EN EL INFIERNO
El Pub está en lo bajo de una de las dos únicas calles paralelas del lugar, en realidad una cuesta limitada por casonas de pizarra en bloque, algunas adornadas con geranios colgantes que refulgen al último sol de la tarde. Empieza a refrescar; P mete las manos en los bolsillos mientras baja haciendo equilibrios sobre las irregularidades del empedrado.
Ya desde lo alto se distingue una luz y dos largos asientos de madera sin desbastar que flanquean la puerta del local. En torno a ellos están reunidos varios veinteañeros, la mayoría con el cabello teñido de colores. Beben cerveza de la botella y hablan en voz muy alta con su particular entonación, sentados en los asientos o apoyados sobre los dos coches aparcados enfrente, uno de ellos con todas las puertas abiertas. La figura de P bajando en la umbría de la calle no se hace notar hasta que llega a unos pocos metros, enmascarado el sonido de sus pasos por la música que sale del coche, un irreconocible rock duro de acento local. Los reunidos miran un momento a ver quién se acerca y se desentienden de inmediato, pero la conversación que mantenían se ha apagado completamente cuando P llega a su altura. Silencio sobre la música; olor a marihuana; nadie mira a los ojos de P; sí se retiran varios pies para dejarle paso por la estrecha acera, entre el banco y los coches. P da las gracias al aire y empuja el portón para adentrarse en una suerte de night club rural.
Luz escasa, paredes y techo rosa fucsia, estufa de leña encendida, farolillos de papel, una cabeza de jabalí colgando boca abajo de una viga, con las fauces abiertas hacia el suelo. Se oyen voces mezcladas y música a volumen considerable, Don’t go ’round tonight / ’Cause is bound to save your life / There’s a bad moon on the rise. A la izquierda, caos de pequeñas mesas redondas y nebulosa de sillas ocupadas por doce, quince jóvenes, sólo tres de ellos chicas, que miran a P lo justo para identificarlo como «el forastero que llegó ayer» y volver a sus conversaciones. A la derecha, barra con franja de acolchado negra y taburetes florecientes en jirones de espuma verde. Cuatro o cinco parroquianos de edad apostados entre ellos.
P se asocia a un taburete en el extremo más cercano a la puerta y saluda a los dos hombres que le quedan al lado, campesinos cincuentones que beben vino con sifón y no responden al saludo. La encargada de servir las bebidas es una morena de treinta y muchos que hace crucigramas sentada en un taburete tras el mostrador, al otro extremo. No se levanta hasta terminar de apuntar algo sin mucha prisa: «¿Qué te pongo, forastero?». Minifalda tejana sobre leotardos negros, caderas estrechas, grandísimos pechos caídos bajo el jersey negro de cuello redondo; facciones no muy agraciadas, asimétricas, nariz bulbosa, labios finos. Sin acento local. P espera a tener su cerveza delante para ensayar una conversación con ella:
—Perdona, ¿tú tampoco debes de ser de aquí, verdad?
—No —sonrisa torcida, cáustica, suficiente—, soy una pija de la capital, ¿se nota?
—Pues no sabría decirte… Yo también soy de allí.
—Ya…, tú todavía hueles a ciudad.
Sin duda es la ex publicitaria. Sonrisa de P.
—¿Llevas mucho tiempo por aquí?
—Diecisiete meses. Lo suficiente para haber absorbido el tufo a leña del pueblo.
P le ríe la gracia.
—¿Y ya has conseguido que te saluden?
—Bueno, no todos son tan bordes como parecen, hay dos o tres que se salvan. Pero tienes que darles tiempo, llegaste anoche.
—¿Cómo lo sabes?
Otra vez la sonrisa suficiente.
—Llevabas esa misma chaqueta tejana que todavía huele a colonia cara y con la que acabarás congelándote, el Robocop te vio bajar del autocar. Entraste en el bar de los soportales, le pediste un cortado a la Susi y te fuiste a dormir al hostal. Esta mañana has estado merodeando por todo el pueblo; a la una has comido pollo en el Consorcio y te ha gustado mucho, eso dice la Nieves. Después te has acercado a la cabina de teléfonos, pero como no funciona te has vuelto al hostal y que yo sepa no se te ha vuelto a ver hasta hace un rato, cuando has intentado entrar en la iglesia y te la has encontrado cerrada.
—¿Hay cámaras de vigilancia, o es que no viene nunca ningún forastero?
—Vienen pocos, y cuando vienen suelen traer problemas. Dice la Heidi que buscas trabajo…, y que entiendes el inglés…, y, bueno…, dice más cosas… Si es verdad lo del trabajo no te aconsejo que pierdas el tiempo, mejor toma el autocar de la mañana y vete bien lejos, aquí sólo aterrizan ex yonquis, ex delincuentes y ex gente rara de toda especie, pero siempre insolventes.
—Pues tú no pareces muy yonqui que digamos…
—Gracias pero no preguntes, todos tenemos un pasado… Además yo soy mujer, y las mujeres damos menos problemas. Bueno, menos la Heidi cuando mama, pero es la forastera más antigua y tiene bula… La cuestión es que a los de aquí les gusta que en los bares les sirvan mujeres, a ser posible pijas de la capital en edad fértil, así que siempre importan a alguna y las vísperas de fiesta lo celebran humillándola… —se detiene un momento y sonríe, esta vez sin tanta socarronería—. Bueno, no me hagas mucho caso, creo que estoy empezando a desquiciarme…
—No…, supongo que no es fácil adaptarse…
—No lo sabes bien… A veces sueño con pasar un sábado de compras en la ciudad; ponerme sombra de ojos, y tacones, y después quedar con una amiga para tomar un suizo y enseñarle los modelitos. Estoy hasta el coño de hablar siempre con tíos, no se puede hablar de trapos con vosotros. Bueno, con el Rito sí, pero se le ve poco entre semana.
—¿Y dónde se meten las mujeres del pueblo? Debe de haberlas, ¿no?
—Las guardan en casa… No te dejes engañar por los pelos de colorines: esto es una aldea montañesa de trescientos habitantes, las lugareñas sólo van al bar cuando tienen novio, y siempre acompañadas de él. Ven el fútbol, hacen bulto en las partidas de dominó, y celebran con risitas nerviosas cualquier exhibición de testosterona en sangre que hagan sus machos. Básicamente se comportan como cheer leaders, aunque las plumas de colores las llevan ellos —hace un gesto alusivo a los peinados punkis.
—Es verdad, he visto más pelos de colores en un día que en toda mi vida.
Ella ríe, otra vez de medio lado.
—Es su manera de parecer modernos, el día que se enteren de que Sid Vicious se murió les dará un soponcio… —Pausa, mira a P de arriba abajo—. Bueno, cuéntame tú algo, ¿cómo se te ha ocurrido aterrizar por aquí?, yonqui tampoco pareces, y no tienes modales de delincuente común. ¿Falsificador?, ¿homosexual expulsado del armario?, ¿maquinador para alterar el precio de las cosas?…
—Sería largo de explicar. Por el momento es verdad que busco trabajo… En el matadero, o en cualquier parte.
Gesto de incredulidad de ella.
—¿Tan difícil te parece? —pregunta él.
—Hay trabajo de sobra, pero no te lo darán si no te conocen. Y ni se te ocurra enseñar un curriculum, pueden creer que les estás poniendo una multa.
—Ya… ¿Y tardan mucho en conocer a alguien?
—Depende. Si les caes en gracia bastan unos días para que te toleren. Si no…, bueno, en el peor de los casos pueden suicidarte desde lo alto del Horlá, no serías el primero. Un consejo: si de verdad quieres quedarte no deberías parecer más moderno que ellos. Para empezar llevas el pelo demasiado normal, como los viejos, esa moda todavía no ha llegado aquí. Bueno, el francés también lo lleva corto, pero al menos se lo ha decolorado, y además él también tiene bula porque vino de veterinario, directo al matadero…
—Puedo ponerme un collar de perro y unos imperdibles…
—No es mala idea… Pero sobre todo no deberías sonreír mucho, se nota que te has cepillado los dientes tres veces al día desde niño.
—Pues me los cepillo sólo por las mañanas, no me gusta el sabor de los dentífricos.
—A mí tampoco, deberían hacerlos con sabor a café con leche.
P sonríe.
—Oye, me llamo Pedro.
—Yo Cristina, pero aquí soy «la pija del Pub». Como ves son la mar de imaginativos con los motes. Desde luego lo mejor que puedes hacer es largarte de aquí cuanto antes, ya te lo he dicho, pero mientras te decides pásate por aquí de vez en cuando. Se agradece hablar con alguien que no se cague en Dios a cada comienzo y final de frase, aunque no sea de trapos.
En ese momento entra en el local el Nexus 6 de Combate que P ha visto sobre el tractor por la mañana. Se ha cambiado la camiseta de Maradona por otra negra con una portada de Iron Maiden estampada. Su cresta arapahoe está ahora bien tiesa y brillante de gomina; es aún más alto de lo que parecía sobre el tractor, tiene anchas espaldas y miembros largos y fibrosos. Aparece alzando el puño izquierdo, se planta en medio del local y aulla con voz estentórea. Varios de los pelos-de-colores que están entre las mesas responden al saludo de la misma manera, alzando el puño y gritando. Después el Nexus se acerca a la barra, mira un momento a P y su cerveza y se dirige a la camarera con fortísimo acento local:
—A ver, chocho, échame algo que vengo con sed.
Sonrisa de medio lado de ella:
—¡Qué inesperado placer!, ¿quizá un oporto para el señor?
—A mí me pones bebida de hombres, cagüendiós…
P se fija en el tatuaje que lleva el tipo en el antebrazo. ¿Podría ser una flor de estramonio…?