Nota del Autor
La medicina concierge, conocida también como medicina a la carta, medicina a medida o atención primaria de lujo, es un fenómeno relativamente nuevo que surgió en Seattle. Tal como se describe en Crisis, se trata de un estilo de atención primaria que requiere el pago de una cuota anual que puede ir de unos centenares a muchos miles de dólares por persona (con un promedio de 1500 y un máximo de unos 20.000 dólares). A fin de que dicha cuota no sea considerada una prima de cobertura médica, lo cual quebrantaría la normativa, al paciente se le ofrece una lista de tratamientos o servicios médicos específicos que no cubren las mutuas médicas, tales como chequeos anuales completos, atención preventiva, asesoramiento dietético y programas de salud diseñados a medida, por nombrar unos cuantos. Pero el mayor beneficio reside en la garantía del médico de limitar el número de pacientes en su consulta a una cantidad muy por debajo de la habitual, lo cual posibilita el acceso a servicios médicos habituales y especiales (pero no el pago, que recae sobre el paciente, ya sea mediante un seguro médico o de su propio bolsillo).
Los servicios especiales pueden incluir una relación muy personal entre el médico y el paciente, visitas tan largas como sea necesario, recepciones más agradables y menos concurridas (que nunca reciben el nombre de «salas de espera», porque el concepto de espera debe evitarse a toda costa), visitas domiciliarias o visitas en el lugar del trabajo del paciente si se tercia y el paciente lo desea, tramitación de visitas con especialistas, consulta inmediata e incluso la posibilidad de que el médico viaje a lugares lejanos si el paciente cae enfermo o resulta herido durante un viaje. Asimismo, el acceso especial incluye visitas el mismo día en caso necesario, o bien con un solo día de antelación, así como acceso al médico las veinticuatro horas del día a través del teléfono móvil del médico, su teléfono particular o bien el correo electrónico.
Se han publicado algunos artículos sobre este tipo de medicina en revistas especializadas, así como en el New York Times y otras publicaciones, pero en general, el lento ascenso de esta clase de consultas ha pasado prácticamente desapercibido entre el gran público. Considero que esto cambiará y debe cambiar, porque la medicina a la carta es otro síntoma sutil pero significativo de un sistema sanitario que está fuera de órbita, porque la atención de calidad y orientada al paciente existía en el pasado y debería seguir existiendo sin necesidad de pagar una cuota anual considerable por ella. Más importante aún, es de dominio público que ya existen desigualdades sustanciales en la atención sanitaria de todo el mundo, y no hace falta ser un genio para entender que la medicina a la carta no hará más que empeorar una situación ya de por sí precaria. Por definición, los médicos que ejerzan este tipo de medicina visitarán a muchos menos pacientes, y todos aquellos pacientes que no paguen la cuota anual por el motivo que sea tendrán menos alternativas en un sistema cada vez más restringido. De hecho, un puñado de senadores estadounidenses presentaron una queja oficial al Departamento de Salud y Servicios Humanos a causa del potencial impacto de este fenómeno, aduciendo que limitaría la capacidad de los beneficiarios de Medicare de encontrar un médico de atención primaria. En respuesta a dicha queja, la Oficina de Responsabilidad Gubernamental publicó en agosto de 2005 un informe según el cual la medicina a la carta todavía no constituía un problema, pero que su tendencia al alza sería sometida a vigilancia. El informe lleva implícito por tanto que surgirá un problema a medida que se propague este estilo de consulta. Personalmente, me consta que esta situación ya se produce en Naples, Florida, donde la medicina a la carta está muy arraigada. En la actualidad, un paciente de Medicare de Naples tiene muchas dificultades para encontrar médico sin abonar por adelantado la cuota anual, pagar de su propio bolsillo unas tarifas exorbitantes o renunciar por completo a Medicare. Si bien es cierto que Naples constituye una comunidad excepcional desde el punto de vista económico, considero que su caso presagia lo que ocurrirá en otras zonas de Estados Unidos y otros países.
De los artículos publicados en torno a la medicina a la carta, ninguno de los que he leído trata en profundidad los motivos por los cuales este fenómeno ha surgido en este momento histórico. Por lo general, los textos dan explicaciones económicas en torno a la idea de que la medicina a la carta tiene sentido desde el punto de vista del marketing. A fin de cuentas, siempre y cuando uno se lo pueda permitir, ¿quién no querría los privilegios que promete, máxime teniendo en cuenta lo que a menudo significa ir al médico en los tiempos que corren? ¿Y qué medico no preferiría gozar de seguridad económica desde la casilla de salida y poder ejercer la medicina exhaustiva que aprendió en la facultad? Por desgracia, esta respuesta superficial no explica por qué este fenómeno tiene sentido hoy en día y no, por ejemplo, hace veinte años. En mi opinión, la verdadera respuesta es que la medicina a la carta es una consecuencia directa del desastroso estado de la atención sanitaria en el mundo entero, una situación sin precedentes. De hecho, hay quien evoca la metáfora de la tormenta perfecta para describir la situación actual, sobre todo en Estados Unidos.
El ejercicio de la medicina se ha visto afectado por toda una serie de problemas en los últimos veinticinco años, pero nunca habían convergido tantos al mismo tiempo. De forma paralela asistimos a una agresiva contención de costes médicos, recortes de personal y equipamientos, avances tecnológicos, esfuerzos ímprobos por reducir la cantidad de errores médicos, auge de litigios e indemnizaciones millonarias, aumento de los costes accesorios, una multiplicación vertiginosa de los productos de atención sanitaria, entre ellos la atención gestionada, con su intromisión en la toma de decisiones médicas, e incluso un cambio del papel que desempeñan los hospitales. Todas estas fuerzas han contribuido a que la piedra angular de la medicina, es decir, la atención primaria, se haya convertido en una pesadilla, si no en una imposibilidad. Para poder ganar lo suficiente a fin de mantener la consulta abierta y las luces encendidas (o bien para conservar el empleo en un sistema de atención gestionada), los médicos de atención primaria se ven obligados a visitar a un número extremadamente elevado de pacientes, con las consecuencias previsibles, a saber, insatisfacción por parte tanto del médico como del paciente, y paradójicamente, un índice creciente de utilización de los servicios médicos, de costes y de litigios.
Consideremos el siguiente ejemplo: Un paciente con una serie de trastornos médicos leves, pero constantes, tales como tensión arterial alta y colesterol elevado, acude a su médico de atención primaria con dolores en el hombro y molestias abdominales. En el sistema actual, el médico dispone de tan sólo quince minutos para ocuparse de todo, incluso de la cortesía más básica. Como es natural, los trastornos ya existentes, es decir, la tensión arterial y el colesterol, tienen prioridad para el médico, que no se concentrará en los nuevos hasta haber observado los primeros. El reloj corre y la sala de espera está abarrotada de pacientes malhumorados porque una urgencia ha echado por tierra el horario (algo que sucede casi a diario), y por tanto el médico recurre al enfoque más expeditivo, es decir, pedir una resonancia o un TAC de hombro, y derivar al paciente al gastroenterólogo para las molestias abdominales. Sometido a la presión de cubrir los gastos de la consulta, el médico no tiene tiempo para investigar cada molestia de forma apropiada, elaborar la historia y explorar al paciente como es debido. El resultado es una tendencia a la sobreutilización, inconvenientes para el paciente, costes mucho más elevados e insatisfacción por parte tanto del paciente como del médico. Las circunstancias obligan al médico a actuar más como asesor que como facultativo formado, y ello se aplica sobre todo si el médico es internista colegiado, muchos de los cuales se dedican a la atención primaria.
Volviendo sobre la cuestión de por qué la medicina a la carta ha evolucionado tanto ahora y no en el pasado, considero que ello es consecuencia directa de la «tormenta perfecta» en la sanidad y la consiguiente desilusión e insatisfacción de los médicos respecto al ejercicio de la medicina, un fenómeno que está alcanzando proporciones epidémicas, tal como indican numerosas encuestas. Los médicos están descontentos, sobre todo los de atención primaria. En estas circunstancias, la medicina a la carta constituye más un movimiento reaccionario que una mera estratagema de marketing. Es un intento de rectificar la desconexión a la que se enfrentan los facultativos entre la medicina que aprendieron en el entorno académico y esperaban ejercer, por un lado, y la medicina que se ven obligados a ejercer, ya sea limitada por la burocracia (gobierno, atención gestionada) o la pobreza (falta de equipamientos o centros), por otro; así como la desconexión existente entre las expectativas de los pacientes y la realidad de lo que les proporcionan los médicos. La medicina a la carta ha surgido en Estados Unidos, pero puesto que la actual desilusión e insatisfacción de los médicos es un fenómeno mundial, se propagará a otros países si es que no lo ha hecho ya.
Desde un punto de vista intelectual, la medicina a la carta me plantea diversos problemas por las mismas razones que el doctor Herman Brown aduce durante su testimonio a favor del demandante en Crisis. En resumidas cuentas, la medicina a la carta contraviene los conceptos tradicionales de la medicina altruista. De hecho, es una violación directa del principio de justicia social, una de las tres piedras angulares de la nueva definición de profesionalidad médica, que conmina a los médicos a «trabajar para eliminar la discriminación en la sanidad, ya sea por cuestiones de raza, género, situación socieconómica (la cursiva es mía), etnia, religión o cualquier otra categoría social».
Pero existe un problema. Al mismo tiempo que estoy filosóficamente en contra de la medicina a la carta, también estoy a favor, lo cual me hace sentir como un hipócrita. Reconozco sin ambages que si fuera un médico de medicina primaria en los tiempos que corren, sin duda preferiría ejercer en una consulta a la carta que en una consulta estándar. Como excusa aduciría que preferiría atender a una persona bien que a diez mal. Por desgracia, sería un pretexto, y bastante patético, por añadidura. Quizá alegaría que tengo el derecho a ejercer la medicina como quiera. Por desgracia, ello equivaldría a negar el hecho de que se gastan muchos recursos públicos en la formación de todos los médicos, incluido yo, lo cual implica la obligación de atender a todos los pacientes, no sólo a aquéllos que pueden permitirse pagar cuantiosas cuotas por adelantado. Quizá entonces diría que la medicina a la carta se parece a las escuelas privadas, y que los pacientes adinerados tienen derecho a pagar para obtener mejores servicios. Por desgracia, ello obvia el hecho de que las personas que envían a sus hijos a las escuelas privadas también contribuyen a sufragar las públicas a través de los impuestos. Asimismo obvia el hecho de que los servicios médicos, aun los más básicos, están distribuidos de forma poco equitativa, y que yo contribuiría a dicho desequilibrio. En definitiva, debería reconocer que la razón por la que quería ejercer en una consulta a la carta se debía a que me proporcionaría más satisfacción profesional, si bien en mi fuero interno lamentaría verme convertido en un médico distinto del que había pretendido ser. Con todo ello quiero decir que no culpo a los médicos que ejercen en consultas a la carta, sino al sistema que los ha obligado a hacerlo.
Siempre es más fácil criticar que resolver problemas. No obstante, en lo tocante a la medicina a la carta, estoy convencido de que existe una solución para limitar su expansión, y se trata de una solución bastante sencilla. Tan sólo implica cambiar el mecanismo de reembolso en la atención primaria, basado en la actualidad en una tarifa plana de algo más de cincuenta dólares por visita, tal como estipula Medicare (Medicare es quien determina las tendencias en las políticas sanitarias). Como ya he mencionado, la atención primaria es el fundamento de la sanidad, y en consonancia, este desembolso basado en una tarifa plana modesta es contraintuitiva, como demuestra el ejemplo que he dado. Los pacientes y las enfermedades varían de forma considerable, y si el paciente necesita quince minutos, media hora, cuarenta minutos o incluso una hora, el médico debería cobrar en consonancia. En otras palabras, el reembolso en la atención primaria debería basarse en el tiempo e incluir los minutos dedicados a llamadas telefónicas y correos electrónicos. Asimismo, debería basarse en una escala que dependiera del nivel de formación del médico. Sería lo más razonable.
Si la atención primaria se organizara de este modo, ello promovería una atención de calidad, devolvería un grado significativo de autonomía al médico de atención primaria, e incrementaría la satisfacción tanto del facultativo como del paciente. De forma paralela, el ímpetu de la medicina a la carta quedaría mitigado. También creo que un sistema de reembolso de estas características surtiría el efecto paradójico de reducir los costes sanitarios globales al reducir la utilización de los servicios de subespecialidad. Para ello, el reembolso debería desviarse de la atención especializada basada en las intervenciones, como sucede en la actualidad, a la atención primaria.
Tal vez a algunas personas les preocupe la posibilidad de que un reembolso basado en el tiempo abra las puertas al tipo de abusos que se dan en las profesiones cuyos honorarios se basan en el tiempo, pero no estoy de acuerdo. En mi opinión, el abuso sería la excepción, no la regla, sobre todo teniendo en cuenta el contundente movimiento actual para reafirmar la profesionalidad médica que promulga la reciente Carta Médica.
Por último querría hablar de la negligencia médica. Cuando acabé los largos estudios de medicina en los años setenta y abrí una pequeña consulta privada, me zambullí en las aguas turbulentas de la primera crisis de negligencias médicas, provocada por un aumento del número de litigios y de veredictos favorables a los demandantes. Lo que experimentaba, al igual que muchos otros médicos, era una gran dificultad a la hora de obtener cobertura, porque toda una serie de aseguradoras médicas importantes abandonaron de repente el mercado. Por suerte, las aguas volvieron a su cauce con la creación de métodos alternativos que permitían a los médicos acceder a seguros contra demandas por negligencia, y todo fue bien hasta los años ochenta, época en que se desencadenó la segunda crisis. De nuevo aumentó de forma brusca el número de demandas, así como la cuantía de las indemnizaciones, lo cual tuvo como consecuencia un aumento considerable e inquietante de las primas de seguros.
Durante aquellas dos crisis, el sistema sanitario fue lo bastante resistente para absorber el aumento de los costes, sobre todo trasladándolos a los pacientes y al gobierno a través de Medicare. Como consecuencia de ello, el sistema no sufrió otra perturbación que un endurecimiento de la actitud de la profesión médica ante la profesión jurídica, sobre todo en lo tocante a lo que los médicos denominaban abogados «codiciosos» especializados en casos de negligencia. Recuerdo bien aquella época y compartía aquellos sentimientos. Desde mi proximidad a la medicina académica, tenía la sensación de que solo demandaban a los buenos médicos dispuestos a encargarse de los casos más difíciles. Como consecuencia de ello, apoyaba fervientemente lo que casi todos los médicos consideraban la solución, es decir, impulsar la reforma de los litigios, limitar las compensaciones no económicas, limitar los honorarios de los abogados, ajustar ciertas leyes de limitaciones, así como eliminar el principio de responsabilidad solidaria.
Por desgracia, nos encontramos inmersos en una nueva crisis, y si bien sus orígenes son similares, es decir, otro aumento significativo del número de demandas, acompañado de indemnizaciones aún más cuantiosas, se diferencia de las dos crisis anteriores y es mucho peor. La nueva crisis encierra problemas de cobertura y de primas exorbitantes, pero más importante aún, se produce durante la «tormenta perfecta» que pone en peligro el sistema sanitario; de hecho, es una de sus causas. Por causa de toda una serie de factores, algunos de los cuales ya he mencionado, los costes que engendra la crisis no pueden trasladarse a nadie. Los médicos, atosigados, se ven obligados a capear el temporal, lo cual acentúa de forma inconmensurable su insatisfacción y su desilusión. Ello afecta el acceso a la atención sanitaria en algunos ámbitos; muchos médicos cambian de consulta o abandonan el ejercicio de la medicina, y toda una serie de servicios de alto riesgo se ven restringidos. Más allá de los problemas económicos, una demanda por negligencia es una experiencia terrible para un médico, tal como se ilustra claramente en Crisis, aun cuando el médico salga airoso de ella, lo cual suele ser el caso.
Puesto que esta nueva crisis se produce pese a que varios estados ya han aprobado elementos de reforma de los litigios por negligencia, y puesto que han aparecido nuevos datos sobre el alcance de las lesiones iatrogénicas, he modificado mi postura. Ya no considero que la reforma de los litigios por negligencia sea la solución. Asimismo, he abandonado la actitud simplista de que el problema no es más que un enfrentamiento entre los buenos y los malos, médicos altruistas luchando contra abogados codiciosos. Tal como sugiere la trama de Crisis, ahora estoy convencido de que ambas partes son responsables, de que hay elementos del bien y del mal a ambos lados de la ecuación, hasta el punto de que ahora me avergüenzo de mi ingenua actitud original. La seguridad del paciente y la compensación adecuada de todos los pacientes que sufren efectos adversos revisten más importancia que achacar culpas, y también que proporcionar indemnizaciones imprevistas a un puñado de pacientes en una especie de lotería judicial. Existen mejores formas de abordar el problema, y el público debería exigirlas por encima de las objeciones de los accionistas, es decir, la medicina organizada y los abogados especializados en daños y perjuicios.
La cuestión es que el enfoque basado en los litigios no funciona. Diversos estudios demuestran que, en el sistema actual, la inmensa mayoría de las demandas no merecen ir a juicio, que la inmensa mayoría de casos que sí merecerían ir a juicio no se demandan, y que con frecuencia se pagan indemnizaciones pese a existir escasas pruebas de atención precaria. Desde luego, esta situación no es precisamente loable. En resumidas cuentas, el método actual para luchar contra la negligencia médica no alcanza su supuesto doble objetivo de compensar a los pacientes que han sufrido resultados adversos y surtir un efecto disuasorio sobre la negligencia médica. Lo positivo es que hay mucho dinero disponible para diseñar un sistema mejor, dinero procedente de las primas de negligencia que los médicos y los hospitales se ven obligados a pagar. En la actualidad, muy poco de ese dinero va a parar a manos de los pacientes, y aquellos pacientes que sí reciben algo a menudo no lo reciben hasta mucho tiempo más tarde y después de una encarnizada batalla. Necesitamos un sistema que pague a los pacientes sin demora y al mismo tiempo investigue de forma abierta las causas de las lesiones para garantizar que el siguiente paciente no las sufra. Se han presentado muchas propuestas para un sistema nuevo, tales como un seguro de inocencia, algo parecido a las indemnizaciones para los trabajadores o métodos de arbitraje/mediación. Ha llegado el momento de aplicar un enfoque alternativo.