El «furbo»
Del diccionario italiano-español y español-italiano:
Furbo: engañador, pícaro.
Furbetto, Furbicello: picaroncito.
Furberia: trampa, engaño.
El autor de estas crónicas, cuando inició sus de filología «lunfarda», fue victima de varias acusaciones, entre las que más graves le sindicaban como un solemne «macaneador». Sobre todo en la que se refería al origen de la palabra «berretín», que el infrascripto hacía derivar de la palabra italiana berreto, y la del «squenun», que desdoblada de la squena o sea de la espalda en dialecto lombardo.
Ahora, el autor triunfante y magnificado por el sacrificio y el martirio a que lo sometieron sus detractores, aparece en la liza como dicen los vates de Juegos Florales, en defensa de sus fueros de filólogo, y apadrinando la formidable y bronca palabra «furbo» que no hay malandrín que no la tenga veinte veces en su bocaza blasfema.
Yo insistía en los estudios anteriores que nuestro caló era el producto del italiano aclimatado, y ahora vengo a demostrarlo con esta otra palabra.
Como se ve, la palabra furbo, en italiano, expresa la índole psicológica de un sujeto y se refiere categóricamente a esa virtud que inmortalizó a Ulises, y que hizo se le llamara el Astuto o Sutil. Hoy Ulises no sería el astuto ni el sutil, sino que lo llamaríamos sintéticamente «un furbo». Vemos en él simbolizadas las virtudes de esa raza de vagos y atorrantes, que se pasaban el día pleiteando en el ágora, y que eran unos solemnes charlatanes. Porque los griegos fueron eso. Unos charlatanes. Se caracterizaban por la vagancia disciplinada y por la pillería en todos sus actos. Malandrines de la antigüedad, infiltraron la estética en los países sanos, y como la manzana podrida, descompusieron el robusto y burgués imperio romano. Y ¿saben ustedes por qué? Porque los griegos eran unos «furbos».
Originaria de las bellas colinas del Lacio, como dirían los Gálvez y los Max Rhode, vino a nuestra linda tierra la palabra furbo. Fresca y sonora en los labios negros de «chicar» toscanos, de los robustos inmigrantes que se establecerían en la Boca y Barracas.
La escucharon de sus hercúleos progenitores todos los purretes que se pasaban el día haciendo diabluras por los terrenos baldíos, y bien sabían que cuando el padre se enteraba de una barbaridad que no le enojaría, les diría medio grave y satisfecho:
—¡Ah!, furbo…
Insistamos en el matiz. El padre decía sin enojarse: «¡ah!, furbo», y la palabra emitida de esta manera adquiría en los labios paternos una especie de justificación humorística de la pillería, y se robusteció en el sentido dicho. El furbo era en la imaginación del pebete un género de astucia consentida por las leyes paternas, y de consiguiente loable, siempre que saliera bien. Y así quedó fijada en la mente de todas las generaciones que vendrían.
Y la prueba de la existencia de ese matiz, magistralmente descubierto por nosotros, está en el siguiente fenómeno de dicción:
Nunca se dice de un hombre con cuyas pillerías no se simpatiza, que es un «furbo» y sí en cambio se agrega la palabreja, aun cuando se refiere a un jovial vividor:
—¿Ese?… ¡ah!, ese es un «furbo».
Y la palabra furbo viene a mitigar lo duro del calificativo pillete, amengua lo grave de la acusación, con el sonido melifluo que alarga la virtud negativa.
Un pillete, estableciendo con exactitud matemática el valor de la frase, es un hombre perseguido por las leyes. Un furbo no. El «furbo» vive dentro de la ley. La acata, la reverencia, la adora, violándola setenta veces al día. Y los testigos de este quebrantamiento de las leyes experimentan regocijo, un regocijo maligno y colmado de asombro, que se traduce en esta admirativa expresión:
—Es un «furbo».
En resumen, el «furbo» es el hombre que quebranta todas las leyes, sin peligro de que estas se vuelvan contra él, el furbo es el jovial vividor que después de haberos metido en un lío, saqueado las escarcelas, os da palmetazos amistosos en la espalda y os invita a comer un risotto, todo entre carcajadas bonachonas y falsas promesas de amistad.
En nuestra ciudad se reconoce como típico ejemplar del «furbo», el rematador por ocasiones, el corredor de ventas de casa a mensualidades, el comerciante que siempre falla y arregla el «asunto» en el «concordato», Típicamente está encuadrado dentro del orden comercial, sus astucias engañadoras se magnifican y ejercitan dentro del terreno de los negocios. Así el «furbo» venderá una casa asentada en barro y construida con pésimos materiales, por «buena»; si es rematador, desaparecerá un día, dejando una enorme cantidad de deudas pequeñas que suman grande, pero que en resumen no alcanzan individualmente la importancia necesaria para hacerlo procesar, y por donde vaya, entre amigos y enemigos, entre conocidos y desconocidos, hará alguna de las «suyas», sin que la gente alcance a irritarse al grado de tratar de romperle el alma, porque en medio de todo reconocerá sonriendo que «es un furbo». Y qué se le va a hacer…