EN EL PARAÍSO
T y Suzanne salen del Sunrise pasada la medianoche, cuando el local se ha ido llenando ya de parroquia y no da pena dejar a los músicos solos. El Copito de Nieve de la entrada les sonríe muy amablemente y vuelve a decir algo que T no entiende. Afuera no hace frío, apetece caminar por las calles del Village todavía mojadas. Lo hacen despacio, hacia el norte, esperando encontrar una calle numerada que les sirva de referencia.
—Acabo de tener un déjà vu —dice Suzanne—: esto mismo ya me ha pasado antes.
—¿Cuándo ha empezado?
—Hace como diez segundos, y creo que todavía dura.
—Sí…
—Espera, voy a decir algo raro… Chiricatampayo. ¿Todavía dura?
—Sí…
Suzanne sonríe, es un déjà vu especialmente largo. T corre un poco para situarse delante de ella, levanta una pierna doblada por la rodilla, hace buruletas con la lengua, se lleva los pulgares a las sienes y mueve a lo loco el resto de los dedos…:
—¿Qué, todavía dura?
Suzanne se ha detenido, presa de un ataque de risa. T deja de hacer monadas:
—No me digas que ya te había pasado esto…
Ella tarda un poco en recuperar la compostura:
—No: se me ha pasado el déjà vu de golpe.
Siguen caminando, Suzanne todavía atacada de brotes de risa, pero T se ha puesto serio:
—Lo raro es que no nos pase más a menudo —dice, y señala un taxi que circula—: Por ejemplo, veo ese taxi y me pregunto: ¿es la primera vez que lo veo?… ¿Tú qué dices?
—No sé… —dice Suzanne—, es probable que no.
—Es probable que no, desde luego. Y también es probable que no sea la última vez que lo vea. A lo mejor lo vi en el aeropuerto el día que llegué, y a lo mejor vuelvo a tropezármelo de aquí a dos semanas. No lo sé. Pero lo verdaderamente molesto es que tampoco sé cuándo será la última vez que lo vea. Y sin embargo alguna vez tendrá que ser la última.
—Sí, claro…
—De manera que cada día vemos y hacemos un montón de cosas por última vez en la vida, sin enterarnos, sin tiempo para despedidas. —Pausa—. Por ejemplo, ¿crees que alguna vez volveremos a ver juntos ese taxi?
—Uf…
—Y hoy ha sido la primera vez que hemos cenado juntos. ¿Volverá a ocurrir después?
—Seguramente. Hemos fundado una Hermandad Hispano-Irlandesa, ¿no?
—Bueno, no sé si va a ser posible una hermandad duradera entre tú y yo. En realidad ni siquiera creo que podamos ser amigos durante mucho tiempo.
—¿Ah no?, ¿y eso?…
—Pues…, creo que estoy enamorándome de alguien. Y ya debes de saber lo absorbente que es el amor, acaba con casi cualquier otro tipo de vida social…
Suzanne titubea. Opta por copiar el tono ligero de él:
—Bueno, si te has enamorado supongo que debería felicitarte, ¿no?
—Gracias. La verdad es que parece una chica formal. Y además no es del todo fea, si entrara con ella en el Ambassador sería la envidia de los comisionados de la ONU.
—¿Española, norteamericana…? Si no es mucho preguntar, ya sabes lo curiosa que soy…
—Bueno, es medio irlandesa. De Sligo, en la República, costa atlántica… Debe de ser un lugar bonito, dice que hay casas de piedra y un río que pasa por en medio, y al parecer también disponen de servicio diario de arco iris.
—Ajá… suena bien.
—En realidad la acabo de conocer hace justo una semana. El domingo por la mañana tuvimos nuestra primera cita a solas. Hace sólo cuatro días de eso, pero me parece una eternidad. Fuimos a Central Park, y después tomamos un café en Madison Avenue.
—¿Eso es todo?
—Bueno, casi todo. En realidad ya la conocía de un cuadro de Bellini…
T sonríe, pero Suzanne deja pasar la aparente broma:
—¿Y por un paseo matinal y un café ya estás enamorado?
—Estoy a punto…; soy un tipo muy sensible…
—Pues suerte que no os citasteis a medianoche para subir al Empire State por las escaleras… —gestos de euforia alpinista.
—Mi querida joven: temo que la ironía no sea la actitud más aplaudida en el continente que nos acoge…
—Confío en que se nos disculpará atendiendo a nuestro origen europeo… —gesto de británico retorciéndose los bigotes.
—En ese caso has de saber que, a pesar de mi edad casi venerable, estoy al corriente de que la gente ya no se enamora. Pero si uno descuida reprimirse aún puede ocurrir, desgraciadamente seguimos estando dotados para ello, forma parte de nuestra sucia naturaleza. La cuestión es que he caído. En inglés lo decís muy bien: falling in love: realmente es como caer, una cosa que da vértigo.
Suzanne sigue con el tono ligero:
—Bueno, y qué piensas hacer al respecto…
—Psss…, no estoy muy seguro… Por lo pronto daría un dólar por saber cómo lo ve ella.
—¿No se lo irás a preguntar directamente? Conviene ser sutil…, deberías usar tu instinto masculino. A ver, ¿qué te dice tu instinto masculino? —manos a la espalda y saltito de Pantera Rosa.
—Mi instinto me dice que el viento es propicio y habría que ir pensando en zarpar. Pero uno no puede fiarse totalmente del instinto: ahí tienes a los periquitos, que se pirran instintivamente por el perejil y resulta que el perejil los mata. Digamos que, a modo de orientación, me sería útil saber si ella también lo ve todo de color rosa ácido y oye de fondo un chill out de violines…
—Bueno, yo te aconsejo que observes y saques tus propias conclusiones. Por lo demás, sé espontáneo, es lo mejor…
T piensa un poco antes de hablar:
—Para ser espontáneo debería proponerle que durmiéramos juntos cuanto antes. Quizá esta misma noche.
Suzanne tarda en responder:
—OK, good luck! Pero recuerda que ella no es norteamericana sino medio irlandesa, y a lo mejor no entiende el sexo como medio de hacer vida social. —Siguen los saltitos de Pantera Rosa—. Podría ocurrir por ejemplo que fuera especialmente anticuada y quisiera saber algo más de ti.
—Precisamente por eso deberíamos pasar la noche juntos cuanto antes. Bueno, ahora mismo estoy temblando como un flan, pero en cuanto me fume dos o tres cigarrillos estaré dispuesto cuando ella lo esté.
—Oh…, muy considerado de tu parte… ¿De manera que sólo queda por dilucidar la cuestión sexual, no es eso? —La Pantera Rosa hace un gesto sexi.
—No, no es eso. Para empezar no he mencionado ni la palabra «sexo» ni ninguno de sus sinónimos. Y para continuar, creo que lo sexual entre dos personas como ella y como yo nunca es sólo sexual. Lo que quise decir es que sólo después de llegar al grado de intimidad que supone compartir la cama durante una noche entera podremos comportarnos con naturalidad y empezar a conocernos de verdad. Hasta ese momento no haremos otra cosa que jugar a las conversaciones ingeniosas y a las danzas nupciales. —Ahora es T el que salta a lo Pantera Rosa para ponerse al paso de ella.
—Las danzas nupciales tienen su importancia desde el punto de vista de la hembra —parpadeo de avestruz coqueta—. Le sirven por ejemplo para conocer las virtudes del macho que la pretende, y también para averiguar hasta qué punto está interesado en ella. ¿No has visto nunca documentales sobre pájaros?
—¿Debo desplegar la cola, trinar, obsequiarla con lombrices? OK, I’m ready. Pero si hablamos de «saber» y de «conocer», creo que ella ya sabe de mí todo lo que se puede saber y conocer. —Ahora la sincronización entre los dos es perfecta, dos pasos y salto de Pantera Rosa, dos pasos y salto de Pantera Rosa—. En realidad le he contado más de lo que le he contado a ninguna otra persona, hombre o mujer, sólo hay que seleccionar los pedazos y componer el puzle para tener un retrato completo… Oye, ¿no podríamos caminar como personas normales?
—Mmm…, define «normales».
Suzanne espera respuesta y enriquece el paso con una media vuelta que inserta en algún lugar del complicado ritmo. T se detiene y ríe:
—Estás loca, ¿adonde vas…?
Ella se detiene en seco:
—Te has reído… Sí, te has reído… Es la primera vez que te veo reír de verdad…
—¿La primera vez?, no es verdad…
—Sí es verdad. Es la primera vez que te ríes de verdad: porque algo te hace gracia, no por cortesía.
T levanta las cejas:
—¿Eso te parece?
—No te has reído de mis gansadas ni una sola vez hasta ahora… Ni una vez, y yo haciendo la mona sin parar…
—¿Eso es lo que necesitas, hacer reír?
—Justo eso. Estoy harta de que todo el mundo me encuentre tan guapa y tan estupenda, me gusta que la gente se ría conmigo, o mejor aún: de mí.
—Pues según andan diciendo por la radio las cosas deberían ser al revés…
Han desembocado sin saber cómo en la Octava Avenida, y también sin pensarlo giran al este por la 13. Ahora caminan normal, a paso lento, de paseo. T mira al suelo; Suzanne finge que también, pero observa de reojo buscando la expresión de él. Y parece que queda algo por decir, de modo que enlentecen aún más el paso hasta casi pararse en mitad de una acera desierta, frente a un almacén de artículos de bricolaje que exhibe motosierras y contenedores para el compost. «¿Qué clase de loco necesitará una motosierra en mitad de esta ciudad?», se pregunta T en voz alta mientras se sienta en el murete que delimita el escaparate. Suzanne se planta delante y también observa la colección de máquinas eléctricas, y cizallas, y mangueras, y guantes de jardinero.
—A lo mejor Freddy Krueger tiene un apartamento por aquí cerca —dice.
—¿Lo he estropeado? —pregunta T, sin hacer caso a la broma.
—El qué…
—No sé… Quizá podría haber seguido flirteando contigo, jugar, divertirnos, pero siempre ofreciéndote la oportunidad de no darte por enterada de lo que no te interesara saber. Y en lugar de eso no se me ocurre otra cosa que violentarte con una declaración de amor en toda regla.
Suzanne lo observa unos segundos y empieza a cantar:
—And then I go and spoiled all / By saying something stupid like I love you… ¿Sabes?, me gustas casi más que mi charcutero italiano, me parece que voy a besarte.
T levanta los ojos y la mira. Está de brazos cruzados, con un pie un poco torcido hacia adentro, se diría que en posición deliberativa. Se acerca a él, se agacha, el cabello rojizo le cae sobre la cara, se lo aparta con las dos manos y ladea un poco el rostro. T gira también la cara en sentido contrario y contribuye a aproximar los últimos centímetros. Los dos pares de labios llegan a tocarse, rebotan ligeramente, enseguida vuelven a unirse y se aprietan un poco, se ablandan y se endurecen ensayando atenazar la carne del contrario. El contacto es breve pero lo bastante largo como para que ambos suelten aire por la nariz y noten el calor del otro en el embozo; luego escuchan el delicado, casi inaudible, chasquido con que se separan. Suzanne vuelve a erguirse, se da la vuelta, camina hacia el borde de la acera y, otra vez de brazos cruzados, observa el tráfico que llega veloz. T tarda un poco en levantarse y caminar hacia allí, y para cuando arriba a su altura ella ya ha parado a un taxi. Antes de que se detenga completamente, se vuelve hacia T y le dice:
—Time to go bed: se ha hecho tarde.
T le abre la portezuela. Mientras Suzanne entra en el habitáculo no sabe a qué atenerse, pero como ella no hace gesto de despedirse también él se mete dentro, y una vez bajo el mismo techo se da cuenta de que Suzanne no le ha dado todavía la dirección al conductor. Es más, todo parece indicar que no tiene intención de hacerlo, y en un momento de lucidez, T comprende que la decisión está en su mano, que ella ha decidido que él decida por los dos.
Así que finalmente es él, con su inglés parco e inseguro, el que dice: Pennsylvania Hotel, please. Luego busca la mano de ella sobre la tapicería de falso cuero del asiento. Y la encuentra.
* * *
T llega a dormirse profundamente quizá sólo unos minutos, o eso le parece a él.
Lo despierta la repentina falta de contacto con el cuerpo de Suzanne, el movimiento elástico del colchón al liberarse del peso de ella, el pedazo de sábana caliente que queda vacío a su espalda. «¿Adónde vas?», pregunta sobresaltado, ronco. «Duerme», dice Suzanne. Sin embargo T se incorpora como impulsado por un resorte y se frota los ojos tratando de desentrañar la oscuridad. Brillan los dígitos rojos del radio-despertador: las seis y diez. Oye roce de ropa, pasos sobre la moqueta, el chasquido de un interruptor; lo ciega momentáneamente la luz del baño, luego se cierra la puerta y queda un cuadrilátero luminoso siguiendo las ranuras.
Silencio sucio: rumor débil de tráfico, el aire acondicionado, la respiración de la ciudad en reposo… T no quiere volver a dormirse; escucha ahora los ruidos de la grifería, el agua corriendo por las venas del edificio. Quisiera ver mejor, por la ventana apenas entra un fulgor nocturno entorpecido por la cortina enrollable. Pone los pies en el suelo y enciende la lámpara de la mesilla. La otra cama de la habitación, la suya habitual, se ha convertido en soporte de varias prendas de ropa dispuestas para evitar arrugas; en el suelo sobre la moqueta, unos zapatos de medio tacón; cerca, sus propios zapatos y su ropa interior. La luz hiere y apaga la lamparita. Se le ocurre fumar. Decide no hacerlo todavía, mejor esperar y ver si hay que seguir durmiendo o levantarse definitivamente. De pronto se siente incómodo desnudo. Enciende de nuevo la luz, recupera sus calzoncillos del suelo y se los pone. Apaga y se queda sentado en la cama en estado de vigilia atenuado.
A las seis y diecisiete en los dígitos rojos del despertador se abre la puerta del baño y la luz recorta por un momento la silueta de Suzanne. T se mueve hacia la mesilla buscando otra vez el interruptor. «No enciendas la luz —dice la silueta en un susurro—, duerme, es muy temprano». «¿Adónde vas?». La silueta se está vistiendo: el vestido, los zapatos… «Tengo que pasar por casa», «Te acompaño», «No, tengo prisa». T se pone en pie: «Dame sólo tres minutos, voy contigo». «No, de verdad: si no salgo ahora mismo llegaré tarde al Instituto». T no quiere obedecer, vuelve a sentarse en la cama para buscar a tientas sus calcetines sobre la moqueta, pero Suzanne ha terminado de vestirse antes de que él encuentre el segundo. Ella ha dicho adiós y se dirige a la puerta. Él la detiene cuando está abriéndola. «Espera…» le pide, la toma en medio abrazo y la besa cerca de la oreja, dos veces, tres veces, apresuradamente. «Hasta luego», dice T, «Adiós», repite ella. La pesada puerta que parece blindada se ha abierto a la luz mortecina del corredor. T la sujeta, se asoma al quicio, ve la espalda de Suzanne alejándose, girando el recodo y desapareciendo con su movimiento de engranaje complejo bajo el vestido ajustado de lana. Ahí se queda él un momento, como hipnotizado, no quiere cerrar la puerta y encontrarse solo en la oscuridad de la habitación.
Pero está en calzoncillos y con un solo calcetín puesto, así que entra y se sienta en la cama. Piensa si estará a tiempo de vestirse a toda prisa, salir corriendo y atrapar a Suzanne mientras trata de conseguir un taxi. Ahora debe de estar esperando ante los ascensores. T ha encontrado el segundo calcetín, se lo pone. Ella ya debe de estar bajando…, planta 14, planta 12, planta 11. T comprende que no puede salir a la calle sin pasar unos minutos por el baño, sin al menos orinar y lavarse la cara, sin peinarse un poco… Planta 7, planta 6, planta 5. T echa la espalda en la cama: mejor darse una ducha, vestirse con ropa limpia y llamarla después a tiempo para el breakfast. Los dígitos rojos del despertador dicen 06:28… Nota fresco en el torso desnudo, pero le da pereza levantarse para apagar el aire acondicionado. Mejor meterse debajo de la sábana, solo un rato. Suzanne habrá salido ya del edificio, caminará unos pasos por la acera, quizá le pedirá a Goliat que le pare un taxi…; no: seguramente Goliat no ha empezado todavía su turno y ella tiene efectivamente que caminar esos pasos por la acera: clinc, clonc, clinc, clonc…
Dilucidando esta cuestión se queda dormido.
* * *
El despertador no está activado y el reloj interno de T también deja que pasen las ocho sin oponerse. Abre los ojos cuando el sonido del tráfico es ya de pleno día y la luz empuja con fuerza tras la cortina enrollable.
Al subirla se encuentra con las pisadas de un sol joven y vigoroso manchando los pisos altos del patio interior, y al abrir el palmo practicable de ventana entra en la habitación algo que reconoce como la fragancia de la primavera en la ciudad, tibia y rica en aromas artificiales: otra primavera que trae consigo todas las primaveras vividas. Pone la radio y acierta a sonar el L.O.V.E de Nat King Cole: «L», is for the way you look at me / «O» is for the only one I see / «V» is very, very extraordinary / «E» is even more than anyone that you adore. En la cama vecina no queda más ropa que la suya, y en el suelo sólo sus zapatos; sin embargo permanece un recuerdo invisible, un olor, un fantasma. El cepillado de dientes, el repaso a la barba, la ducha, estrenar la camisa de color berenjena y rociarse con un soplo de Boucheron son una sucesión de delicias bailables al son de la radio. Hasta se pone su gorra de cuero.
Ya bajando en uno de los ascensores, los huéspedes apretujados se le antojan inusualmente bien educados; en la recepción luce elegante el guardia de seguridad de las mañanas; la calle parece la más pintoresca del mundo, llena de oficinistas en su peso ideal, vendedores de Rolex a 5 dólares y borrachos con gabardina. Naturalmente la congregación de fumadores a la puerta de la cafetería le parece aún más enternecedora que de costumbre, el café largo le sabe a néctar y el primer Lucky Strike corto es ambrosía sublimada en humo. Pero no hay tiempo para gozar de todos los frutos que ofrece el Edén: necesita por lo pronto enviar unas flores, urgente, y pese a que entiende tanto de flores como de pintura o de ríos trucheros, llega a discurrir que estaría bien una combinación de fresias y anémonas. Sencillas, coloridas, fragantes: una mancha de primavera en la mesa de despacho de Suzanne. ¿Pero se cultivan fresias y anémonas en América?, ¿cómo se dirá «floristería» en inglés?: ¿Flowers shop? ¿Little shop of horrors? Tan amables enigmas se multiplican en el pensamiento de T como una carnada de conejos, y siente una impaciencia eufórica animada por la banda sonora de Nat King Cole que se le ha quedado pegada a la memoria: Take my heart and please don’t break it / ’Cause LOVE was made for you and me.
De vuelta al hotel se plantea si el hecho de enviar flores, aunque sean anémonas, se considerará a estas alturas de la Historia Universal un gesto demodé, incluso kitsch, algo como quitarse la gorra en los interiores o decir «Jesús» cuando alguien estornuda. Zanja la cuestión recordando el consejo que le han dado la noche anterior: «Te aconsejo ser espontáneo, es lo mejor». Bien: eso es exactamente lo que va a hacer: ser espontáneo. De modo que entra en la recepción y se dirige a un mostrador en el que una moza WASP vestida de azafata vende rutas turísticas en autobús por los barrios étnicos. Excuse me, la aborda T tocándose absurdamente el ala de la gorra, I wanna send some flowers to my girlfriend, and I’m wondering where can I buy it. Pese a tan innecesaria y macarrónica explicación, la muchacha entiende lo que se espera de ella y hasta muestra una suerte de solidaridad con la girlfriend en vías de ser homenajeada de tan romántica manera. Sale de su trinchera tapizada de fotos de Harlem y Chinatown y le indica a T un pasillo del propio hotel que constituye una minúscula galería comercial. A él se le ocurre rodear a la encantadora muchacha con un brazo y dejar una huella duradera en sus labios, pero a lo más que se atreve es a pronunciar un Thank you seductor entre cuyas líneas puede entenderse que le parece un cielo de chica pero que su corazón pertenece a otra.
Encargar el envío de las flores no es difícil. Cierto que no encuentra ni rastro de fresias o anémonas en la floristería, pero, casi mejor que eso, le gustan unos tulipanes anaranjados que la Big Mamma negra que regenta la tienda promete componer al gusto que expresa T: nada de old fashioned sino más bien smart & cool, adjetivos que la buena mujer glosa como European Style, isn’t it? También pregunta si hay que adjuntar alguna tarjeta personal y T dice que no, pero la Big Mamma intuye en él la apostura del enamorado, ese aura principesca, y alarga la conversación expresando su absoluta seguridad de que las flores van a gustarle mucho a su chica. I hope so, dice T sonriendo, I’m for asking her to marry me. Aquello debe de sonar bastante inteligible en inglés porque la señora, emocionada, recoge las palmas descoloridas entre sus grandísimos pechos y dice: God bless you, son, I’m sure she will say yes.
De modo que, así, estimulado por el brillo de ilusión romántica que ve en los ojos amarillos de una florista de 150 kilos, es como T decide que además de unas flores necesita un anillo. An engagement ring, para ser exactos; eso es; conoce la palabra engagement, «compromiso», que le suena a ligazón física, algo a medio camino entre «enlace» y «enganche», y de hecho significa también «combate», aunque eso no lo sabe T y nadie medianamente sensible se lo haría notar esta mañana. Por otra parte son ya las diez y media, demasiado tarde para el breakfast con Suzanne; lo mejor será verse para almorzar y llegar provisto de un buen engangement ring. Desde luego, caso de que regalar flores sea kitsch, regalar un anillo de compromiso tiene por fuerza que ser peor, un verdadero atentado a la transposmodernidad. Pero ya se ha hecho a la idea de hacer exactamente lo que su deseo espontáneo le dicte, así que decide emplear el resto de la mañana en recorrer la ciudad en busca del anillo como un Sauron enamorado.
Y entre tanto la ciudad, ciertamente reducida a simple fondo vago en los últimos días, se revela ahora como un fondo vago plenty of colours, no se entiende cómo no tiene fama de romántica, igual que París o Venecia. A los ojos de T todo es perfecto: la gente parece de anuncio de Benetton, las limusinas de anuncio de Max Factor y los rascacielos de película de Spiderman, no se puede pedir mejor escenario para un springtime romance. En este punto logra reprimir la tentación de componerle prosas poéticas a la ciudad en primavera, al sol sobre los taxis, a las paradas de baratijas y a los carritos de hot-dogs, sin embargo no puede evitar caminar agrupando bocinazos hasta escuchar voces en contrapunto, efectos dodecafónicos y hasta ritmos bailables. En determinado momento, cierto, llega a comprender que a sus 43 años presenta síntomas de estar perdiendo la chaveta por una medio irlandesa de 24 a la que apenas conoce, y hasta se para a reflexionar sobre ello fingiendo que mira el escaparate de una peletería. Y la pregunta que logra formularse mientras fija la vista en dos lagartos convertidos en botas de tacón mexicano es la siguiente, a saber: «¿Debo abandonarme sin resistencia a esta felicidad dudosamente fundamentada, o sería más sensato comportarme como el adulto descreído que en realidad soy y prepararme para el anticlímax que llegará tarde o temprano?». Pero no hay esta mañana reflexión capaz de mitigar sus puras ganas de gozar de sus sensaciones, «V» is very, very, extraordinary, así que sigue caminando con su gorra de irlandés de opereta sobre la coronilla, sonriendo sin motivo aparente, y sacándole pecho al mundo como quien se cree inmune a las balas.
La Séptima está en su apogeo matutino y la 34 parece más llena de tenderetes que nunca. Se detiene en una joyería que le pasa por al lado y examina el escaparate: colgantes, pulseras, cadenas, anillos…, todo en diseños bastante vulgares. Desde luego necesita un anillo de lo más smart & cool, algo que no sea muy dorado ni brille mucho, en definitiva algo que atenúe el fondo kitsch de la cuestión. Por otra parte un anillo de compromiso, por muy cool que sea, debe ser caro, tan caro como uno pueda permitirse con esfuerzo, ésa es sin duda la diferencia entre un ring cualquiera y un engagement ring en toda regla; ¿correcto?, correcto. Bien: ¿cuánto puede gastar él haciendo un esfuerzo? Enseguida cae en que su límite financiero en aquel continente sin ruinas romanas es el del crédito mensual de su tarjeta VISA, no hay más. Así que después de unos cálculos mentales concluye que pueden cargarle unos 2.000 dólares extra sin comprometer su supervivencia en lo que queda de mes. ¿Es mucho, es poco, es suficiente para un engagement ring homologable? Es todo su capital en aquel momento, así que sin duda es el presupuesto adecuado.
Bien: aunque descartada Tiffany días atrás, lo mismo se aleja hasta las Cuarenta de la Quinta Avenida pensando en Bulgari, pero una vez en la puerta no se atreve a entrar de tan bunquerizada como le parece la tienda. A cambio prueba un poco más abajo, en una boutique de relojes y joyas cuadrangulares, carísimas y bastante cool, pero desafortunadamente muy poco smart. Luego se acerca hasta las tiendas judías de la calle 47, donde los diseños le parecen tan ortodoxos como los tipos que circulan por allí con sus sombreros y sus ricitos y sus levitones. El tiempo pasa deprisa recorriendo las aceras siempre atento a los escaparates, se acerca la hora de comer, pero se resiste a la idea de volver a ver a Suzanne sin haber hecho todavía su compra. Es la tozudez del que lo quiere todo tan perfecto que corre el riesgo de estropearlo, como un adolescente relamiendo su carta de amor. El anillo se ha convertido en un garante, en un amuleto, y de algún modo es como si la tenacidad en su búsqueda lo protegiera de que algo pudiera salir mal; ¿correcto?, no: incorrecto, y sin embargo cierto.
Para en un teléfono público del Rockefeller Center y llama al Instituto. Contesta Debie-Diane Keaton; dice que Suzanne ya ha salido a comer y T casi se alegra de no verse obligado a inventar una excusa para no verla a mediodía. Al colgar el teléfono se le ocurre olvidarse de la Quinta Avenida y explorar el SoHo: también tiene fama de exclusivo pero al estilo alternativo, moderno, audaz. Media hora después sale del metro en la parte baja de Broadway, se desorienta y echa a caminar en dirección a Little Italy; pero da igual porque está bajo el auspicio de la diosa Venus y va a parar precisamente a la zona de tiendas de última tendencia que se extiende más allá de Lafayette Street. Y para rematar una de esas carambolas del azar que sólo se dan en la realidad y en los libros de Paul Auster, se tropieza al poco rato con la tienda que andaba buscando sin saberlo: Jewel Zoo, dice el rótulo en banderola, y es una pequeña joyería: la pequeña joyería más cool y smart queT ha visto jamás. El escaparate es un largo acuario empotrado en la fachada de hormigón en bruto, pulquérrimo, con fondo de gruesa arena blanca, rocas de pizarra, unos pocos peces negros nadando muy holgados y, sutilmente destacadas a la luz ultravioleta, grupos de joyas sumergidas en el agua y alzadas desde la arena por finos soportes de acero. Piezas simples, sólidas, de bordes suaves, con recuerdos a Henry Moore y a Miró; a primera vista le gusta un anillo con un aguamarina poligonal y un diamante minúsculo en los que, con un poco de buena voluntad, se tiende a ver un asteroide azul iluminado por su sol brillante y lejano. Isn’t it romantic?
Entra como el niño que acude a la tienda de animales para comprarle el cachorro de San Bernardo a su novia de parvulario y, veinte minutos después, sale con 1.700 dólares menos en su cuenta de crédito y el anillo asteroide-azul envuelto y protegido en su estuche de preciosa madera encerada.
Misión cumplida.
Son poco menos de las cinco de la tarde cuando llega al hotel impaciente por contemplar a solas su adquisición. A la luz más intensa del baño desenvuelve la cajita y saca la sortija. Es de calibre pequeño, le han dicho en la tienda que le cambiarán el aro si la medida no es la adecuada. La toma delante de sus ojos, a plena luz de los focos sobre el espejo, y observa el aguamarina tal como sabe que debe hacerse, mirando al interior, a su corazón de cristal. Trata de cargarla de buenos deseos, de cierta clase de energía mágica que en este momento se siente capaz de transmitir con la mirada (amor inalámbrico, good vibrations), y después, con un cosquilleo que le recorre el espinazo, deposita sobre ella un beso apretado. Es un momento muy especial, de los que muchos años después pueden recordarse ante un pelotón de fusilamiento. Luego frota la piedra contra su camisa para devolverle el brillo intacto; guarda el anillo en el estuche y rompe el envoltorio de papel: mejor entregar sólo el estuche de madera.
A todo esto se ha puesto demasiado serio y demasiado blando; se propone recuperar el humor exultante, las ganas de bromear y sonreírle a la nada, el tono adecuado para bajar a llamar por teléfono a tiempo de encontrar a Suzanne en el Instituto.
Y, en efecto, la encuentra:
—Suzanne… —Sí.
—Perdona que te llame tan tarde, llevo todo el día de aquí para allá. ¿Te ha dado el recado Debie?
—Sí.
—¿Sales ya?
—No…
—¿A qué hora sales?
—Pues… no lo sé, tengo mucho trabajo… Pausa.
—¿Pasa algo?
—No, nada.
—Estás muy seria…
—Es que estaba ocupada…
—Perdona, no te entretengo más, ¿a qué hora nos vemos?
—Hoy no puedo, lo siento.
Pausa.
—¿No puedes?
—Perdona…, no me va bien…
—Ah… —pausa—. Y tienes idea de cuándo podemos vernos…
—No lo sé…, esta semana es complicada.
—Ajá. Ya… Bueno… Es que tal como me lo planteas ya no sé si llamarte la semana que viene o esperar al mes que viene…
—Perdona, es que…, estos días no puedo. Lo siento.
—No, no te preocupes… Puedes llamarme al hotel si quieres, tienes mi número de habitación, ¿no?
—Sí, sí…
—¿Espero entonces tu llamada?
—Sí, OK.
—OK. Cuídate mucho, ¿vale?
—Cuídate tú también.
—Eso pienso hacer.
Clong, teléfono colgado. De hecho no hay mucho más que decir.
* * *
Primera Fase: Orgullo Herido.
Al colgar el teléfono, T se queda mirando el estuche con el anillo que lleva en las manos y piensa qué hacer con él. Decide dejarlo en la consigna del hotel; le ofrecen una caja metálica con llave y lo mete en ella como quien arroja a un traidor al fondo de la mazmorra. Después quiere beber. Se encamina al bar de la 33, saluda al camarero con auténtico buen humor, what’s up, y traga una pinta en dos minutos. Se siente muy digno, muy dueño de sí, su ego está ahora inflamado, es una tumefacción palpitante pero indolora. A partir de la segunda pinta se relaja y tiene un pronto de enfado consigo mismo. Se siente víctima de una estafa barata. Ridículo, estúpido. Quiere emborracharse y olvidar todo el asunto cuanto antes.
Segunda Fase: Abatimiento.
Dos horas después, T ha tragado cinco pintas de Budweiser y está terminando su cuarto Jack Daniels triple. A través de un pedazo de espejo tras la botellería ve a hombres y mujeres que hablan y ríen. Son anglosajones por encima de los cuarenta, una mezcla de parejas estables y viejos conocidos que se reúnen en el pub después del trabajo. T pide otro triple y brinda mentalmente por Boris Yeltsin. Está ya borracho, y por una vez en años quisiera poder explicarle a cualquier conocido lo que acaba de pasarle. Usa mentalmente estas mismas palabras: «lo que acaba de pasarme»… Para olvidar el asunto trata de concentrarse en entender la letra de la música que suena a volumen considerable: I would walk five hundred miles / And I would walk five hundred more / Just to be the man who walked one thousand miles to fold down at your door… . Nada que hacer: todas las canciones hablan de lo mismo. Con el sexto triple sobre el colchón de cerveza empieza a autocompadecerse peligrosamente, pero el esfuerzo de construir un soliloquio coherente entre las nieblas del alcohol lo sosiega un poco y puede seguir bebiendo hasta que comprende que necesita la poca lucidez que le queda para pagar y salir de allí dignamente. Rumbo al hotel ve doble, las luces nocturnas y los transeúntes se multiplican, es como caminar por la plataforma de un tiovivo.
Tercera Fase: Abismo.
Duerme muchísimo, abre los ojos pasadas las doce, con hambre y sin apenas resaca. Se siente bien, activo, listo para salir a la calle. Se ducha, se afeita y come penne y calzone en el italiano de la 33 con la Séptima. Afuera, a tres metros de la cristalera, otro oficinista ha perdido los nervios y la emprende a golpes de maletín contra el tráfico rodado, hasta que llegan dos policías que tratan de apaciguarlo sin acercarse mucho. La ciudad ha vuelto a primer plano: de vuelta en su habitación consulta la guía y busca en el apartado de museos: todavía no ha visitado un solo museo, increíble. Se decide a empezar por el de Historia Natural que no cierra hasta las seis menos cuarto. Se encamina hacia allí en lo que se prevé un largo y agradable paseo bordeando el murete del parque, con tiempo para admirar los coches de caballos bajo los finos rascacielos de espejo coloreado. Sólo hay un problema: a ratos pugna por aflorarle cierto pensamiento, y a cada tentativa le causa una punzada casi física, sensible, que bien pudiera localizarse en el tórax. Es difícil ignorar algo así permanentemente, tan difícil como ignorar una taquicardia. Así que, a la altura de las Sesenta, aprovecha una entrada al parque para sentarse a fumar en un banco y poner las cosas en claro. Qué está pasando ahí dentro, qué es lo que una parte de sí mismo está tratando de decirle a la otra…
Cuarta Fase: Pensamiento Positivo.
El abismo se adivina demasiado grande y demasiado oscuro más allá de las primeras simas, hay que agarrarse a algo para no resbalar hacia el fondo. Pero no es el pensamiento consciente de T el que lo hace reconsiderar todo el asunto a otra luz: es un reflejo de supervivencia que se le dispara. Y a esa nueva luz queda todo otra vez reducido a una cuestión de orgullo herido. Cuestión bastante fácil de resolver, desde luego: basta con no ser tan orgulloso y volver a llamar a Suzanne. Quizá es cierto que tiene mucho trabajo. Seguro que es cierto. Él mismo ha comprobado que no para quieta en todo el día: recibe llamadas, atiende visitas, gestiona montañas de permisos y papeles… Así pasa T el fin de semana, consolándose a duras penas en ese pensamiento, acariciando la idea de volver a llamarla y a la vez temeroso de hacerlo. Entre tanto duerme mucho, ve debates de televisión que se esfuerza en comprender, viejas películas que programan de madrugada; no se afeita ni se ducha, y a cualquier hora, según le llega el apetito, sale de su habitación para comer y beber en los alrededores del hotel. En conjunto, se siente como si estuviera pasando una gripe.
Quinta fase: El Laberinto.
El lunes por la mañana, duchado, afeitado, perfumado y bien vestido, llama por teléfono al Instituto. Contesta Debie; lo hace esperar un momento al aparato y luego dice que Suzanne no puede ponerse. Por el tono de Debie («Lo siento mucho», añade al final), T comprende que Suzanne no quiere ponerse, de lo contrario le indicaría llamar más tarde, o algo parecido. Ese golpe sí duele porque es el segundo y cae sobre una herida ya fría: Suzanne no quiere ponerse: esa supina impertinencia del que opta por no hablarnos. Por un momento desea matarla: golpearla hasta matarla: esperarla en algún lugar, en su calle, y hacérselo pagar caro, hasta imagina su cara desfigurada entre la hojarasca de las acacias. Siente un punto de excitación, hasta que se asusta de sí mismo, ¿cómo es posible que pueda desear algo así?, ¿de dónde sale esa violencia? Trata de entender qué ha pasado, cómo ha llegado a este punto, repasa los encuentros, las conversaciones, se explica minuciosamente los hechos ocurridos desde la primera vez que habló con ella en el Instituto, si bien comprende que lo fundamental debe de estar contenido en las últimas horas que pasaron juntos, y de nuevo en el bar de la 33 trata de rememorar la noche en la estrecha cama del hotel.
Y curiosamente resulta que no puede.
T se mantiene obsesionado en ese pensamiento durante todo el día y gran parte de la noche en el bar de la 33. Le resulta agotador.
Sexta Fase: Ultimátum y Despedida.
Al sexto día después de aquella primera noche, tras haber hecho por teléfono las gestiones pertinentes con su agencia de viajes, T redacta la siguiente nota en un papel con publicidad de güisqui que le facilita un camarero: «Tengo pasaje a Londres para mañana. Te espero a las doce de esta noche en el observatorio del Empire State. No hace falta que subas por las escaleras». No lo ha pensado mucho, ha sido una redacción espontánea, pero piensa que le ha sabido dar el punto justo de información práctica, dramatismo cinematográfico a lo Love Affair, y un toque de humor conciliador. Mete el papel en un sobre que pide en la recepción del hotel, se va caminando hasta la calle 42, entra en el vestíbulo y se dirige al conserje con el sobre y un billete de 10 dólares adjunto. De vuelta compra en la 34 un maletón que más bien parece un baúl con ruedas, deja a punto el voluminoso equipaje con la ropa que ha comprado en la ciudad, y después vagabundea despidiéndose de las calles hasta el crepúsculo.
Esta noche no quiere beber; ya oscuro se le ocurre ir a comer alitas de pollo al coreano de la 37, pero teme estropear un buen recuerdo y compra una hamburguesa y patatas fritas que come en un algún feo lugar de Chelsea, sentado en una acera sucia pero tranquila. Luego se encamina al Empire State y se detiene a fumar a dos manzanas de él, con la suficiente perspectiva para contemplar la ligera neblina que espesa las luces coloreadas de su parte alta. De pronto, al pasar junto a unos andamios, le viene la imagen de un tipo con sudadera que le pide la hora de malos modos. ¿Cuándo fue eso?, ¿lo ha soñado?, ¿es un déjà vu?
A las once y media se une a la pequeña cola de turistas que animan el vestíbulo del edificio; alguien pregunta si hay buena visibilidad y una guardia de seguridad muy gorda que hace molinetes con la porra dice que del 70%. T saca el tique y sigue la cola hasta un ascensor que se llena con un empleado y unos cuantos turistas. Los números en el indicador pasan de diez en diez, 30, 40, 50, y la cabina empieza a frenar al aproximarse al 80; luego aún hay que hacer otra cola para remontar las seis últimas plantas hasta el observatorio principal.
Afuera, en la terraza que rodea la antena del edificio, la ciudad casi hace llorar de gozo. Y en el mismo momento de asomarse al vacío fulgurante de luces, T sabe que Suzanne no llegará: de pronto comprende que si llegara sería todo demasiado perfecto. Pero lo mismo espera hasta las doce, cambiando de sitio de vez en cuando: fachada norte a la fiesta de rascacielos y Central Park, fachada este al Huston rielante y neblinoso, fachada sur al Downtown rematado por las torres del World Trade Center… Tiene tiempo de darse cuenta de hasta qué punto se ha enamorado de esta ciudad, y sin preocuparle los turistas a su alrededor le lanza un beso. Es el mismo beso que se lanza al amor que uno despide en la estación en tiempos de guerra, entre la congoja por la posibilidad de no volver a verlo y la alegría por haber alcanzado a vivir la experiencia.
A la una de la madrugada bajó del edificio, y a las once de la mañana siguiente despegó del aeropuerto de Newark.