TRES

—¿Es la primera vez que visita Roma? —le pregunté en tono amable.

No me contestó. Llevábamos sentados diez minutos esperando a que regresase Morland y ella no había pronunciado una palabra. No podía imaginarme a aquella mujer... como secuestradora de niños. Por lo demás, estaba pero que muy bien. Era pelirroja v muy bonita.

Se llamaba Paula. Era todo lo que sabía de ella. Nos encontrábamos en su habitación en una pensión de Via Margutta. La puerta del cuarto de baño estaba abierta y pude ver un par de medias secándose sobre los grifos de la bañera; la coqueta estaba repleta de tarros, tubos y lápices de labios y cejas. Las mujeres son así de desordenadas. Y cuando encontramos alguna que no lo es nos parece rara. Volví a mirarla. Daba la impresión de ser una de esas chicas que han oído muchos rollos en su vida. En aquel momento estaba reclinada a medias sobre la cama, leyendo una revista femenina. Llevaba pantalones capri ceñidos, de color verde, muy atractivos, sobre todo porque su dueña tenía un par de esas piernas largas y rectas que suelen poseer las bailarinas. Morland salió una vez hechas las presentaciones, y ella, tras mirarme unos segundos, se puso a leer. ¿Qué le habría contado Morland acerca de mí?

Se abrió la puerta y entró Morland. Traía una revista,

—¿Cómo va eso? —preguntó sonriente.

La chica se levantó, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta.

—Vamos, Harry. ¿Qué le has dicho?

—¿No lo adivinas?

Se ruborizó.

—Procura llevarte bien con ella. Hablo en serio. Será mejor para ambos.

—Por cierto. ¿Dónde diste con ella?

—Por ahí. —Empezó a hojear la revista.

—¿Por ahí? ¿Qué quiere decir por ahí? Ten en cuenta que no se trata de desplumar a un borracho. Estás planeando un secuestro, Morland.

—¡Chist! —Se levantó de un salto, se abalanzó hacia la puerta del pasillo, la abrió, miró rápidamente en ambas direcciones y volvió a cerrarla—. ¡Cuidado con lo que hablas, Harry!

—Conforme. Pero dime, ¿por qué una chica?

—Harry, llevo seis meses meditando este plan. No queda ningún punto que yo no haya previsto, créeme. La chica tiene un cometido que desempeñar. Igual que tú y que Hermann.

—¿Quién demonios es Hermann?

—Ten paciencia, Harry.

En aquel momento regresó Paula. Había cambiado los pantalones por una falda azul, que le llegaba por encima de la rodilla. Sus piernas eran despampanantes. Morland tenía razón. Sería estúpido no cultivar su amistad. Así que volví a sonreírle.

—Ah, ya ha vuelto. Precisamente la estábamos esperando para empezar —dije.

—Pues empecemos.

—No podemos hacerlo sin Hermann, porque él conoce la mayor parte del plan —dijo Morland. Hablaba en voz tan baja que teníamos que inclinarnos hacia él para oírle bien. Paula estaba sentada en una cama y yo en la otra—. Vosotros dos sabéis lo que vamos a hacer. Vamos a secuestrar un niño. —Se interrumpió para darnos tiempo a digerir la palabra “secuestro”—.

El niño en cuestión tiene trece meses. Este es su padre. —Alzó la revista delante de nosotros para que pudiésemos ver bien la portada—. ¡ Yusuf Rifai!

—¿Rifai? —Mi pregunta sonó como un graznido. Morland asintió y me tendió la revista. El rostro que ilustraba la portada era gordo y moreno, con un fino bigote y suntuosa sonrisa. Le había visto con frecuencia en los periódicos.

Empecé a leer el artículo, e inmediatamente comprendí que los comentarios no eran enteramente sinceros: “...grandes empresas bancarias... poderosa flota de petroleros... importantes concesiones petrolíferas... astuto y legendario hombre de negocios...” Bueno, no digo que todo esto sea mentira; lo que pasa es que por toda la ribera mediterránea, desde Beirut hasta Gibraltar, el nombre de Yusuf Rifai está siempre relacionado con una serie de negocios sucios. Era un tipo de cuidado. Practicaba lo que podríamos denominar una política de brutalidad generalizada contra sus competidores. No pude menos de preguntarme a mí mismo qué actitud tomaría aquel hombre hacia cualquiera que osase ponerle la mano encima a su hijo. Al final del artículo había un párrafo dedicado al niño:

El señor Rifai, de origen sirio, no tuvo descendencia hasta su tercer matrimonio, con la encantadora Dina Arifa. Ella murió al dar a luz a su único hijo, Selim. Rifai ha confesado a sus amigos que no volverá a casarse, por lo que es de presumir que Selim será el único heredero del imperio de su padre, que se calcula en 100 millones de dólares. Padre e hijo viven en Beirut, pero Rifai suele pasar todos los años unos meses en Roma. El millonario se dedica en cuerpo y alma a su único hijo, que está protegido día y noche por la guardia personal de su padre.

—No quisiera trastornar tus planes, Morland, pero aquí hablan de unos guardaespaldas. Además, concreta “día y noche”.

—Ten paciencia, Harry; ten paciencia. —Consultó su reloj y luego me sonrió con su peculiar expresión paternalista—. ¿Os apetece un café? —preguntó muy contento.

—Yo bajaré a buscarlo —se ofreció Paula, y le sonrió mientras se dirigía a la puerta. Pensé que tal vez le gustase Morland.

Pero me resistí a creerlo. A cada minuto aquel asunto se hacía más pavoroso y repulsivo.

Cuando se hubo marchado Paula, dije:

—Bueno, Morland. Si me has traído aquí para gastarme una broma, ya te has reído bastante. Yo me largo.

En aquel preciso instante alguien aporreó la puerta con tremenda fuerza y habló con voz profunda:

—Puedo entrar, ¿verdad?

—Pasa, Hermann —dijo Morland.

Entró Hermann y, de repente, la habitación se achicó. Era uno de los cabezas cuadradas más corpulentos que había visto en mi vida, alrededor de 1,90 de estatura y casi un metro de ancho, con ojos de color azul pálido y cabello blanco cortado a cepillo. Vestía un traje azul claro bajo cuyo sobaco izquierdo abultaba algo que no formaba parte precisamente de su ropa interior de invierno.

—Hermann, te presento a Harry —dijo Morland—. Harry, este es Hermann, de quien te he hablado.

Nos dimos la mano, y cuando retiré la mía la encontré deformada.

—Tengo mucho gusto en conocerte, Harry. —Escupía las palabras como si fueran clavos, pero me obsequió con una expresiva sonrisa para demostrarme que hablaba con franqueza. “Este debe de ser el jefe y no Morland”, pensé.

—Estaba impaciente por conocerte, Hermann —le dije calurosamente—. Morland me ha contado algo acerca del trabajo, pero estoy deseando oír el resto.

—Pronto lo sabrás. —Hermann se sentó a mi lado. La cama lanzó un gemido lastimero, pero aguantó—. Jonathan te lo contará.

—¿Quién diablos es Jonathan? —pregunté. Empezábamos a ser demasiada tripulación para el barco. Morland tosió y Hermann pareció desconcertado.

—Jonathan —repitió, señalando a Morland.

—Nunca me dijiste que te llamaras Jonathan —dije.

Morland se encogió de hombros y sonrió forzadamente. ¡ Jonathan! Conoces a un tipo durante diez años y al final te enteras que se llama Jonathan. ¿Y cómo es posible que un cabeza cuadrada tan recio reciba órdenes de Morland? Vi que Hermann observaba, tenso y alerta. Los garabatos que Morland trazaba en un librito de notas encuadernado en negro. Era evidente que aquel hombre estaba dispuesto a ladrar, cantar, hacer el pino o revolcarse por el suelo y hacer el muerto. Bastaría con que Morland lo ordenase. Sentí pánico.

Entró Paula con una bandeja y Hermann se levantó para ayudarla.

—Gracias, Hermann —dijo ella con su agradable voz, que no recordaba en nada su actitud desdeñosa respecto a mí. Morland le sonríe y ella le corresponde, y yo comprendo que allí todo el mundo es muy sociable, excepto yo.

—Vamos a continuar-dije bruscamente.

Morland cerró su librito de notas y dijo resueltamente:

—El secuestro se llevará a cabo exactamente dentro de un mes, es decir... en la última semana de junio. Este intervalo de un mes es necesario, pues hemos de realizar ciertos preparativos. Pronto sabrás de qué se trata.

—¿Y por qué no ahora?

—Prefiero afrontar cada una de las fases del proyecto a medida que estas se vayan presentando.

—Pues yo no. Y además...

—Ahora no. —Pareció como si se hubiera disparado una escopeta de dos cañones. Pero el estampido partió de Hermann, que estaba a mi lado. Respiraba como una morsa; tenía unos puños enormes. Opté por callarme.

—Empezaremos mañana —dijo Morland—. Harry y Paula, vosotros vendréis al campo conmigo. Alquilaremos un coche. Paula, me gustaría que fueras al apartamento esta noche y anunciaras a los vecinos que te vas a mudar. Procura que se entere todo el mundo. Hermann, tú continuarás en tu puesto y me informarás si hay algunos cambios en la rutina normal.

— Ja, Jonathan —dijo Hermann; y advertí que ardía en deseos de dar un taconazo y alzar el brazo con el saludo hitleriano.

—¿Puedo hacer una pregunta? ¿Cuál es el puesto de Hermann?

Morland sonrió, tan satisfecho de sí mismo que casi se oían sus propios aplausos.

—Hermann es el jefe de la guardia personal de Yusuf Rifai.

Solté un silbido. No pude evitarlo. Hermann sonreía orgullosamente.

Todos me miraban. De pronto comprendí que, en el fondo, no estaban tan seguros de sí mismos. Morland había dicho que cada uno de nosotros tenía una misión que cumplir. Adiviné que si yo no cumplía la mía, fuera esta la que fuere, toda la burbuja reventaría. Tal vez consiguió atraparme cuando me amenazó con denunciar mi negocio a la policía, pero si esperaba el tiempo suficiente, tal vez podría yo ponerle a él en situación parecida. Fue el pensamiento más grato que tuve en toda la jornada.

—En realidad —prosiguió Morland—, no hay nada más que decir —advertí una expresión rara en sus ojos—. Salvo que mañana se unirá a nosotros un nuevo miembro.

¿Uno más? Pensé que debía tratarse de otra sorpresa preparada en mi honor, hasta que noté perplejidad en Paula y una gran confusión mental en Hermann.

—¿Quién es? —acabé por inquirir.

—Se trata de una sorpresa —contestó.

—Bueno, yo también os guardo una sorpresa —dije—. Acepté participar en un trabajo en que seríamos cuatro a repartir, no cinco. —Los otros dos parecían extrañados, como si el sórdido tema del dinero no se les hubiera pasado por la imaginación.

—Oh, a Alberto no será preciso darle nada.

“¿Alberto?”

—¿Es un chiste? —preguntó Hermann.

—Algo parecido.

Hermann, radiante, se dio una palmada en el muslo que sonó como un pistoletazo y dijo:

—Muy gracioso. —Luego descargó un nuevo pistoletazo, esta vez sobre mi muslo, y me preguntó—: ¿No?

Yo no pude responder porque, de repente, me había quedado mudo. Nos fuimos. Paula se despidió así:

—Adiós, Jonathan y Hermann.

A mí me hizo una mueca. El pasillo estaba desierto y Morland indicó a Hermann que saliera el primero. El cabeza cuadrada me dirigió una gran sonrisa.

—Harry, vamos a ser amigos. Lo pasado, pasado está, ja?

—Claro, Hermann, claro.

Cuando se hubo marchado, le pregunté a Morland:

—¿Qué quiso decir con eso de “lo pasado, pasado está”?

—Hermann es muy susceptible en cuanto a la segunda guerra mundial.

—A propósito, ¿dónde le conociste?

—En aquella cárcel de Marruecos.

—Mira, respecto al asunto de Tánger... —empecé a decir.

—Olvídalo. Como diría Hermann, lo pasado, pasado está.

Aquello fue muy generoso por su parte, proviniendo de un hombre que había arruinado ya mi vida en tres ocasiones y que estaba poniendo todo su empeño en lograrlo por cuarta vez.

Aquella tarde Morland y yo bajamos a Piazza Navona. Morland dijo que deseaba sentarse en el café Tre Scalini durante media hora para “ordenar sus pensamientos”. A mí me pareció buena idea porque esperaba ver cruzar la plaza a mi amigo Bruno en su carrozza. Para un hombre que en otro tiempo había trabajado como recepcionista en el hotel Excelsior, guiar ahora un carro tirado por un caballo significa sentirse rebajado socialmente, pero jamás le oí lamentarse. Años atrás se le consideró una verdadera promesa en el negocio de pasaportes. Más tarde se le subió la sangre a la cabeza y eso le costó perder su trabajo, y también su reputación. Debió de ser porque todos los días veía pasar gran número de pasaportes ante sus ojos. Lo cierto es que un buen día se largó con un buen lote de ellos.

Le cayeron tres años, y al salir se encontró con que el gremio le había cerrado las puertas. No se puede consentir que un tipo se largue con un montón de pasaportes así de sopetón. Por una parte despierta la atención de la bofia y, por otra, deprecia una mercancía cuyo valor depende de su escasez. Pero yo sentía lástima de Bruno, y cada vez que venía a Roma procuraba verle y charlábamos acerca del negocio de pasaportes. Me estaba agradecido y solía decirme: “Harry, si alguna vez vuelvo a echarle el guante a un pasaporte, te lo ofreceré a ti primero que a nadie”.

No apareció por allí aquella tarde, así que me quedé sentado junto a Morland, respirando el fresco aire primaveral, bebiendo sorbo a sorbo mi Campari y pensando que tal vez las cosas no fueran tan negras como parecían. Todavía contaba con mi negocio de pasaportes y no pensaba hacer algo tan estúpido como intentar secuestrar al hijo de Rifai. Eso era, ni más ni menos, una fantasía de Morland. Empecé a sentirme tan a gusto que invité a Morland a cenar.

Morland es un hombre capaz de pasarse sin un par de comidas consecutivas sin enterarse siquiera, a menos que alguien se lo recuerde; por eso invitarle a comer es una obra social. Esperé hasta que se hubo engullido casi toda una fuente de spaghetti alia vongole antes de volver a sondearle acerca de su proyecto.

—Vamos, Morland —le dije, esbozando una sonrisa de mutuo entendimiento—, ¿qué hay de ese Alberto?

Casi se atragantó con sus spaghetti.

—Lo siento, pero es algo muy divertido. Esa será mi pequeña sorpresa, Harry. Y no pienso echarla a perder.

—Me duele que no tengas la suficiente confianza en mí para decírmelo.

—Bueno, Harry, no tomes las cosas así, por favor.

—¿Dónde conociste a la chica?

—Beirut. Bailarina.

—¿Y por qué motivo una bailarina se decide a complicarse en un asunto como este?

—Dinero —dijo Morland, chupándose los dedos.

—Para una chica como Paula existen medios más fáciles de ganar dinero.

Morland se sonrojó intensamente. Lo sexual es un tema que le fastidia.

—Ignoro cuánto dinero puede ganar una chica del modo al que te refieres, pero supongo que no serán sesenta mil dólares.

—Es una buena tajada —dije yo—. Pero ¿por qué tan poco? Un cuarto de millón es una miseria por el hijo de Rifai.

—Harry, ese es el precio justo. Si pidiésemos menos pensaría que está tratando con gente de poca monta; si exigiésemos más, Rifai se cerraría a la banda. No es que él valore a su hijo en un cuarto de millón. Lo que ocurre es que, dadas las circunstancias, un cuarto de millón es el precio justo, ¿comprendes?

—No; pero es igual. ¿Y qué pasa con Hermann?

—Ya te lo dije. Le conocí en la cárcel, en Marruecos. Pero no es el típico criminal. Rifai atropelló a un peatón con su coche y Hermann fue quien pagó el pato. Seis meses de cárcel.

—¿Y ahora quiere vengarse?

Morland asintió.

—Al principio pensaba que su proceder había sido natural. El siervo que paga los errores de su amo. Pero le expliqué las cosas a mi modo y empezó a verlo de manera muy diferente.

—¿Cómo le engatusaste?

—No le engatusé —dijo Morland, ofendido—. Le expuse su caso en términos filosóficos. Le expliqué que existen ciertos contratos sociales que las personas pactan entre sí. Contratos entre amo y sirviente, entre gobernante y gobernado. Cuando una de las partes no respeta lo pactado, la otra es libre de actuar en defensa de sus propios intereses. Hermann acabó por captar mi punto de vista... Que por el bien de la sociedad y de sí mismo, tenía el deber de obtener de Rifai una compensación.

Poca gente es capaz de hacerle ver a uno que secuestrar un niño constituye un procedimiento históricamente reconocido.

—¿Cuánto tiempo duró el lavado de cerebro?

—Seis meses. Hermann siguió trabajando para Rifai, y cuando yo salí, empezamos a trazar los planes. Necesitábamos una chica que se encargase de cuidar al niño. Por eso está Paula con nosotros.

—No es precisamente un tipo muy maternal... Pero todavía sigo sin comprender por qué se te ocurrió precisamente un secuestro. Es un asunto repugnante.

—No te lo parecerá tanto si lo piensas detenidamente. Verás: como lo único que hace un niño es gorjear y eructar, lo mismo da que lo haga en un sitio que en otro... siempre y cuando que no le falten cuidados. No veo el perjuicio que se le puede causar a un bebé al secuestrarlo. Al contrario, creo que, en cierto modo, eso podría estimular su desarrollo. Naturalmente que a los padres no les gusta que les secuestren a sus hijos. Y, sinceramente, si viviese la madre de Selim, ni siquiera habría cruzado por mi mente la idea de secuestrar al niño. Es necesario observar un nivel mínimo de...

—Sí, sí, ya me acuerdo.

—¿De veras? —Pareció sorprendido—. Prosigamos, entonces. La única persona afectada, si secuestramos a Selim, será su padre. Y ni tú ni yo vamos a verter una lágrima por Yusuf Rifai.

—¿'Cuándo decidiste mezclarme a mí en este embrollo?

—Desde el principio, Harry —dijo en voz baja. Me miró con aquellos ojos de loco—. Te lo has ganado.

—Un momento. Respecto a lo de Tánger...

—La otra razón —me interrumpió Morland— es que sigo pensando que estás predestinado a grandes obras. Tienes talento, Harry, pero no sabes emplearlo. Eres un tipo de poca monta, Harry, de poca monta. Pero yo te brindaré la oportunidad de que pongas a prueba tu verdadera valía. Lo importante es tener fe, Harry. En este asunto tienes que tener fe; fe en mí.

“Naturalmente”, pensé, tratando de recordar la última persona en quien había confiado, exceptuando a Ziggy. Morland debió de leer mi pensamiento.

—De acuerdo. Olvídate del sermón. Quiero sacar de esto sesenta mil dólares. Lo mismo que Paula y Hermann. Estamos dispuestos a todo para conseguirlo. Así que no trates de traicionarnos. —Sonrió—. A Hermann no le agradaría que hicieras semejante cosa. Piensa en ello, Harry Brighton.

Seguí su consejo. Lo malo es que no fue un pensamiento muy agradable para terminar la velada.