El turco que juega y sueña

En los allanamientos de timbas baratas, la policía suele detener frecuentemente a jugadores turquescos que se pierde la mercancía en un problemático juego de azar, y digo problemático porque, por lo general, el juego está ya preparado con dos metros de cinta de hilera y un corte de bombasí. El resto se lo traga la banca.

La atracción del azar sobre la fantasía oriental, es extraordinaria. La suerte, la suerte inesperada es lo que se pone en ese hombre, en apariencia tan fatalista, un frenesí de fuego, que lo impulsa todas las semanas a jugarse en una guitarrita o una quiniela, las míseras economías.

En los barrios pobres, por ejemplo Canning y Rivera, Junín y Sarmiento, Cuenca y Gaona, los turcos son los principales clientes del quinielero.

Se estampan hasta los ojos con este hombre que les fía porque sabe que pagarán para poder tener crédito con el cual volver a jugar, de modo que trabajan exclusivamente para el capitalista que como una araña, escondido debajo la figura del corredor, aguarda tranquilamente toda la platita del «bobre durgo».

Y el «bobre durgo» afloja los pesitos que es un contento. Jugada por jugada, lotería, ha caminado tres días para reunir unos pesos, que durante una hora le darán a su vida una emoción extraordinaria, ya que dentro de una hora cabe todo el máximum de esperanza y agitación que se puede desear.

Cuántas veces, durante el verano, en las horas de la siesta, en que me encontraba renegando del calor y de los mosquitos, y de esa sed que lo obliga a uno convertirse en una especie de búfalo, a fuerza de tanto beber agua, de pronto en la calle resonaba el doloroso pregón del turco:

—Mercería, señora: mercería barata…

El sol rajaba la tierra, los caballos se adormecían a la sombra de los árboles, y estos hombres espantosos, cargados con un cartón, una cesta y un bulto de mantas y cortes sobre las espaldas, avanzadas gritando:

—¿Guiere mercería barata, señora?…

¡Cuántas veces durante el verano!…

Y yo me quedaba pensando de dónde sacaban la voluntad de vivir estos hombres, de vivir así tan terriblemente, y de dónde extraían el coraje y la resistencia para pasar la mañana y la tarde caminando, caminando siempre, bajo el sol, gritando dulcemente entre las polvaredas del arrabal:

—¿Guiere mercería barata, señora?…

Y más tarde, muchas veces me he acordado de un turco anciano y de un turco joven que era hijo del viejo, y que cuando yo tenía siete años pasaban una vez por semana por mi casa ofreciendo mercadería. Mi madre le había comprado al turco un corte de felpa, y el turco se allegaba cada siete días en compañía de su hijo, y le contaban a mi madre que hacían economías para poder volver a Turquía, y yo me imaginaba, escuchando al turco parlero, que Turquía era una ciudad redonda rodeada de agua azul y con iglesias doradas.

Hacían economías. ¡Qué economías espantosas! Comían un pan y un poco de salame a mediodía, donde los tomaba la hora, y luego marchaban, marchaban infatigablemente hasta el oscurecer, en que se recogían.

Después pasaron muchos meses. No volví a verlos, hasta que un año después apareció el viejo, pero tan ancianizado que parecía una momia. El hijo no lo acompañaba. Se había muerto de enfermedad larga. Todas las economías se fueron al diablo. Estaba tan enormemente triste, que de pronto le dijo a mi madre:

—Yo ya no boner esberanza en trabajo. Jugar lotería ahora. Mi no bolber a Turquía.

El turco es soñador por naturaleza. De allí que sea jugador. Y a ello se une su vida; una vida de trabajo que es desmoralizadora en su más alto grado, y para la cual se requieren una serie de fuerzas que pronto se acaban.

Y para dejar de trabajar de una vez, trabaja y juega. Trabaja para poder jugar. Se juega semana por semana, jugada por jugada, hasta el último centavo de ganancia que le ha quedado.

Y luego empieza otra vez. ¿No ha sido ahora? ¡Será mañana! ¿Quién lo sabe? El azar de los números sólo Dios lo conoce…

Por eso juega. No es sólo la emoción, como en el jugador histérico, para quien el juego es un placer nervioso puramente, sino que para el turco es una posibilidad de enriquecimiento súbito. Cuando gane no jugará más, y esto es lo que lo diferencia del jugador criollo que, gane o pierda, se jugaría hasta el alma si se la acepta el quinielero o el banquero.

De allí que en las tardes de verano, cuando el sol raja la tierra, y los caballos adormecen a la sombra de los árboles, insensibles al sol y a las nubes de polvo, avanza el turco con su carga y su fatiga que le cubre de agua el semblante. No le importa. Aguanta y avanza, pensando en un número, en un número que le permita volver rico a esa Turquía que en mi imaginación infantil era una ciudad redonda, rodeada de agua azul, y con muchas iglesias doradas…

Aguafuertes porteñas
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