EN EL PARAÍSO
El miércoles, T se despierta a las ocho con la radio de la mesilla. Días atrás ha encontrado una estación que emite una mesa redonda humorística con participación telefónica de los oyentes. Le viene bien para precalentar su listening antes de salir a desayunar y enfrentarse a las preguntas rápidas de los camareros. Esta mañana se propone como tema de tertulia cuál es la cualidad de un hombre que más valoran las mujeres. T va al baño a orinar y, contra su costumbre, vuelve a sentarse en la cama a fumar antes de cepillarse los dientes y ducharse.
Después de una introducción a cargo de los reunidos en el locutorio, el director del programa da paso a las llamadas en directo. A T le cuesta seguir los diálogos, pero alcanza a comprender que se menciona la inteligencia, la ternura, la caballerosidad… Una oyente chistosa habla de dinero y tarjetas de crédito, y otra introduce el asunto de las tallas y medidas, lo que da ocasión a muchas risitas y juegos de palabras ininteligibles en la mesa redonda. Sin embargo, casi todas las mujeres que llaman al programa mencionan el sentido del humor como principal activo de un hombre, ése es de largo el más repetido de los tópicos. Y una especialista en temas de pareja que ha sido invitada al locutorio confirma la importancia de ese rasgo: según ella, reír equivale a ser feliz, así que un hombre capaz de hacer reír a una mujer lo tiene casi todo ganado. Aquello funciona a modo de conclusión acordada por todos los participantes en la mesa, que al fin y al cabo son humoristas y por tanto están encantados con lo dicho. Después pinchan My baby just cares for me y T se mete en la ducha canturreando la letra que se sabe a medias.
Bajo el agua, T piensa en cuál puede ser la cualidad que más puede valorar una veinteañera que viste trajes sastre y cuenta chistes poniendo cara de Popeye. ¿Es posible hacer reír a una mujer así? Desde luego T tiene sentido del humor, pero no acostumbra a manifestarlo, lo que bien mirado es como tener dinero pero no gastarlo. Quizá puede decirse que es tacaño con su sentido del humor… Eso es: tacaño con su sentido del humor; le parece una buena manera de expresarlo. Por otro lado es apuesto, incluso muy apuesto, tiene razones para sentirse seguro de eso. Recuerda su primer viaje en metro en la ciudad. Una negra muy guapa insistió en mirarlo persistentemente. T nunca se había enfrentado a una mirada semejante en aquella parte del mundo, pero comprendió claramente lo que estaba ocurriendo, no le cupo duda de que le hubiera bastado con sostener la vista, bajar en la misma parada que la chica, y seguirla hasta donde ella quisiera llevarlo. Sin embargo, no había ni coquetería ni voluntad de seducción en los ojos de ella, era una interpelación fría y decidida, quizá como la de los skin-head del jeep, pero en este caso T pasó el viaje en metro procurando mirar a otra parte y comprobando de vez en cuando que la chica insistía con descaro. En días sucesivos le había ocurrido lo mismo otras veces, aunque siempre con blancas anglosajonas, la negra del metro había sido la excepción. Y también había querido ligar con él un blanco, en el West Village, un joven muy delgado con traje de lino crudo. De manera que en pocos días habría podido tener contacto con media docena de personas distintas, gratis y sin hacer ningún esfuerzo para seducirlas, sólo gracias a su aspecto.
Ciertamente, debe de ser un hombre atractivo, piensa T. Además también puede ser amable, educado, caballeroso… Resumiendo: es un tipo guapo y cortés. ¿Algo más? Recuerda de pronto las palabras textuales de cierta mujer que pertenece a su pasado. «Eres desesperadamente triste y solitario, no hay manera de llegar a ti». En su momento T no terminó de entender de qué lo estaban acusando, pero permaneció callado, escuchando aquel veredicto que lo hacía sentirse vagamente culpable. «No hablas de tus sentimientos, estar contigo es como estar con un autista». Ella pronunciaba las palabras con furia creciente a medida que él se apocaba en su silencio: «Tienes que acabar con tu tristeza de una maldita vez por todas: vomita todo eso tan tremendo que guardas y termina ya, por el amor de Dios». Aquellas últimas palabras le parecieron a T insoportablemente crueles, tanto que reaccionó de forma que no recuerda. Su memoria trata a menudo de ahorrarle los malos recuerdos. Pero eso le pasa a todo el mundo, ¿no? Todos aprendemos a olvidar lo que nos duele…
Sale de la ducha y se seca. Después va en busca del rasurador eléctrico. Debería haberse afeitado antes de ducharse, ahora se le van a enganchar todos los pelos sobre la piel húmeda. Siempre al son de la radio, se rasura y luego se afeita a cuchilla hasta dejar su cara desnuda, suave y ligeramente azulada allí donde antes hubo pelo. Luego se concentra en elegir su atuendo. Además de la ropa y el relojito de esfera negra, la tarde anterior ha comprado unos zapatos negros de estilo italiano, 199 dólares, un frasco de Boucheron, 105 dólares, y una gorra de cuero que encontró en una sombrerería de Herald Square, 59 dólares. Lo extiende todo sobre la cama y después de algunas pruebas se decide por el traje gris sobre una fina camisa de Hugo Boss. Al final se encasqueta la gorra de cuero un poco ladeada. Luego se mira al espejo entero de la puerta del baño, tratando de no chapotear mucho en el suelo inundado. En realidad no parece haberse quitado muchos años de encima, y tampoco se siente muy seguro de que la gorra le dé el oportuno aspecto Irish que él pretende, eso sin contar con que seguramente es una simpleza el suponer que a una medio irlandesa le van a gustar los hombres con gorra. En cualquier caso puede decirse de su look que resulta bastante europeo, más simple y a la vez más sofisticado que el de la ciudad. Así que se da el visto bueno y sale a la calle.
Es una mañana gris y húmeda, las calles sueltan vapor por todas sus rendijas y los edificios más altos desaparecen entre las nubes como fantasmas desmochados. Subiendo por la Quinta se fija en los transeúntes para comprobar si su gorra de cuero llama la atención. Ve a una rubia con minifalda saliendo de una boutique en compañía de su millonario de opereta, un cincuentón gordo vestido de etiqueta y con un puro humeante entre los dientes pese a la estricta prohibición de fumar que rige en todas partes. Un poco más arriba, un negro en calzoncillos y bata de hospital arrastra sus pertenencias en una caja de fruta que lleva ligada al pecho con un cordel. En un escaparate enmarcado en mármol africano se exhibe un esmoquin con aparatosos broches de bota de esquiar en lugar de botones. Pasa un enorme descapotable rojo tapizado en cuero blanco; en el asiento de atrás han instalado una voluminosa cámara de cine tras la que el operador filma la estela que dejan en el tráfico. Y, naturalmente, nadie repara en la gorra de T.
Ya ha conseguido olvidarse de ella cuando llega al edificio de la 42 y vuelve a verse en un espejo del vestíbulo, protegido de la vista del conserje. De pronto le parece que la gorra no le sienta tan bien como creía, quizá tiene demasiado aspecto de nueva. Se la quita, se arregla el peinado con los dedos, se acerca más al espejo, descubre que le ha quedado una marca roja en la frente… Cuando llega arriba y llama al timbre del Instituto ha perdido toda la seguridad en sí mismo.
—Buenos días. Vengo a ver a Suzanne, ayer olvidé traer mi pasaporte…
—OK, adelante —dice Diane Keaton.
* * *
Suzanne está concentrada en una conversación telefónica, ni siquiera se gira para ver quién entra. Su peinado es aproximadamente el mismo que el de ayer, recogido en un bucle trasero, pero ahora viste un cuello cisne tipo Audrey Hepburn. Eso deja una cierta libertad de movimiento a los senos bajo la tela de lana fina; no muy grandes, sin duda sostenidos con ayuda de corsetería, se diría que innecesariamente. T se para ante la mesa y ella alza un momento la vista mientras escucha al teléfono. No lo reconoce a la primera, pero se nota que lo que ve le interesa, porque vuelve a mirarlo por segunda vez. T cree notar que en esta segunda mirada ella se ha fijado especialmente en la gorra. ¿Eso es bueno o es malo? Cuando lo mira por tercera vez sí lo reconoce: sonríe maravillosamente bien y lo invita por señas a sentarse. Inmediatamente hace cara de «Menudo pesado me ha tocado al teléfono»: párpados caídos y mentón descolgado como quien está a punto de dormirse. ¿Debe T quitarse la gorra? Está en un interior y ante una mujer, pero ¿descubrirse no resultará un gesto anticuado, hasta cursi? Nunca nadie en la ciudad se quita las gorras al entrar en ningún sitio… Claro que la mayoría de las gorras que se ven son de béisbol y se llevan al revés, lo que no invita a comportarse como un caballero de fina estampa sino a rapear obscenidades. Pero ¿qué pasa si uno lleva una gorra de inmigrante irlandés decimonónico? Quizá lo apropiado es quitársela, doblarla y guardarla en el bolsillo del traje, caso de que quepa en él. Desde luego lo que no va a hacer es quedarse sosteniéndola en las manos como un gañán ante la marquesa, una actitud semejante no haría juego ni con la camisa Hugo Boss, ni con la Boucheron de cien dólares, ni con el skyline de vértigo que se ve por la ventana. Lo seguro es que no debía haberse puesto la maldita gorra con apresto de nueva: da calor, atufa a cuero, deja la frente marcada con una línea roja y no sabe uno qué hacer con ella ante una muchacha vestida de Audrey Hepburn.
—Madre mía, cómo está hoy la gente. ¿Había luna llena ayer?… —le dice la muchacha vestida de Audrey Hepburn cuando al fin consigue colgar el teléfono.
—No sé: desde la habitación de mi hotel sólo veo zapatos… Vengo a traer el pasaporte. ¿Te acuerdas…?
—Sí, la beca… Perdone, me ha costado un poco reconocerlo cuando ha entrado…, se ha afeitado la barba…
T siente que sus nervios se calman, como un actor cuando por fin se ha alzado el telón y ya sólo puede actuar. Y él es un buen actor:
—Mujer, no me hables de usted… ¿Tan viejo te parezco?
Ella hace el innecesario gesto de recogerse una greña tras la oreja:
—Bueno, los he visto peores… —Sonríe.
¿Eso es coquetería? En cualquier caso el tono es propicio para que T dé otra media vuelta de tuerca:
—¿Debo tomarlo como un halago? —También sonríe. Ella hace gesto de pensarlo un momento:
—Mmm…, no. Bueno, sí: siento debilidad por las gorras. Es que de pequeña me mordió un perro…
Naturalmente la incongruencia es un reto al ingenio de T, y viene acompañada de enormes parpadeos de avestruz perpleja.
Él vacila un momento, toma aire y dice:
—Quien fuera perro…
Desde luego no es una respuesta ingeniosa, pero sí es audaz, contundente… Y produce su efecto, se nota en la forma en que ella desencaja la mandíbula de lado y alza las pupilas al cielo, quizá en la parodia de un boxeador al borde del Knock Out. Pero él sabe que de momento no hay que insistir en esa dirección, esto ha sido sólo un amago, así que, como a punto y seguido, añade:
—Bueno, vengo a traerte el pasaporte y a hacerte unas consultas…
Aquí, T hace algunas preguntas que tenía preparadas para la ocasión: plazos para la respuesta, prorrogación de las becas… Es el momento de insertar un poco de conversación que ella pueda juzgar inteligente pero también personal, con toques de sensibilidad. A propósito de la discusión sobre la conveniencia o no de volver a España mientras se tramita la solicitud, T comenta que no le apetece nada regresar, que prefiere quedarse allí el tiempo necesario, y eso da pie para hablar de la fascinación que ejerce sobre él la ciudad: las escaleras mecánicas de un siglo de antigüedad, las cajas registradoras con manivela, los ascensores de latón de los que uno siempre espera ver salir a Spencer Tracy… También manifiesta con sentidas palabras en qué forma todo le parece sorprendentemente viejo, con ese antiguo esplendor que recuerda en blanco y negro desde niño, siempre enmarcado por el televisor o la pantalla del cine, y que ahora se le aparece a diario en sus colores reales, en su tamaño descomunal, en su brillo decadente como el lustre de un perro muerto. T se cuida mucho de mencionar el perro muerto, naturalmente, lo mismo que su metáfora de los gusanos afanados sobre el cadáver, pero a cambio procura involucrarla más en la conversación preguntándole dónde vivía antes de llegar a la ciudad. Ella explica que en los últimos años alternaba entre Santander y Sligo: estudiaba en España y pasaba las vacaciones en Irlanda. Pero ahí se detiene porque está un poco aturdida por este tipo que ayer parecía Indiana Jones y hoy parece James Bond y además se atreve a sugerir que le gustaría ser perro para poder morderla. Guau.
—Bueno, no quiero entretenerte más, esta vez no he olvidado el pasaporte… —dice T cuando comprende que ella necesita un rato de reposo porque en los últimos minutos ya ni siquiera está haciendo muecas.
—OK —dice ella con su sonrisa de verdad, sin deformar; después se levanta de la silla y se acerca a él—. Déjamelo un momento, voy a hacer una fotocopia. Bueno, dos: una de la primera página y otra de la fecha de llegada. Es para los de inmigración… —se acerca a la fotocopiadora y coloca el original—. ¿Puedes darme un teléfono de contacto?
—Sí, el de mi hotel. El número es el de la canción de Glenn Miller: Pennsylvania seis mil no sé cuántos.
—Espera, mejor te doy mi tarjeta —se acerca a su mesa y toma una de un montón—. Calcula un par de semanas y me llamas.
T juzga que éste es el momento de insistir en la dirección antes abandonada:
—No sé si tendré tanta paciencia —sonríe.
—Bueno, antes de ese tiempo no creo que sepamos nada… —dice ella, iluminada por el fogonazo de luz de la fotocopiadora.
—Es igual, me gustará oír tu voz, aunque sea para decirme que todavía no sabes nada.
Sorpresa mal disimulada de ella:
—Bueno…, pues aquí estoy.
T sale de las oficinas con la tarjeta todavía en la mano. La lee: «Instituto de Estudios Aplicados. Suzanne Ortega. Administración». Trae la dirección y un número de teléfono.
* * *
A la mañana siguiente, T ha estado caminando sin rumbo claro y desemboca en Times Square. Un tipo vestido con tanga, botas camperas y sombrero de cowboy, todo en blanco a juego, toca la guitarra en una de las isletas centrales. Varias turistas de edad provecta se turnan para fotografiarse con él mientras posa haciendo volar su rubia melena o se queda congelado en un gesto de estrella del rock. Junto a semejante grupo, un policía de tráfico muy serio trata de poner un poco de orden en el confuso nudo de calles, concentrado como un director ante su orquesta de bocinazos. Alrededor, una aglomeración de turistas actúa como público desde las aceras periféricas y, de fondo, los altísimos edificios acribillados de neones y pantallas publicitarias forman el abigarrado teatro en el que se representa la función.
T aprovecha la ocasión de encontrarse allí para entrar en Virgin’s y al traspasar el umbral reconoce el tema que suena por los altavoces: Me gusta la mañana y me gustas tú… . Se acerca al mostrador y trata de pronunciar Burl Ives de forma inteligible para la muchacha oriental que lo atiende. No lo consigue, tiene que escribírselo en un papel.
Oh, yes, Burl Ives dice ella. Pero no hay nada en stock, y tampoco de Joe Jackson el bluesman, aunque sí de Joe Jackson el country singer. Cuando T vuelve a la calle con las manos vacías, el tipo de la guitarra está haciendo posturitas de culturista y las ancianas congregadas, muertas de risa, han progresado en audacia hasta el extremo de meterle los billetes en el tanga.
T baja por la Séptima esquivando turistas y tenderetes que ofrecen yellow cabs reducidos a pisapapeles y esferas de cristal en cuyo interior se produce el extemporáneo fenómeno de una nevada sobre el World Trade Center. Al llegar al hotel entra en una de las tiendas del vestíbulo y compra una tarjeta telefónica de diez dólares. Luego se acerca a los teléfonos públicos. Duda, pero su yo pragmático le informa de que no hay nada que temer, así que marca todos los números y se queda escuchando los pitidos absurdamente rápidos que ha aprendido a identificar como la señal de espera telefónica en aquella parte del mundo.
—Hello? —contesta una voz femenina. T cree reconocer a Suzanne, pero no está completamente seguro:
—Can I speak to Suzanne Ortega, please?
—Yes, speaking. Who’s calling?
—Hola, estuve ahí ayer, por la beca… ¿te acuerdas?
—Ah sí, hola, no te conocía en inglés…
—Ya… Verás, te llamo tan pronto porque se me ha ocurrido que a lo mejor te apetecía que quedáramos para almorzar.
Se hace un silencio al otro lado de la línea. T trata de llenarlo antes de que llegue a hacerse incómodo:
—¿Sorprendida?
—Pues…, la verdad, sí: un poco.
—Me lo imagino. ¿Puedes hablar en este momento?
—Bueno, justamente ahora estoy atendiendo a alguien…
—¿Te llamo más tarde?
—Sí…, bueno, es que en este momento me pillas…
T necesita una confirmación más clara:
—No quiero molestarte si estás ocupada, sólo dime si puedo llamarte en algún otro momento.
La respuesta es entrecortada pero inequívoca:
—Sí…, sí.
—¿De aquí a una hora?
—Bueno…
—Perfecto. Hasta luego.
—Hasta luego…
T cuelga el aparato. Mira el reloj: 11.47. Toma aire, lo suelta lentamente, se pasa una mano por la cara y echa a andar hacia cualquier parte. Ella ha dicho «sí». Ha dicho «sí» dos veces: «Sí, sí». Está clarísimo que eso significaba que sí, ¿correcto?, correcto. Aunque de momento queda por delante una hora muy larga que hay que ocupar andando por la 34 sin alejarse mucho. Ve un carrito de hot-dogs y come uno sin apetito, sólo porque le sigue pareciendo inaudita esa facilidad con que se come cualquier cosa en cualquier parte, como en un País de Jauja donde los más pobres son los más gordos. Después entra en un almacén de artículos deportivos y curiosea en el departamento de pesas. Echa de menos el gimnasio de la Central, se siente un poco anquilosado. Más allá se mete en otra tienda de discos: sin noticias de Burl Ives o Joe Jackson el bluesman, como si se los hubiese tragado la tierra. Mata otros cinco minutos mirando un escaparate con zapatos estampados en rayas de cebra, pelo de jaguar y piel de sapo del Amazonas; probablemente sapo venenoso, a juzgar por el verde brillante con manchas rojas. Luego se tropieza con una perfumería del tamaño de un campo de tenis y prueba esencias sobre tiritas de papel hasta que se le embota el olfato…
Cincuenta minutos más tarde está otra vez fumando bajo la marquesina del hotel, oliendo a infierno florido y tratando de ver si se mueven las manecillas de su reloj. Pero sólo cuando ha pasado exactamente una hora desde la primera llamada vuelve a marcar el número en uno de los teléfonos del vestíbulo. Su estricta puntualidad es casi obscena, da a entender demasiadas cosas. T lo sabe y, sin embargo, toma el teléfono y marca el número exactamente a las 12.47.
—¿Suzanne?
—Sí, hola.
—¿Puedes hablar ahora?
—Más o menos… Oye, lo siento pero no puedo quedar hoy, estoy muy liada.
—¿Y una copa por la tarde…?
—Hoy no puede ser, de verdad.
—Vale… ¿Y otro día…?
Se queda encallada antes de contestar:
—Sí…, otro día.
—¿El sábado?
—Nnnno, no puedo, tengo un montón de cosas que hacer los sábados…
—Perdona, no quiero agobiarte, ni soy ningún psicópata, ni nada parecido… Pero estoy solo en la ciudad, no hablo bien el idioma… Me gustaría poder charlar un rato con alguien sin parecer idiota. Sólo charlar un rato, tomar un café…
—Ya, pero es que de verdad que los sábados… ¿Te va bien el domingo por la mañana?
—Me va perfecto. Si te apetece podemos desayunar, o tomar un aperitivo en algún sitio, lo que quieras. ¿Qué haces los domingos por la mañana?
—Uf: me levanto tarde… A veces voy a dar un paseo por el parque. Pero tendría que estar de vuelta a la hora de comer, he quedado con mis compañeras de piso.
—Bueno, podemos encontrarnos a primera hora en el parque, ¿te parece?
—No muy temprano, ¿vale?…
—No, no muy temprano… ¿A las once en Strawberry Fields?
—OK, a las once en Strawberry… Oye, perdona, tengo que dejarte, tengo una visita esperando.
Cuando cuelga, T está convencido de que lo más difícil ha sido concertar esa primera cita. El resto fluirá, lo presiente con fuerza. Y se acuerda de pronto de una frase de película: «He cruzado océanos de tiempo para llegar hasta ti», le dice Drácula a Mina, su amor reencontrado.
* * *
T ha estado vagando por la ciudad durante dos días, más interesado en que pasara pronto el tiempo hasta su cita del domingo que en nada de lo que ve a su alrededor. Por las noches, después de cenar comida rápida en cualquier parte, ha acudido a un bar de la 33 que le pareció propicio para emborracharse tranquilamente. Es un garito de fachada opaca junto al que se apostan varias prostitutas inexpresivas, plantadas simplemente a la espera de que los clientes acudan a ellas por propia iniciativa, como quien va a sacarse una muela que lo atormenta. Allí toma un güisqui con hielo tras otro, hasta que le entra sueño y sube a dormir al hotel.
El sábado se modera un poco para evitar una resaca severa la mañana siguiente. Se fuerza también a acostarse antes de la medianoche, pero se le ocurre pensar en cómo conviene vestir para una cita dominical en el parque y la obsesión no lo deja dormirse. Lo mejor sin duda será unos vaqueros, una sudadera y zapatillas deportivas. No tiene una sudadera ni nada parecido, pero muchas tiendas abren el domingo… Pasada la una de la madrugada renuncia a dormir y enciende el televisor. En el CKM emiten El Príncipe de Zamunda, Coming To America en la versión original, y se alegra de comprobar que entiende los diálogos razonablemente bien, su inglés mejora día a día. Eddie Murphy, príncipe heredero del trono de Zamunda, viaja a Queens en busca de su princesa soñada. Llegado a la ciudad oculta su rango, consigue un empleo de fregasuelos y se enamora de la hija del rey de la pizza, la perla más codiciada del barrio. La misma ciudad. También una mujer. Son casi las tres cuando apaga el televisor, pero su cerebro está demasiado estimulado para tratar de dormir. Tiene hambre, y no tarda en caer en la cuenta de que está en el corazón de la ciudad que nunca duerme, otra vez la misma ciudad de la película, así que se pone los pantalones y una camisa a modo de guayabera para bajar a la calle.
Quedan bastantes locales abiertos y las pilas de bolsas de basura frente a ellos supera ya la altura de cualquier hombre, pero la aglomeración de turistas, oficinistas y trabajadores ha remitido en favor del tránsito más pausado de los noctámbulos habituales, se cruza con toda clase de ellos de camino al selfservice coreano. Tiene una apetencia muy concreta, la boca se le está haciendo agua a medida que se acerca al local.
Entra a la potente luz interior y va directo a servirse un enorme montón de alitas de pollo fritas. Sólo eso: alitas de pollo. Luego llena un vaso grande con hielo y Coca-Cola en los surtidores. La espuma chisporrotea bajo el chorro a presión y el frío pronto traspasa el vaso repleto de cubitos. No hay cola para pagar en la báscula, donde ya no está el Fu Man Chu de las barbas sino un joven muy fornido para ser oriental, y en el piso alto sólo hay tres o cuatro mesas ocupadas, puede elegir la que queda justo frente al centro del enorme ventanal a la calle.
Empieza a comer con pausado placer; las alitas están calientes, crujientes y muy especiadas, y la Coca-Cola tan fría y pletórica de gas que obliga a cerrar los ojos a cada trago. Ante su mirada, la Séptima Avenida parece una Utopía feísta proyectada en una pantalla de cine. El plástico negro de las bolsas de basura refleja la luz multicolor de los neones, una gigantesca foto de Michael Jordan anuncia trajes en el edificio de enfrente, y un eco de bocinas y sirenas deja adivinar que uno está en el centro geométrico de La Ciudad por antonomasia. O al menos en el centro de su cadáver yaciente, siempre agitado de gusanos insomnes que suben y bajan de los taxis amarillos. Pero por un momento T no se siente gusano sobre perro muerto, sino tripulante a bordo de un arca débilmente amarrada a la costa en espera del Diluvio, de la Hecatombe, del Gran Ataque Alienígena. Bastará entonces soltar amarras y salvar el Arca para haber salvado a la humanidad entera: a bordo va el mundo en esencia, desde lo más abyecto hasta lo más elevado. Y entretanto, T come interminables alitas de pollo como un indolente Nerón ante su Roma. Es inmensamente feliz en este instante: el pasado es pasado, la vida puede empezar de cero: puede, es cierto, así lo siente en este momento.
Cuando termina de llenar el estómago decide tomar un par de güisquis en el bar de la 33 para gozar un poco más de la euforia del momento. En realidad termina tomando cuatro, y la euforia puramente psicológica está ya muy mojada en alcohol cuando de vuelta al hotel, bajo unos andamios oscuros de la calle 33, se cruza con un blanco alto y delgado, vestido con una sudadera gris con capucha. El tipo se le planta delante con las manos metidas en el bolsillo central de la sudadera y dice algo ininteligible. T se disculpa por no haberlo entendido y el tipo reacciona de malos modos:
—The time!: the time!: what’s the time!
T piensa que quizá están tratando de robarle el reloj y casi se alegra de que alguien intente algo así. De momento se pone serio y le planta al tipo la muñeca delante de las narices, sobre todo para que valore por sí mismo si un Casio de cien dólares, por mucho bulto que haga, vale la pena de habérselas con un desconocido de su envergadura y estado de forma. El tipo mira detenidamente la esfera y las pantallas digitales, murmura la hora para sí mismo e inicia el gesto de marcharse sin dar las gracias. Pero T está ya muy estimulado por la mezcla de alcohol y adrenalina:
—Hey, you, wait a moment —dice presentando el perfil y sujetándole al tipo la manga de la sudadera con la izquierda. El tipo se saca la derecha del bolsillo central:
—What d’you want?
—I like your shirt…
—Do you really?
El tipo mantiene la compostura, pero parece querer marcharse cuanto antes, lo indica su mirada a izquierda y derecha en busca de testigos. T sonríe sólo con los labios, tratando conscientemente de resultar siniestro:
—Sure, it looks very nice… Where did you huy it?
—I don’t remember… Leave me alone.
T se queda un momento mirándolo fijo a los ojos y sabe que el tipo tiene miedo. Es justo entonces el momento de agarrar con las dos manos su codo izquierdo, que permanece doblado en asa porque tiene la mano metida en el bolsillo de la sudadera, enseguida rotar sobre sí mismo al estilo de un lanzador de martillo, y soltar la presa en el momento justo para que salga trastabillando de espaldas hacia la oscuridad casi absoluta de bajo los andamios. El tipo tiene tiempo de gritar, Help…, pero apenas le sale un gallo que se interrumpe en el violento choque contra una persiana. No le da tiempo a más antes de que T se acerque dando pequeños saltos de boxeador y le lance un crochet de derecha a la mandíbula. El golpe, perfectamente horizontal, hace primero chocar el diente canino inferior izquierdo contra el superior del mismo lado, con tal violencia que se rompe de raíz el segundo, más débil, y desencaja después el largo hueso maxilar, cuya pata superior alojada en la sien pellizca el nervio propicio para producir la pérdida de conciencia casi inmediata.
El tipo queda sentado contra la persiana en estado de grogui, mueve brazos y piernas pero no es capaz de levantarse pese a que lo intenta igual que un niño después de girar como una peonza. Y tampoco puede gritar palabras articuladas, su mandíbula está desencajada y parte de su aparto fonador ha quedado súbitamente anestesiado por el traumatismo. T se acerca con intención de terminar el trabajo quizá con un punterazo en las costillas, pero una baba sanguinolenta sale de la boca del tipo y amenaza con manchar la sudadera. «No me seas cerdo…», le dice T en español, y se apresura a quitarle la prenda. El tipo es poco más que un muñeco que parpadea con insistencia y mira a T sin entender qué pretende hacer con él. Finalmente parece que la sudadera termina saliendo por su cabeza sin llegar a mancharse, y el tipo, ahora en camiseta de tirantes, insiste en levantarse por el método de apoyarse en uno de sus finos y blancos brazos y tratar de hacer algo coherente con las piernas.
Está a punto de conseguirlo, ha logrado hincar una rodilla en el suelo cuando T cambia de opinión respecto al remate previsto y dispara un golpe de talón que alcanza el pómulo del semigenuflexo. Eso le rompe directamente el hueso esfenoides, pero es la palanca que ejerce el propio cuerpo al caer en una posición inverosímil el que le disloca la cabeza del fémur. Se ha oído un «Oh» profundo en el momento de la patada, pero ahora sólo se distinguen unos estertores quejumbrosos, algo que recuerda el duermevela inquieto de un recién operado.
T no ha llegado a entrar en calor, pero la sensación de prurito satisfecho lo mueve a respirar ampliamente. Se compone un poco la camisa y mira la sudadera a la luz de una farola. Parece de su talla. Tiene estampadas las iniciales NY en el pecho, en azul. No le gusta mucho eso, pero a caballo regalado… La calle permanece entretanto tranquila, aunque en cualquier momento puede embocarla alguien desde alguna de las avenidas, de hecho se distingue un transeúnte acercándose por la acera del Empire State, así que hay que ir pensando en alejarse. Nota un conato de excitación sexual, un impulso que tenía adormecido desde hacía días, quizá semanas. Considera si vale la pena volver atrás hasta la puerta del bar y pedirle a alguna de las prostitutas que lo acompañe al hotel. Pero son casi las cinco, y mirando su recién adquirida sudadera colgando de su mano, vuelve a acordarse de que por la mañana tiene una cita galante.