EPÍLOGO

Estas semanas han sido muy intensas. Habré tenido decenas o centenares de horas de reuniones e interrogatorios. He asistido a entrevistas con científicos de todas las ramas imaginables y me han tenido presente cuando desmontaron hasta la última pieza de la lanzadera del Jefferson.

Por algún motivo que desconozco, esta gente no parece tener un gobierno centralizado. Todo parece surgir del acuerdo entre lo que ellos llaman los Consejos. Lo único que parece unirles es la bandera negra con estrellas rojas que representa a la Unión. Pero después de haber convivido con los miembros de la Colonia establecida por el Giordano Bruno en EE III nada de esto me coge por sorpresa.

Luis Seoane y su compañera Cecile Durand —diría que son algo más que compañeros pero parece que le dan un uso muy flexible a este término— me han invitado a su casa de la costa de Galicia. Sigo estando a disposición del Consejo. Mi guardiana es Karine Meyer, así que por mí, perfecto.

Ni los colonos, ni, por supuesto, los habitantes de esta Europa consejista tan improbable, saben nada de la tercera posibilidad del Campo: los viajes temporales a voluntad. El coordinador de la Central de Control de Flujo Temporal me aseguró en Manila, supongo que hace muchos años, que me devolverían al universo al que resulté desplazado en un accidente. Si quiero regresar a mi mundo tendré que hacerlo por los medios propios de este en el que me encuentro.

Pero ahora estoy aquí, convertido en una singularidad viviente. Sospecho que mi presencia constituirá el estímulo que precisan los físicos consejistas para poner las bases del salto temporal y los desplazamientos horizontales por el continuum, como dirían los agentes con los que traté. Nadie sospecha que, además de un náufrago dimensional, también he sido un actor destacado de su propia historia. Porque el Punto Jumbar de este mundo respecto del mío está en la guerra del 98.

—Pero Enrique, hombre, ¿qué haces ahí dentro? Sal a la terraza con nosotros. —Karine, que me vigila de cerca, viene a buscarme.

Salgo. La balconada de la casita de campo mira al mar. En nuestro frente tres islas montañosas cubiertas de bosque cierran la ría de Vigo. Es muy hermoso. En mi época Europa no es más que una zona destruida por la lluvia ácida y la contaminación masiva. Casi como medio planeta.

—Mira, Enrique, estamos a la altura de Nueva York —dice Karine. Luis, acodado en la baranda la corrige: señala el horizonte más allá de las islas, donde comienza el Atlántico.

—Bueno, más exactamente en el paralelo de Halifax.

—Pues el clima aquí es más benigno —respondo.

Comienzan a charlar sobre el efecto de la Corriente del Golfo y otras zarandajas. Pero estoy preocupado por otras cosas. La Central Temporal que será fundada dentro de ochocientos años en esta línea no me ha olvidado. He quedado en situación de disponible forzoso. Me pregunto qué dirían mis nuevos amigos si supieran que en alguna parte algo o alguien está tratando de hacer desaparecer su mundo de forma radical. Me reclutaron para impedirlo y parece que lo logré. En cualquier momento me pueden reclamar de nuevo.

Gorostiza ha estado revolviendo en la biblioteca de Luis Seoane. Le he notado muy raro conmigo estos días. Su mujer, Edurne, aceptó de inmediato la invitación de Luis y le ha traído casi a rastras. La mente de un físico de Campo es algo que se me escapa. Temo que sospeche algo.

—Alberdi, tu familia vive en Montana, en la Montana alternativa. ¿No? Son pastores de ovejas clónicas por lo que nos contaste. —Sin esperar a mi respuesta, continúa—: En nuestra línea también existió, en tiempos, emigración vasca a Estados Unidos. Hay muchas similitudes pese a las historias diferentes. El punto principal de inflexión entre ambas parece estar en la Primera Guerra Imperialista…

—Quieres decir la Hispano-norteamericana de 1898 —le digo. Veo que tiene un libro en la mano. Está muy tenso.

—Sí, claro, camarada Alberdi. Pero dinos, hay algo en lo que he pensado mucho en estos días. La frase: «La salvación está en la caldera» ¿significa algo para ti?

Me miran todos. El libro es una antigua edición de algo que parecen ser unas memorias sobre la guerra Hispano-japonesa de 1912. El autor es un tal Camilo Molins.

No tengo ni idea de quién pueda ser.

Sospecho que estoy a punto de dar el primer paso de regreso a casa. ¿Ustedes qué creen?