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El Pozo, Camino Real Santiago-Daiquiri
Noche del 1 al 2 de julio de 1898, S/P
La noche cae en los trópicos con gran rapidez, de golpe, sin un crepúsculo digno de tal nombre: ahora es de día y de repente es de noche, sin más. Cuando la luz del sol se retiró sobre el campo de batalla, los combates ya habían acabado: desde su puesto de mando en El Pozo, una aldeíta en el camino entre Siboney y Santiago, el general Shafter intentaba en vano enterarse de qué podía estar ocurriendo en el frente. El coronel MacClernand, su ayudante de campo, trataba con los oficiales de la reducida plana mayor, despachaba con los enlaces que llegaban de continuo y les informaba de las novedades: Shafter era un hombre mayor, de unos sesenta y cinco años, y el calor espantoso, la angustia de la jornada y una malaria inmisericorde le tenían al borde de la postración absoluta. Sobreponiéndose como buenamente pudo, vio llegar a su tienda a cuatro generales del ejército expedicionario.
Faltaba Summer, desaparecido desde hacía horas, pero sintió el hablar fuerte del viejo Wheeler, el veterano sudista de la Guerra de Secesión y se sintió mejor; estaría algo ido —como se decía— pero tenía más experiencia de combate que todos los demás juntos; y Lawton. ¿Cómo estará este hombre?, se dijo Shafter, preocupado sobremanera, pues durante aquel terrible día había tenido que amenazarle con el fusilamiento para que le obedeciera.
Kent y Bates también estaban allí; todos llegaron dispuestos a informar formar de lo sucedido y a valorar la situación, y sus caras no reflejaban nada bueno; el brigadier Hawkins se sumó minutos después.
En las derrotas —se dijo Shafter mientras se abotonaba la casaca y se levantaba de su camastro— es cuando se tiene que actuar con mayor valor, pues de lo contrario un simple revés se puede convertir en un desastre irreparable.
Nubes grises de humo formaban barreras en el horizonte, tapando la luz de la luna y ocultando las estrellas. Algunos incendios tachonaban la manigua y se escuchaba el estallido de cajas de munición artillera; esporádicamente, un proyectil de grueso calibre salía zumbando del cubierto cielo nocturno para reventar en las ciénagas o en los campos de caña.
Por entre la noche y las trochas que atravesaban la revuelta llanura, miles de figuras escapaban, una multitud inmensa se alejaba en regueros del lugar donde el infierno se había mostrado.
Las noticias comenzaron a llegar, primero como rumores, después mediante los despachos portados por atribulados mensajeros enviados desde las diferentes unidades en retirada: Tal Regimiento, tal brigada, nos encontramos a tantas millas del cruce de tal y cual, donde nos estamos reagrupando: muchas bajas; roto el contacto con el enemigo: solicitamos órdenes.
La mayoría de los mensajes eran de ese tipo. Poco a poco, la información se fue completando, pero aquella noche ya había avanzado mucho para cuando en El Pozo comenzaron a tener una idea clara de cuál era la situación real.
Shafter y sus generales llevaban ya casi una hora reunidos intentando conocer las dimensiones del desastre, cuando MacClernand entró en la gran tienda bajo la que se había dispuesto una enorme mesa con mapas.
Las lámparas de petróleo que colgaban de los soportes oscilaban y la lona de paredes y techo se inflaba y batía con las ráfagas de húmedo viento que traía la noche tropical.
—Mi general… ¡Señor! —reclamó la atención de todos, casi gritando—. Tenemos noticias de Roosevelt. —Y volviéndose—: Pase usted, capitán Bradley.
Parecía que nadie le podía haber escuchado, tal era la algarabía de voces, pero por un instante se hizo el silencio, mientras un hombre joven con el uniforme destrozado se cuadraba ante Shafter.
—Díganos, capitán… ¿quién es usted? ¿Qué se sabe de los Riders?
—Soy el capitán Bradley; me envía el coronel Wood. Hace dos horas que llegó hasta la posición de nuestra brigada un superviviente de los Riders que afirmó tener noticias de lo sucedido al teniente coronel Roosevelt.
MacClernand interrumpió al agotado capitán.
—Parece cierta la información, señor. Por los datos que me han dado se trata del mismo hombre que se envió esta mañana como enlace, el capitán Mills —dijo el ayudante de Shafter mientras le miraba con preocupación.
«Esta mañana» era hacía más de catorce horas en las que el universo parecía haberse hundido.
—¿Por qué habla en pasado? ¿Dónde se encuentra ese hombre? —interrumpió Wheeler.
—Porque ha muerto. Llegó herido grave, pero traía con él un mensaje del teniente coronel Roosevelt y noticias terribles que confirman las peores informaciones.
—Caballeros, basta, ¡por favor! Cuéntenos que ha pasado o lea ese mensaje de una vez.
Bradley sacó un pequeño pliego de papel fuerte e hizo ademán de entregárselo a Shafter. Este le indicó con un gesto que se dejara de dilaciones y que lo leyera de una vez.
—Está escrito en la parte de atrás del que se le mandó. Parece escrito con toda urgencia en primera línea. Dice: «Para Gral. Shafter de Th. Roosevelt: Dispuestos los Riders para asalto. Órdenes de ataque dadas. Artillería enemiga vuelve a disparar con nuevo brío. Baterías propias neutralizadas o disminuidas. Pérdidas por lluvia de Spranhel, las ametralladoras Gattling dispuestas ante Kettle. Enemigo muy mermado parece recibir refuerzos. Ordeno ataque inmediato. 13.30 h. Nos veremos en Santiago». Acaba con unas palabras de despedida, mi general…
Todos se miraron. O sea que las Gattling no llegaron a disparar ni un tiro, aunque no por ello se suspendió el asalto. La debacle comenzó poco después de esa hora. Al pasar el centro de gravedad del ataque a la posición Kettle, se confiaba en romper el dispositivo enemigo. La división Summer estaba menos castigada y sumaba casi cuatro mil hombres frente a los no más de trescientos cincuenta que podrían tener enfrente.
¿Qué demonios ocurrió?
Cuando parecía estarse luchando ya en lo alto de la colina y sus defensores ahogados por un asalto masivo del 10.º de Caballería y los Rough Riders, todo cambió de pronto. Desaparecieron las banderas que habían subido por la ladera y el asalto se hundió. La desbandada de los Riders fue contagiosa y la mayoría de las unidades que se habían pegado al terreno en el pie de las colinas emprendieron una retirada en desorden que sólo acabó cuando se dieron cuenta de que los españoles no les perseguían.
—Moribundo, el enlace nos aseguró que el teniente coronel Roosevelt cayó delante de sus ojos en el transcurso de la lucha. —El dolor y la sorpresa arrancaron murmullos a los oyentes y cada uno pareció encerrarse en sí mismo para poder soportar el relato de Bradley.
»Parece ser que la artillería enemiga —prosiguió este— no había sido destruida, comenzando un tiro demoledor cuando los regimientos 10.º y Riders se desplegaban para el asalto. La metralla segó a los sirvientes de las ametralladoras que iban a cubrir el avance y entonces el teniente coronel decidió lanzar de inmediato a sus hombres hacia Kettle conjuntamente con los hombres del 10.º.
Aquello era lo que sin duda había pasado. El enemigo estaba agotado y su fuego artillero de última hora, quizá las últimas granadas, no iba a frenar un asalto decidido. La decisión fue acertada. Pero…
—En un frente de varios centenares de metros de ancho los muchachos del 10.º, los Riders y numerosos cubanos atacaron de frente y comenzaron la subida. Hubo muchas bajas, pero la embestida no perdió fuerza hasta llegar a las alambradas donde quedaron atascados…
Claro, como que a nadie se le había ocurrido proporcionar alicates y cizallas al ejército expedicionario. Pero todos callaron mientras Bradley parecía reponerse al rememorar lo sucedido.
—En un punto, varios hombres —continuó explicando— atravesaron un sector de las alambradas enemigas y todo parecía ganado cuando de repente comenzó un fuego cruzado de ametralladoras que segó a los que subían por decenas. Esto es algo que pudimos observar nosotros mismos desde el puesto de mando de la brigada. Los defensores supervivientes parece que se habían concentrado en torno a las ametralladoras y cañones y dejado acercarse a nuestros hombres. Es increíble pero retuvieron el fuego hasta tenerles a escasos metros, cuando se encontraban indefensos y sólo podían seguir hacia delante o morir. Los que habían logrado entrar entre las alambradas quedaron aislados y recibieron una invitación a rendirse…
Ahora sí que la sorpresa y el horror atenazaron a todos.
—Pero aunque los Riders se replegaban a la carrera, muchos reaccionaron al ver agitar nuestra bandera en medio de la ladera; Roosevelt y otros la clavaron entre las alambradas y se aprestaron a defenderla. Pudo verse que el fuego enemigo les cubría. Les dispararon a bocajarro y nuestro testigo afirmó que infantes de marina españoles venidos de Santiago aplastaron toda resistencia. Roosevelt murió arrojándose sobre las bayonetas enemigas sable en mano cuando hubo agotado sus municiones.
—¿Es… es cierto eso? —balbuceó Shafter.
—Todo parece indicarlo. Rechazados y diezmados los Riders, los que sobrevivían entre las alambradas destruidas y los cadáveres quedaron perdidos a su suerte y sucumbieron.
»Un último intento de asalto desde abajo fue igualmente frenado en seco y diezmado por la metralla enemiga, a la vez que el rumor sobre la muerte del teniente coronel y la masacre de sus hombres se extendió rapidísimamente, causándonos casi tanto daño como el plomo español. Cuando estaban reponiéndose todavía los supervivientes del encuentro, varios centenares de infantes de marina españoles nos contraatacaron a la bayoneta, expulsándonos incluso de nuestras posiciones de partida; fue allí donde perdimos al general Summer y donde se produjo el hundimiento de ese sector del frente. Les mandaba un oficial de marina muy enérgico…
Y tanto que debía de serlo. La debacle ante Kettle causó una ola de pánico. Si los infantes de marina españoles que mandara aquel tipo desconocido hubieran sido unos pocos más, habrían llegado hasta El Pozo y cortado la retirada al grueso de las fuerzas que todavía aguantaban ante las Lomas.
Shafter tuvo que amenazar a Lawton con fusilarle si no abandonaba ipso facto el asedio de El Caney, unos cinco kilómetros al norte, para que acudiera con dos de sus brigadas a recomponer las líneas frente a Kettle. A todo esto Lawton, como todos los demás, callaba.
—Pero ¿cómo escapó el testigo? —preguntó Shafter.
—Fue herido por una bayoneta y dado por muerto. Cuando se puso el sol se deslizó entre los muertos hacia la manigua y se escabulló hasta nuestras líneas. Varios soldados le condujeron al puesto de mando del coronel Wood, que sustituyó a Summer tras su muerte. Fue allí donde nos refirió esta historia, pero llegó casi desangrado y le perdimos. Señor, creemos su testimonio fuera de toda duda.
—Esto no debe trascender ni recibir confirmación alguna; hasta que el cuerpo del teniente coronel Roosevelt no sea recuperado, la versión oficial debe ser que se encuentra desaparecido o prisionero…
—Creo que puede ser demasiado tarde, varios corresponsales estaban presentes, entre ellos Sylvester Scovel del New York World, así que me temo que la noticia puede estar ya en casa.
—Lo que nos faltaba —dijo Shafter, haciendo una pausa. A ver que escriben ahora esos plumíferos a sueldo de ese tipejo Hearst, con Roosevelt muerto y el ejército en derrota, pensó—. Caballeros, si esta es la situación —insistió— estamos ante una crisis más grave de lo que pensábamos. No se trata de que hayamos sufrido un rechazo en una jornada de combate, pudiendo reemprenderlo al día siguiente con nuevos bríos frente a un enemigo agotado…
Era evidente que no.
—Se trata de que tenemos a la casi totalidad de las unidades que han luchado frente a San Juan retirándose en un frente de varios kilómetros, prácticamente desorganizadas. Las bajas efectivas entre muertos y heridos —mostró con la mano abierta los estadillos que le estaban haciendo llegar— superan ya los tres mil quinientos hombres y quién sabe cuántas en esta noche aciaga; esto es más del 25% de todo el Cuerpo Expedicionario y no quiero ni pensar en la proporción entre los oficiales. Pero lo peor es que la moral ha sufrido un grave quebranto con todos estos hechos. No estamos en condiciones de atacar mañana, ni pasado tampoco. Necesitaríamos días para reorganizarnos e intentarlo de nuevo. Y en estos días el enemigo podría continuar reforzándose.
—Con todo respeto, señor. Eso es imposible —afirmó categórico MacClernand—. Santiago está cercado. Faltan víveres y municiones: la guarnición está agotada, sin apenas equipos: tienen miles de civiles que alimentar y hasta el agua les hemos quitado al tomar las presas de El Caney… No podemos ceder ahora. Esto ha sido el canto del cisne de la resistencia española. Reorganicémonos y ataquemos cuanto antes, están acabados…
Lawton, cuya unidad se había desangrado sin lograr nada, le cortó secamente:
—Eso de que tomamos las presas de El Caney vamos a dejarlo. Teníamos ordenado el asalto final a la posición cuando nos llegó la noticia del retroceso ante Kettle y la orden directa de acudir con las brigadas disponibles a tapar el hueco, así que en estos momentos sólo mantenemos allí un cerco más o menos efectivo. Todos los hombres muertos ante esa asquerosa aldea lo han sido en vano… —Estaba muy enfadado, pero se contenía. Prosiguió de inmediato—. ¿Y qué es eso de que están acabados? ¿Cómo explica usted el derroche de fuego artillero que han realizado? —dijo—. Por lo que sé, han estado a punto de perder la batalla en San Juan cuando sus cañones enmudecieron a mediodía, dejaron que les golpeásemos durante varias horas y todos habíamos creído que habían agotado sus últimos obuses. Sin embargo reanudaron el tiro y acallaron nuestros propios cañones, dejándonos sin apoyo en el asalto final; cuando llegamos desde El Caney recibimos un fuego muy certero que nos clavó en las posiciones que ahora ocupamos. Y además han emplazado ametralladoras, cuando suponíamos que el ejército español no las poseía. Yo pensaba lo mismo que usted, pero después de lo que hemos visto en el día de hoy, no se ya qué pensar.
—El ejército de tierra no, pero sí la Armada, y las maxims que usan son de mayor calidad que nuestras anticuadas Gattling. El refuerzo viene de la Armada. Obuses, ametralladoras, infantes de marina, refuerzos.
»¿De dónde creen que parte el fuego de hostigamiento que estamos recibiendo desde hace horas? De los buques surtos en la bahía. Parece claro que la flota es el factor clave. No sabíamos a ciencia cierta si los barcos de Cervera habían llegado con fuerzas de infantería de marina y suministros o no. Pero lo de hoy nos demuestra que sí. Tanto podrían estar a punto de ceder como encontrarse con nuevos bríos si esos barcos resulta que traían esos apoyos —continuó pensativo el general Bates.
Aquello sí que tenía sentido. La defensa menos expuesta que el ataque y si había con qué defenderse se podrían causar muchas bajas al asaltante. Si Santiago tuviera realmente con qué afrontar un asedio, estaba comprobado que tomarlo por tierra no sería tarea fácil.
Pero con las bajas que ya se les había infligido a los asaltantes se había sobrepasado el cupo admisible con creces, reflexionó Shafter en silencio mientras proseguía la discusión. Con la gente maltrecha, millares de heridos, pérdidas importantes en oficiales y forzados a atrincherarse en un entorno agobiante por la humedad y un calor pavoroso, la moral se cuartearía por momentos. Quizá lo peor era la extensión de la malaria y la fiebre amarilla causantes de más bajas que los propios combates. Si el ejército expedicionario quería sobrevivir debía tomar Santiago cuanto antes o retirarse de inmediato a Sevilla, Siboney, Guantánamo y Daiquiri, donde reorganizarse, pero tal decisión sería reconocer una derrota ante los españoles. Washington no lo permitiría, y además sería estúpido hacerlo cuando todavía contaban con múltiples bazas a su favor, ¿o no?
Si tales eran la opinión y los temores de Shafter, pronto encontró eco entre sus generales. El espectro atroz de una derrota en toda regla comenzaba a tomar cuerpo ante ellos. De súbito, la tela de la tienda se infló con un golpe de viento cargado de humedad y un trueno tremendo rasgó la noche mientras un pequeño diluvio tropical rompió a caer sobre la manigua. Poco iban a descansar en las horas que faltaban hasta el amanecer, pues la suerte de la campaña podía depender del acierto o error de las decisiones que tomaran.
Washington ordenaba no ceder, pero tampoco aprobaría un desastre, la mayoría de los generales opinaban que lo mejor era desistir de nuevos choques directos y mantener las posiciones o retirarse hacia las bases de partida, donde reagruparse, recibir refuerzos y llegado el momento intentarlo de nuevo. Se percibía el horror causado en todos ellos por las elevadas bajas; aquello era nuevo, luchaban en ultramar, no había una retaguardia amiga más o menos cerca y si se retiraban en derrota una debacle y la aniquilación eran posibles; otro día como aquel y todo habría acabado. Shafter tuvo que emplearse a fondo y recordarles a todos que pese a la inferioridad numérica y el estado desastroso de su ejército, los españoles combatían con decisión; sería totalmente indigno retirarse sin haber luchado mientras fuera posible hacerlo por la victoria.
Kent expuso con vehemencia la necesidad de un repliegue pan evitar males mayores y contar con la posibilidad de un nuevo intente más adelante. Shafter sabía que aquello no era más que una ilusión; sin una victoria rápida, es decir, sin la toma inmediata de Santiago, el ejército expedicionario quedaría destrozado por las enfermedades y la extensión del desánimo.
—¿Y nuestra flota? ¿Dónde está la flota? ¿Por qué no entran en esa bahía y barren de una vez esos buques? —bramó el brigadier Hawkins, quien había escuchado en silencio todo el rato hasta entonces.
—Eso es. Debemos combinar un ataque con la flota. Mientras ellos fuerzan la entrada, nosotros atacamos por tierra. Es más, si lo logran Santiago caerá sin combatir; con nuestros cañones en la bahía la plaza no tiene defensa —apoyó Lawton.
—No es tan fácil. Si entran tendrán a todos los cañones y torpedos enemigos esperándoles y dadas las características de la boca deberían ir pasando de uno en uno. Las fortalezas de la entrada de la bahía tendrían que ser destruidas o de lo contrario podría ser un desastre —avisó el propio Shafter.
—Pero tardaremos varios días en poder intentar un nuevo asalto. Precisamos concentrar toda nuestra fuerza para romper el perímetro… —dijo Bates.
—Me temo que no será sencillo: San Juan y El Caney solo eran posiciones avanzadas, las verdaderas defensas están detrás… Además, he recibido noticias de la llegada a Santiago a la caída del sol de una fuerte columna procedente de Manzanillo, posiblemente varios miles de hombres. Los cubanos aseguran que les han hostigado durante el trayecto, pero lo cierto es que han llegado en gran número. —Lawton sabía de que hablaba.
Aquello fue definitivo. ¡Miles de soldados de refuerzo, después de una jornada como aquella!, por muy cansados que vengan, aquello era un notable refuerzo para los sitiados. ¡Valiente asedio en el que entran miles de hombres! La mayoría de los generales pidieron a Shafter la retirada. Este mismo estaba convencido de que lo mejor era replegarse ahora, y retrasar el siguiente ataque para no arriesgarse a una nueva derrota; otra masacre como la sufrida el 1 de julio aquel y la fuerza expedicionaria perdería su capacidad ofensiva al menos en el grado aplastante que aún mantenía. Si aflojaban el cerco —no obstante— era innegable que los sitiados serían reforzados a su vez. Si los de Manzanillo habían llegado, había muchos miles más en el resto del distrito militar de Santiago que también podían hacerlo, pero se suponía que el corte de las comunicaciones y las guerrillas cubanas habían ayudado a impedirlo. A su retaguardia, aislados en el campo atrincherado de Guantánamo, fijando a numerosas fuerzas yankees, estaba el general Pareja con varios miles de hombres que no habían cedido ni un metro en sus posiciones. Si retrocedía el Cuerpo Expedicionario, los españoles moverían piezas y la victoria rápida se esfumaría. Con estas y otras razones, Shafter habló a la junta de generales y logró un compromiso.
—Vamos a replegarnos a las posiciones en torno a El Pozo y a lo largo del Camino Real, haciéndonos fuertes en el área de Sevilla-Las Guásimas y Siboney: en medio de la manigua y hostigados desde posiciones en altura no podríamos mantenernos. Así que eso será lo mejor. Deben todos ustedes hacer lo imposible por reorganizar sus unidades y concentrar cuantos medios ofensivos puedan. Se retirarán hacia la costa las unidades más castigadas con todos los enfermos y heridos… Y solicitaremos que la flota ataque de inmediato, en… sí, en cuatro días como máximo, que fuerce la entrada, hunda esos barcos y bombardee la ciudad. Si lo logran avanzaremos contra Santiago de nuevo con todas las fuerzas disponibles, podremos entrar y con ello habremos ganado una batalla que puede decidir esta guerra. —Shafter añadió—: Si tardan más de cuatro días o no se pueden comprometer a hacerlo por lo que fuera, daremos orden general de retirada hacia una línea entre Siboney y Guantánamo. —Aquello era igual a levantar el cerco, pero todos callaron—. Voy a entrevistarme con el almirante y transmitirle esta petición, pero quiero la unanimidad de todos ustedes.
Wheeler, Lawton, Kent, Bates y los demás se alzaron.
—La tiene, mi general. —Lawton miró a su alrededor buscando los ojos de sus compañeros, luego estrechó la mano de Shafter—. Creo hablar en nombre de todos al decirle que haremos cuanto esté en nuestras manos por asegurar la victoria y también para evitar un desastre. Recompondremos las líneas entre esos ejes y —calló un segundo— y en cuatro días, cuando nuestros buques entren en la bahía, marcharemos de nuevo sobre Santiago…
***
Caía la tarde del día 2 de julio y volvía a llover cuando sacaron a Shafter del coche que le llevó a Siboney; el pequeño puerto servía de enlace con las fuerzas navales que bloqueaban la entrada de la bahía de Santiago; no era población situada a demasiada distancia de El Pozo, pero el estado del camino y del propio Shafter eran deplorables. Vencido por el cansancio, la preocupación y los baches que agitaban el coche de caballos que le transportaba, su viaje en la amanecida había sido una tortura; se sintió morir cuando le bajaron y mientras le buscaban acomodo en una casa ocupada junto al puerto. No estaba en condiciones físicas para seguir al frente, debía pedir el relevo inmediato, apenas podía moverse con su pierna vendada por la gota, sus muchos kilos de sobrepeso y el sufrimiento añadido de la fiebre que había contraído, pero una extraña lucidez se había apoderado de él. Si renunciaba ahora, si tenían que relevarle, sería una prueba más de la derrota. Y no podía aceptarla. Además, el ejército de tierra ya había hecho cuanto estaba en su mano; era la flota la que tenía que entrar en juego, era su turno. Sabía cual sería la respuesta del almirante Sampson. La flota cumpliría con su deber; el ejército había pagado con mucha sangre el intento de victoria y se precisaba de una acción decisiva que salvara la campaña. No iban a escurrir el bulto.
El puerto estaba lleno de tropas recién llegadas que no tenían dónde refugiarse del aguacero que todo lo inundaba. Chorreaban bajo sus gorros canadienses de fieltro, incluso portaban mantas de lana en bandolera sobre sus gruesas camisas azules de reglamento; estaban empapados por completo; cuando cesara la lluvia, el sol les cocería en su propio jugo. En unos días, su vitalidad se escurriría entre las miasmas del trópico, si no se topaban antes con balas enemigas. Pero aquellos hombres, el 34.º regimiento de Voluntarios de Michigan y el 9.º de Massachusetts estaban todavía en buenas condiciones, y muchos más regimientos estaban por llegar; con ellos y las unidades ya fogueadas del Cuerpo Expedicionario podría lanzarse un ataque por la costa que tomara las fortalezas que guarnecían la entrada a la bahía.
El Maine, había comenzado aquello, pensó con amarga ironía, y ahora le iba a pedir a la flota que hiciera una carga suicida frente a los cañones enemigos como hiciera la brigada sudista de Pickett en Gettisburg durante la guerra civil. Aquello acabó en una horrenda masacre; entonces fue la nordista Brigada Maine la que aguantó el tipo. Ya habían tenido un segundo Gettisburg en las Lomas de San Juan. ¿Habría uno nuevo, esta vez naval? ¿Sufrirían una derrota sangrienta que les marcara una segura derrota como les sucediera a las fuerzas de la Confederación? Él, Shafter, y quizás el difunto teniente coronel Roosevelt, habían fracasado; ahora todo dependía de una acción desesperada.
Recordando la multitud de enfermos, las nubes de mosquitos y el calor espantoso de la manigua, supo que era cuestión de días el pasar de ser un ejército a la ofensiva a volverse un cuerpo inerte. Vencer o sucumbir; la retirada era una posibilidad no prevista por nadie, pero se dijo que su deber era salvar la vida de sus hombres si todo salía mal. Le crucificarían a su regreso si volvía con una derrota, lo sabía de sobra. Aunque lo más probable era que muriera de enfermedad si se obstinaba en seguir allí. Bueno, le diría a Sampson en persona lo que tenía que decirle, informaría al presidente MacKinley y, ¡joder!, MacClernand debía tener razón, si ellos que tenían cuanto suministro deseaban estaban como estaban, los españoles debían encontrarse en las últimas. Cuatro días para recomponerse, un asalto decidido de la flota y Santiago caería…
Todavía no había acabado el juego.