecho de la milicia su oficio para odiar y temer la guerra como fuente de dolor y sufrimiento, sobre todo para la población civil. En el 98, recordó, el bombardeo de El Ferrol por una escuadra norteamericana —quizá la acción más estúpida de cuantas realizaron los yankees en aquel conflicto— causó centenares de víctimas inocentes al incendiarse la ciudad, entre ellas multitud de niños, como Paquito, el hijo de aquel contador de la Armada, Franco, que fuera amigo de su padre.

—En realidad… —Aznar continuaba con su charla— nuestra principal opción radica en la información que usted nos trajo hoy por la mañana. —Se le quedó mirando mientras sus palabras se arrastraban por el aire. Buscaba su reacción.

—Me he limitado a traer lo que un oficial superior me entregó, de forma, si se quiere, algo irregular —se apresuró a responder como para borrar su inadvertida digresión mental de hacía unos segundos.

—¡Claro, muchacho, claro! Escúcheme, hemos sabido minutos antes de la partida, y a través de un cable de nuestro agregado en Hong Kong, que un informe completo como el que usted nos trajo había salido en un barco rápido hacia Manila hace unos días. Barco del que nadie más ha tenido noticia, perdido en el Mar de China. Quizá la información no fuera tan exacta ni tan al día como la que ahora tenemos, pero sí lo que mejor pudo reunir nuestro sistema de información. Y sabe que contamos con la ayuda de otras potencias europeas para estas tareas.

—¿Qué quiere usted decir?

—Pues que es físicamente imposible que nadie pueda haber entregado hoy en Manila lo que tarda tantos días en viajar desde Hong Kong. Máxime si el correo se ha perdido, casi seguro, destruido por el enemigo. Estamos ante una incógnita.

—¿Teme usted un fraude? ¿Que la información sea falsa?

—No, eso no. En una situación similar, llamémosle así, fui testigo de algo parecido. Entonces la información y los consejos fueron correctos. Creo que estamos ante la segunda parte de aquello mismo —afirmó Aznar.

Ahora sí que tenía que ser él quien preguntara.

—Discúlpeme, pero no entiendo nada. El almirante me ha dejado entrever algo parecido a lo que usted señala —esa sensación tenía—, pero no acabo de comprender.

—Lógico, yo tampoco lo entiendo y es la segunda vez que lo veo. Dígame, ¿ha leído usted las memorias del almirante? Aunque la edición no se comercializó en exceso, ha estado presente en la biblioteca de la Escuela Naval. —Aznar se levantó y sacó uno de los libros de la estantería de la sala. Al volver a sentarse se lo tendió—. Tenga, léalo cuando pueda. Esta noche mejor que otro día.

El joven cogió el grueso tomo e hizo ademán de hojearlo. Lo conocía, pero no, no lo había leído. Se volvió expectante hacia Aznar.

—Escuche. El almirante y yo hemos llegado a la conclusión de que la persona que le entregó los documentos es la misma que se nos presentó a él y a mí en Santiago de Cuba la noche del 30 de junio de 1898 —aseguró vehemente Aznar.

Imposible, se dijo; no podía ser cierto. No tenía sentido. ¿Y qué era eso de que alguien se presentó de forma parecida la víspera de San Juan?

La puerta se abrió de nuevo y el almirante, don Joaquín Bustamante, uno de los artífices del victorioso combate de Santiago de Cuba, entró en la sala.

—Una conclusión que cada minuto que pasa es más firme… —dijo aquel hombre pequeño y fuerte; su pelo aparecía más cano aún que en la mañana; venía lleno de energía, como quien ha adoptado una determinación. Les indicó con un gesto que no se levantaran y tomó asiento con ellos.

—Los datos de la cartera —continuó— son coherentes, hasta lo que hemos podido comprobar, con las informaciones que la División Segunda recibió por cable desde Manila y Hong Kong antes de que se perdiera la comunicación; los detalles eran esperados por barco pero no han llegado a tiempo. Togo ha enviado cuatro flotas. Una ligera hacia las Carolinas y las Marianas, donde poco vamos a poder hacer, una fuerza de diversión compuesta por algunos cargueros y buques medios enviada hacia Filipinas rodeando el golfo de Leyte, como si fueran a invadirnos; una fuerza pesada, con lo mejor de la Flota Combinada y, finalmente, la verdadera fuerza de invasión.

El joven vio con claridad la importancia de la información que había portado en su cartera. Los documentos mostraban las derrotas de las fuerzas enemigas y sus planes secretos. Sabiendo eso se podía trazar una defensa adecuada, como de hecho se había realizado en aquella misma sala horas atrás.

—Es decir, que gracias a esta información quizá podamos frustrar la invasión de Filipinas —apuntilló Aznar.

—Esperémoslo. Hemos optado por jugárnosla. Ahora estamos dando un rodeo. Buscaremos un punto de intercepción con la Flota de Invasión y procuraremos destruirla antes de que Togo caiga sobre nosotros con sus fuerzas pesadas y nos destruya. Si la información es falsa también seremos destruidos y nada impedirá la invasión —dijo el almirante dejándose caer sobre la butaca.

El joven se apresuró a intervenir. Las implicaciones eran evidentes.

—Si interceptamos los transportes, la invasión será un fracaso; que perdiéramos más o menos buques —se estremeció— sería secundario. Japón tardará meses en disponer una nueva fuerza y en ese tiempo la situación internacional jugará en su contra. A nadie en Europa le interesa el control japonés sobre Filipinas. Por el contrario, un rápido colapso español sería considerado un desastre para todos…

—No siga —cortó el almirante—. Es claro que una ocupación de Filipinas por parte de Japón en estos momentos cambiaría la historia del mundo. Nadie, España no, desde luego, está en condiciones de enviar a este archipiélago los centenares de miles de soldados necesarios para desalojar al Sol Naciente de estas tierras. En unos años se convertirían en la potencia hegemónica de todo Extremo Oriente. Filipinas es la llave del Mar de China y permite controlar Borneo, Malasia y el Pacífico Central, y desde ahí, Vietnam, Australia y el Pacífico Sur. Europa sería arrojada de este hemisferio. Y también América.

Sí. El almirante, don Joaquín Bustamante, tenía razón, aquello podría cambiar la faz del mundo. Una situación así sería la semilla de nuevas y terribles guerras en el futuro.

—Les he citado aquí —continuó Bustamante— para ofrecerles un pacto. No sé, no sabemos, quién trajo efectivamente esos documentos. Lo más seguro es que se trate de un agente de una potencia extranjera que desconocemos, interesada asimismo en impedir la hegemonía de países imperialistas como Estados Unidos y Japón. No lo sé con seguridad. Lo extraño es que parezca haber sido la misma persona en los dos casos. De cuantos han tratado con él, si estoy en lo cierto, ustedes dos y yo somos los únicos que no han muerto.

Aznar y el joven se miraron.

—Les pido que guarden silencio sobre estas sospechas. Nadie puede relacionar al desconocido que apareciera un día en Santiago hace años con el hombre del boulevard de esta mañana. Sólo quienes aquí estamos; si lo expresásemos públicamente se nos tomaría por locos. Y si algún día esa persona reapareciera o tomara contacto con cualquiera de nosotros deberemos avisarnos mutuamente. ¿Están ustedes de acuerdo?

Aznar miró de nuevo al joven. Seguidamente, dijo:

—Don Joaquín, ya lo sabe usted. Haré lo que me pide. Nadie nos creería. Me tiene a su disposición hasta el final.

—Hijo, su nombre… perdóneme, pero… —El almirante, entrecortado, le miraba.

—Camilo Molins, almirante. Alférez de navío Molins. Y como ha dicho don Juan Aznar, también a mí me tiene a su disposición. Estas informaciones me las hizo llegar un oficial desconocido, lo que es rigurosamente cierto. Y respecto de las coincidencias que tanto les alarman, pierdan cuidado, las mantendré en absoluta discreción en tanto resolvamos el enigma.

Los tres hombres se dieron la mano. Bustamante y Aznar temían que aquella misión en el golfo de Leyte acabara con la destrucción de la flota; pero confiaban en que su más que posible muerte permitiera salvar a Filipinas de una invasión y con ello retrasar el peligro de una guerra mundial. Molins, por su parte, veía claramente el porqué de la tensión de sus superiores y —se había sentido tratado como tal— amigos, pero confiaba en que todo iría bien y el peligro, conjurado. Se dijo que habría de leer las memorias del almirante, pero sospechaba que allí no encontraría razón de la identidad del misterioso desconocido. Quizá nunca lo averiguaran. ¿Quién era el hombre del boulevard?

Hubo niebla aquella noche en el golfo de Leyte. Los siete cruceros acorazados clase dreadnought, la punta de lanza de la Armada Federal de la República Española, buscaron su amparo y se perdieron hacia el norte.