SIETE

Morland empezaba a impacientarse. Le vi al otro lado de la Piazza dei Santi Giovanni e Paolo, enjugándose el rostro con el pañuelo y mirando una y otra vez el reloj. Pasaban veinte minutos de la hora convenida. Lo suficiente para que yo empezara a abrigar la esperanza de que ya no vendrían.

Eran más de las tres y el sol castigaba la plaza, hasta el punto de reblandecer el alquitrán. Yo había permanecido junto a Morland unos diez minutos, y luego crucé la calzada buscando la sombra de los árboles que sobresalían de la tapia del parque.

—Harry, recuerda que somos turistas —susurró Morland.

—Este turista va a tomarse un helado.

Había un tipo vendiendo helados junto a la entrada del parque y compré uno de chocolate y vainilla. Luego me puse a la sombra contemplando a Morland, que se paseaba de un lado para otro por delante de una vieja iglesia, simulando que consultaba la guía que se había comprado para aquella ocasión.

Miré a través de la verja hacia el interior del parque. A mitad de recorrido en un largo sendero vi a Paula sentada en un banco, con el cochecito a su lado. Un auto subía lentamente la cuesta y, por un instante, creí que eran ellos; pero cruzó la plaza y se perdió de vista. Eran las tres y veinticinco. El heladero puso en marcha el motor de su carrito y echó a rodar cuesta abajo. En la plaza sólo quedábamos Morland, yo v nuestro Fiat, aparcado junto a la entrada del parque. Morland se dispuso a cruzar la plaza para unirse a mí. Había desistido.

Entonces vi un coche grande y negro que subía la cuesta. Tenía que ser un Rolls, y precisamente el de Yusuf Rifai. Morland se detuvo y me miró desde el otro lado de la plaza. Tuve la sensación de que mentalmente me preguntaba si esta vez estaba de su parte. Di una última chupada a mi barquillo, para que le atormentase la duda. Luego lo tiré v atravesé la calzada. El Rolls entró en la plaza con un suave murmullo del motor y se detuvo.

—Son ellos, son ellos —Morland ni siquiera había visto al niño y ya estaba fuera de sus casillas.

—Deja de revolver los ojos. Recuerda que tenemos que aparentar que somos turistas. —Le hice girar sobre sus talones de modo que ambos quedamos cara a la iglesia.

Oímos un abrir y cerrar de portezuelas. Eché una rápida ojeada por encima del hombro. Como no habían reparado en nosotros me volví. En aquel momento subían la capota del cochecito para proteger al niño del sol. La mujer se inclinó hacia el interior del Rolls y sacó un envoltorio blanco que depositó en el cochecito. Mientras un tipo sostenía el cochecito, la mujer desplegó un tul blanco sobre el envoltorio, arropándolo cuidadosamente. Luego dijo algo que hizo reír al hombre que estaba con ella. Era un italiano bien parecido, de cabellos negros rizosos y dientes blancos. Ella tampoco estaba mal.

—¿Qué hacen? ¿Qué hacen? —Morland seguía con los ojos clavados en la fachada de la iglesia como si de pronto se hubiera petrificado.

Observé cómo empujaban el cochecito hacia el parque y dije:

—Todo va saliendo como tú dijiste...

Morland había dicho que todo saldría a las mil maravillas. “Incluso si algo fallase, parecerá un error perfectamente disculpable.”

Paula preguntó por tercera vez:

—¿Y qué pasará con Alberto?

—Dejadme que os lo explique todo tal y como yo lo he planeado. Luego comprenderéis por qué es preciso hacer las cosas de este modo. —Morland estaba sentado en la azotea, frente a Paula, con los ojos clavados en los de ella... a lo Svengali—. En primer lugar, Hermann asegura que todos los martes y jueves, a las tres de la tarde, la niñera inglesa, Helen, y uno de los guardaespaldas, un tal Silvio, sacan a Selim a dar un paseo por el parque de Villa Celimontana. Helen y Silvio, según Hermann, están enamorados. Silvio aparca el coche y Helen mete a Selim en el cochecito. Luego se internan en los jardines y van a sentarse en un banco al fondo del parque, donde pueden charlar, hacer manitas y besarse, mientras Selim duerme en su cochecito, bajo un árbol a tres o cuatro metros de distancia. A las cuatro, Helen y Silvio regresan al coche con el niño.

’’Ahora bien, cualquier intento de secuestrar al niño sacándolo del cochecito fracasará sin remedio, puesto que Silvio y He— len nunca están a más de unos pocos metros de distancia. Sólo cabe emplear otro método: llevarnos al niño en el cochecito. Y así es como lo vamos a hacer.

Hizo una pausa, esperando oír exclamaciones de asombro. Lo único que se oyó fue el golpear pausado de una uña de Paula sobre el brazo del sillón: tac, tac, tac. Morland captó el mensaje.

—Ahora os preguntaréis cómo conseguiremos salir de allí con un niño y un cochecito. Mi respuesta es: mediante la sustitución del niño y del cochecito.

Paula se puso en pie de un salto.

—¿Te refieres a meter a mi Albertito en un cochecito y dejarle a él...? ¡Ooohh! ¡Monstruo! ¡No te atrevas!

Se plantó ante él con su cabellera rojiza resplandeciendo bajo el sol. Morland se incorporó rápidamente y retrocedió.

—Bueno, no te excites. Todavía no he terminado.

—Ya lo creo que has terminado. Iré ahora mismo a ver a la policía.

Al oír la palabra “policía”, Morland se llevó las manos al pecho y exhaló un terrible gemido.

—¿ Jonathan...?

—No es nada. Estoy bien. —Volvió a gemir, rodeó el sillón apoyando el cuerpo contra él y se sentó muy despacio. Aún mantenía ambas manos sobre el pecho—. No es más que una indigestión sin importancia.

¡ Indigestión! Aparté a Paula a un lado y miré a Morland a los ojos.

—Ya he visto antes esta misma escena —dije—. Dentro de un minuto se encontrará perfectamente.

Morland empezó a toser v jadear.

—Le traeré un vaso de agua. —Paula bajó corriendo.

—Basta ya de tonterías. La has asustado terriblemente.

Morland emitió un sonido ronco.

—¿‘Crees que trato de impresionaros? No es la primera vez que padezco estos ataques.

—Pues hay que admitir que se presentan en los momentos más oportunos.

—No hay más que hablar. —Paula regresaba con el agua—. No estás en condiciones de secuestrar a nadie.

Morland sacudió la cabeza.

—Llevo planeando esto desde hace dos años, Paula —dijo jadeante. (¡De modo que hacía dos años!)—. Es demasiado tarde para que ahora me vuelva atrás. Ya soy viejo y estoy cansado y enfermo. Acude a la policía si crees que es tu deber. No puedo decirte que no te guardaré rencor... por haber faltado a tu palabra... sí, te guardaré rencor, Paula. Pero sólo en mi corazón.

—Pero estás considerando a Alberto como... como si fuera un objeto —dijo Paula.

—No me has dejado terminar, Paula. Lo recuperaremos; eso forma parte del plan. Doscientos cincuenta mil dólares y nuestro niño: ese es el precio que pienso exigir a Rifai.

—Pero podría sucederle algo malo...

—¿Qué? —exclamó Morland, accionando con las manos. Su corazón se recuperaba con una rapidez pasmosa—. Estará en casa de un millonario y vivirá a cuerpo de rey. En menos de una semana le tendremos de nuevo con nosotros.

—¿Por qué no podemos dejar un cochecito vacío o con una muñeca dentro?

—Porque tal y como yo he planeado esto, no correremos riesgo alguno hasta el momento en que metamos al niño en nuestro auto. En tanto Helen y Silvio están a lo suyo en el banco y Selim duerme, tú y Paula pasaréis por allí empujando un cochecito idéntico al de Selim, pero llevando alguna prenda llamativa encima de la capota... por ejemplo el impermeable rojo de Paula. Dejaréis el cochecito al lado del de Selim. Helen y Silvio advertirán vuestra llegada, naturalmente, pero es de esperar que su interés sea sólo transitorio. Luego recogeréis el impermeable de vuestro cochecito e iréis a dar un corto paseo, donde no os vean los enamorados. Cuando regreséis ellos estarán otra vez absortos el uno en el otro. Si no, esperaréis hasta que así ocurra. Entonces os acercáis a los coches, Paula extiende su impermeable sobre el de Selim y os marcháis con él.

—¿Y qué haremos cuando la niñera empiece a chillar? —pregunté yo.

—Harry, ella ni siquiera se enterará de vuestra presencia. Pero suponiendo que efectivamente alce la mirada y os vea marchar con el cochecito, mirará automáticamente hacia el suyo y comprobará que allí continúa intacto.

—¿Entonces por qué no podemos dejar un coche vacío? —preguntó Paula.

Morland se inclinó hacia ella y le tomó la mano.

—Porque a pesar de las escasas probabilidades, pudiera ocurrir que Helen se decidiera a acercarse al coche y mirar en el interior. Si lo encontrase vacío, o descubriese que había una muñeca dentro, entonces tú y Harry no podéis ser otra cosa que secuestradores. Pero si ella encuentra otro niño, nadie podrá culparos más que de un error perfectamente disculpable. Y eso nadie se atreverá a discutirlo en tanto no lleguéis al Fiat. Sólo entonces, cuando saquéis al niño del coche y sepáis que es otro el que os lleváis, se consumará el secuestro. Pero para entonces, nosotros sabremos si se ha descubierto el cambio porque tendréis que caminar unos cuatrocientos metros desde el fondo del parque hasta donde se encuentra el auto. ¿Os dais cuenta? Es un plan perfecto y sin riesgos.

—Suponiendo que todo eso salga bien, ¿qué pasará después? —inquirí.

—Telefonearé a Rifai inmediatamente. Una vez que nos hayamos puesto en contacto, no acudirá a la policía. Preferirá solucionarlo por su cuenta.

—Pero la niñera dará la alarma de todos modos.

—No creo que lo haga. Lo primero que pensará es que se ha cometido un error... recordará haberos visto pasar por allí con un coche igual al suyo. Os buscarán por todo el parque y luego telefonearán a Rifai. Sólo que, para entonces, va nosotros le habremos puesto al corriente.

—Pero ¿y si, a pesar de todo, se le ocurre llamar a la policía?

—Entonces utilizaremos el escondite ideal para Selim... la famille Brighton, Harry; todo está previsto.

Efectivamente. De pronto los sesenta mil dólares parecían una realidad.

—¿Qué opinas? —le preguntó Morland a Paula. Estaba plenamente seguro que la había convencido con aquella escena del ataque cardiaco, pero quería asegurarse.

Ella no respondió. Se acercó a Alberto y, arrodillándose a su lado, empezó a limpiar con su pañuelo la cara del niño manchada de tierra. Cuando se decidió a hablar, lo hizo en voz tan baja que apenas entendí lo que dijo.

—¿Me prometes que lo recuperaremos, Jonathan?

—Te lo prometo, Paula.

—Harry, ¿me lo prometes tú también?

Morland me apretó el brazo y asintió frenéticamente con la cabeza a espaldas de Paula; yo, para ahorrarle otro ataque, dije:

—De acuerdo, te lo prometo.

Por la mañana, Morland y yo subimos a Villa Celimontana para hacer un reconocimiento del terreno. La villa, construida hacía cuatrocientos años, según Morland, por un noble llamado Mattei, se encontraba en la Colina Celio, a mitad de camino entre el Coliseo y las Termas de Caraealla. El parque es, en realidad, el jardín de la villa, y está lleno de matorrales, fuentes, viejos árboles muy altos y flores. Permanece abierto al público y en las tardes de verano es un hormiguero de niños, parejas de enamorados, etc. Desde la entrada, recorrimos el largo camino bordeado de altos setos que conduce hasta la villa. Pasamos por delante de la mansión y torcimos a la derecha, bajando por un sendero de grava que iba a morir ante una pequeña tapia de ladrillo. Otro sendero corría hacia la izquierda, flanqueado de flores y arbustos. Lo recorrimos hasta llegar al final de la tapia. Cerca del rincón había un banco metido entre los arbustos. Era un lugar de lo más apacible; no se veía un alma.

—Aquí es —dijo Morland.

—¿Y dónde dejan el niño?

Señaló el punto donde el sendero y la tapia torcían en ángulo recto. No quedaba a más de tres metros de distancia.

—Es demasiado cerca. Nos oirán.

—Probablemente. Pero no importa en tanto crean que su cochecito está seguro. Ahora veamos la retirada. —Doblamos la esquina—. Si utilizáis esta vía no tendréis que pasar por delante de ellos con el cochecito —dijo Morland—. Tomad el primer sendero a la izquierda... que os conducirá al matorral, donde nadie podrá veros... luego el primero a la derecha y después el primero a la izquierda hasta salir de nuevo al camino principal.

Se empeñó en hacerme recorrer la ruta, aunque no era realmente necesario. Si de alguna cosa puedo jactarme es de mi sentido de la orientación. El matorral era una verdadera selva de arbustos, árboles y enredaderas, pero era fácil seguir los senderos y en un par de minutos estábamos de nuevo ante la villa.

Subimos al coche y regresamos a la pensione de Morland para recoger el cochecito. Jamás había visto uno semejante. Parachoques cromados, suspensión independiente en las cuatro ruedas, dos frenos de mano y un escudo de armas impreso sobre el chasis.

—Supongo que será exactamente igual —dije.

Morland se inclinó y leyó en una pequeña chapa de metal colocada en una de las ruedas:

—“Finch and Cromley... modelo Blue Marlin, Mark II”—. Es el mismo modelo, según Hermann. —Me insinuó que tal vez yo quisiera contribuir a costearlo—. Vamos, Harry, como mínimo la cuarta parte del valor.

—No insistas.

Suspiró y se dejó caer pesadamente sobre la cama.

—Eres duro de pelar, Harry. Aquí me tienes a mí agotando mis últimas libras, mientras tú andas por ahí con todo ese dinero.

Parecía tan hundido moral y económicamente que acabé por comprar una baca para el auto, en lo que Morland ni siquiera había pensado. La sujetamos en el techo del automóvil y luego instalamos allí el cochecito. Llamó bastante la atención en Via Margutta, pero aquello no fue nada comparado con el revuelo que se armó cuando nos vieron llegar a Via dello Scorpione con el cochecito atado con correas encima de la baca. Las mujeres nos acogieron con chillidos y la señora Giorgio exclamó: “Fantastico”.

La única persona que no se mostró impresionada fue Paula.

—No quiero ese coche en mi piso —dijo rotundamente. Así que tuvimos que dejarlo en el rellano.

Alberto, que estaba acabando de comer, nos saludó con la mano al vernos entrar. El suelo estaba sembrado con sus juguetes: tacos de madera, una pareja de animales de peluche y un enorme pato de goma. Morland se enterneció cuando vio el pato, pues fue él quien lo había comprado. Lo recogió del suelo y luego lo dejó caer rápidamente al advertir que Paula le observaba. Me pareció que ella lo había dejado allí adrede.

Vimos a Helen y Silvio desaparecer al doblar la esquina de la villa, empujando el cochecito.

—Vamos a concederles un poco de tiempo hasta que estén en pleno sobeo —dijo Morland.

Yo regresé al banco donde me esperaba Paula. Alberto estaba acostado de espaldas, bronceándose al sol. Vi una botella de leche en un extremo del coche. Paula dijo que la había puesto allí para que se acordasen de darle el biberón.

—Entraremos en acción dentro de un par de minutos —dije, esforzándome por comportarme con naturalidad.

Lo cierto es que sudaba tinta. Por última vez hice cosquillas a Alberto en la barriguita. Paula se inclinó y le abrazó unos instantes. Se le saltaron las lágrimas mientras subía la capota, extendía el tul y colocaba su impermeable rojo encima de la capota.

Fuimos andando con el cochecito hasta la villa. Morland estaba sentado a la sombra, consultando la guía de la ciudad. Cuando llegamos a su altura nos dijo en voz baja:

—Ya he echado un vistazo... están completamente solos.

Nos detuvimos y yo me puse en cuclillas, como si le pasara algo a la rueda. Paula se sonó.

—¿Dónde vas a estar? —le pregunté a Morland.

—Allí —dijo, señalando el matorral.

Me enderecé y eché un último vistazo a mí alrededor. El camino que subía desde la piazza estaba desierto. La tranquilidad era total.

—¡Ea!, en marcha.

Nos acercamos a la tapia y torcimos a la izquierda. Los distinguí a lo lejos, en el banco, y el cochecito debajo del árbol. Al aproximarnos advertí algo anormal. No se acariciaban. En realidad, apostaría uno contra diez a que estaban enfadados. Silvio en un extremo del banco, de brazos cruzados. Al otro extremo, Helen se limaba las uñas. Creo que ambos se alegraron al ver— nos llegar, pues así tendrían algo con que distraerse. No nos quitaban los ojos de encima...

En voz baja, empecé a llamarle cosas a Morland que jamás se me habían pasado por la imaginación con anterioridad. Pero no quedaba más remedio que seguir adelante, de modo que empujé nuestro cochecito hasta llegar a la altura del otro y lo dejé pegado a él. Mientras ponía el freno, observé que seguían mirándonos. Paula recogió el impermeable de encima de la capota. La cogí por el brazo y seguimos andando hasta doblar la esquina.

—Ha vuelto a hacer una de las suyas —me desahogué—.

¡ Amantes! ¡ Sobeo!

—¡Chist! —Paula me apretó el brazo—. No es más que una riña entre enamorados. Verás qué pronto hacen las paces.

Se supone que las mujeres entienden de estas cosas. Miré a mí alrededor y localicé el sendero que tendríamos que tomar en nuestra huida. Estaba despejado, gracias a Dios. Algo se movió en la espesura del matorral: era Morland.

—Escucha —Paula volvió a tocarme en el brazo. Silvio gritaba en italiano—. Está celoso. Dice algo acerca del repartidor de la tienda de ultramarinos. —Era asombrosa la rapidez con que Paula había asimilado el italiano de sus vecinas—. Dice que todas las inglesas son iguales... unas veletas.

Pobre Silvio... ¡Bienvenido al club!

Percibimos un amortiguado susurro.

—Ella está llorando —dijo Paula-I Ahora ya tiene la sartén por el mango. —Sonrió—. ¡ Bravo, Helen!

Esperamos unos minutos más. Helen dejó de llorar y luego oímos un murmullo. Después, silencio. Paula me hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Dame tu impermeable. Yo lo haré —susurré. Ella negó con la cabeza—. Nadie nos obliga a hacerlo si no queremos —dije. No sé por qué dije aquello. Me salió espontáneamente.

Ella me miró y, por un momento, pensé que iba a estar de acuerdo conmigo. Luego volvió a sacudir la cabeza.

—Vamos allá-dijo.

Regresamos. Al doblar nuevamente la esquina los vimos en el banco muy abrazaditos. Paula echó su impermeable sobre el cochecito de Selim mientras yo vigilaba a la pareja. Silvio jadeaba encalabrinado, mientras Helen le abrazaba fuertemente por el cuello, acariciándole de cuando en cuando el cogote para que no se desanimase. Aflojé los frenos de ambos coches. Luego intenté empujar el cochecito de Selim hacia adelante, pero se atascó en el árbol y tuve que retroceder unos centímetros v girar las ruedas para buscar vía libre.

—Vamos —susurró Paula.

Giré las ruedas un poco más. Era como intentar mover una roca, y alcancé a oír a Silvio, que empezaba a ronronear. De un momento a otro, Helen le apartaría de sí con el consabido “No, Silvio, no”. Aupándolo con un último esfuerzo conseguí liberar el cochecito, no sin antes haber arrancado un trozo de corteza de árbol, lo que produjo un fuerte chasquido. Cogí el coche de Alberto y me apresuré a acercarlo al árbol. Paula avanzaba ya con Selim hacia la izquierda rodeando el matorral. Miré hacia el banco. Helen apoyaba las manos contra el pecho de Silvio, tratando de apartarle. Luego doblé el recodo detrás de Paula.

—¡Lo conseguimos! —exclamé. No podía creerlo.

—Santo Dios —dijo Paula—. Nunca más.

Y entonces algo empezó a sonar delante de nosotros con la insistencia de un potente timbre de alarma. Pero no era una alarma. Era el señorito Selim Rifai, que berreaba a pleno pulmón.