21

Boston, Massachusetts,

viernes, 9 de junio de 2006, 1.30 horas.

Jack había pasado casi cinco minutos con la mirada clavada en el gran reloj de pared mientras sus manecillas avanzaban implacables y espasmódicas hacia la una y media. Al último salto de la manecilla, Jack respiró hondo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que llevaba varios segundos sin respirar, porque aquella hora era un hito. Exactamente doce horas más tarde se casaría, y los años que había eludido la cuestión pasarían a la historia. Se le antojaba inconcebible. Salvo en los últimos tiempos, había convertido la soledad en una especie de institución. ¿Era capaz de casarse y pensar en dos personas en lugar de en una? No lo sabía.

—¿Estás bien? —le preguntó Latasha, arrancándolo de su ensimismamiento y asiéndole el antebrazo.

—Sí, sí —balbució, sobresaltado.

—Pensaba que habías entrado en trance. No has movido un solo músculo en varios minutos; ni siquiera has pestañeado. ¿Se puede saber en qué estabas pensando que te tenía tan absorto?

Pese a ser una persona reservada en extremo, Jack estuvo a punto de contarle todo lo que le rondaba la cabeza para así obtener un punto de vista nuevo. Aquella reacción lo sorprendió, pese a que reconocía haber desarrollado una gran afinidad con la patóloga. Salvo por su visita al hospital Memorial de Newton, llevaban unas seis horas trabajando codo con codo, durante las que habían adquirido un trato muy natural. Cuando Jack llegó a la oficina del forense de Boston, se instalaron en lo que en teoría era la biblioteca, aunque sus estanterías aparecían casi desiertas, con la esperanza de descubrir algo más. Lo mejor de la biblioteca era la gran mesa colocada en ella, sobre la que Jack distribuyó el contenido del expediente de la demanda y organizó los papeles de forma que pudiera encontrar cualquier cosa que necesitara. En un extremo de la mesa vio varias cajas abiertas de pizza, platos de plástico y grandes vasos. Ninguno de los dos comió gran cosa; ambos estaban demasiado obsesionados con el misterio de Patience Stanhope.

También se llevaron a la biblioteca el estereomicroscopio de disección de dos cabezales y, situados en lados opuestos de la mesa, pasaron varias horas abriendo y examinando todas las arterias coronarias. Al igual que sus parientes más grandes y proximales, todos los vasos distales ofrecían un aspecto normal y despejado. Jack y Latasha prestaron especial atención a las ramificaciones que afluían al sistema de conducción del corazón.

La última fase del examen del corazón sería el estudio microscópico. Tomaron muestras de todas las zonas del órgano, pero de nuevo se concentraron dentro y alrededor del sistema de conducción. Antes de que Jack llegara, Latasha había preparado una serie de secciones congeladas procedentes de una pequeña muestra, y lo primero que hicieron juntos fue teñirlos y ponerlos a secar. De momento, las secciones esperaban entre bambalinas su salida a escena.

Justo después de que tiñeran las placas, llamó Allan Smitham. Por lo visto se alegraba de tener noticias de Latasha, o al menos esa impresión tuvo Jack por la parte de la conversación bastante personal que escuchó sin poder evitarlo. Lo incomodaba la idea de entrometerse, pero la buena noticia era que Allan estaba encantado de ayudar y se ocuparía de inmediato de las pruebas toxicológicas.

—No se me ha ocurrido ninguna idea nueva —dijo Jack en respuesta a la pregunta de Latasha sobre lo que le rondaba por la cabeza.

Cuando su mirada se desvió hacia el reloj y los espasmódicos movimientos de sus manecillas, hipnotizándolo mientras pensaba en la inminencia de su matrimonio, en teoría debía estar pensando en nuevas teorías acerca de la muerte de Patience. Había revelado a Latasha todas sus teorías anteriores, en esencia una repetición de lo que había contado a Alexis por teléfono de camino al hospital. Renunciando a todo vestigio de dignidad, había incluido también su idea acerca de la sobredosis y/o el fármaco equivocado, pese a que a posteriori comprendía que era una locura, casi el pensamiento de un retrasado, y Latasha había reaccionado en consonancia.

—Yo tampoco he tenido ninguna revelación divina —reconoció Latasha—. Antes me he reído de algunas de tus ideas, pero debo admitir que creativo eres un rato. A mí no se me ocurre nada nuevo.

Jack esbozó una sonrisa.

—Puede que si combinaras lo que te he contado con este material, algo saliera —comentó mientras señalaba la documentación del caso esparcida sobre la mesa—. Menudo elenco de personajes. Aquí hay tres o cuatro veces más declaraciones que testigos han comparecido.

—No me importaría leer una parte si pudieras decirme qué me resultaría más útil.

—Si quieres leer algo, te aconsejo las declaraciones de Craig Bowman y Jordan Stanhope. Como demandado y demandante, ocupan un lugar preponderante. De hecho, quiero releer lo que recuerdan acerca de los síntomas de Patience. En el caso de que hubiera sido envenenada, como estamos considerando, cualquier síntoma resultaría crucial por sutil que fuera. Sabes tan bien como yo que algunos venenos son casi imposibles de detectar en la compleja sopa de sustancias químicas que conforman el ser humano. Con toda probabilidad tendremos que decirle a Allan qué buscar para que pueda encontrarlo.

—¿Dónde están las declaraciones del doctor Bowman y del señor Stanhope?

Jack las cogió del lugar de la mesa donde las había apilado por separado de las demás. Ambas eran abultadas; estiró el cuerpo para entregárselas a Latasha.

—¡Madre mía! —exclamó ella, sopesándolas—. ¿Qué es esto, Guerra y paz? ¿Cuántas páginas hay aquí?

—La declaración de Craig Bowman duró varios días. La taquígrafa tiene que escribir cada palabra.

—No sé si me veo capaz de leerlas a las dos de la madrugada —confesó Latasha al tiempo que dejaba caer el fajo de papeles sobre la mesa.

—Todo es diálogo muy espaciado. De hecho, es fácil de leer en casi todo momento.

—¿Qué son estos artículos científicos? —inquirió Latasha, cogiendo el pequeño montón de publicaciones científicas.

—El doctor Bowman es el autor principal de casi todos ellos y coautor del resto. Su abogado decidió incluirlos como prueba del compromiso de Craig para con la medicina, a fin de contrarrestar la estratagema del demandante de degradarlo.

—Recuerdo éste de cuando salió en el Journal —comentó Latasha, sosteniendo en alto el importante artículo que Craig había publicado en el New England Journal of Medicine.

Jack quedó impresionado una vez más.

—¿De dónde sacas el tiempo para leer estas cosas tan esotéricas?

—Esto no es nada esotérico —objetó Latasha con una risita desaprobadora—. La fisiología de las membranas es clave en casi todos los ámbitos médicos actuales, sobre todo en farmacología e inmunología, incluso en las enfermedades infecciosas y el cáncer.

—¡Vale, vale! —exclamó Jack, alzando las manos como si quisiera protegerse—. Retiro lo dicho. El problema es que fui a la facultad el siglo pasado.

—Excusa barata —espetó Latasha antes de hojear el artículo de Craig—. La función de los canales de sodio es la base de la función muscular y neuronal. Si ellos no funcionan, nada funciona.

—Que vale —repitió Jack—. Ya me ha quedado claro; me lo empollaré.

De repente sonó el móvil de Latasha. Ambos dieron un respingo.

Latasha cogió el teléfono, miró la pantalla y lo abrió.

—¿Qué hay? —preguntó sin preámbulo alguno mientras se presionaba el aparato contra la oreja.

Jack intentó oír la voz en el otro extremo, pero no lo consiguió. Suponía y esperaba que se tratara de Allan.

La conversación fue marcadamente breve.

—Vale —se limitó a decir Latasha antes de colgar y levantarse.

—¿Quién era? —preguntó Jack.

—Allan. Quiere que vayamos a verlo al laboratorio, que está a la vuelta de la esquina. Creo que el esfuerzo merece la pena ya que vamos a tenerlo ocupado muchas horas con nuestro asunto. ¿Te apuntas?

—¿A ti qué te parece? —preguntó Jack retóricamente antes de retirar la silla y ponerse en pie.

Jack no había reparado en que la oficina del forense de Boston se hallaba en la periferia del inmenso complejo del Centro Médico Hospitalario de Boston. Pese a la hora tardía, se cruzaron con varios empleados del centro médico, entre ellos algunos estudiantes de medicina, caminando entre los edificios. Ninguno de ellos parecía tener prisa pese a que ya era de madrugada. Todo el mundo parecía disfrutar de la brisa cálida y aterciopelada. Aunque técnicamente aún era primavera, parecía una noche de verano.

El laboratorio de toxicología estaba a apenas dos manzanas, en un edificio de ocho pisos de vidrio y acero.

Mientras subían en el ascensor a la sexta planta, Jack observó a Latasha. Tenía los ojos oscuros clavados en la pantallita digital del ascensor, y en su rostro se pintaba una fatiga más que comprensible.

—Me disculpo de antemano por si digo algo fuera de lugar —empezó Jack—, pero tengo la sensación de que Allan Smitham ha accedido a hacer este esfuerzo a causa de los sentimientos no correspondidos que alberga hacia ti.

—Es posible —fue la ambigua respuesta de Latasha.

—Espero que aceptar su ayuda no te ponga en una situación embarazosa.

—Creo que podré gestionarlo —replicó Latasha en un tono que zanjaba la conversación.

El laboratorio era muy moderno y aparecía casi desierto. Aparte de Allan solo había dos personas más, técnicos de laboratorio absortos en su trabajo en la otra punta de la espaciosa estancia. Había tres pasillos de bancos casi doblegados por el peso de los flamantes aparatos.

Allan era un apuesto afroamericano de bigote y perilla recortados que le conferían un sobrecogedor parecido con Mefistófeles. Su aspecto imponente se completaba con un cuerpo muy musculoso apenas contenido bajo la bata blanca que llevaba sobre la ceñida camiseta negra. Su piel era caoba bruñida, algo más oscura que la de Latasha, y sus ojos brillantes no se apartaban de su amiga de la universidad.

Latasha presentó a Jack, que no obtuvo más que un apretón de manos y un vistazo fugaz. Allan estaba descaradamente interesado en Latasha, a quien dedicó una sonrisa radiante que dejó al descubierto una dentadura blanquísima.

—Eres muy cara de ver, niña —se quejó Allan mientras les indicaba que lo siguieran a su pequeño y funcional despacho.

Allan se sentó a su mesa, mientras que Latasha y Jack ocuparon sendas sillas frente a él.

—Es un laboratorio impresionante —comentó Jack, señalando el espacio por encima del hombro—. Aunque parece que hay poco personal.

—Solo en este turno —explicó Allan sin dejar de sonreír a Latasha—. El número de empleados cambia radicalmente de la noche a la mañana.

Se echó a reír por su propio intento de chiste; Jack se dijo que aquel tipo no andaba escaso de autoestima ni buen humor.

—¿Qué has encontrado en las muestras? —inquirió Latasha, yendo al grano.

—Ah, sí —dijo Allan mientras apoyaba los codos sobre la mesa y juntaba las yemas de los dedos—. En tu nota me dabas algunos datos que me gustaría revisar para asegurarme de que los he entendido bien. La paciente murió de un ataque al corazón hace unos ocho meses. Fue embalsamada, enterrada y exhumada hoy mismo. Lo que queréis es descartar la presencia de fármacos.

—Expresémoslo de una forma más somera —pidió Latasha—. En su momento se concluyó que murió por causas naturales, y queremos cerciorarnos de que no fue un homicidio.

—De acuerdo —masculló Allan como si reflexionara sobre sus siguientes palabras.

—¿Cuáles son los resultados del análisis? —preguntó Latasha, impaciente—. ¿Por qué nos das largas?

Jack se sobresaltó al oír el tono de Latasha. Lo incomodaba que se mostrara tan brusca con Allan, que a fin de cuentas les estaba haciendo un enorme favor. Cada vez tenía más claro que entre Latasha y Allan había algo que no sabía ni quería saber.

—Quiero asegurarme de que interpretáis correctamente los resultados —comentó Allan a la defensiva.

—Los dos somos patólogos forenses —replicó Latasha—. Creo que estamos bastante bien informados acerca de las limitaciones de las pruebas toxicológicas.

—¿Lo bastante informados para saber que el valor predictivo de una prueba negativa solo es del cuarenta por ciento? —preguntó Allan con las cejas enarcadas—. Y eso en el caso de un cadáver reciente y no embalsamado.

—O sea que las pruebas toxicológicas son negativas.

—Sí, sin ningún género de dudas.

—Dios mío, esto es más difícil que arrancar una muela —se quejó Latasha con los ojos en blanco mientras agitaba los brazos.

—¿Qué fármacos incluye la prueba? —preguntó Jack—. ¿Incluye la digital?

—Sí —asintió Allan, levantándose a medias de la silla para alargarle la lista de fármacos incluidos en el cribado toxicológico.

Jack ojeó la lista y quedó impresionado ante la gran cantidad de fármacos incluidos.

—¿Qué métodos utilizan?

—Una combinación de cromatografía e inmunoensayo de enzimas.

—¿Tienen cromatografía de gases y espectrometría de masas? —quiso saber Jack.

—Claro que sí —repuso Allan con orgullo—. Pero si quiere que recurra a la artillería, tendrá que darme alguna idea de lo que debo buscar.

—De momento solo podemos darle una idea general —reconoció Jack—. Según los síntomas que tenía la paciente, en el caso de que hubiera intervenido algún fármaco o veneno, estaríamos buscando algo capaz de provocar una frecuencia cardíaca muy baja que no reaccionara a ningún intento de colocarle un marcapasos, así como un depresor respiratorio, puesto que también estaba cianótica.

—Eso sigue dejando un montonazo de posibles fármacos y venenos —señaló Allan—. Sin datos más concretos, lo que me pide es un milagro.

—Lo sé —admitió Jack—. Pero Latasha y yo continuaremos indagando para ver si se nos ocurre algún candidato probable.

—Más les vale, porque de lo contrario esto puede llegar a ser un ejercicio inútil. Primero tengo que saber qué descartar con todo el líquido embalsamador que se interpone en las pruebas.

—Lo sé —repitió Jack.

—¿Por qué están contemplando la posibilidad del homicidio? —preguntó Allan—, si es que se puede preguntar.

Jack y Latasha cambiaron una mirada sin saber cuánto revelar al toxicólogo.

—Acabamos de hacerle la autopsia —explicó por fin Latasha—. No hemos encontrado nada, ni rastro de patología cardíaca, lo cual no tiene sentido considerando la historia.

—Muy interesante —musitó Allan, pensativo, antes de mirar a Latasha de hito en hito—. A ver si lo entiendo bien. Quieres que haga todo este trabajo, que me ocupará la noche entera, y que encima lo haga a ciegas. ¿Es eso lo que me estás diciendo?

—Claro que queremos que lo hagas —espetó Latasha—. Pero ¿se puede saber qué te pasa? ¿Por qué crees que estaríamos aquí sentados si no?

—No me refiero a ti y al médico —puntualizó Allan, señalando a Jack y luego a ella—. Me refiero a ti personalmente.

—Sí, vale, quiero que lo hagas —reconoció Latasha al tiempo que se levantaba.

—Estupendo —exclamó Allan con una sonrisita satisfecha.

Latasha salió del despacho.

Sorprendido por el abrupto final de la reunión, Jack se levantó y rebuscó en sus bolsillos en busca de una tarjeta.

—Por si quiere preguntarme algo —explicó mientras la dejaba sobre la mesa de Allan y cogía una de las que el toxicólogo tenía en el tarjetero de plexiglás—. Muchas gracias por su ayuda.

—De nada —repuso Allan con la misma sonrisita.

Jack alcanzó a Latasha junto al ascensor. No dijo nada hasta que estuvieron dentro.

—La reunión ha acabado de una forma bastante precipitada —comentó, clavando la mirada en el indicador del ascensor para no mirar a Latasha.

—Sí, bueno, es que me estaba sacando de quicio. Es tan fantasmón…

—Desde luego, no parece que tenga problemas de autoestima.

Latasha se echó a reír y se relajó un tanto.

Salieron a la noche. Eran casi las tres, pero todavía había gente por las calles.

—Supongo que te preguntarás por qué me he comportado de un modo tan grosero —dijo Latasha cuando se acercaban a la oficina del forense.

—La verdad es que sí —reconoció Jack.

—Allan y yo salimos juntos durante el último curso en la universidad, pero luego pasó algo que me reveló aspectos de su carácter que no me gustaron.

Abrió la puerta principal con llave y saludó con la mano al empleado de seguridad.

—Pensé que estaba embarazada —prosiguió mientras subían la escalera—. Cuando se lo dije, su reacción fue dejarme plantada. Ni siquiera contestaba a mis llamadas, así que pasé de él. La ironía es que no estaba embarazada. Hace un año se enteró de que trabajaba en la oficina del forense y ha intentado restablecer la relación, pero no me interesa. Lo siento si te has sentido incómodo en su despacho.

—No hace falta que te disculpes —aseguró Jack—. Como ya te he dicho antes, espero que aceptar su ayuda no te cause problemas.

—Con los años que han pasado, pensaba que lo llevaría mejor, pero el mero hecho de verlo ha hecho que me cabree como una mona. Tendría que haberlo superado a estas alturas.

Entraron en la biblioteca, tan desordenada como la habían dejado.

—¿Qué tal si echamos un vistazo a los cortes que hemos teñido? —propuso Latasha.

—Quizá deberías ir a casa y dormir un poco —replicó Jack—. No hay motivo para que pases la noche en blanco. Quiero decir que me encanta que me ayudes y me hagas compañía, pero no es mi intención abusar.

—No te librarás de mí tan fácilmente —advirtió Latasha con una sonrisa coqueta—. En la facultad de medicina descubrí que, llegada esta hora, más me vale no acostarme. Además, me muero de ganas de resolver este caso.

—Bueno, pues me parece que me iré a Newton.

—¿Al hospital?

—No, a casa de los Bowman. Prometí a mi hermana echar un vistazo a mi cuñado para cerciorarme de que no está en coma. Por culpa de la depresión se dedica a mezclar whisky de malta con somníferos.

—¡Uf! —exclamó Latasha—. Les he hecho la autopsia a varios de ésos.

—A decir verdad, en su caso no me preocupa demasiado —comentó Jack—. Está demasiado pagado de sí mismo. De hecho, me parece que no iría a su casa si ésa fuera la única razón, pero es que también quiero echar un vistazo al kit de biomarcadores que utilizó con Patience para ver si hay motivo razonable para sospechar un falso positivo. En ese caso aumentarían en gran medida las probabilidades de que no se tratara de una muerte natural.

—¿Y qué me dices del suicidio? —preguntó Latasha—. Nunca has mencionado el suicidio ni como una posibilidad remota. ¿Por qué?

Jack se rascó la cabeza con aire ausente. Era verdad, nunca había pensado en el suicidio y se preguntó por qué. Lanzó una risita al recordar los numerosos casos a lo largo de su carrera en los que las causas de la muerte aparentes acababan por no coincidir con la realidad. El último de ellos había sido el de la esposa del diplomático iraní, un supuesto suicidio que terminó resultando ser un homicidio.

—No sé por qué ni siquiera se me ha pasado por la cabeza la idea del suicidio —reconoció—, sobre todo teniendo en cuenta la ridiculez de algunas de mis otras ideas.

—Lo poco que me has contado de la mujer indica que no era muy feliz que digamos.

—Supongo que tienes razón —dijo Jack—, pero ése sería el único argumento a favor del suicidio. Lo tendremos en cuenta junto con la teoría de la conspiración hospitalaria. Pero ahora me voy a Newton. Por supuesto, puedes acompañarme si quieres, pero supongo que no te apetece.

—Me quedo aquí —anunció Latasha.

Deslizó las declaraciones de Craig y Jordan hasta delante de una de las sillas y se sentó en ella.

—Leeré un poco durante tu ausencia. ¿Dónde está la historia médica?

Jack alargó la mano hacia la pila en cuestión y la empujó contra las declaraciones de Craig y Jordan.

Latasha cogió una tira electrocardiográfica que asomaba entre los papeles.

—¿Qué es esto?

—Una lectura que hizo el doctor Bowman al llegar a casa de Patience. Por desgracia, apenas sirve de nada. Ni siquiera recordaba la derivación. Al final desistió de seguir con electrocardiograma porque Patience estaba cada vez peor.

—¿Alguien le ha echado un vistazo?

—Todos los expertos, pero sin conocer la derivación ni poder averiguarla, no les sirvió de mucho. Todos convinieron en que la bradicardia sugería bloqueo auriculoventricular. Con eso y otras anomalías de la conducción sospechosas, todos concluyeron que al menos encajaba con un ataque en algún lugar del corazón.

—Lástima que no haya más datos —se lamentó Latasha.

—Me voy para poder estar de vuelta cuanto antes —anunció Jack—. Llevaré el teléfono encendido por si tienes una revelación divina o por si Allan hace un milagro.

—Nos vemos cuando vuelvas —dijo Latasha, que ya había empezado a leer la declaración de Craig.

A las tres de la madrugada, Jack consiguió por fin conducir sin problemas por la ciudad. En algunos semáforos, el suyo era el único coche a la vista. En varias ocasiones contempló la posibilidad de saltarse el semáforo al comprobar que no venía ningún otro vehículo, pero no lo hizo. No le importaba saltarse las normas cuando eran absurdas, pero saltarse semáforos no pertenecía a aquella categoría en su opinión.

La autopista de Massachusetts era harina de otro costal. El tráfico no era denso, pero sí más de lo que esperaba, y no solo compuesto de camiones. Se preguntó con asombro qué hacía tanta gente fuera a aquellas horas.

El breve trayecto a Newton le brindó la oportunidad de mitigar la euforia que Latasha había desencadenado en él al decirle que tenía acceso a un toxicólogo, justo cuando Jack estaba a punto de arrojar la toalla. Ya más relajado pudo pensar en la situación desde una perspectiva mucho más razonable, y al hacerlo comprendió cuál era el desenlace más probable. En primer lugar, a causa de la falta de pruebas concluiría que, con toda probabilidad, Patience Stanhope había muerto por culpa de un infarto masivo pese a la ausencia de patología evidente; en segundo lugar, Fasano y compañía eran a buen seguro responsables del repugnante ataque a las hijas de Craig y Alexis, por los típicos motivos económicos. Fasano lo había expresado con claridad meridiana al amenazar a Jack.

La euforia de Jack se había trocado en desaliento cuando llegó a casa de los Bowman. De nuevo se preguntó si la razón por la que seguía en Boston, imaginando conspiraciones descabelladas, tenía más que ver con el miedo semiinconsciente a casarse al cabo de diez horas que al deseo de ayudar a su hermana y su cuñado.

Jack se apeó tras coger el paraguas que había recordado rescatar del asiento trasero. Su coche estaba aparcado junto al Lexus de Craig. Se acercó a la calle y miró en ambas direcciones en busca del coche patrulla que montaba guardia por la mañana. No vio rastro de él; por lo visto, la vigilancia especial se había acabado. Se giró de nuevo hacia la casa y recorrió el sendero de entrada arrastrando los pies, casi vencido por la fatiga.

La casa estaba a oscuras salvo por la escasa luz que se filtraba por los vidrios que flanqueaban la puerta. Echó la cabeza hacia atrás y escudriñó las ventanas de la planta superior. Estaban tan negras que reflejaban la luz de una farola lejana.

Con relativo sigilo, Jack introdujo la llave en la cerradura. No intentaba pasar desapercibido, pero al mismo tiempo prefería no despertar a Craig a ser posible. Fue entonces cuando recordó la alarma. Sin sacar la llave de la cerradura, intentó recordar el código. Estaba tan cansado que le llevó un minuto entero. Luego se preguntó si tendría que pulsar alguna otra tecla después de introducir el código. No lo sabía. Cuando se sintió lo más preparado posible, hizo girar la llave, y el chasquido que provocó se le antojó un auténtico estruendo en la quietud de la noche.

Casi presa del pánico, Jack entró en la casa y miró el teclado del sistema de alarma. Por fortuna, el zumbido de advertencia que esperaba no se produjo, pero aun así esperó unos instantes para asegurarse. No, la alarma estaba desactivada; una brillante luz verde indicaba que todo iba bien. Jack cerró la puerta en silencio. En aquel momento oyó el leve murmullo del televisor procedente del comedor. De la misma dirección llegaba un poco de luz, que se proyectaba sobre el pasillo por lo demás a oscuras. Suponiendo que Craig seguía levantado o tal vez estaba dormido delante del televisor, Jack recorrió el pasillo y entró en el comedor. Ni rastro de Craig. El televisor instalado sobre la chimenea estaba sintonizado en un canal de noticias por cable, y en aquella zona estaban encendidas las luces, mientras que la cocina y la zona de comedor aparecían sumidas en la oscuridad.

Sobre la mesa de centro que había delante del sofá vio la botella de whisky de Craig, ahora casi vacía, un vaso anticuado y el mando del televisor. Por la fuerza de la costumbre, Jack se acercó, cogió el mando y apagó el televisor antes de regresar al pasillo. Una vez allí alzó la mirada hacia la escalera y a continuación miró hacia el otro lado, en dirección al estudio. Por las ventanas mirador del estudio se filtraba un poco de luz procedente de las farolas, de modo que la habitación no estaba del todo a oscuras.

Intentó decidir qué hacer en primer lugar, si ir a ver a Craig o echar un vistazo al kit de biomarcadores. No le costó llegar a una conclusión. Si podía elegir, siempre procuraba quitarse primero de encima la tarea más desagradable, y en aquel caso sin duda se trataba de ir a ver a Craig. No es que creyera que fuera a ser difícil, pero sabía que al entrar en su habitación corría el riesgo de despertarlo, lo cual no quería hacer por varias razones. La principal era que estaba convencido de que Craig no vería con buenos ojos la presencia de Jack. De hecho, lo más probable es que la considerara reflejo de su dependencia y se sintiera ofendido y contrariado.

Jack escudriñó las tinieblas de la planta superior. Nunca había estado allí ni sabía dónde se encontraba el dormitorio principal. Reacio a encender las luces, volvió a la cocina. Sabía por experiencia que casi todas las familias tenían un cajón de sastre, y que casi todos los cajones de sastre contenían una linterna.

Acertó a medias. Había una linterna en el cajón de sastre, pero el cajón de sastre de los Bowman no estaba en la cocina, sino en el lavadero. En consonancia con el resto de la casa y su contenido, la linterna era una impresionante Maglite de treinta centímetros de longitud, que proyectaba un haz de luz potente y concentrado. Diciéndose que podía cubrir la luz con la mano para variar su intensidad, Jack volvió con la linterna a la escalera y empezó a subir.

Al llegar arriba, separó los dedos lo suficiente para mirar a ambas direcciones del pasillo. A los dos lados vio múltiples puertas, casi todas ellas cerradas. Sin saber por dónde empezar, volvió a mirar a su alrededor y constató que el pasillo derecho era la mitad del largo que el izquierdo. Jack echó a andar hacia la derecha sin ser consciente de la razón. Eligió una puerta al azar, la abrió con sigilo, asomó la cabeza y barrió el interior con el haz de la linterna. No era el dormitorio principal, sino la habitación de una de las niñas, la de Tracy, a juzgar por los pósters, las fotos, los cachivaches y la ropa desparramada por todas partes. De nuevo en el pasillo, Jack se acercó a la siguiente puerta. Estaba a punto de abrirla cuando se fijó que la puerta situada al final del pasillo era de doble hoja. Puesto que todas las demás eran sencillas, dedujo que debía de tratarse del dormitorio principal.

Cubriendo casi toda la luz de la linterna, Jack se dirigió hacia aquella puerta y se apretó la lente contra el vientre para bloquear la luz mientras abría la hoja derecha. La puerta se abría hacia dentro. Al entrar con sigilo en la habitación comprendió que sin duda alguna se hallaba en la suite principal. Sus pies se hundieron en la mullida moqueta. Permaneció inmóvil un instante, aguzando el oído para oír la respiración de Craig, pero la habitación estaba sumida en un silencio sepulcral.

Inclinó la linterna para alumbrar un poco más la habitación. En la penumbra apareció el contorno de una cama enorme. Craig estaba tendido de costado en el extremo más alejado del lecho.

Siguió muy quieto mientras intentaba decidir qué hacer para cerciorarse de que Craig no estaba en coma. Hasta aquel momento no había pensado mucho en el asunto, pero una vez en el dormitorio, no le quedaba más remedio. Despertar a Craig sería un método infalible, pero no quería hacerlo. Por fin decidió acercarse a la cama y escuchar la respiración de su cuñado. Si le parecía normal, lo tomaría como prueba concluyente de que estaba bien, aunque no era precisamente un sistema muy científico.

Bloqueó de nuevo la luz de la linterna y empezó a cruzar la habitación de memoria. Una luz apenas visible procedente de la calle entraba por la ventana abuhardillada y permitió a Jack reconocer los contornos de los muebles más grandes. Al llegar al pie de la cama, Jack se detuvo y de nuevo aguzó el oído para percibir la respiración intermitente y sibilante propia del sueño. El dormitorio seguía sumido en el más absoluto silencio. Jack se sintió embargado por una oleada de adrenalina, horrorizado al comprobar que no oía respiración alguna. ¡Craig no respiraba!