UN REGALO DE GUILLERMO
—Lo que no me gusta de las Navidades —dijo Pelirrojo—, es que vengan a verte tantos parientes. A mí, más bien me molestan los parientes.
—Lo peor son las tías —dijo Guillermo, dando un suspiro—. Siempre arman jaleo por nada, todo porque uno hace un ruido discreto con una trompeta o algo así. El año pasado tuvimos una en casa que pretendía que la música de mi armónica se le subía a la cabeza. Y la cosa es, evidentemente, imposible. Porque supongo que ella tendría la cabeza sólida, como todo el mundo y allí no podía subirle la música ni nada. Luego, otra vez, un guisante que salió disparado de mi catapulta le dio, por equivocación, en el ojo, y entonces dijo que aquello le había dado un ataque de nervios. Era una tía espantosa. Gracias a Dios este año no tenemos tías. Mis padres invitaron a la misma tía y ella les respondió que si estaba yo en casa, prefería no venir y que muchas gracias. Y yo digo lo mismo de ella.
—Nosotros este año tenemos una —dijo Pelirrojo con aire contrariado—. Es una especie de prima.
—Las primas no son tan malas como las tías —dijo Guillermo.
—Pero ésa sí lo es. Es una especie de prima de segundo grado y es más vieja que mi madre. Y además, trae un gato.
—Yo también tuve una, una vez que nos trajo un gato —dijo Guillermo tristemente—. Era un gato horrible. Se ponía furioso cuando yo intentaba enseñarle trucos y martingalas. Y ella, la pariente, se ponía furiosa si uno miraba al gato nada más. Yo procuré que el gato se hiciera amigo con «Jumble», y sólo lo hice por pura bondad de corazón, porque quería que el gato tuviese un amigo, y entonces la pariente va y le cuenta a mi madre que yo azuzaba al perro contra el gato. «Jumble» sólo le había mordido un poquito el rabo jugando, y la parienta armó un escándalo tan tremendo que cualquiera hubiera dicho que yo acababa de asesinarle su precioso bicho. Las tías son siempre malas, pero las que tienen los gatos son las peores.
—Pues para mí se avecinan unas Navidades muy pochas —dijo Pelirrojo—, y además no tengo dinero para comprar regalos para mis amigos.
—Tampoco yo tengo —dijo Enrique.
—Ni yo —dijo Douglas.
—Hace tanto tiempo que yo no tengo dinero —dijo Guillermo, patético—, que ya no sé qué impresión le da a uno tenerlo.
—Dicen que es la voluntad lo que importa y no el regalo —dijo Pelirrojo—, pero bien he notado que les gusta muy poco a la gente que les des la voluntad nada más, y no el regalo.
—Y después dicen que les gusta más que les des cosas hechas por nosotros en lugar de darles cosas que hemos comprado, pero cuando uno les regala algo fabricado por uno mismo, te lo desprecian. Una vez con un sombrero viejo de Ethel fabriqué una maceta para poner flores, y luego resultó que el sombrero no era viejo y todo el mundo se puso hecho una furia. Siempre que he intentado fabricar algo para alguien, se me han puesto como furias, de modo que no voy a intentarlo otra vez. ¡Es curioso que cada año, al llegar las Navidades nos encontramos sin blanca! Y nadie nos da nunca dinero como regalo. Sólo corbatas y libros y lápices de colores y otras tonterías así.
—A mí me gustaría poder regalar a mi madre algo bonito —dijo tristemente Pelirrojo.
Los otros dijeron que a ellos también. A todos les hubiera gustado poder regalar algún objeto bonito a sus respectivas madres…
—Apuesto a que la mía me daría un poco de dinero si se lo pidiera —dijo Douglas—, pero no me parece que esté bien recibir el dinero de la persona a quien se intenta hacer el regalo.
Los otros fueron de la misma opinión. Realmente, aquello no estaría bien.
—El año que viene voy a empezar a ahorrar dinero muchísimas semanas antes de Navidad.
Los otros también concordaron con el mismo propósito. Todos los años decían lo mismo…
—Lo que lo enreda todo es el día de Guy Fawkes[6] —dijo Enrique acerbamente—, porque entonces se gasta todo el dinero que uno tiene en fuegos artificiales, y luego hay que pagar los cristales y demás cosas que se rompen con los cohetes y petardos, y cuando llega Navidad ya no nos queda ni una perra. A mi entender tendría que haber una ley que colocara el día de Guy Fawkes en mitad del verano; entonces tendríamos tiempo de resarcirnos y podríamos contar con algún dinero para cuando llegara Navidad.
Todos estuvieron de acuerdo. Cada año estaban de acuerdo…
—¿Qué tal esa prima que va a pasar las Navidades en tu casa? —dijo Guillermo, algo esperanzado, a Pelirrojo—. Tal vez nos quiera dar algo… Podríamos tantearla…
—¡Quiá! —exclamó Pelirrojo—. No tiene ni cinco. Es pobre. Es una especie de ama de llaves o algo así. Fue a trabajar de ama de llaves en casa de un tío viejo que todos creían rico, y cuando murió resultó que no tenía nada, y por eso ella tuvo luego que salir a trabajar; no sé en qué trabaja ahora, pero no gana casi nada.
Los demás consideraron el panorama sin ningún entusiasmo.
—Pues no parece que nos vaya a ser de ninguna utilidad —dijo Guillermo, por fin—. Tendremos que pensar en otra cosa.
La prima en segundo grado de la madre de Pelirrojo llegó aquella misma tarde y Pelirrojo se reunió con los Proscritos después de la cena, para tenerles al corriente.
—Supongo que será espantosa —dijeron los otros tres.
—Pues no —dijo Pelirrojo—. No está mal. Venid mañana a mi casa y la veréis.
Al día siguiente los otros tres fueron a casa de Pelirrojo para inspeccionar a la prima y encontraron que era una señora bajita, delgada y vivaracha, con el pelo entrecano, que, al verles les dijo:
—Estoy muy contenta de conocer a los amigos de Pelirrojo. Traigo unos caramelos para vosotros.
—Estoy muy contenta de conocer a los amigos de Pelirrojo. Traigo
unos caramelos para vosotros.
Era una persona tímida y amable, muy diferente de las otras parientas viejas con quienes se habían encontrado en el curso de la vida. En seguida les fue simpática.
—Y voy a enseñaros mi gato —siguió diciendo—. Era el gato de tío Josías cuando yo era su ama de llaves, y cuando el gato murió, tío Josías lo hizo disecar y me lo dejó en su testamento.
El interés de los Proscritos aumentó al enterarse de que el gato no era un gato vivo. A Guillermo, especialmente, le interesaban mucho los animales disecados. En cierta ocasión había intentado, sin que le acompañara el éxito, disecar una rata muerta.
La prima de la madre de Pelirrojo los acompañó a los cuatro a su cuarto y les enseñó el gato disecado, puesto encima de una silla, junto a la cama. Era un gran animalote, de pelo brillante, con unos ojos de cristal que parecían lanzar siniestros destellos.
—¡Pobre gatito! —exclamó la señorita Carrol, pasando la mano por la brillante cabeza negra del gato disecado—. Mi tío era un inválido y el gato se le subía a la cama y allí se quedaba mirándole durante horas enteras. Parecía como si ellos dos estuvieran conversando y cuando mi tío se reía el gato parecía reírse también. A mí, el gato no me era nada simpático. Me parecía ver en él algo irreal, algo sobrenatural, que yo no podía comprender. Mi tío le llamaba «Plutón» al gato. ¡Vaya nombre pagano! Pero un día murió el gato, y mi tío lo hizo disecar y luego lo colocó sobre una silla, junto a su cama, y a nadie le estaba permitido sentarse en aquella silla. De vez en cuando mi tío, mirando al gato, se reía y aún entonces parecía que el gato se riera también. Luego murió mi tío y me dejó en herencia el gato disecado, y desde entonces lo tengo. Lo trato como lo trataba mi tío, porque eso es lo único que puedo hacer en su memoria. Parece una tontería eso de traérmelo conmigo, pero cuando pienso que mi tío lo tenía siempre junto a la cama no me parece bien dejarlo solo en casa durante las Navidades, pobre gatito, y al correr del tiempo se me ha ido haciendo más simpático al igual que le ocurriera a mi tío, y ahora lo quiero de veras.
El gato disecado fascinaba a los Proscritos. Les gustaba acudir al cuarto de la señorita Carrol y allí contemplar el gato y escuchar las historias del señor Josías, el tío de la señorita Carrol. Ese señor Josías parecía haber sido un viejo muy raro, con un sentido del humor sardónico y deformado. Le gustaba hacer bromas pesadas a su sobrina, como por ejemplo, hacerle buscar objetos en lugares donde él sabía muy bien que no podían estar, o despertarla con los quejidos de una agonía simulada, o llamarla a su cuarto del primer piso con el único objeto de hacerla luego bajar a la planta baja, o esconder su dedal y su labor debajo de la almohada, mientras él disfrutaba contemplándola en su búsqueda, o tirarle de los pelos o retorcerle la nariz cuando ella se inclinaba para alisarle la almohada. El viejo tío no había sido ciertamente una persona simpática ni amable…
—Pero todo eso —decía la buena señorita Carrol, como para excusar al difunto energúmeno—, le divertía y a mí no me hacía ningún daño. Yo sentía mucho el deplorable estado en que él se encontraba y siempre procuré tener bien cuidado al gato disecado, tal como a él le gustaba, espolvoreándolo con naftalina y cepillándolo bien cada dos o tres días.
Los Proscritos acompañaron a la señora Carrol por el pueblo y le enseñaron sus lugares preferidos. La invitaron a tomar el té en el viejo granero, y prepararon el té y las tostadas ellos mismos, encendiendo el fuego en el suelo. Tanto el té como las tostadas tenían cierto saborcillo peculiar, pero la señorita Carrol dijo que todo lo encontraba delicioso. Los Proscritos confiaron sus ambiciones a la señorita Carrol: Pelirrojo pensaba ser maquinista de locomotoras, Enrique acróbata, Douglas «gangster» y Guillermo multimillonario. Por su parte, la señorita Carrol confió a los Proscritos sus propias ambiciones, las cuales se limitaban a ser propietaria de una pequeña casita de campo. Entonces los Proscritos le encontraron la casita de campo que mejor le convenía a ella, «Las Madreselvas», una pequeña casita de campo, toda cubierta de madreselvas, que, por casualidad, estaba por alquilar. Con su potente imaginación la ayudaron a amueblarse y equiparse la casita.
Atraídos los Proscritos por la tímida amabilidad de la señorita Carrol le explicaron todo lo referente a los regalos que ellos bien quisieran hacer a sus padres, de haber tenido dinero. Con la ayuda verbal de la señorita Carrol escogieron un reloj de viaje para la mamá de Pelirrojo, un chal de seda para la de Guillermo, un frasquito de perfume con vaporizador para la de Enrique y un bolso de piel para la de Douglas, y se sintieron extrañamente reconfortados y contentos con ese juego.
—Ahora, voy a descansar a mi casita de campo hasta la hora de cenar —dijo la señorita Carrol—, y vosotros podéis ir a esconder los regalos, muy bien escondidos, para que vuestras mamás no puedan encontrarlos.
Jamás se habían encontrado los Proscritos con una persona adulta que supiera entrar tan perfectamente en el espíritu del juego.
Fue al día siguiente cuando a Guillermo se le ocurrió la idea de presentar «Plutón» a «Jumble».
—Lo que quiero hacer es enseñárselo y ver lo que hace «Jumble». No permitiré que «Jumble» lo toque ni nada de eso; sólo quiero ver si «Jumble» cree que es un gato de veras. Vamos a pedirle permiso a la señorita Carrol. Apuesto a que nos lo concede.
Los cuatro se fueron, muy decididos, a la habitación de la señorita Carrol, pero la señorita Carrol no estaba. No obstante, «Plutón» sí que estaba, encima de la silla, junto a la cama, y con su habitual mirada feroz. Después de una ligera vacilación, entraron los cuatro y se quedaron alrededor de la silla, contemplando el gato disecado.
—Apuesto a que no le importará nada que cojamos el gato y nos lo llevemos un momento para que lo vea «Jumble» —dijo por fin Guillermo—. No podrá hacerle ningún daño porque no vamos a permitir que «Jumble» lo toque siquiera.
Los otros estuvieron de acuerdo y, metiéndose «Plutón» debajo del abrigo, Guillermo, seguido de los otros tres, bajó al jardín, donde «Jumble» los esperaba. Se quedaron los cuatro en semicírculo expectante, mientras Guillermo sacaba lentamente a «Plutón» de su escondrijo. «Jumble» ladeó la cabeza y meneó el rabo.
—Le gusta —dijo Guillermo—. Se lo presentaremos y haremos que se hagan amigos. Apuesto a que la señorita Carrol estará muy contenta cuando sepa que «Jumble» le es simpático su gato y que los dos son amigos. A ella le es muy simpático «Jumble».
Y, dicho esto, Guillermo dejó con gran cuidado a «Plutón» sobre la hierba, para poder contemplar cómo la evidente amistad que hacia él sentía «Jumble», se iba transformando en sincero afecto. «Jumble» se acercó, meneando alegremente el rabo y de pronto se encontró con la funesta mirada de aquellos siniestros ojos verdes. Aquello pareció enloquecerlo y, de pronto, dio un brinco hacía «Plutón» y le pegó una salvaje dentellada en el cogote. Los Proscritos acudieron inmediatamente en ayuda del gato, pero «Jumble» se metió por entre los arbustos, con su presa en la boca, sacudiéndola y masticándola mientras corría, ignorando las amenazas y las imploraciones de Guillermo.
Por fin, dándose cuenta «Jumble» de que Guillermo le iba ganando terreno y considerando por otra parte que aquella mirada insolente con los siniestros ojos verdes ya estaba bastante vengada, dejó caer de la boca a «Plutón», y se adentró como una centella en el bosque donde pasó todo el resto del día, porque sabía por experiencia que la ira de Guillermo nunca duraba más de unas pocas horas.
Los Proscritos se agruparon alrededor del maltrecho «Plutón», examinándolo con gran consternación, porque «Jumble» había roído y magullado el negro cogote del gato de tal modo, que la cabeza colgaba a un lado, cogida sólo por la piel, mientras los verdes ojos parecían mirar hacia el firmamento, en una mirada de impotente estupefacción. Los Proscritos se pusieron a trabajar febrilmente sin perder tiempo, para enmendar el estropicio, pero todos sus esfuerzos fueron vanos para restituir una rigidez suficiente a la cabeza. Probaron cordel y alambre, probaron goma y cola, pero nada, el éxito distó mucho de coronar su empresa. La cabeza continuó ladeada, balanceándose, y la piel del cuello, antes fina y brillante, estaba roída y lacerada, pegajosa de goma y húmeda gracias a los esfuerzos de Guillermo para lavar metafórica y realmente los indicios del crimen. Después de una hora de incesantes esfuerzos por parte de los Proscritos, hasta Guillermo, el optimista, tuvo que admitir que «Plutón» presentaba peor aspecto que cuando empezaron a trabajar en su reparación.
—Se pondrá furiosa cuando lo vea —dijo aprensivamente.
—Hasta lo prefiero —dijo Pelirrojo—, porque las cosas irán mucho peor si no se pone furiosa que si se pone.
Le dieron la noticia a la señorita Carrol con la mayor suavidad, quedándose frente a ella en semicírculo, mientras se la relataban, muy avergonzados, y al final de la rapsodia sacaron el maltrecho «Plutón» de debajo del abrigo de Guillermo. La señorita Carrol se puso pálida de horror al verlo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Pero claro que no es culpa vuestra, pobres niños! Así pues, no tenéis que preocuparos más por ello.
Fue, tal como había predicho Pelirrojo, mucho peor que si se hubiera puesto furiosa.
Aquel incidente pareció enfrentar a los Proscritos con las serias realidades de la vida: Habían destrozado el gato disecado de la señorita Carrol, que constituía su única y apreciadísima posesión; no tenían ningún regalo de Navidad para sus respectivas madres; y no tenían ningún dinero para comprarles dichos regalos. El reloj de viaje, el chal de seda, el frasquito de perfume con pulverizador y la bolsa de piel, existían solamente en sus imaginaciones. Se sintieron invadidos por una ola de depresión y se volvieron irritables, acusándose mutuamente de ser responsables por su estado de absoluta insolvencia y por el lamentable drama plutónico.
—Si no te hubieras gastado aquellos cinco chelines que tu tía te dio para tu cumpleaños…
—¡Hombre! ¡Me gusta eso! ¡Si tú gastaste tanto como yo! ¿Y qué hay de aquella media corona[7] que te dio aquel hombre que vino a tomar el té con Ethel?
—¿No vinisteis todos a los fuegos artificiales que disparamos con aquel dinero?
—Sí y por poco me haces volar la cabeza. ¡Cómo que no sabías cómo se disparaban!
—Perdóname, pero sabía perfectamente cómo se disparaban. El que se disparó antes de tiempo no fue ninguno de los que compré, sino el que fabriqué con mis propias manos, porque puse demasiada pólvora. Y además, como tú no tienes cabeza, ni yo ni nadie te la puede hacer volar, de modo que puedes ahorrarte preocupaciones por ello.
—¡Ah! ¿De modo que yo no tengo cabeza?
—No. Tienes una calabaza.
—Pues permíteme que te diga que tengo mucha más cabeza que tú.
—¿Ah, sí?
—Sí, y además, ¿de quién era el perro que destrozó el gato disecado? Hay ciertos perros de ciertas personas que no tienen sentido común.
—¿Ah, no?
—No.
—Bueno, pues permíteme que te diga que «Jumble» es un perro muy civilizado. Y que en esta ocasión, como en todas, fue muy valiente.
—Ah, de modo que fue muy valiente, ¿eh?
—Sí. Lo fue. Jamás había visto un gato disecado, y por lo que él sabía hubiera podido tratarse de un animal peligroso. Supongamos que hubiera sido un león que hubiese estado a punto de saltar sobre ti, pues «Jumble» se le habría echado encima y te habría salvado la vida. ¿Entonces también habrías dicho que «Jumble» no tenía sentido común?
—Pero no era ningún león.
—Nunca he dicho que lo fuese.
—Sí; lo dijiste.
—No. No lo dije.
—Que sí.
—Que no.
Esta conversación siguió su curso hasta su conclusión inevitable, y después de la lucha libre todos se sintieron más alegres y reconfortados, de modo que se separaron para ir a comer, dándose muestras de la más efusiva amistad. Después de la comida, Pelirrojo fue a reunirse con los otros tres, en un estado de evidente excitación.
—¿Sabéis qué? —dijo—. Tengo un chelín. Teníamos un invitado a comer en casa y me dio un chelín. Por algo se empieza, ¿no es verdad? Puede que otra persona nos dé otro chelín o algo así. O hasta que no sea un chelín; con una moneda de a tres peniques[8] me contentaría. También se puede comprar algo con tres peniques.
Guillermo se quedó contemplando el chelín pensativamente.
—A mí me parece —dijo por fin—, que tendríamos que comprarle un nuevo gato disecado, antes que comprar otra cosa.
Las caras de los tres se alargaron.
—Apuesto a que nos cuesta más de un chelín —dijo Pelirrojo—, y además no creo que podamos comprarlo. Lo que tenemos que hacer es apoderarnos de un gato muerto y luego disecarlo.
—Bueno; eso de apoderarnos de un gato muerto no cuesta nada —dijo Douglas—. La última vez que fuimos a pescar en el estanque pescamos un gato muerto, y supongo que todavía está allí. Podríamos ir a verlo.
—Es que no creo que la señorita Carrol quiera un gato disecado cualquiera —dijo Enrique—. Ella lo que quiere es a «Plutón», porque su tío se lo dejó en herencia. Pero un gato disecado cualquiera más bien le daría asco.
El rostro de Guillermo brilló de pronto con la luz de una gran idea.
—Ya sé lo que vamos a hacer —dijo—. Vamos a disecarle otra vez el viejo «Plutón». Apuesto a que será facilísimo. Lo disecaremos de modo que la cabeza quede rígida como antes. Miraremos a ver si hay alguna substancia disecadora para disecar gatos y si la hay la compraremos con el chelín. Y hasta todavía nos sobre algún dinero para hacer algún regalito a nuestras madres.
Los demás le miraron con aire de duda.
—Tengo la idea —dijo Pelirrojo lentamente— que es muy difícil disecar animales. Y no creo que sea cosa que cualquiera pueda hacerlo.
—Pues, no, señor, no es nada difícil —dijo Guillermo—. Y es muy lógico que no sea difícil. Se les mete substancia disecadora dentro de la piel hasta que estén llenos de ella, igual que cuando estaban vivos.
—¿Ya no te acuerdas de la rata que quisiste disecar?
—Aquella era una mala rata. No podía ser una buena rata ni estando viva. No tenía ni forma de rata. Pero el gato es diferente. Cualquiera puede ver que es un buen gato. Lo vamos a descoser y disecar, de modo que se le aguante la cabeza, y luego lo volvemos a coser y le damos una agradable sorpresa a la señorita Carrol.
Como de costumbre, la confianza que respiraba Guillermo era altamente contagiosa y el acto de disecar a «Plutón» se transformó de pronto en el simple proceso que él les había descrito con todos sus detalles.
—Muy bien —dijo Pelirrojo—. Vamos a decírselo ahora mismo.
—No. De ninguna manera —dijo Guillermo—. Será mucho mejor si le damos una sorpresa. Quedará muy agradablemente sorprendida si al entrar en casa se encuentra al gato disecado de fresco con la cabeza erecta, tal como estaba antes. Será mucho mejor si es una sorpresa para ella.
—Perfectamente —dijo Pelirrojo—. Esta tarde la señorita Carrol sale para ir a tomar el té en otra casa. Vamos a disecarle el gato mientras esté fuera.
Estuvieron los cuatro al acecho en el jardín, esperando que hubiera salido la señorita Carrol, y en cuanto lo hubo hecho penetraron silenciosamente en su habitación. Guillermo llevaba bajo el brazo un haz de periódicos y un poco de paja que había encontrado en una caja de embalaje.
—Tendremos más que de sobra con esto —dijo con su habitual optimismo—. Apuesto a que son papeles y paja lo que se usa para disecar.
«Plutón» seguía encima de la silla, junto a la cama de la señorita Carrol, con la cabeza colgando miserablemente a un lado, y los verdes ojos brillando malévolos, con la mirada invertida y fija en el techo.
—Vamos —dijo Guillermo con aire de hombre atareado, que no quiere perder el tiempo—. Ahora es el momento. Empecemos ya.
Se sentó en el suelo con «Plutón» sobre sus rodillas y lo examinó cuidadosamente.
—Aquí es donde se junta la piel —dijo, y sacándose un cortaplumas del bolsillo, empezó a despedazar la piel del infortunado «Plutón».
—He cortado un poco de piel —dijo con afectada indiferencia—, pero volveré a coserla al final, cuando cosa todo lo demás.
Los demás le contemplaron con vivo, aunque algo aprensivo interés. Guillermo siempre se embarcaba ligeramente en aventuras cuyo final nadie podía prever.
Habiendo practicado un amplio agujero, procedió a sacar un material de relleno de color grisáceo-parduzco y finalmente unas hojas de papel de periódico retorcido.
—¡Ya está! —exclamó triunfalmente—. Ya os lo decía yo que empleaban papel de periódico para disecar animales. Es lógico. Ahora voy a meterlos de nuevo, más apretados, de modo que se enderece el cuello y la cabeza quede elevada. Primero voy a utilizar el material de relleno que ya tenía el gato y luego voy a completarlo con el material que he traído yo. Apuesto a que la señorita Carrol quedará muy contenta.
Los otros se sentían menos optimistas, pero murmuraron una vaga aquiescencia.
—Es facilísimo —prosiguió diciendo Guillermo tranquilamente, mientras embutía periódicos y material de relleno en el boquete abierto en la piel de «Plutón»—. Apuesto a que cuando sea mayor seré disecador de animales. Sólo se trata de coger un animal muerto, sacarle las entrañas y rellenarlo de papeles y otras cosas por el estilo. Empezaré con animales pequeños, como orugas, y seguiré con otros animales mayores hasta que llegue a los leones y luego a los elefantes. Apuesto a que seré el mejor disecador de elefantes del mundo, cuando sea mayor. Sólo se trata de cantidad. Se necesita más relleno para disecar un elefante que para disecar una oruga. Eso es todo. Es facilísimo. Mira: ¡Ya está!
Y colocó el «redisecado» «Plutón» sobre la alfombra. Pero el desagradecido «Plutón» se ladeaba, como si estuviera borracho.
—No se me está de pie aún —dijo Guillermo—. No está recto del todo. Voy a aplanarlo un poquito.
Los otros se quedaron mirando a «Plutón» con creciente consternación.
Guillermo esta vez no había exagerado; más bien se había quedado corto. Porque el gato no sólo no había quedado recto del todo, sino que no tenía nada recto. La cabeza le colgaba aún más acusadamente que antes. El cuerpo era una masa informe de bultos incomprensibles.
—Está peor que antes —dijo Pelirrojo, cejijunto.
Guillermo dio un paso atrás, para contemplar a distancia su obra de artesanía. Él mismo iba perdiendo la confianza que tenía en sí mismo.
—Sí —admitió pensativamente—, ¡sí que tiene un aspecto raro! Será mejor que vuelva a empezar. A lo mejor el viejo material de relleno está demasiado usado. Voy a sacarlo y voy a utilizar nada más que mi paja y mis papeles.
Volvió a sacar todo el material de relleno y se puso de nuevo manos a la obra. Cuando hubo terminado las expresiones de consternación de los Proscritos se habían transformado en otras de horror. «Platón» había perdido completamente la semejanza que antes tuviera consigo mismo. La cabeza se le balanceaba; las patas también se balanceaban; el cuerpo era completamente amorfo. Hasta la siniestra mirada parecía haber abandonado sus ojos verdes.
—No se parece a nada —dijo débilmente Pelirrojo.
—Parece la funda de la tetera —dijo Douglas.
—Pues digámosle que lo hemos transformado en funda para la tetera, como regalo de Navidad —sugirió Enrique.
—No. Voy a probar de nuevo —dijo Guillermo en voz apenas perceptible.
Hasta Guillermo quedó desmoralizado por el resultado de su trabajo.
—Quizá eso de disecar no sea tan fácil como creí —prosiguió diciendo Guillermo—. Quizás es algo que hay que aprender primero. Hubiera querido poder practicarlo primeramente y luego ir mejorando de un modo gradual.
Sacó el material de relleno y se quedó mirando el pellejo de «Plutón», con ojo crítico.
—No creo que nunca tuviera buena forma, ni siquiera cuando estaba vivo —dijo—. Apuesto a que si el gato hubiese tenido buena forma, yo lo habría podido disecar sin dificultad.
Fue en aquel momento en que Guillermo estaba sentado en el suelo, rodeado de papel de periódico y con el maltrecho y vacío pellejo de «Plutón» en la mano, cuando la señorita Carrol entró en su cuarto. Enfrascados en su tarea, los Proscritos se habían olvidado de la hora que era, y la señorita Carrol había vuelto de su té. La señorita Carrol, al entrar en su cuarto, se quedó boquiabierta y pasmada, sin comprender aquello. Guillermo intentó explicárselo, pero a sus explicaciones les faltaba la confianza en sí mismo, el aplomo y la volubilidad tan característicos de todas las explicaciones de Guillermo.
—Es que… —tartajeó— es que… lo hacíamos para darle a usted una sorpresa… queríamos disecar el viejo gato, de modo que la cabeza le quedase rígida. Y hemos tardado más tiempo del que creíamos al principio. Bueno, en realidad, no lo tenemos terminado todavía. Voy a probar de nuevo. Voy…
La voz se desvaneció en su garganta al mirar de nuevo a «Plutón» y convencerse del irremediable fracaso.
—Ahorraremos dinero… cuando tengamos —siguió diciendo Guillermo— y se lo haremos disecar por un disecador de oficio.
La señorita Carrol estuvo a la altura de las circunstancias. Tenía un aspecto entristecido y lastimero, ya que «Plutón» había sido su amigo y compañero diario durante muchos años, pero no reaccionó con ningún ataque de furia. Ni se enojó siquiera. Ni tan sólo quiso aprovecharse de la ocasión para espetarles un sermón sobre lo sagrados que son los bienes ajenos.
—Nada, no os preocupéis, niños —dijo—. Era una tontería eso de llevarme el gato a todas partes. No, ya no quiero tenerlo disecado; ya está bien como está. No debéis preocuparos más. Bueno, ahora vamos a limpiar todo eso, ¿no os parece? ¡Pero qué cantidad de periódicos!
—Sí —explicó Guillermo—. Algunos los he traído yo para rellenar el gato, pero otros ya estaban en el interior del gato antes. Los papeles amarillos son los que estaban dentro del gato.
La señorita Carrol recogió la pelota del viejo papel amarillento y la abrió, dando un grito de asombro, porque dentro del papel de periódico había un buen fajo de billetes de Banco, unos billetes arrugados y crepitantes de cien libras esterlinas, el total de la fortuna de tío Josías, que no se había podido encontrar en ninguna parte, a su muerte. Aquella había sido su broma pesada final, una broma pesada de ultratumba: había dejado toda su fortuna embutida dentro del gato que a ella siempre le había sido tan antipático.
—Sí —explicó Guillermo—. Algunos los he traído yo para rellenar el
gato, pero otros ya estaban en el interior.
…dando un grito de asombro, porque dentro del papel de periódico
había un buen fajo de billetes de banco…
* * *
La señorita Carrol, Guillermo, Pelirrojo, Enrique y Douglas, todos tensos de excitación, subieron al autobús, en dirección a Hadley.
Cada uno iba allí por un asunto distinto.
La señorita Carrol iba a ver al corredor de fincas, con objeto de adquirir su soñada casita de campo, «Las Madreselvas». Guillermo iba para comprar un chal de seda para su madre. Pelirrojo iba para comprar un reloj de viaje para la suya. Enrique iba para comprar un frasquito de perfume con pulverizador para la suya. Douglas iba para comprar un bolso de piel para la suya.
Después de todo, se proponían pasar unas Navidades estupendas.
F I N