19
Brighton, Massachusetts,
jueves, 8 de junio de 2006, 18.45 horas.
Para alivio de Jack, las cosas siguieron saliendo bien. Llegó a la funeraria Langley-Peerson sin contratiempo alguno, al igual que Harold. Latasha ya lo estaba esperando; había llegado apenas cinco minutos antes, de modo que no había tenido que aguardar mucho.
De inmediato, Harold ordenó a dos de sus fornidos empleados que sacaran el ataúd Reposo Perpetuo del coche fúnebre, lo colocaran sobre un carro y lo llevaran a la sala de embalsamamiento.
—Haremos lo siguiente —empezó Harold.
Estaba de pie junto al ataúd, con uno de sus huesudos dedos apoyado contra la reluciente superficie metálica. A causa de la intensa luz blanca azulada de los fluorescentes que alumbraban la sala de embalsamamiento, todo el color había desaparecido de su rostro hasta el punto que parecía el candidato perfecto a ocupar uno de los Reposos Perpetuos que él mismo vendía.
Jack y Latasha se hallaban a unos metros de distancia, cerca de la mesa que haría las veces de mesa de autopsias. Ambos llevaban monos protectores, que Latasha había recordado traer de la oficina del forense, junto con guantes, mascarillas y más instrumental. En la sala también estaban Bill Barton, un afable caballero entrado en años a quien Harold había presentado como su empleado de más confianza, y Tyrone Vich, un robusto afroamericano que doblaba en envergadura a Bill Barton. Ambos se habían prestado amablemente a quedarse fuera de horas y ayudar a Jack y Latasha en lo que necesitaran.
—Abriremos el ataúd —prosiguió Harold—, y certificaré que en efecto contiene los restos mortales de Patience Stanhope. Bill y Tyrone desvestirán el cadáver y lo colocarán sobre la mesa. Cuando hayan terminado, Bill y Tyrone se encargarán de volver a vestirlo y devolverlo al ataúd para proceder a su entierro mañana por la mañana.
—¿Usted también se queda? —inquirió Jack.
—No creo que sea necesario —repuso Harold—, pero vivo cerca, de modo que Bill o Tyrone pueden llamarme si tienen alguna duda.
—Me parece estupendo —exclamó Jack mientras se frotaba las manos con entusiasmo—. ¡Que empiece el espectáculo!
Harold cogió la palanca que le alargaba Bill, insertó el extremo plano en una muesca abierta en un extremo del ataúd metálico, la aseguró e intentó hacerla girar. El director enrojeció por el esfuerzo, pero el mecanismo no cedió. Harold llamó por señas a Tyrone, que ocupó su lugar. Los bíceps de Tyrone se abultaron bajo la camiseta de algodón, y con un chirrido abrupto y sobrecogedor, la tapa empezó a levantarse. Al cabo de un instante oyeron un leve siseo.
Jack se volvió hacia Harold.
—¿Ese siseo es buena o mala señal? —preguntó, rezando porque no indicara descomposición gaseosa.
—Ni buena ni mala —replicó Harold—. Es prueba del magnífico sellado hermético del Reposo Perpetuo, lo cual no es de extrañar, pues se trata de un soberbio producto de ingeniería.
Harold indicó a Tyrone que fuera al extremo opuesto del ataúd, donde repitió la operación con la palanca.
—Bueno, creo que ya está —anunció Harold en cuanto su empleado terminó.
Deslizó los dedos bajo la tapa y ordenó a Tyrone que hiciera lo mismo al otro lado. Luego levantaron la tapa juntos, y la luz iluminó el cuerpo de Patience Stanhope.
El interior del féretro estaba forrado de satén blanco, y Patience llevaba un sencillo vestido de tafetán del mismo color. A juego con ambas cosas, su rostro, antebrazos y manos aparecían cubiertos por una fina capa de hongos también blancos, bajo la cual la piel se veía de un gris marmóreo.
—Sin ningún género de duda, es Patience Stanhope —declaró Harold en tono piadoso.
—Tiene un aspecto magnífico —alabó Jack—, lista para el baile de graduación.
Harold le lanzó una mirada desaprobadora, pero mantuvo los finos labios apretados.
—Muy bien… Bill, Tyrone —dijo Jack con entusiasmo—, quítenle el vestido de fiesta para que podamos poner manos a la obra.
—Yo les dejo —anunció Harold en tono seco, como si se dirigiera a un niño travieso—. Espero que la autopsia merezca la pena.
—¿Qué hay de sus honorarios? —preguntó Jack, dándose cuenta de repente de que no habían llegado a ningún acuerdo definitivo.
—Tengo su tarjeta, doctor. Ya le enviaré la factura.
—Estupendo —repuso Jack—. Gracias por su ayuda.
—Ha sido un placer —dijo Harold en tono irónico, ofendida su sensibilidad funeraria por la actitud irreverente de Jack.
Jack acercó una mesa de acero inoxidable sobre ruedas y sacó lápiz y bolígrafo. No tenía grabadora y quería anotar los resultados sobre la marcha. Luego ayudó a Latasha a disponer el instrumental y los frascos para muestras. Harold les había dejado algunos utensilios de embalsamamiento, pero Latasha había traído instrumentos más específicos, tales como un cuchillo de patología, bisturís, tijeras y pinzas para hueso, así como la sierra craneal.
—El hecho de que haya pensado en traer todas estas cosas nos va a facilitar mucho las cosas —observó Jack mientras colocaba una nueva hoja de bisturí en el mango correspondiente—. Estaba preparado para apañármelas con lo que tuvieran aquí, lo cual a posteriori no parece buena idea.
—No hay problema —aseguró Latasha mientras miraba a su alrededor—. No sabía qué esperar; es la primera vez que veo una sala de embalsamamiento, y la verdad es que estoy impresionada.
La sala tenía más o menos las mismas dimensiones que su sala de autopsias en la oficina del forense, pero contaba con una sola mesa de acero inoxidable colocada en el centro, lo cual acentuaba la sensación de espacio. Tanto el suelo como las paredes eran de cerámica verde claro. No había ventanas, aunque la luz diurna entraba por franjas de ladrillo de vidrio.
Jack siguió la dirección de la mirada de Latasha.
—Esto es un palacio —constató—. Cuando empecé a plantearme esta autopsia, imaginé que acabaría haciéndola en la mesa de alguna cocina.
—¡Qué asco! —exclamó Latasha antes de volverse hacia Bill y Tyrone, que estaban desvistiendo el cadáver—. El martes, cuando fue a verme, me contó la historia de Patience Stanhope y su amigo internista, pero no recuerdo todos los detalles. ¿Podría hacerme un resumen?
Jack no se limitó a hacerle un resumen, sino que le contó la historia entera, incluyendo su relación con Craig y las amenazas que tanto él como las niñas habían recibido por causa de la autopsia. Incluso le refirió el incidente de aquella mañana en la autopista de Massachusetts.
Latasha lo miraba con expresión estupefacta.
—Supongo que debería habérselo contado antes —dijo Jack—. Tal vez no se habría ofrecido a ayudarme. Pero tengo la sensación de que, de surgir problemas, habría sido antes de la exhumación.
—Estoy de acuerdo —convino Latasha, ya algo recobrada del susto—. Ahora los problemas dependerán de lo que descubramos en la autopsia.
—Tiene razón —corroboró Jack—. Quizá lo mejor sería que no me ayudara. Si alguien tiene que ser el blanco, quiero ser yo.
—¿Qué? —exclamó Latasha con indignación exagerada—. ¿Y perderme la diversión? ¡Ni hablar! A ver qué encontramos y luego ya decidiremos qué hacemos.
Jack sonrió; admiraba y apreciaba a aquella mujer. Era lista, entusiasta y valiente.
Bill y Tyrone sacaron el cadáver del ataúd, lo transportaron a la mesa y lo colocaron sobre ella. Bill retiró suavemente la película de hongos con una esponja mojada. Al igual que las mesas de autopsias, la mesa de embalsamamiento contaba con unas ranuras laterales y un desagüe al pie para recoger los fluidos.
Jack se situó a la derecha de Patience, y Latasha a la izquierda. Ambos llevaban la mascarilla y la gorra protectora. Tyrone anunció que se ausentaba para hacer la ronda nocturna de seguridad. Bill se retiró unos pasos para estar disponible si lo necesitaban.
—El cuerpo se encuentra en un estado excelente —comentó Latasha.
—Harold es un poco estirado, pero por lo visto sabe lo que se hace.
Jack y Latasha procedieron a la exploración externa en silencio. Al terminar, Latasha se irguió.
—No veo nada inesperado —señaló—. Quiero decir que pasó por un intento de reanimación y el embalsamamiento, de lo cual se observan muchas pruebas.
—Estoy de acuerdo —convino Jack.
Había observado algunas lesiones menores dentro de la boca, que encajaban con la intubación durante el intento de reanimación.
—De momento no veo indicio de estrangulación ni sofocación, pero aún no podemos descartar la asfixia sin compresión torácica.
—No me parece probable —objetó Latasha—. La historia clínica casi lo descarta.
—Estoy de acuerdo —repitió Jack al tiempo que le alargaba un bisturí—. ¿Por qué no hace los honores?
Latasha practicó la clásica incisión en Y desde los hombros hasta el esternón y luego hacia el pubis. Los tejidos estaban secos como un pavo demasiado cocido y eran de un color entre grisáceo y pardo. No se observaba putrefacción, por lo que el olor era desagradable, pero no insoportable.
Trabajando a dúo y con rapidez, Jack y Latasha no tardaron en exponer los órganos internos. Los intestinos habían sido evacuados por completo con la cánula de embalsamamiento. Jack levantó el borde firme del hígado. Adherida a la cara inferior se encontraba la vesícula biliar. La palpó con los dedos.
—Hay bilis —anunció, satisfecho—. Eso nos ayudará con la toxicología.
—También hay líquido vítreo —añadió Latasha mientras palpaba los ojos a través de los párpados cerrados—. Creo que deberíamos tomar una muestra.
—Desde luego —asintió Jack—. Y también de orina si encontramos algo en la vejiga o en los riñones.
Tomaron muestras con sendas jeringas. Cada uno etiquetó las suyas.
—A ver si encontramos indicios evidentes de un cortocircuito congénito derecho izquierdo —dijo Jack—. Sigo pensando que la cianosis resultará ser importante.
Con mucho cuidado, Jack apartó los quebradizos pulmones para echar un vistazo a los vasos mayores. Los palpó con delicadeza y al poco meneó la cabeza.
—Todo parece normal.
—Encontraremos patología en el corazón —aseguró Latasha con convicción.
—Creo que tiene razón —convino Jack.
Llamó a Bill y le preguntó si tenía bandejas o cuencos de acero inoxidable para guardar los órganos. Bill sacó varios recipientes de una alacena situada bajo el fregadero.
Como si estuvieran acostumbrados a trabajar juntos, Jack y Latasha retiraron el corazón y los pulmones en bloque. Mientras Latasha sostenía la bandeja, Jack sacó las piezas del tórax y las colocó sobre ella. Latasha dejó la bandeja sobre la mesa, a los pies de Patience.
—Los pulmones tienen un aspecto normal —constató Jack mientras frotaba la superficie con los dedos.
—Y también una consistencia normal —añadió Latasha, presionándolos con los dedos en varios puntos—. Es una lástima que no tengamos báscula.
Jack preguntó a Bill si tenían alguna báscula, pero no era así.
—En cualquier caso, el peso también parece normal —comentó Jack mientras sopesaba los órganos.
Latasha hizo lo propio, pero enseguida sacudió la cabeza.
—No se me da nada bien calcular pesos.
—Estoy impaciente por llegar al corazón, pero quizá deberíamos hacer primero el resto, ¿qué le parece?
—Primero lo aburrido, y luego a jugar. ¿Es ése su lema?
—Más o menos —reconoció Jack—. ¿Qué tal si nos dividimos el trabajo para ir más deprisa? Uno de nosotros puede encargarse de los órganos abdominales, y el otro del cuello. Quiero asegurarme de que el hueso hioideo está intacto aunque ninguno de los dos crea que hubo estrangulamiento.
—Si puedo elegir, prefiero el cuello.
—Hecho.
Durante la siguiente media hora trabajaron en silencio. Jack fue al fregadero para lavar los intestinos. En el intestino grueso encontró la primera patología significativa. Llamó a Latasha y señaló el lugar; era un cáncer en el colon ascendente.
—Es pequeño, pero parece que ha penetrado la pared —observó Latasha.
—Me parece que sí. Y algunos de los ganglios abdominales están engrosados. He aquí un ejemplo clásico de que los hipocondríacos también se ponen enfermos.
—¿Se habría descubierto en una prueba intestinal?
—No lo creo, si es que se hubiera sometido a ella. Según los archivos de Craig, siempre se negó a seguir sus recomendaciones al respecto.
—¿O sea que el cáncer habría acabado matándola si no hubiera tenido el infarto?
—A la larga sí —confirmó Jack—. ¿Qué tal le va con el cuello?
—Casi he terminado. El hueso hioideo está intacto.
—Estupendo. ¿Qué tal si saca el cerebro mientras acabo con el abdomen? Vamos muy bien de tiempo —comentó mientras alzaba la mirada hacia el reloj de pared; eran casi las ocho, y estaba hambriento—. ¿Aceptará mi invitación a cenar? —preguntó a Latasha, que en aquel momento regresaba a la mesa.
—Depende de la hora a la que acabemos —repuso ella por encima del hombro.
Jack encontró varios pólipos en el intestino grueso de Patience. Cuando terminó con aquella zona se concentró en la cavidad abdominal.
—Tengo que reconocer el mérito de Harold Langley. El embalsamamiento de Patience Stanhope habría enorgullecido al mejor embalsamador del antiguo Egipto.
—No tengo mucha experiencia con cadáveres embalsamados, pero éste se encuentra en mejor estado de lo que esperaba —comentó Latasha mientras enchufaba la sierra craneal.
La sierra craneal era un instrumento diseñado para cortar hueso, pero no tejidos blandos. Latasha la puso en marcha, y el aparato emitió un zumbido estridente. La forense se situó a la cabecera de la mesa y se puso a manipular el cráneo, que ya había expuesto doblando el cuero cabelludo sobre el rostro.
Relativamente inmune al estruendo, Jack procedió a palpar el hígado en busca de metástasis del cáncer de colon. Al no hallar ninguna, practicó varios cortes en el órgano, pero parecía limpio. Sabía que podía descubrir algo bajo el microscopio, pero eso tendría que esperar.
Veinte minutos más tarde, tras constatar que el cerebro no presentaba ninguna anomalía importante y después de tomar una serie de muestras de diversos órganos, los dos patólogos volvieron su atención al corazón. Jack había separado los pulmones, de modo que el corazón estaba solo en la bandeja.
—Es como guardar el mejor regalo para el final —señaló Jack.
Contemplaba el órgano con mirada ávida, preguntándose qué secretos estaba a punto de revelarles. Era del tamaño de una naranja grande, y el tejido muscular aparecía grisáceo, si bien la capa de tejido adiposo era de color marrón claro.
—Será el postre —añadió Latasha con idéntico entusiasmo.
—Estar aquí mirando este corazón me recuerda un caso que tuve hace medio año. Era una mujer que se había desplomado de repente en Bloomingdale’s y a la que no pudieron poner un marcapasos externo, como pasó con Patience Stanhope.
—¿Y qué descubrió en aquel caso?
—Un marcado estrechamiento de la arteria coronaria descendente posterior. Por lo visto, una pequeña trombosis inutilizó de un plumazo gran parte del sistema de conducción del corazón.
—¿Es lo que espera encontrar aquí?
—Es una de las primeras posibilidades de mi lista —reconoció Jack—, pero también creo que encontraremos algún tipo de defecto septal causante del cortocircuito derecho izquierdo, lo cual explicaría la cianosis… Lo que me temo que no nos dirá es por qué alguien tiene tanto interés en impedirnos averiguar lo que estamos a punto de averiguar.
—Creo que encontraremos una coronariopatía extendida e indicios de una serie de infartos asintomáticos previos, a causa de los cuales su sistema de conducción ya estaba en peligro antes del infarto definitivo, pero no lo suficiente para aparecer en un electrocardiograma normal.
—Es una idea interesante —elogió Jack.
Miró a Latasha, que seguía con la mirada clavada en el corazón expuesto. Su respeto hacia ella aumentaba minuto a minuto. Tan solo deseaba que no aparentara diecinueve años; le hacía sentir muy viejo.
—No olvide que en los últimos tiempos se ha demostrado que las mujeres posmenopáusicas presentan síntomas distintos de los hombres de edad similar cuando se trata de coronariopatías. El caso que acaba de describirme lo prueba.
—Deje de hacerme sentir viejo y mal informado —se quejó Jack.
Latasha agitó la mano enguantada.
—¡Ya será menos! —se mofó con una risita ahogada.
—¿Qué tal si hacemos una apuesta, ya que ninguno de los dos está en su territorio, donde esas cosas no están bien vistas? Yo digo que encontraremos un defecto congénito, y usted dice que será una enfermedad degenerativa. Yo apuesto cinco dólares.
—¡Vaya, qué despilfarrador! —se burló Latasha—. Cinco dólares es mucha pasta, pero subo a diez.
—Hecho.
Dio la vuelta al corazón, cogió unos fórceps pequeños y unas tijeras, y puso manos a la obra. Latasha sujetó el órgano mientras él reseguía con cuidado y luego abría la arteria coronaria derecha, concentrándose en la rama descendente posterior. En cuanto llegó al límite del instrumental, se irguió y estiró la espalda.
—No hay estrechamiento —constató con una mezcla de sorpresa y decepción.
Por regla general mantenía una actitud abierta en su diagnóstico por temor a que un hallazgo positivo lo cegara, pero en aquel caso había estado bastante seguro de la patología que encontraría. La arteria coronaria derecha suministraba sangre a casi todo el sistema de conducción del corazón, que había quedado inutilizado a causa del infarto de Patience Stanhope.
—No se desespere —aconsejó Latasha—. Los diez dólares siguen en juego. No hay estrechamiento, pero tampoco veo depósitos ateromatosos.
—Tiene razón, está todo limpio —convino Jack.
Aún no podía creerlo. El vaso entero parecía normal.
Jack se concentró en la arteria coronaria izquierda y sus ramificaciones; pero al cabo de unos minutos de disección se puso de manifiesto que se encontraba en idéntica situación a la derecha. No se observaban placas ni estrechamiento alguno. Jack estaba perplejo y contrariado. Después de todo lo sucedido, le parecía una afrenta personal no encontrar ninguna anomalía coronaria aparente, ni congénita ni degenerativa.
—La patología debe de estar dentro del corazón —conjeturó Latasha—. Puede que encontremos vegetaciones en la válvula mitral o en la aórtica que despidieran una lluvia de trombos, y que éstos se disolvieran después.
Jack asintió, pero seguía cavilando sobre la probabilidad de una muerte cardíaca súbita a causa de un infarto en ausencia de coronariopatía. Le parecía una posibilidad remota en extremo, sin duda de menos del diez por ciento, pero a todas luces existente, como evidenciaba el caso que tenía ante él. En la patología forense siempre se podía contar con ver y aprender algo nuevo cada día.
Latasha le alargó un cuchillo de hoja larga, lo cual lo arrancó de su ensimismamiento.
—¡Venga, echemos un vistazo al interior!
Jack abrió cada una de las cuatro cámaras del corazón y realizó una serie de cortes a través de las paredes musculares. Él y Latasha inspeccionaron las válvulas, los tabiques que mediaban entre la mitad izquierda y la derecha del corazón, así como las superficies musculares seccionadas. Trabajaban en silencio, examinando cada estructura por separado y con método. Al terminar cambiaron una mirada por encima de la mesa.
—La buena noticia es que ninguno de los dos ha perdido diez dólares —comentó Jack en un intento de no perder el sentido del humor—. La mala es que Patience Stanhope se resiste a revelar sus secretos. Dicen que en vida nunca se mostraba dispuesta a cooperar, y por lo visto la muerte no la ha cambiado.
—Después de oír la historia, me asombra que el corazón tenga un aspecto tan normal —suspiró Latasha—. Nunca había visto nada igual. Supongo que las respuestas tendrán que esperar al examen microscópico. Puede que tuviera alguna enfermedad capilar que solo afectara a los vasos más pequeños del sistema coronario.
—Nunca he oído hablar de nada parecido.
—Yo tampoco —reconoció Latasha—. Pero murió de un infarto que sin duda fue masivo. Tendríamos que encontrar otra patología aparte de un cáncer de colon pequeño y asintomático. ¡Un momento! ¿Cómo se llama ese síndrome epónimo en el que las arterias coronarias sufren espasmos?
Agitó las manos como si jugara a las adivinanzas y esperara que Jack diera con la respuesta.
—Para serle sincero, no tengo ni idea. Y ahora no me lo diga para hacerme sentir fatal.
—¡Prinzmetal! —exclamó Latasha con aire triunfante—. Angina de Prinzmetal.
—Primera noticia —admitió Jack—. Me recuerda usted a mi cuñado, la víctima de todo este desastre. Seguro que él también lo sabe. ¿Y esos espasmos pueden provocar un infarto masivo? Ése es el quid de la cuestión.
—No puede ser un Prinzmetal —declaró de repente Latasha—. Incluso en ese síndrome, el espasmo se asocia a cierta estenosis en el vaso adyacente, lo cual significa que habría patología visible, y no hemos visto nada.
—Qué alivio —suspiró Jack.
—Tenemos que resolver el misterio sea como sea.
—Es lo que pretendo, pero el hecho de no encontrar cardiopatía me confunde y me avergüenza, sobre todo teniendo en cuenta el follón que he armado para poder hacer la autopsia.
—Tengo una idea —dijo Latasha—. Llevemos todas las muestras a mi despacho. Podemos examinar el corazón bajo el estereomicroscopio de disección y preparar algunas secciones congeladas de tejido cardíaco para echar un vistazo a los capilares. El resto de las piezas tendrá que procesarse de la forma habitual.
—Quizá deberíamos ir a cenar —observó Jack, tentado de arrojar la toalla y lavarse las manos de todo aquel asunto.
—Iré a comprar unas pizzas de camino al despacho. ¡Vamos, convertiremos esto en una fiesta! Nos enfrentamos a un misterio de narices; intentemos resolverlo. Incluso podemos encargar el examen toxicológico esta misma noche. Conozco al supervisor nocturno del laboratorio universitario. Salimos juntos hace tiempo. La relación no salió bien, pero seguimos en contacto.
Jack aguzó el oído.
—¡Repítamelo! —exclamó, incrédulo—. ¿Dice que podemos encargar el examen toxicológico esta misma noche?
En Nueva York tenía suerte si se lo hacían en una semana.
—La respuesta es sí, pero tendremos que esperar hasta las once, que es cuando entra Allan Smitham.
—¿Quién es Allan Smitham?
La posibilidad de realizar las pruebas toxicológicas de inmediato abría todo un abanico de posibilidades nuevas.
—Nos conocimos en la universidad y estuvimos juntos en varias asignaturas de química y biología. Luego yo fui a la facultad de medicina, y él hizo un posgrado. Ahora trabajamos a pocas manzanas el uno del otro.
—¿Y qué hay de su sueño reparador?
—Ya me preocuparé por eso mañana por la noche. Estoy enganchada a este caso. Tenemos que salvar a su cuñado de los malvados abogados.