DOCE
¿Sienten ustedes alguna vez la necesidad de estar solos durante una hora? ¿Que el tiempo se detenga por un instante para tratar de determinar por qué ha fallado el plan? ¿Disponer de tiempo para recoger los añicos? Pues bien, cuando colgué aquel teléfono, no veía otra cosa que añicos por todas partes. Allí estábamos Paula y yo con dos niños, uno de los cuales nos costaba doscientos dólares a la semana, y el otro bien podía costamos veinte años... si teníamos suerte y los asesinos de Rifai no daban con nosotros antes que la policía. Allí estaba Morland en el hospital, acumulando facturas que no podría pagar. Y Hermann. Ese era uno de los trozos en el que prefería no pensar siquiera. Dispuse de diez minutos para ordenar todos estos pedazos, que fue el tiempo que me llevó ir andando desde el café donde hice la llamada hasta la clínica. Lo primero que teníamos que hacer era devolverle su hijo a Rifai. Luego Paula y yo deberíamos abandonar el piso. Y finalmente, desembarazarnos de Alberto. Los dos primeros pasos no encerraban mayor dificultad, ¿pero cómo iba a proponerle el tercero a Paula? Bueno, ella sabía que yo estaba sin un céntimo y no tendría más remedio que aceptarlo.
Luego quedaba Morland. No conseguía encontrarle solución a este problema, a menos que él la diñara, y pensé mientras me dirigía a su habitación que lo que iba a decirle tal vez solventara el asunto. Cuando abrí la puerta su rostro se iluminó como el de un niño. Pobre Morland. Me limité a menear la cabeza, v su rostro pareció envejecer diez años más.
—¿Ha salido algo mal? —Me encogí de hombros—. ¿Así que lo de pagar el rescate era un cuento para la opinión pública?
Asentí con la cabeza. Le conté lo que me había dicho Rifai, pero omití lo de Alberto. Saberlo no le hubiera hecho ningún bien. Cuando hube terminado, él esbozó una breve sonrisa.
—El tenía razón cuando me dijo aquello, Harry. No pertenecemos a su clase. Creo que ha llegado el momento de liar el petate.
—No me vengas ahora con eso —dije con firmeza—. En un par de semanas estarás como nuevo.
—Quién sabe —exhaló un largo suspiro—. ¿Qué dijo Rifai cuando le amenazaste con quitar la vida a Selim?
Morland se hubiera olvidado de cualquier cosa menos de eso.
—No llegué a hacerlo.
Frunció el ceño.
—Santo cielo, ¿por qué no?
Estaba aún pensando cómo iba a explicárselo cuando se abrió la puerta y entró un extraño personaje tambaleándose. Excepto un ojo, tenía toda la cara cubierta con vendajes y esparadrapo y el brazo derecho escayolado.
—¿Quién es usted? —preguntó Morland nervioso, tratando de alcanzar el timbre— situado sobre la cabecera de su cama.
—¡Jonathan! ¡Harry! Soy yo, Hermann —dijo una voz amortiguada. Sólo se podía adivinar dónde estaban los labios por el movimiento de los vendajes. Le ayudé a tenderse en la otra cama vacía.
—¿Qué ocurrió? —le pregunté, como si no me lo imaginara.
A través de los vendajes brotó un raro sonido, semejante a un gruñido.
—¿Rifai? —dije yo.
Hermann asintió con la cabeza. Rifai no se había creído su historia, a pesar del abultado chichón que ostentaba en la cabeza. Los hombres de Beirut se encargaron de él. También habían interrogado a Helen, pero a ella no le hicieron daño.
—Debió de ser un mal momento —dijo Morland.
Hermann resopló trabajosamente:
—No son tan duros. Peor fue lo del desierto.
Explicó que Rifai había designado a Abdul para que le sacase fuera de la ciudad y se deshiciera de él, pero Abdul era un viejo camarada de Hermann y en vez de abandonarle lo llevó a un hospital. Hermann había llamado a Paula y ella le explicó lo de Morland.
—Así que Rifai me cree muerto. Tal vez sea lo mejor.
Morland soltó un quejido y hundió el rostro en la almohada.
—Todo ha ocurrido por mi culpa. —Era la primera vez que le oía admitir una cosa así... y nadie había tenido tantas ocasiones como yo.
—Jonathan, no debes preocuparte por eso. En una guerra siempre hay heridos. La próxima vez ganaremos, ya lo verás —trató de consolarle Hermana.
Pero para mí no habría próxima vez. Me levanté para marcharme.
—¿Vendrás a verme mañana? —me preguntó Morland.
—Claro. —No era momento de decirle que había llegado la hora de abandonar todo aquello—. Hermann, ha sido un placer conocerte —le dije con toda sinceridad.
— Ja, Harry, para mí también. Eres un buen muchacho.
—Acuérdate... biff, biff, biff.
— ja, biff, biff, biff —Hermann agitó el puño correspondiente al brazo escayolado. Estos cabezas cuadradas jamás escarmientan.
Al salir me tropecé con Giorgio, que subía las escaleras.
—Me acabo de enterar ahora mismo de lo de Jonathan. ¿Está muy grave?
—No muy bien. Será preciso animarle.
—Entonces le leeré algunos de mis poemas.
Pobre Morland, de un modo o de otro acabaríamos por matarle entre todos.
Cuando llegué al apartamento encontré a Alberto solo en su corral. Oí un chapoteo en el cuarto de baño y supuse que estaban bañando a Selim. Alberto tenía un color más rosado que de costumbre, de manera que ya debía de estar bañado, y por el modo en que sacudía las barras del corral parecía protestar por el retraso de la manducatoria. Le saqué del corral, y cuando me disponía a sentarlo en su silla, se aferró a mí, gorjeando desesperadamente, hasta que comprendí su mensaje. No quería comer, ¡quería que jugásemos! Nuestro juego consistía en alzar yo a Alberto por encima de mi cabeza y fingir que lo soltaba para luego agarrarlo más abajo. Aquello no tenía mucho de juego, pero me halagó ver que él lo recordaba.
En seguida volvió a chillar y regodearse, como en los viejos tiempos.
—¿Qué haces? ¿Adonde te lo llevas? —Me volví. Paula estaba detrás de mí, enarbolando una cacerola de un modo que no me resultaba enteramente desconocido.
—No me lo llevo a ninguna parte.
—Entonces déjale donde estaba.
Como ella empuñaba una cacerola y yo tenía a Alberto en las manos, no me quedaba otra alternativa. Dejé al niño en la silla. Ella se quedó mirándome con fiereza por un instante, y luego regresó al cuarto de baño, llevándose la cacerola consigo. Yo ya sé que las mujeres se enfadan por cualquier cosa cuando hay niños por medio, pero aquello traspasaba los límites de lo razonable. Empecé a pensar y no me llevó mucho tiempo... Un par de minutos. Rápidamente irrumpí furioso en el cuarto de baño, la agarré por el brazo y grité:
—¡Sal de aquí! ¡Quiero hablar contigo!
—Pero Selim...
—Que se ahogue. —La arrastré hasta donde estaba Alberto, que no nos quitaba ojo de encima—. Veamos, cuéntame tu conversación con Rifai. —Ella prorrumpió en llanto—. No me vengas con lagrimitas. ¿Cuándo hablaste con él?
—Le llamé después de almorzar. —Sollozó—. Quería decirle —otro sollozo— que podía recuperar a Selim —sollozo—, sin pagar nada a cambio —sollozo. Le di un pañuelo—. Lo único que queríamos era que nos dejase en paz.
—¿Y qué dijo él a todo eso?
—Dijo que a Selim se lo devolveríamos de todos modos, pero que a quien él quería era a Alberto. —Me miró acusadoramente—. Nos ofreció diez mil dólares. Yo le colgué el teléfono.
—Pero sabías que yo le iba a telefonear más tarde y que me haría a mí la misma proposición. Y pensaste que yo aceptaría. —Ella miró a la punta de sus pies—. Pues bien, me la hizo.
—Oh —lloriqueó, atisbándome a través de sus cabellos.
—Sólo que yo subí el precio. Me ofreció por fin un cuarto de millón de dólares. Conociéndome como me conoces, no necesitarás preguntarme si acepté o no. —Ella musitó algo—. ¿Cómo dices?
—Dije que no, que no necesito preguntártelo. —Empezó a tenderme una mano y avanzó hacia mí, pero yo me aparté.
—Quiero que Selim esté bañado y haya comido dentro de media hora. Estaré en el bar de Giorgio si me necesitas.
Me detuve junto a la puerta. No deseaba decirlo, pero a veces uno no puede contenerse.
—No te imaginarás realmente que te vas a quedar con Alberto, ¿verdad, Paula?
Aún era de día cuando salí con el coche llevándome a Selim. Cada vez que me paraba en un semáforo, notaba como los demás conductores miraban con curiosidad al interior de mi coche; de repente todo el mundo estaba pendiente de los crios a causa de los periódicos y la radio, que aún seguían dándole vueltas a aquel “bárbaro crimen”.
Me dirigí río arriba hacia los Jardines Borghese y aparqué cerca de la Piazza di Siena. Cuando hubo oscurecido, llevé a Selim a la piazza, que en realidad no es otra cosa que un enorme trozo de césped. Por la noche el lugar está desierto, si se exceptúan las parejas de enamorados que ocupan los escasos bancos en torno a la piazza. Deposité a Selim en medio de la hierba, donde ni él mismo pudiera hacerse daño. Si lograra salirse del capazo, tendría que arrastrarse un centenar de metros para llegar a la carretera, y no creía yo a Selim capaz de tal dispendio de energía. Retiré el tul y le miré por última vez. Estaba acostado panza abajo, con los puños cerrados, dormido, pero siempre a la defensiva. “Pobre diablillo”, pensé. Llegaría el día en que aquel niño se valoraría en cien millones de dólares, pero aun así tuve la sensación de que devolvérselo a Rifai sería el único acto verdaderamente cruel que habíamos cometido.
Volví andando al coche. Alguna de aquellas parejas no tardaría en acercarse a ver qué era lo que yo había dejado allí. Quizás alguien hubiera estado lo bastante pendiente de mí para saber que fue un hombre que conducía un Fiat Quinientos. Pero hay casi un millón de Fiat Quinientos en toda Italia.
Me detuve en un café y telefoneé a los señores de la prensa. Esta vez me prestaron una respetuosa atención.
—¿Y en definitiva no les ha pagado el rescate? —preguntó el de la Associated Press.
—No. Cambiamos de idea. —Al menos evitaría que Rifai se acogiera a la exención de impuestos sobre ese cuarto de millón.
Un horrendo presagio se apoderó de mí cuando regresé a la Via dello Scorpione. En la calle no vi a ninguna persona conocida; sólo unos cuantos transeúntes con quienes me tropezaba por primera vez. Entonces distinguí a Marcello, el guardia del barrio, que avanzaba a grandes zancadas hacia mí. Parecía tener prisa.
—¿Dónde están los otros? Dove sono gli altri? —le pregunté.
— Ma, a casa, naturalmente. Per la jesta di Alberto! —Me dio una sonora palmada en la espalda y subió rápidamente la escalera de nuestra casa.
La jesta di Alberto? Le seguí escaleras arriba como un cohete. La puerta estaba abierta de par en par, y en el momento en que entrábamos salía Toto, el barbero, con un enorme cuenco de spaghetti que había recogido en la cocina.
— Ecco il padre —dijo al verme con voz ronca, pero continuó subiendo con paso vacilante por las escaleras que llevaban a la azotea. Nosotros le seguimos.
— Magnifico. —Marcello se mezcló con la multitud.
Yo me quedé clavado en el suelo, sin habla. Daba la impresión de que se había congregado allí todo el vecindario de Scorpione, y todo el mundo gritaba, a excepción de unos pocos que aullaban. El que más y el que menos estaba provisto de un vaso de vino, y algunos también tenían un plato de spaghetti. No conseguí localizar a Paula, pero distinguí a Alberto, en su silla, en medio de una bandada de cotorras.
—Harry. —Era Paula que acababa de hacer su aparición con otra enorme escudilla de spaghetti—. Cuánto me alegro de que hayas vuelto. Estaba preocupadísima.
—Todo parece indicar que así es. ¿Quién paga todo esto?
—Oh, Harry —ladeó la cabeza—. Estamos celebrando la curación de Alberto de la varicela. La señora Giorgio dijo que deberíamos festejarlo, lo mismo que se hace con los santos. ¿No te parece encantador?
—Encantador. La colecta podremos hacerla durante la misa el próximo domingo.
Encontré un vaso de vino sobre la balaustrada de la azotea y me asomé para respirar un poco de aire fresco.
Nuestra vecina de enfrente, la que todas las mañanas preguntaba por la varicela, me saludó desde su iluminada ventana. Le hice señas para que subiera a reunirse con nosotros, pero ella rehusó la invitación con un nuevo gesto de cabeza. Tal vez era demasiado vieja para subir todas aquellas escaleras. Alcé el vaso a su salud y bebí. Ella sonrió e hizo ademán de aplaudir. “Qué vieja más simpática”, pensé.
—Harry.
Paula me tocó en el hombro. Al volverme me quedé helado. A su lado, con una sonrisa burlona en los labios, estaba Tony.
—Se ha anticipado. La renta no vence hasta dentro de una semana.
—Tony sólo vino a ver si Alberto se había repuesto de la varicela —aclaró Paula—. Les dije a él y a su madre que se quedaran para la fiesta.
Se produjo un revuelo entre el gentío y, por fin, emergió la voluminosa figura de la Mamma con un plato de spaghetti en cada zarpa. Se detuvo cuando me vio y frunció el labio. Tony cogió uno de los platos.
—¿Cuánto tiempo más vais a necesitar a Alberto?
Paula me miró implorante, pero yo no tenía dinero.
—La verdad es que el trabajo está prácticamente terminado.
—Tony, ¿puedo hablar contigo un momento? —interrumpió Paula—. En privado.
Tony sonrió maliciosamente y dijo:
—Claro, siempre que quieras.
Les vi bajar las escaleras. ¡Iban al piso! Eché a correr tras ellos, pero tropecé con la Mamma. Ella sacudió la cabeza. Resultaba evidente que yo no iría a ninguna parte. Resignación.
Le serví un vaso de vino a la Mamma y dije: “Salute”. Ella lo olfateó, luego lo probó con la punta de la lengua y finalmente se lo echó al coleto. La Mamma no tenía un pelo de tonta.
Alguien reclamó silencio y Giorgio se encaramó a una silla. Empezó por hablar de Alberto, pero luego cambió a un tema del cual no conseguí sacar nada en limpio. Movía los ojos y describía círculos con ambas manos entre los “oh” y “ah” de la multitud. Un par de mujeres empezaron a llorar, pero cuando él terminó, hubo un estallido de aplausos. La señora Giorgio hizo ambas cosas y acabó desplomándose sobre una silla.
Me encaminaba yo de nuevo hacia las escaleras cuando Giorgio me localizó y acudió a mi encuentro abriéndose paso entre la gente, con ojos brillantes.
—Y bien, Harry, ¿qué me dices ahora?
Vio mi expresión de desconcierto y se dio una palmada en la frente.
—Había olvidado que tú no entiendes el italiano. Acabo de anunciar mi decisión de vender el bar. De ahora en adelante soy un poeta. Dentro de unas semanas regresaré a mi pueblo natal en los Abruzzi.
—Nos causará una profunda pena verte marchar, Giorgio.
—No te preocupes, Harry, vuestro amigo Jonathan ocupará mi puesto. Me ha comprado el bar.
—Que Morland ha comprado... ¿Con qué?
Los ojos de Giorgio se le saltaron de las órbitas.
—Con... con dinero.
—¿Dinero de quién?
Giorgio retrocedió.
—Harry, Jonathan y yo venimos tratando de esto desde hace semanas. Poseer un café ha sido la ilusión de toda su vida. Un lugar donde...
—¿...puedan reunirse las almas gemelas?
—Exactamente. Pues bien, esta tarde en el hospital hemos cerrado la operación. El lleva ahorrando desde hace muchos años. Ahora ha reunido lo suficiente para pagarme el primer plazo del bar. ¿Comprendes?
Cogí el cheque que me mostraba. Los números bailaban ante mis ojos. Cuando se detuvieron vi que representaban una cifra de tres millones cuatrocientas mil liras... casi seis mil dólares.
—Harry... ¿te sientes bien? —El bigote de Giorgio subía y bajaba ante mis ojos—. No te muevas de aquí. Llamaré a Paula.
Pero yo bajé al apartamento, saqué una silla al balcón y me senté allí solo, en la oscuridad, para recapacitar. Morland me había tomado el pelo una vez más. Seis semanas lloriqueando que no tenía un centavo, haciéndome pagarlo todo, mientras él vestía una raída chaqueta... y con aquella cara de muerto de hambre.
Y pensar que durante todo ese tiempo reposaba sobre una sustanciosa cuenta bancaria...
—Harry, ¿te encuentras bien? —No la había oído llegar—. Giorgio me dijo que te habías puesto muy nervioso al saber que Morland había comprado el bar.
—Supongo que tú sabías que él tenía todo ese dinero.
—No. No lo sabía. Incluso le pregunté si él podría ayudarnos a pagar nuestros gastos, y me dijo que no le era posible y que, además, tú estabas en deuda con él por algo que sucedió en Tánger. ¿Qué pasó en Tánger?
—Morland recibió su merecido; eso fue lo que pasó.
—Oh —se interrumpió. Luego dijo—: Alguien ha oído en la radio que encontraron a Selim en los Jardines Borghese. Así que ya no tenemos que volver a preocuparnos por eso, Harry; lamento mucho lo que dije antes. Pero ¿qué vamos a hacer con Alberto?
Me volví para mirarla frente a frente.
—Nada. Aunque pudiera ganar esos doscientos dólares semanales tendría muchas más cosas en que gastarlos que en alquilar un niño.
Ella se llevó la mano al rostro rápidamente y yo pensé: “¿ Por qué? ¿Por qué lo dije?”
—¿Lo dices en serio?
Le fallaba la voz.
Yo me limité a mirar de nuevo a la calle. Paula debió de permanecer casi un minuto esperando mi respuesta antes de volver a entrar en casa. Yo seguí sentado, escuchando los gritos y las risas y recordando los esfuerzos que habíamos derrochado en las últimas semanas sin ningún resultado positivo. Aquello era ridículo. Y era doloroso que ella me hubiera creído capaz de venderle el niño a Rifai. Continué allí sentado largo rato hasta que se acabaron los gritos y las risas y se marcharon todos.
Cuando volví a oírla, un reloj daba las dos en alguna parte. Ella estaba en camisón, con el cabello suelto sobre los hombros. Ya me esperaba aquello. Comprendí que había ido demasiado lejos con lo de Alberto.
—¿No vienes a acostarte?
Estuve a punto de caerme por el balcón. En aquel momento aprendí que una chica generosa es lo único que vale la pena poseer en esta vida. La generosidad es una virtud duradera. Me olvidé de Morland y del dinero; me olvidé de que ella me había creído capaz de vender a Alberto. Sólo vi su sonrisa y la seguí hasta la habitación como un corderito.