El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche

Es inútil, no es con un ensanche con el que se cambia o puede cambiar el espíritu de una calle. A menos que la gente crea que las calles no tienen espíritu, personalidad, idiosincrasia. Y para demostrarlo, vamos a recurrir a la calle Corrientes.

La calle Corrientes tiene una serie de aspectos a los más opuestos y que no se justifica en una calle.

Así, desde Río de Janeiro a Medrano, ofrece su primer aspecto. Es la calle de las queserías, los depósitos de cafeína y las fábricas de molinos. Es curiosísimo. En un trecho de diez cuadras se cuentan numerosas fábricas de aparatos de viento. ¿Qué es lo que ha conducido a los industriales a instalarse allí? ¡Vaya a saberlo! Después vienen las fundiciones de bronce, también en abundancia alarmante.

De Medrano a Pueyrredón la calle ya pierde personalidad. Se disuelve esta en los innumerables comercios que la ornamentan con sus entoldados. Se convierte en una calle vulgar, sin características. Es el triunfo de la pobrería, del comercio al por menor, cuidado por la esposa, la abuela o la suegra, mientras el hombre trota calles buscándose la vida.

De Pueyrredón a Callao ocurre el milagro. La calle se transfigura. Se manifiesta con toda su personalidad. La pone de relieve.

En este tramo triunfa el comercio de paños y tejidos. Son turcos o israelitas. Parece un trozo del ghetto. Es la apoteosis de Israel, de Israel con toda su actividad exótica. Allí se encuentra el teatro judío. El café judío. El restaurante judío. La sinagoga. La asociación de Joikin. El Banco israelita. Allí, en un espacio de doce o quince cuadras el judío ha levantado su vida auténtica. No es la vida de la calle Talcahuano o Libertad, con su ropavejero y sastre como único comerciante. No. Israel ofrece a la vida todo su comercio abigarrado y fantasioso. Comerciantes de telas, perfumistas, electricistas, lustradores de botas, cooperativas, un mundo ruso-hebraico se mueve en esta vena de las que las arterias subyacentes son desahogos y viviendas.

El turco domina poco allí. Su sede son ciertas calles laterales, y más en la proximidad de Córdoba y Viamonte que en la Corrientes.

La verdadera calle Corrientes comienza para nosotros en Callao y termina en Esmeralda. Es el cogollo porteño, el corazón de la urbe. La verdadera calle. La calle en la que sueñan los porteños que se encuentran en las provincias. La calle que arranca un suspiro en los desterrados de la ciudad. La calle que se quiere, que se quiere de verdad. La calle que es linda de recorrer de punta a punta porque es calle de vagancia, de atorrantismo, de olvido, de alegría, de placer. La calle que con su nombre hace lindo el comienzo de ese tango:

Corrientes… tres, cuatro, ocho.

Y es inútil que traten de reformarla. Que traten de adecentarla. Calle porteña de todo corazón, está impregnada tan profundamente de ese espíritu «nuestro», que aunque le ponen las casas hasta los cimientos y le echen creolina hasta la napa de agua, la calle seguirá siendo la misma… la receta donde es bonita la vagancia y donde hasta el más inofensivo infeliz se da aires de perdonavidas y de calavera jubilado.

Y este pedazo es lindo, porque parece decirle al resto de la ciudad, seria y grave:

—Se me importa un pepino de la seriedad. Aquí la vida es otra.

Y lo cierto que allí la vida es otra. Es otra específicamente. La gente cambia de pelaje mental en cuanto pasa de una calle muerta, a esta donde todo chilla su insolencia, desde el lustrabotas que os ofrece un «quinto» hasta la manicura que en la puerta de una barbería conversa con un cómico, con uno de esos cómicos cuyas fláccidas mejillas tienen un reflejo azulado y que se creen genios en desgracia, sin ser desgraciados por ello.

Linda y brava la calle.

Entre edificios viejos que la estrechaban, se exhiben las fachadas de los edificios de departamentos nuevos. Edificios que dejaron de ser nuevos en cuanto fueron puestos en alquiler, porque los invadieron bataclanas y exactrices y autores, y gente que nada tienen que ver con los autores y que sin embargo son amigos de los autores, y cómicos, cómicos de todas las catuduras, y cómicas, y damas que nada tienen que hacer con Talma ni con la comedia, ni con la tragedia, como no sea la tragedia que pasan a la hora del plato de lentejas.

Y qué decir de sus «orquestas típicas», orquestas malandrines que hacen ruidos endiablados en los «fuelles», y de sus restaurantes, con congrios al hielo y pulpos vivos en las vitrinas y lebratos para enloquecer a los hambrientos, y sus cafés, cafés donde siempre los pesquisas detienen a alguien, «alguien» que según el mozo, es «persona muy bien de familia».

Calle de la galantería organizada, de los desocupados con plata, de los soñadores, de los que tienen una «condicional» y se cuidan como la madre cuida al niño, este pedazo de la calle Corrientes es el cogollo de la ciudad, el alma de ella.

Es inútil que la decoren mueblerías y tiendas. Es inútil que la seriedad trate de imponerse a su alegría profunda y multicolor. Es inútil. Por cada edificio que tiran abajo, por cada flamante rascacielo que levantan, hay una garganta femenina que canta en voz baja:

Corrientes… tres, cuatro, ocho…

segundo piso ascensor…

Esta es el alma de la calle Corrientes. Y no la cambiarán ni los ediles ni los constructores. Para eso tendrían que borrar de todos los recuerdos, la nostalgia de:

Corrientes… tres, cuatro, ocho…

segundo piso ascensor…

Aguafuertes porteñas
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