CINCO

Morland y Paula habían estado con anterioridad en el piso y ya conocían el camino.

—Gira a la derecha, Harry. No, esta no; es la bocacalle siguiente. ¿No oíste que te dije a la izquierda? ¿Qué dices, Paula? No, estoy seguro que es a la derecha. A la izquierda, quiero decir.

La dificultad estribaba en que Via dello Scorpione, la calle que buscábamos se encuentra precisamente en el centro del Trastevere. Allí las calles parecen todas iguales: cortas, tortuosa» y enguijarradas. Todos los edificios tienen ese color dorado que resulta tan romántico. Al menos así lo describen las guías turísticas de la ciudad, aunque yo he observado que nada dicen acerca de los niños, los gatos, las basuras y las viejas chismosas vestidas de negro, que es lo que más abunda por allí.

Pero por fin acertamos y yo reduje la marcha a paso de tortuga. Esta calle parecía más angosta que las otras, y a medida que nos adentrábamos en ella iba en aumento el bullicio callejero. Chillidos de niños, música de transistores, mujeres que hablaban a voz en grito desde sus ventanas con las vecinas de enfrente y jóvenes juguetones acelerando en vacío sus motos. Por fin Morland dijo:

—Aquí.

Detuve el coche y nos apeamos.

De pronto, por encima de aquella barahúnda sonó un alarido y una mujer pequeña y gordinflona cruzó la calle a todo correr. “Bambino!”, chilló, agarrando a Alberto. Al principio creí que intentaba raptar a nuestro niño, pero al ver que Paula le presentaba a Morland, deduje que se conocían. Luego, el pobre Albertito fue sometido a un terrible manoseo entre exclamaciones de admiración, como bravo y bello.

—¡Qué escena tan encantadora! —comentó Morland—. Me supongo que será una vecina. Parece realmente impresionada con Alberto.

—Esperemos que sienta el mismo afecto hacia Selim —dije con dulzura—. Y esperemos también que sea mala fisonomista.

—Oh, no —suspiró Morland. Se abalanzó hacia Paula y tiró resueltamente de ella—. Basta ya. Subamos al piso.

Entramos en un portal y empezamos a subir un tramo de escaleras de piedra perseguidos tercamente por la gruesa mujercilla. Morland me dijo:

—Paula le ha dicho que tú eres el padre. Procura detenerla.

Me volví y dije:

— Buon giorno, Signora. Felice di conoscerla —que era una de las frases que mejor he aprendido.

Naturalmente aquello sólo sirvió para que me soltase el disco. Pero no conseguía seguir el hilo de lo que trataba de explicarme; sólo comprendí que me llamaba insistentemente professore, lo cual me causó gran sorpresa, y mencionó repetidas veces la palabra bar. Cuando hizo una pausa para tomar aliento, solté un arrivederci y me escabullí escaleras arriba.

Nuestro apartamento estaba en el último piso y he de admitir que me causó una grata sorpresa. Constaba de dos habitaciones grandes y recién pintadas, un cuarto de baño, una cocina, un pequeño balcón que daba a la calle y, arriba, una amplia azotea con unas sillas y adornada con macetas de flores.

—Deberías agradecérselo a Paula —dijo Morland cuando nos quedamos solos—. Ha venido aquí varias veces en autobús para arreglar el piso. Lo alquilamos amueblado, pero todavía hubo que comprar muchas cosas, como esta. —Descargó una sonora palmada sobre el diván en el que estaba sentado—. Y todo lo del niño. Oficialmente tú y Paula vivisteis con Alberto en una pensión en tanto no estuvo preparado el piso. Ahora os mudáis definitivamente convertidos en una familia feliz. He dicho una familia feliz, Harry. ¿Me has comprendido?

—¿Qué te hace pensar...?

—Quiero que Paula sea tratada respetuosamente, Harry. Es una buena chica y bastante tendrá ya con ocuparse de Alberto sin necesidad de enzarzarse además contigo en una guerra de guerrillas.

Paula salió del dormitorio.

—Alberto está dormido. ¿Qué te ha parecido el piso? —me preguntó con una sonrisa.

—Pasable —fue todo mi comentario. Supongo que pudo habérseme ocurrido alguna frase más amable, pero, francamente, había tenido un día agotador.

—Tu amabilidad me confunde. —Se marchó a la cocina, taconeando con fuerza.

Morland suspiró.

—Cuando te empeñas en complicar las cosas, Harry, eres todo un genio. Bajaré a telefonear a Hermann.

Paula asomó la cabeza por la puerta de la cocina y dijo:

—Dile que se acerque hasta aquí. Esta noche prepararé cena para todos. Tenemos que celebrar el comienzo del plan. —Llevaba guantes de goma y se había recogido el pelo en la nuca de cualquier modo.

—Estás muy atractiva —le dije, sonriendo para demostrarle que hablaba en broma y que íbamos a ser buenos amigos. Ni siquiera me miró. Giró sobre sus talones y desapareció de nuevo en la cocina.

Morland meneó la cabeza.

—Tienes que hacer un esfuerzo, Harry. A las mujeres es preciso saber llevarlas. —Todo lo que Morland entiende de mujeres cabe holgadamente en la punta de un alfiler.

—Lo intentaría si no tuviera que pensar en otras cosas. Como ejemplo citaré que el hecho de invitar a Hermann a venir aquí servirá para que se nos relacione con Rifai.

—Oh, una sola vez no tiene importancia, Harry. Además, quiero que vea a Alberto, y así sabremos si los dos niños se parecen.

Cuando Morland se hubo marchado, entré en el dormitorio. Alberto dormía en su cuna. Nunca había visto un niño tan de cerca, así que me quedé un buen rato contemplándole. Inmediatamente llegué a una conclusión muy interesante: los niños son perfectos. Fijémonos si no en su piel, tan lisa y suave, sin un solo defecto. Y luego en su pelo, unas hebras finas como la seda; no cabría imaginarse al tocarlo que un día llegará a estar grasiento y casposo, como nos ocurre a los mayores. Los niños son unos seres perfectos. Inútiles, quizá, pero perfectos.

—No le toques. —Ella había entrado sin hacer ruido.

—Sólo estaba mirándole...

—¡Chist! Que lo vas a despertar. ¡Sal ahora mismo!

Sin pronunciar una palabra pasé por delante de ella y salí al balcón, donde permanecí, intentando ver la calle por entre la ropa colgada al sol. Hubiera sido una calle muy bonita, con sus edificios dorados y sus ventanas adornadas con macetas de flores, si no fuese por la cochambre y el zurriburri ocasionados por tanta gente. Oí un ruido a mis espaldas y volví la cabeza.

—Lo siento —dijo Paula—. Estaba un poco nerviosa por todas estas cosas. No fue mi intención ser grosera. No te enfades, por favor. —Sonreía nerviosamente como una niña un poco ruborosa. O acaso sólo fuera el efecto del sol en sus mejillas.

—Olvídalo —dije.

Salió también al balcón y miró a la calle. Una vieja nos saludó con la mano desde una ventana de enfrente.

—Me gusta este sitio, ¿a ti no? —preguntó Paula. Yo me encogí de hombros—. ¿Por qué no vienes a charlar conmigo a la cocina? —Por supuesto, acabé quitando la hebra a las judías—. ¿Por qué haces esto? —me preguntó. Yo miré a las judías—. No, bobo, me refiero a lo del secuestro.

¿Por qué lo hago? De momento me quedé mudo. Luego se lo conté todo: las amenazas de Morland, el chantaje...

—Pero eso es terrible —dijo ella, y sus ojos verdes fulguraron intensamente. Fue una suerte que a Morland no se le ocurriera entrar en aquel momento, porque hubiera acabado con el cuchillo del pan en los riñones. Pero luego recapacitó—: Debe existir algún motivo. ¿Qué le has hecho?

—Aguantarle durante la mitad de su vida adulta. Eso es todo.

—Oh, vamos, Harry. No te enfurruñes.

¡Mujeres! Quité la hebra a la última judía con todo cuidado.

—¿Queda algo más que hacer? —pregunté con frialdad.

Ella estaba atareada con sus patatas y advertí una divertida expresión en su semblante, que no supe discernir si era producto de la concentración en el trabajo o si se estaba riendo de mí.

—Podrías acabar de mondar estas patatas.

—No faltaría más. —Esta vez le oí una risita ahogada.

Resulta difícil comportarse fríamente cuando se está encajonado en una cocina de dos por cuatro con un manjar tan apetitoso como Paula. Ella iba y venía atareada, abriendo armarios, haciendo ruido con las ollas y, de cuando en cuando, tropezando conmigo. Y en un par de ocasiones, se estiró para alcanzar algún objeto y se apoyó en mí. Estaba consiguiendo ponerme nervioso.

—Cuéntame algo de ti —le dije—. ¿Cómo te metiste en esto?

—En realidad todo empezó cuando necesité un billete de avión para regresar de Beirut a Londres. Jonathan me dijo que me pagaría el viaje hasta Roma si colaboraba con él en este asunto. Me aseguró también que cuando recibiera mi parte, tendría dinero suficiente para ir adonde me viniese en gana.

—Pero la idea de un secuestro, ¿no te parece un tanto brutal?

—Bueno, al principio no lo tomé muy en serio. Luego pensé: “Iré a Roma, cuidaré del niño durante unas semanas y, entretanto, malo será que no aparezca algo”. Además, Jonathan me explicó que la madre del niño había muerto y que la criatura no sufriría ningún daño.

—¿Y el padre no cuenta?

Golpeó contra la mesa un cazo que tenía en la mano.

—A ese le conozco yo muy bien.

—¿Trabajaste para él?

Se volvió hacia mí, esgrimiendo el cazo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Tú trabajaste en clubs. Pues bien, Rifai es propietario de varios locales en Beirut.

—No es eso lo único que posee. —Sus ojos echaban chispas—. Trabajé en un club de Rifai llamado el Pétalo Rojo.

—El Pétalo. Lo conozco muy bien. ¿Hacías strip tease?

—¡Bailaba! —estalló. Luego se le subió el color a las mejillas y me miró con su expresión infantil—. Bueno, es cierto. Hubo un tiempo en que hice strip tease. —Me sorprendió que ya no estuviese enfadada—. Harry, no sé si sabrás que en el piso de arriba del Pétalo dan habitaciones. ¿Quieres saber si las he utilizado alguna vez?

¿Si yo quería saber...? Pero, ¿quién se creía que era?

—Pues no lo hice, Harry. Y por eso mi trabajo no duró más que tres semanas, y, me creas o no, si no retiras esa asquerosa expresión de tu rostro, yo misma te la borraré con esto. —Aún conservaba el cazo en la mano.

—Mira, aunque se me hubiera pasado por la imaginación, no me hubiera importado. Muchas de mis mejores amigas son...

¡Bong! De repente me encontré sentado en el suelo. Y ella plantada ante mí con aquel enorme cazo presto para un nuevo porrazo. Era preciso actuar con rapidez. Solté un gemido y me desplomé.

—Harry, ¿te encuentras bien? ¡Oh, Dios mío! —Se arrodilló con la rapidez de un relámpago y colocó mi cabeza sobre su regazo. Volví a gemir y revolví los ojos—. Oh, no. —Empezó a frotarme la frente, a pesar de que no fue ahí donde había descargado el golpe, pero era reconfortante. Suspiré para darle a entender que me agradaba.

—¿Qué demonios...? —Morland acababa de llegar, oportuno como siempre.

—Sostenle la cabeza. Voy por un poco de agua —dijo Paula.

Se acabó el regazo; ahora estaba en las sucias manos de Morland. Ya era hora de recobrar el conocimiento. Abrí los ojos.

—Déjame ya —le dije—. Me ha sacudido.

—¿Que te ha sacudido? ¿Te dejo solo con ella quince minutos y ya tiene que atizarte? Harry, no te comprendo.

—Ni tú ni nadie. —Me levanté. Me dolía la cabeza.

—¿Te encuentras mejor? —Paula había regresado provista de agua y un paño.

—No hay sangre, si eso es lo que esperabas encontrar.

—Cuánto lo siento. Es que tengo un genio terrible. —Me cogió del brazo y me ayudó a salir de la cocina.

—Quisiera echarme un poco —dije.

—Échate aquí mismo. —Me empujó hacia el diván.

—No, prefiero allí. —A mi vez tiré de ella hacia el dormitorio.

Como yo era la víctima, conseguí salirme con la mía, pero noté que a ella no le gustó ver cómo me estiraba cómodamente sobre el lecho. Salió Paula y entró Morland, el cual se sentó en la cama. No era así precisamente como yo había previsto la escena.

—Hermann está en camino. Le dije que procurase no llamar la atención.

Sentí deseos de preguntarle cómo se las iba a arreglar un cabeza cuadrada de un metro noventa, rubio, con el pelo cortado a cepillo para no llamar la atención en la Via dello Scorpione, pero sabía que si lo hacía, Morland encontraría una respuesta. Cerré los ojos y traté de descansar.

“Gu-gu-gu...”, oí un sonido cómico. Levanté los ojos y vi a Morland inclinado sobre la cuna.

—Está despierto —dijo—. Alberto, guidi-guidi-gu.

Se me revolvió el estómago y opté por levantarme y salir al balcón. La calle estaba en sombra, pero el sol todavía castigaba los pisos altos de las casas de enfrente, dándoles un color acanelado. Abajo, la calle estaba atestada de chicas jóvenes, ataviadas con vestidos de alegres colores, que regresaban a casa después de la jornada de trabajo. Paula tenía razón: el sitio no estaba mal. Incluso correspondí al saludo de la vieja de la casa de enfrente.

De pronto divisé una silueta que avanzaba calle abajo en línea recta: era Hermann, con los hombros echados hacia atrás, braceando. Los gatos y los niños se apartaban para dejarle paso. Su presencia llamaba tan poco la atención como un cepillo de dientes de tres metros de largo.

Paula preparó unos bistecs bastante sabrosos. A mí me correspondió uno pequeño, en tanto que Morland y Hermann dieron cuenta de los restantes como dos osos hambrientos. Hermann había dado su visto bueno en relación con Alberto, pero yo no quedé convencido de que supiera lo que decía. Cuando Morland le preguntó si Alberto y Selim se parecían, se quedó contemplando al niño durante un buen rato y luego dijo: “Ja, creo que sí”. Respuesta muy tranquilizadora.

Cenamos en la terraza mientras se ponía el sol. Alberto estaba sentado junto a Paula en una silla de patas altas. Era un niño muy pacífico, pero casi nada de lo que sucedía a su alrededor le pasaba inadvertido. Sus ojos se movían incesantemente y de cuando en cuando emitía un discreto gorgoteo, como si hubiera advertido algo que justificase un comentario por su parte.

Morland llevaba la voz cantante en la conversación. Nos explicaba lo del café que tenía proyectado abrir en Londres. ¡Vaya una ambición! No pude entenderle de qué clase de café se trataba, pero conseguí captar algo así como “un lugar en el que se den cita las almas gemelas”.

Empezaba a oscurecer cuando Morland se desperezó y dijo:

—Una fiesta encantadora, querida Paula. Mucho me temo que esta sea la última vez que podamos comportarnos con naturalidad cuando estemos juntos. A partir de ahora cada uno de nosotros tendrá que representar su papel, sobre todo tú y Harry. En realidad, todo depende de vosotros. De ahora en adelante seréis el señor y la señora Brighton e hijo. No será tarea fácil, pero confío en vosotros.

De pronto me acordé que tenía que formularle una pregunta:

—¿Y qué es lo que se supone que estoy haciendo aquí?

—Baja conmigo —respondió sonriendo.

Bajamos a la sala de estar. Morland rebuscó en un armario y regresó con una máquina de escribir Olivetti, modelo portátil, y un montón de folios de papel.

—Harry, tú serás escritor.

—¿Quieres decir que tendré que pasarme el día aporreando ese chisme?

—Te servirá de fachada. Le explicarás a la gente que has venido a Roma para escribir una gran novela. Tal vez piensen que estás loco, pero te creerán. En realidad, ni siquiera tendrás que fingir que trabajas. Si alguien te preguntase, le dices que estás pensando. Muchos escritores dedican tanto tiempo a pensar que jamás llegan a escribir.

En aquel instante comprendí que algún día intentaría escribir de verdad.

Después de llevar a Morland en el coche a su pensione, acerqué a Hermann a la villa de Rifai. Tarareaba aquellas viejas canciones marciales de los cabezas cuadradas, marcando el compás con el puño contra la portezuela del coche.

—Harry, vamos a sacudirle bien al señor Rifai. ¡Zas! —Descargó un tremendo golpe contra la portezuela—. Aún me acuerdo... en el desierto... cuando les sacudimos a los británicos. ¡Zas! —El coche se estremeció—. Aquellos fueron buenos tiempos. ¡Zas, zas!

—Tranquilízate. —El coche estaba alquilado a mi nombre.

—Harry, tú eres mi mejor amigo. Lo pasado, pasado. Todo está perdonado.

—Gracias, Hermann. —Habíamos llegado a Via Appia—. No puedo llevarte hasta la misma puerta de la villa de Rifai.

—No queda lejos ya. Iré andando. —Pero continuó allí sentado, gruñendo y refunfuñando para sus adentros. Esos recuerdos de la guerra son capaces de desequilibrar los nervios a cualquiera—. Yo fui oficial, Harry.

—Estupendo.

—Durante veinticinco minutos. En El Alamein, en África. Las cosas no salieron bien en El Alamein. El Oberst me dijo: “Schmidt, sus oficiales han muerto. Usted es el sargento más antiguo. Queda ascendido a Leutnant". —Hermann suspiró—. Luego el Oberst cayó muerto y cuando yo dije que me había ascendido a Leutnant todos se rieron de mí y me dijeron: “Schmidt, ve a sentarte un rato a la sombra. Este sol sienta mal a tu cabeza”. No volvieron a ascenderme.

—La guerra es un infierno.

Cuando regresé a Via dello Scorpione entré en el bar que ocupaba el bajo de nuestra nueva casa para tomar un trago antes de acostarme. La mujercita gordinflona que había conocido horas antes estaba detrás de la caja.' No hizo más que verme y ya empezó a soltarme el rollo, tratándome de professore. Luego salió de la trastienda un tipo con un poblado bigote.

—¡ Profesor Breeton, sea usted bienvenido! —me saludó. Se llamaba Giorgio. Era el dueño del bar y el marido de la mujer— cita gorda-| Es maravilloso ser escritor, artista —prosiguió—. Nosotros los italianos somos todos artistas de corazón, pero nos pasamos las horas bebiendo café y contemplando a las chicas. Terrible modo de vivir.

—Terrible.

—Pero usted, profesor, es un verdadero artista.

—Llámeme Harry —le dije.

Era un bar pequeño, pero muy mono y con todo lo indispensable: un mostrador resplandeciente y vitrinas repletas de repostería. A un extremo del bar estaba la cafetera exprés con una serie de palancas en posición de firmes, y al otro un enorme jarrón de flores. Me agradaba el sitio y me agradaba Giorgio.

—¿Se encuentra bien la señora Breeton? —preguntó.

—¿Quién...? Oh, sí, muy bien.

Aquello me hizo caer de las nubes. Terminé mi coñac y me despedí. Eran más de las doce, más tarde de lo que me imaginaba. Bueno, para ser sincero, me había retrasado adrede porque aún no había decidido cómo interpretar la escena que vendría a continuación. Por una parte, podría presentarme con la mayor naturalidad... y darlo todo por hecho. Es lo que da mejor resultado con una chica estúpida; pero Paula no era ninguna estúpida. La otra alternativa consiste en hacer la escena del lobo y caperucita, que puede resultar peligrosa si a la chica se le ocurre repeler la agresión. Con franqueza, no me imaginaba luchando a brazo partido con una bailarina como Paula. En todo caso, subí las escaleras bastante nervioso.

Las luces estaban apagadas, pero en la semioscuridad pude ver que el diván estaba preparado para dormir en él. Entré en el dormitorio.

—¿Harry? ¿Qué quieres?

—Charlar.

—Es tarde. —Estaba hecha un ovillo en un lado de la amplia cama y con la cuna de Alberto junto a ella. Su cabello se extendía sobre la almohada y en la habitación se respiraba la fragancia que yo había percibido por primera vez en la pensione.

Me senté en el borde de la cama.

—Quería pedirte disculpas por lo de esta tarde. —Hablé con sinceridad. Nunca había creído que ella fuera una de las busconas de Rifai.

—Menuda cara de sorpresa pusiste cuando te aticé —dijo con una risita. Al cabo de unos breves segundos añadió—: No, Harry.

Yo no había hecho más que cogerle la mano.

—Mira. Vamos a convivir durante un mes. Lo menos que podríamos hacer es tratar de conocernos mutuamente.

Ella sonrió.

—Oh, yo ya te conozco, Harry.

—Pero si hasta ayer no me habías visto nunca...

—Es cierto, pero de todos modos puedo decir que ya te conozco.

Si algo no me gusta de una chica es que primero le derribe a uno y luego le ponga un pie encima de la cara para demostrarle que está caído. Me marché hacia la puerta.

—Buenas noches, Harry. No fue mi intención...

—Claro... Nadie tiene intención...

Cerré la puerta detrás de mí rápidamente, porque preferí ser yo el que dijese la última palabra.