GUILLERMO DETECTIVE

RICHMAL CROMPTON

GUILLERMO Y LOS DEL CAMPING

Guillermo se aburría. Eran las vacaciones de verano; Pelirrojo, Douglas y Enrique habían ido a veranear y Guillermo se había quedado solo. El pobre Guillermo vagaba, desolado y triste, por bosques y senderos, jugando a juegos imaginarios inventados por él, pero no encontraba ningún sabor, ni gracia, ni aliciente en ellos. Guillermo no era, ni mucho menos, uno de esos espíritus enrarecidos que hallan su máxima plenitud y satisfacción en la soledad, sino precisamente todo lo contrario. Por consiguiente, nada tiene de extraño, que su ánimo se enardeciera un buen día, al ver los preparativos que se hacían para erigir unas tiendas en el campo del granjero Jenks.

Un hombrecillo vivaracho y entrometido, vestido con un pantalón corto que dejaba al descubierto unas rodillas delgadísimas era el que dirigía las operaciones. El hombrecillo se metía por todas partes, dando instrucciones con una vocecilla aguda que más parecía zumbido de insecto que voz humana, y atravesándose en el camino de todos. Tan pronto como vio a Guillermo, se le acercó, diciéndole:

—¿Qué haces aquí, muchacho? Anda, vete.

Guillermo, contrariado, se apartó unos pasos, pero siguió observando las maniobras desde una cierta distancia. Cuando las tiendas quedaron por fin afianzadas, el hombrecillo plantó un letrero sobre la verja que daba entrada al campo.

«ASOCIACIÓN DE VACACIONES AL AIRE LIBRE. PARA INFORMES DIRIGIRSE AL SECRETARIO», rezaba el rótulo.

A continuación llegaron las provisiones. El chico del panadero, el del lechero, y el del carnicero, comparecieron sucesivamente, y fueron recibidos por el hombrecillo del pantalón corto y despedidos apresuradamente tan pronto como hubieron entregado la mercancía.

En aquel momento Guillermo tuvo que abandonar su puesto de observación para ir a merendar, pero le faltó tiempo para regresar en cuanto hubo terminado la merienda para encontrarse, con gran satisfacción, con que los miembros del campamento ya empezaban a llegar. Eran unos tipos muy curiosos. Entre ellos había una muchacha con monóculo y el pelo corto como un muchacho, quien anunció a los demás que había acudido al campamento únicamente para dejarse crecer el pelo en soledad y recogimiento, y también había una mujer muy gorda, en pijama playero de cretona, que anunció que ella había venido al campamento para perder peso. Otro de los circunstantes era un joven larguirucho, de aspecto dispéptico, que había tomado al secretario por su cuenta y le estaba echando un discurso sobre su régimen dietético.

—Las verduras las como al vapor y no hervidas, y además necesito absolutamente pan integral. Para la comida del mediodía necesito una zanahoria raspada y col cruda; y además, una taza de té chino, muy débil, media hora antes del té de las cuatro, porque nunca bebo durante las comidas.

—¡Sí, sí, sí, sí, sí! —iba diciendo el secretario, que era el hombrecillo inquieto de los pantalones cortos, cada vez más inquieto y más ansioso.

Había también una familia, consistente en mamá, papá y un muchachito de aspecto aburrido que no paraba de anunciar que «quería volver a casa».

Tampoco faltaba el complemento habitual en tales circunstancias, formado por jóvenes atléticos y musculosos, y muchachas con atuendos que variaban desde el pijama playero, al «short», pasando por pantalones de montar, trajes ordinarios de algodón, y mandiles de cocina.

Henchido de interés y curiosidad, Guillermo penetró en el recinto y se unió al grupo. Durante algún tiempo nadie se dio cuenta de su presencia, y por lo tanto, él pudo pasearse a sus anchas, escuchando lo que se decía y observándolo todo a placer. Todo el mundo parecía nervioso y suspicaz.

—Yo sólo deseo que la comida sea comestible —decía una mujer de lúgubre aspecto, con el pelo teñido y gafas—. Realmente no sé por qué he venido. Siempre me he sentido muy bien y muy confortable en aquella pensión de Eastbourne durante las vacaciones veraniegas.

—Yo, por mi parte —dijo la mujer gorda—, jamás hasta ahora había salido al campo para tomarme unas vacaciones y por lo que veo, el resultado es bastante decepcionante. No me parece que vaya a ocurrir nada aquí; no sé si me expreso, pero estos campos son tan deprimentes… y, bueno, en fin, no veo que vaya a ocurrir nada de particular.

Guillermo coligió de todo ello que la Asociación de Vacaciones al Aire Libre era una sociedad de nuevo cuño, y que aquella era su sesión inaugural. Por lo visto los socios habían sido atraídos por medio de anuncios en los periódicos, y no se conocían aún entre ellos. Además parecía como si hubiera cierto grado de fricción entre ellos.

—Claro que —decía un buen señor calvo, en pantalón bombacho—, me gusta mucho el aire libre y me refocilo con la frescura de la brisa, pero eso de ponerme en la mismísima entrada de la tienda ya es el límite. Quiero decir que una cosa es la frescura del aire y otra cosa es una corriente de aire continua. Y, además, no hay espacio suficiente en el interior de la tienda. Quiero decir que lo que yo quería era ir a la caza de mariposas y, por lo que veo, no podré disponer ni de un palmo de terreno donde colocar mis cajas de la colección.

La señora gorda simpatizó vagamente con sus sentimientos para volver en seguida a sus cuitas.

—Lo que más me preocupa es la comida —siguió diciendo—. Es cierto que he venido aquí para perder unos kilos de peso, pero, después de todo, seguir un régimen no quiere decir morirse de hambre. Precisamente he ido a echar un vistazo a esa tienda que dicen que va a servir de cocina y no he visto allí otra cosa sino barras de pan, conservas y unas pocas chuletas. Eso no puede ser suficiente para una mujer de mi tamaño y, como he dicho antes, una cosa es seguir un régimen y otra cosa es morirse de hambre.

Una damisela delicadamente empolvada y maquillada, se estaba pintando los arqueados labios, mientras decía a sus amigas:

—Yo no tenía la menor idea de que la cosa fuese a resultar así. No hay ni una tienda para ir de compras. Pero ni una. ¿Dónde se compran las cosas, pues? Creí que al menos habría algún comercio por ahí donde poder comprar polvos y cosas así. A una siempre puede acabársele algo. Ya sé que estamos en el campo, pero por campo que sea, la gente tiene que vivir como personas civilizadas.

Un tipo de formas atléticas se estaba haciendo ligeramente impopular con tanto pasar y repasar por entre los grupos abriéndose paso a codazo limpio, sin contemplaciones, y repitiendo una y otra vez lo estupendamente magnífico que era aquello de encontrarse de nuevo en la inmensidad de la pradera sin fin.

Por entre los grupos se escurría el mequetrefe del secretario, tranquilizando a unos, exhortando a otros, y replicando bien que mal a la granizada de preguntas y quejas que le asaltaba por todos lados.

De pronto se fijó en Guillermo y reconociéndole como intruso, se volvió iracundo hacia él, contentísimo de hallar a alguien en quien volcar su irritación con impunidad.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le espetó—. ¿No sabes que está prohibida la entrada a los que no son socios? ¡Márchate inmediatamente o llamo a la policía!


—¡Márchate inmediatamente o llamo a la policía!

Guillermo se retiró con silenciosa dignidad, para encontrarse precisamente con la policía, personificada en un joven agente metido en un uniforme bastante arrugado, que contemplaba las operaciones que tenían lugar en el interior del recinto, apoyado en la valla.

—¿Para qué habrán venido aquí a hacer el mico, esos? —dijo el policía—. ¡Con lo grande que es Inglaterra!

Las relaciones entre el susodicho policía y Guillermo eran más bien frías, pero frente a aquella invasión forastera, tanto el policía como Guillermo habían sentido nacer en su interior un sentimiento que si no era exactamente de simpatía era, al menos de tolerancia recíproca.

—Dijo que le llamaría a usted si yo no me marchaba —dijo Guillermo al policía.

—¡Arrea! —exclamó el policía, a modo de comentarlo, pero recordando inmediatamente su posición oficial, añadió, con cierta frialdad—. Pero fíjate dónde te metes, muchacho. Introducirte en casa ajena sin permiso del propietario es un delito contra la ley, y no hay que darle vueltas.

—Muy bien, hombre, muy bien —dijo Guillermo—. No se sulfure por tan poca cosa.

Y con paso vivo se dirigió a su casa, donde en seguida quedó olvidada la Asociación de Vacaciones Al Aire Libre, al enfrascarse en una caza imaginaria al león, con su perro «Jumble», corriendo de un lado al otro del jardín.

Sin embargo, al día siguiente, inmediatamente después del desayuno, volvió a encaminarse al campamento, donde se encontró con una escena de gran actividad. Unos cuantos de los acampados lavaban la vajilla del desayuno, mientras otros ya estaban haciendo preparativos para la comida del mediodía. El joven atlético estaba dirigiendo unos ejercicios de cultura física, que más bien parecían ejercicios de sacudidas musculares, con aire garboso y jovial, pero con una entonación ligeramente gangosa, parándose de vez en cuando para estornudar.

En un rincón del campo se había organizado un partido de cricket y en el extremo diametralmente opuesto un grupo de excursionistas, aparatosamente trajeados, se estaba reuniendo. A pesar de toda aquella actividad, flotaba en el ambiente cierta atmósfera de hastío. La señora gorda estaba quejándose amargamente de la calidad del desayuno, diciendo que el jamón estaba quemado, que con un solo huevo no había bastante, y que el pan sabía a cebolla, y a continuación repitió varias veces su ya conocido aforismo de que una cosa es seguir un régimen y otra cosa es morirse de hambre.

La damisela, coquetuela y archimaquillada, que llevaba un pijama playero muy escotado por la espalda, seguía siendo el centro de un selecto círculo de amistades. Decía que se le había olvidado traerse la pasta para el maquillaje de fondo y que se había llegado hasta el pueblo para encontrarse con que allí no había ni tal pasta ni tal maquillaje de fondo ni nada parecido. En lugar de cremas de belleza sólo había encontrado en las tiendas zapatos, junto con cepillos, papel para escribir, caramelos ácidos, harina, herramientas de jardinería, fundas de almohada y guisantes secos, pero nada en cremas de belleza, ni pasta facial para maquillaje de fondo, ni cosa que ni remotamente se le pareciera.


La damisela, coquetuela y archimaquillada, seguía siendo el centro de un selecto círculo de amistades.

—Pero yo creía —decía la damisela en cuestión— que no sería difícil encontrar un sitio que fuera al mismo tiempo salvaje y civilizado, ¿verdad? Supongo que se puede gozar de la frescura del aire lo mismo en un lugar que tengan crema de belleza que en otro que no la tengan. Veo que todo está muy mal organizado.

El muchachito del día anterior seguía pregonando que quería irse a su casa, añadiendo que en el campamento no se podía hacer nada y que él había creído que lo llevarían a la playa.

En otro grupito, los circunstantes se quejaban de que las tiendas dejaban pasar tremendas corrientes de aire, y que ellos no habían podido pegar el ojo en toda la noche. El escuchimizado secretario estaba más atareado y más ansioso que nunca. Iba de un lado para otro, intentando infundir un poco de ánimo y optimismo en las gentes, con una curiosa mezcla de exasperación y de entusiasmo.

—¿No viene nadie más a la excursión? Es una excursión maravillosa, con un panorama espléndido, al otro lado de esas colinas… No, señora, no; lo siento, pero no hay manera de conseguir que le hagan la permanente aquí. Es totalmente imposible… Necesitamos más personas para la clase de gimnasia. No hay nada como la gimnasia… No; no he pensado en organizar una partida de manilla. No sé cómo se podría arreglar… ¿Hay alguien más que desee tomar parte en el campeonato de cricket? Vamos, vamos, necesitamos a siete personas más para completar un equipo de cricket… ¿Hay alguien que quiera jugar al «badminton»?… Sí, señora, las sábanas y colchones han sido debidamente aireados, se lo aseguro. Puede haber sido mosquito, pero de ningún modo una pulga… siento mucho esto que usted me dice de que la luna no le ha permitido conciliar el sueño, pero créame que yo no puedo hacer nada para remediarlo… No, no veo el modo de instalar calefacción central en las tiendas de campaña…

En aquel momento, el secretario se dio cuenta de la presencia de Guillermo y una vez más aprovechó la ocasión para volcar toda su irritación sobre alguien que no estuviera en condiciones de poder resentirse de ello.

—¿Aquí otra vez? —tartajeó, indignadísimo—. Creí que te había dicho ya que no te acercaras más por aquí. Si vuelvo a cogerte de nuevo…

—Perfectamente —dijo Guillermo, con gran dignidad—. No tengo el menor interés en formar parte de este número de monos amaestrados.

El secretario, con el rostro purpúreo de ira ante tamaña afrenta, alargó el brazo con ánimo de coger a Guillermo, pero éste saltó ágilmente por encima de la valla, echó a correr por la carretera y al llegar a la curva se volvió para sacar la lengua y hacer ademanes insultantes al secretario, quien seguía gesticulando furiosamente junto a la verja.

Guillermo siguió carretera abajo, andando reposadamente; se había divertido mucho con aquel pequeño choque, pero se daba cuenta muy bien de que el incidente le impediría volver a visitar el campamento. El secretario estaría ojo avizor. Hasta incluso era posible que encargase a alguno de aquellos mocetones atléticos la tarea de castigarle cumplidamente si él volvía a poner los pies en el coto. En conjunto puede decirse que Guillermo no lo sentía. Ya había visto todo cuanto quería ver y por lo demás, se trataba de unos tíos chiflados. No quería perder más tiempo con semejantes sujetos. Sin dirección ni propósito anduvo por el pueblo, salió por el otro extremo, y se metió por un angosto sendero. No se encaminaba a ningún sitio en particular. Simplemente, dejaba que el destino se aprovechara de la ocasión y le deparara algo insospechado. Hacía ya algún tiempo que no había pasado por aquel sendero, pero recordaba muy bien que a mitad del camino había un gran caserón con un rótulo que decía: «Por alquilar», y entonces se le ocurrió que podía ir a explorar sus posibilidades. Sabía por experiencia que las casas desiertas y vacías constituyen excelentes terrenos de juego, y sería estupendo poder ofrecer una casa deshabitada a Pelirrojo, Douglas y Enrique, cuando estos regresaran. A menudo, en tales casas, se dejaban abiertas las ventanas de la planta baja o bien estas se podían abrir fácilmente, y en todo caso, un jardín abandonado constituía una excelente selva virgen para ir de caza mayor o para jugar a indios. Siempre sería mejor que un campamento lleno de pringosos y aburridos lunáticos.

Se acercó con cautela a la casa abandonada y miró por una rendija de la valla. Pero el destino le fue adverso. Ya no había el «Por alquilar», colgado en el muro. Tras las ventanas habían puesto cortinas, el jardín estaba limpio y cuidado, y el césped recién cortado. Muy desilusionado, ya estaba a punto de volverse cuando apercibió a una muchachita pelirroja, que le estaba mirando desde una de las ventanas de la planta baja.

Al encontrarse sus miradas, la muchachita hizo una mueca de ridiculez y desconfianza, a la vez muy expresiva. Guillermo le respondió con otra mueca, tan complicada y desafiadora como la de la niña. La chica en cuestión respondió a ello con una contorsión todavía más horrenda de sus facciones finas y, normalmente, bonitas. Guillermo, muy impresionado, pero determinado a no ser menos, aumentó la intensidad diabólica de su contorsionado rostro. Aquella silenciosa lucha mímica duró cuestión de cinco minutos y, de repente, la niña abandonó su puesto de observación y exhibición de muecas, tras los cristales de la ventana. Guillermo aguardó esperanzado. Al cabo de unos momentos se abrió la puerta principal, y de ella salió la niña, dirigiéndose hacia la verja del jardín.


—Hola —dijo de un modo que, aunque algo brusco, intentaba ser amistoso.

—Hola —dijo de un modo que, aunque algo brusco, intentaba ser amistoso.

El concurso de muecas había roto el hielo entre ambos.

—Hola —respondió Guillermo.

—La última que me has hecho estaba muy bien —dijo ella.

—¡Oh! Es que he hecho mucha práctica —dijo Guillermo, modestamente, y añadió—: Las tuyas también han sido muy buenas.

—¿Para qué has venido aquí? —preguntó la niña, dejándose de zalamerías y yendo al grano.

—Oh… Pasaba por aquí… —dijo Guillermo, vagamente.

—¿Quieres ser un pensionista? —le preguntó la niña—. Creí que querías ser pensionista.

—¿Ser qué? —dijo Guillermo.

—Pensionista —repitió la niña, con cierta irritación—. ¿Estás seguro de que no quieres ser un pensionista? El trato es muy razonable y no sé lo que vamos a hacer si pronto no llegan pensionistas.

Guillermo se quedó mirándola unos instantes, asombradísimo.

—No sé lo que quieres decir —dijo, por fin.

—Entonces eres un estúpido —dijo la niña con severidad—. Jamás me he encontrado con nadie tan estúpido como tú. Bueno, menos en lo de hacer muecas, naturalmente. Ahora te lo voy a explicar todo: Verás, es que hemos alquilado esta casa para convertirla en pensión, pero no tenemos ningún pensionista y no sé lo que vamos a hacer si no llegan los pensionistas pronto. Si tú no quieres ser pensionista, ¿no conocerías a nadie que lo quisiera ser? Las condiciones son muy razonables, la comida es muy buena y en todas las camas hay colchón de muelles.

Guillermo seguía estupefacto, ante la vivacidad de la niña.

—No, no conozco a nadie —dijo por fin.

—Entonces procura buscar a quien sea —siguió diciendo la niña, con vehemencia—. Debe de haber gente por ahí. Tú vives aquí, ¿no es verdad?

—S… sí —confesó Guillermo.

—Entonces tendrías que conocer a varias personas que quisieran ir a vivir en una pensión. Tendrías que procurar que vinieran aquí tus amigos.

Guillermo pensó en sus amigos… una pandilla abigarrada, despeinada y mugrienta más bien que otra cosa.

—Es que —le explicó, con cierta reserva— todos viven en sus casas.

—Entonces, ¿no conoces a nadie que no viva aquí y que quiera venir a pasar las vacaciones?

Tan acusadora e indignada se mostraba la chiquilla, que Guillermo se sintió miserablemente insuficiente, mientras mascullaba:

—N… no. No conozco a nadie.

La chiquilla dio un suspiro de exasperación.

—No sé por qué todo el mundo es tan estúpido —dijo—. Bueno… ¿qué le vamos a hacer? —terminó diciendo, resignadamente.

Y se volvió hacia la casa.

Era una ocasión inmejorable para que Guillermo se largara también por su parte, dando por terminada aquella entrevista embarazosa, pero la chiquilla le atraía y le interesaba. Había en ella algo de indomable valor, de animoso desafío a los azares del destino, que le daba la sensación de que en ella había un alma hermana.

—¡Eh! ¡Para un momento! —le gritó Guillermo—. Oye: Mira lo que te digo: Si encuentro a alguien que quiera ir a vivir en pensión le diré que tu casa es estupenda, y se la recomendaré.

La muchachita se metió en su casa, sin responder. Sin embargo, a los pocos instantes, volvió a salir con un fajo de tarjetas en la mano. En cada una de estas tarjetas iba impreso lo siguiente:

«PENSIÓN REGINA»

Comida familiar - Apacibles alrededores

Condiciones moderadas - Toda clase de confort

—¡Toma! —le dijo la niña—. Dáselas a todas las personas que encuentres. Es preciso que tengamos pensionistas muy pronto; de lo contrario, no sé lo que vamos a hacer.

—Sí, muy bien. Así lo haré —dijo Guillermo, metiéndose las tarjetas en el bolsillo.

Le parecía que aquello de la pensión había sido tema de conversación durante demasiado rato, y ya empezaba a cansarse del sonsonete. Por consiguiente, pareció oportuno introducir otro tema de conversación.

—¿A qué clase de juego te gusta más jugar? —preguntó a la muchacha.

—A indios —respondió ésta, sin vacilar.

Guillermo vio entonces que la intuición que había tenido de hallar en la niña un alma hermana estaba plenamente justificada.

—A mí también —dijo—. Mira: Vente a jugar conmigo ahora mismo. Aquí cerca hay unos bosques estupendos para jugar a indios, y los amigos que suelen jugar conmigo están fuera.

—¿Dónde están?

—Han ido a la playa a pasar las vacaciones.

—¿Por qué no vinieron aquí? —dijo la muchacha, con gran indignación—. No podrían haber encontrado mejor sitio para pasar las vacaciones que en nuestra pensión.

—Sí, pero aquí no hay mar —objetó Guillermo.

—¿Qué no hay mar? —repitió la muchacha, con la misma indignación—. ¿Y para qué quieren el mar?

—Pues…, porque…, mira, les gusta —dijo Guillermo, como excusándose—. Nada, no te preocupes; tú ven a jugar conmigo a indios en el bosque.

—¡Pero si no puedo! —exclamó la niña—. Tengo que quedarme aquí para ayudar a mamá por si viene alguien y tú tienes que ir a buscar a alguien que quiera venir a la pensión.

—Bueno; pues me voy —dijo Guillermo.

Y echó a andar carretera adelante.

A la hora de la comida, Guillermo se acercó a su madre, empleando todos sus recursos de astucia y diplomacia, diciéndole:

—Tienes cara de estar cansada, mamá.

—¿Ah, sí? —dijo la madre de Guillermo, en cuanto hubo recobrado el uso de la palabra—. Pues me encuentro muy bien, gracias.

—Me parece que te sentarían muy bien unas vacaciones, ¿no? —insistió Guillermo.

—Claro que sí. Pero el mes que viene nos vamos a la playa y podré descansar cuanto quiera, entonces.

—Pero ¿no te gustaría irte a otra parte, antes del mes que viene? —sugirió Guillermo.

—Sí, pero no puedo, hijo. Tu padre no puede dejar la oficina todavía.

—Bueno, pero no tendríais que ir muy lejos. Sé que hay cierto sitio a la salida del pueblo que es estupendo, con moderado confort y toda clase de condiciones, y comida apacible, además.

—No digas tonterías, hijo mío —dijo su madre, negándose a entablar discusión alguna sobre aquella maravilla.

La siguiente persona a quien abordó Guillermo fue la esposa del boticario, se encontró con ella por casualidad, mientras la boticaria iba muy apresurada por la carretera. Guillermo fue derecho al grano, sin perder tiempo con explicaciones preliminares.

—Muy buenas tardes tenga usted —le dijo con gran cortesía—. Le notifico que conozco un sitio estupendo donde usted puede pasar unas vacaciones estupendas, si quiere. Está muy cerca de aquí y posee moderado confort, toda clase de condiciones y comida apacible. Estoy seguro de que si usted lo viera…

La señora del boticario con un gesto lo apartó, de su camino.

—Sí, niño —le dijo—. Estoy segura de que será un juego muy bonito, pero ahora no tengo tiempo de jugar. Tengo mucho que hacer.

—Es un sitio magnífico —insistió Guillermo—. Es un sitio que, cuando usted lo vea, estará muy contenta de que yo se lo haya indicado. Tiene moderado…

Pero la señora del boticario ya no podía oírle.

Lenta y desconsoladamente, Guillermo volvió hacia la Pensión Regina. La niña de la casa salió a recibirle en cuanto le vio venir.

—¿Has conseguido algo? —le preguntó vivamente.

—No —dijo Guillermo—. He probado con gran empeño pero nadie quiere venir. Mira, lo mejor que puedes hacer es venirte a jugar a indios conmigo.

—Ya te he dicho que no iré a jugar a indios contigo hasta que tengamos un cliente para la pensión.

—Pues si no quieres jugar a indios, acompáñame y te enseñaré un campamento ridículo que hay ahí en la carretera, un poco más arriba. Yo no puedo acercarme mucho porque hay un tío que se pone como loco en cuanto me ve, pero te aseguro que es un espectáculo que vale la pena. Te reirás, ya verás.

—¿Has dado a alguien alguna de esas tarjetas que te di?

—Pues no. No he tenido ocasión.

—Bueno, pues yo ya estoy harta de verte por aquí sin hacer nada. Vete ya y no me hagas perder más tiempo.

Diciendo esto, se coló en la casa y cerró dando un portazo.

Guillermo dio media vuelta y se fue lentamente, carretera adelante. Tenía el convencimiento de que él tenía que sentir antipatía hacia aquella niña y no sentir deseos de volver a verla. Era una de las personas menos razonables con quien había topado en toda su vida, y en cuanto a personas poco razonables, Guillermo había topado con muchas. Pero, a pesar de todo, la niña no le era nada antipática, y hasta deseaba volver a verla. Le parecía que una amistad sostenida con ella sería estimulante y emocionante. Y es que Guillermo siempre prefería a los que se peleaban con él, en lugar de preferir, como podría parecer más lógico, a los que estaban siempre de acuerdo con él.

Así pues Guillermo se adentró en el bosque, a cazar leones imaginarios hasta que se cansó del juego y entonces, no atreviéndose a acercarse de nuevo a la casa de la niña, se encaminó con gran cautela hacia el campamento de la Asociación de Vacaciones al Aire Libre. Allí vio que las actividades habituales del campamento proseguían su curso normal, pero con la misma atmósfera de aburrimiento e indiferencia flotando en el ambiente. El joven atleta dirigía su clase de gimnasia, dando las instrucciones con una voz más gangosa que nunca y parándose aún más a menudo que antes para estornudar o sonarse las narices. El grupo de descontentos era el mayor y más animado del campamento. A oídos de Guillermo llegaron varias observaciones interesantes.

—Es la humedad. A la fuerza tiene que ser la humedad. Jamás había padecido reuma hasta ahora.

—Y yo tengo dispepsia desde que llegué aquí. La comida es muy poquita cosa y, además está pésimamente guisada. Todo está muy mal organizado.

—Hola, tú.

Guillermo miró a su alrededor, para encontrarse con aquel chiquillo que berreaba porque quería volver a su casa, que le estaba mirando fijamente.

—Hola —le respondió Guillermo.

—¿Cómo te llamas?

—Guillermo. ¿Y tú?

—Rodrigo. ¿Dónde vives?

—Aquí.

—¿Aquí? ¿En este sitio tan espantoso? Nunca había estado en sitio tan espantoso y aburrido como éste.

—Pues este sitio no tiene nada de espantoso ni aburrido —dijo Guillermo, muy indignado, alzándose en defensa de su pueblo natal—. Es un pueblo mucho mejor y más divertido que el pueblo donde tú vives, ¡et!

—¿Ah, sí? ¿Eso crees? —dijo el chiquillo, sarcástico—. Pues deja que te diga que te equivocas. Es el sitio más triste y aburrido que he visto en mi vida. ¡Aquí no ocurre nunca nada!

—¿Ah, no? ¿Eso crees? —dijo Guillermo—. Pues deja que te diga que el que te equivocas eres tú.

—Dime qué ocurre, pues; anda, dime qué ocurre.

Guillermo se quedó un instante sin saber qué decir, pero en seguida se acordó de sus más recientes actividades.

—En primer lugar te diré que hay un león en el bosque.

—Apuesto a que no.

—Pues perderás la apuesta, porque está ahí dentro.

—¿Y cómo entró en el bosque?

Guillermo se quedó callado, pensando en alguna explicación convincente de la presencia del león en el bosque.

—Se escapó de un circo —dijo por fin.

—No lo creo.

—Pues es así.

—Pues no lo creo.

—Muy bien —dijo Guillermo—. Espérate y verás.

—¿Qué es lo que veré?

—No sé si lo verás, pero estoy seguro que lo oirás esta noche o la próxima. Mucha gente lo ha oído rugir por la noche.

—¡Otra bola! ¡A que no!

—Bueno. Ya lo verás.

La inoportuna incredulidad del muchachito había excitado todo el ardor combativo de Guillermo, quien se convenció de que su honor iba involucrado en la existencia del león. Era «su» león, y aquel chiquillo despreciable lo había insultado…

—Muy bien, muy bien —siguió diciendo Guillermo, con una breve risilla siniestra—. Aguarda hasta la noche.

Pensaba Guillermo que sería muy sencillo acercarse de noche y soltar un rugido desde el otro lado del seto contiguo a la tienda donde dormía el chiquillo. ¡Ya le enseñaría él!

En aquel momento, el atribulado secretario volvió a reparar en la presencia de Guillermo y se dirigió hacia él para echarlo. Mientras Guillermo se iba, el chiquillo todavía le gritó con irrisión:

—¿Un león? ¡Un cuerno!

Pero al anochecer se extendió por el campamento el rumor de que un león, escapado de un circo, vagaba por el bosque del pueblo, y la atmósfera se cargó de electricidad.

—¡Tonterías! —iba diciendo el cansino secretario—. ¡Tonterías! ¡Jamás he oído necedad semejante!

—Pero Rodrigo habló con un chico que lo había visto.

—Tonterías. Eso es, solamente, un invento de Rodrigo.

—No, señor. Perdone usted, pero Rodrigo dice siempre la verdad. El otro chico con quien se encontró Rodrigo había visto con sus propios ojos el león en el bosque y por poco el león lo pilla. Afortunadamente, Rodrigo no lo cree, pero yo estoy seguro de que es verdad. Si no lo fuera, ¿qué interés tendría ese chico en propalar semejante rumor?

—No sé. Pero yo no creo ni una palabra de todo eso.

—Tal vez empiece a creerlo cuando se despierte mañana para encontrarnos a todos despezados.

El nerviosismo fue en aumento a medida que avanzaba el crepúsculo, y las personas que se habían burlado del rumor a primera hora de la tarde, se volvieron silenciosamente aprensivas.

—Preferiría cualquier otra clase de muerte —decía una mujercita pequeña y vivaracha que se había unido a los del campamento para completar su colección de flores del campo—. ¡Es tan poco digno eso de morir despedazada por un león! Preferiría morir ahogada o fulminada por el rayo, o hasta aplastada por un terremoto.

El cazador de mariposas exigía perentoriamente que le cambiasen de sitio en la tienda, apartándole de la abertura con sus corrientes de aire.

—No tengo ninguna experiencia en cuestión de fieras —decía—; jamás he visto parque zoológico alguno. Me parece que aquí deberíamos tener a alguien que entendiera de esas cosas, alguien que hubiese vivido en el extranjero o que hubiera visto películas de fieras o algo parecido.

Guillermo, naturalmente, estaba seguro de que no había allí ningún león, pero estaba decidido a asustar con su león inventado a cierto muchachito irónico y antipático, llamado Rodrigo. Al caer la noche Guillermo salió silenciosamente de su casa y se dirigió al campamento. Una vez llegado, fue avanzando pegado al seto hasta encontrarse detrás de la primera tienda, pasó a través del seto bien que mal y se puso contiguo a la tienda, junto a su parte posterior. Entonces emitió su rugido. Una gran práctica en juegos tales como «Leones y Domadores», «Caza Mayor» y «Parque Zoológico» (todos ellos juegos de su propia invención), había proporcionado a Guillermo facultades suficientes para emitir un buen rugido. El tal rugido lo había practicado asiduamente. Naturalmente, Guillermo no sabía en qué tienda dormía el antipático Rodrigo, y por lo tanto, decidió rugir por turno junto a cada una de ellas. Así, pues, fue de una a otra, tropezando con las cuerdas que sujetaban las tiendas, dando de cabeza en las lonas y rugiendo ferozmente en los intervalos. Tan quietas y silenciosas estaban las tiendas que Guillermo creyó que sus habitantes estarían durmiendo a pesar de sus rugidos (aunque tenía esperanzas de que Rodrigo los oyese aunque sólo fuese en sueños), pero, al salir del campamento, arrastrándose, protegido por las tinieblas, oyó un agudo chillido, tan intenso que parecía hendir la bóveda del firmamento. Era la señora gorda que tenía un ataque de nervios.

Al día siguiente, Guillermo se levantó para encontrarse de nuevo con otro día sin compañeros. Pensó melancólicamente en la chiquilla de la Pensión Regina. Habría sido una compañera de juegos ideal. ¡Si él pudiera encontrar a alguien que quisiera ir a pasar las vacaciones en la pensión! Se metió las manos en el bolsillo para contemplar las tarjetas de propaganda que ella le había dado; pero el bolsillo estaba vacío. Las tarjetas se le habrían caído la noche anterior cuando se arrastraba por los linderos del campamento. Iría a buscar más y él mismo iría a repartirlas por todas las casas del pueblo. Muy animado con la idea, echó a andar hacia el camino donde había la pensión, dando un rodeo para pasar por el campamento, con objeto de cambiar cuatro palabras con el incrédulo Rodrigo y preguntarle si había oído rugir el león la noche anterior. Pero con gran sorpresa vio que estaban desmontando las tiendas. Mientras varios mozos de tipo atlético se encargaban de ir enrollando cuerdas y doblando lonas, una pequeña procesión de personas, con sus maletas en la mano iba saliendo por la verja. Sin embargo, la procesión no se dirigía hacia la estación, sino que iba en sentido opuesto, porque aunque nada ni nadie podría persuadir a aquellas personas para que pasaran otra noche expuestas al ataque del noctámbulo león de la localidad, sin embargo, nadie quería volverse a su casa, abandonando las vacaciones empezadas. Y daba la casualidad de que en la misma noche en que al león del pueblo se le ocurrió ir a visitar el campamento, no se sabe quién había esparcido por el suelo del campamento un sinfín de tarjetas con la dirección de la pensión local.

Los que formaban parte de la procesión iban conversando animadamente, mientras proseguían su camino.

—Me quedé paralizada de terror.

—Yo ya sabía que lo único que hay que hacer en tales circunstancias es quedarse petrificada, sin moverse ni chistar. Eso dicen todos los libros que tratan de animales y fieras. Lo tuve tan cerca que hasta le oí respirar.

—Yo lo hubiera dado todo para poder dormir en una verdadera cama y dentro de una verdadera habitación. Y poder sentarme en una verdadera mesa para que me sirvieran una verdadera comida. Las gachas estaban completamente frías cuando me las sirvieron esta mañana.

Guillermo siguió la procesión hasta la pensión, que inmediatamente se transformó en una escena de gran actividad. Guillermo aprovechó un momento para decir a la niña:

—¿Quieres venir a jugar a indios conmigo, «ahora»?

—¿«Ahora»? —exclamó ella, horrorizada—. ¿Ahora, dices? ¿Cuando todos estamos tan ocupados en esta casa?

Pero, de pronto, pareció transigir.

—Vendré mañana quizás. A última hora de la tarde, porque estaré atareada todo el día.

Al día siguiente Guillermo compareció de nuevo en la pensión para reclamar lo prometido. Una atmósfera de paz y felicidad flotaba por la pensión. Se oía la música de una gramola, procedente de una sala, por cuya puerta entreabierta se veían parejas bailando. En otro salón había más gente jugando a las cartas. Otras personas estaban en el jardín, cómodamente echadas en sendas gandulas. Un grupo de jóvenes atléticos regresaban en aquel momento de una excursión. El atribulado secretario (con un aspecto menos atribulado que antes) estaba hablando con la madre de la niña, junto a la puerta principal.

—Todo está perfectamente —decía—. Es muy satisfactorio. Creo que en el futuro voy a escoger este sitio como local de nuestra asociación. La lona no puede decirse que haya sido un éxito.

Entonces salió la niña para unirse a Guillermo.

—Mañana iré contigo —le dijo—, porque ahora ya tenemos bastantes camareras. Estamos completamente llenos de clientes ahora y los que no caben en la casa los hemos repartido por las casas próximas. Oye —añadió—, ¿no te parece curioso y divertido que vinieran así, todos de una vez? No sé cómo se les ocurriría.

Guillermo se quedó callado. Le hubiera gustado muchísimo poder vanagloriarse de haber sido él la causa de todo, pero todo lo que sentía en aquellos momentos era un gran sentimiento de culpa por haber perdido las tarjetas que la niña le había dado.

—Yo tampoco —dijo—. Supongo que ocurrió así porque tenía que ocurrir.