GUILLERMO SE AFICIONA A LAS RATAS
—¡Pajaritos! —exclamó Guillermo con asco—. Ya estoy bien harto del jaleo que arma la gente con los pajaritos, llamándolos «los amiguitos alados del hombre», y otras necedades por el estilo. No veo a qué viene eso de la amistad. Precisamente muchas veces no podemos coger cerezas en la primavera porque se las han comido antes los pájaros; y lo mismo sucede con las fresas, los guisantes, las frambuesas y ¡qué sé yo cuántas cosas más! ¡Y después todavía dicen que son los amiguitos alados del hombre! ¡Con el jaleo que arma la gente cuando somos nosotros los que nos comemos las cerezas! Pero, en cambio, si son los pájaros, nada. A los pájaros se les permite todo. Oh, sí —continuó diciendo sarcástico—, un pajarito puede hacer lo que le dé la gana sin que nadie tenga nada que decir sino que es un amiguito alado del hombre. ¡Y en cuanto a agradecimiento, no te digo! Uno está todo el invierno dándoles trocitos de coco y migas de pan y luego cuando nosotros queremos comer una cereza, vienen ellos antes y se la comen. Por lo visto la gente se lo aguanta todo a los pájaros porque tienen plumas. Hasta les dan de beber, como si ellos no pudieran ir a buscarse la bebida donde mejor les pareciera, con todos esos baños para los pájaros y mesillas para los pájaros que hay en los jardines. Pronto van a ponerles sillas para que se sienten y camas para que duerman. Y no me sorprendería que lo hicieran, del modo como van las cosas.
Los oyentes de Guillermo murmuraron unas frases de asentimiento. También ellos estaban ya hartos de los pájaros. Una gran aficionada a los pájaros había ido a establecerse en el pueblo, y sus actividades, intensificadas hasta lo inverosímil, habían aniquilado por completo toda clase de afecto que los Proscritos hubieran podido sentir hacia los alados amiguitos del hombre. La aficionada en cuestión hablaba de los pájaros, tanto si venía a cuento como si no, con un sentimentalismo realmente nauseabundo. Su jardín era una verdadera selva de baños de pájaros y de mesas de pájaros, para que éstos pudieran beber y comer. Se había construido una pajarera en el bosque adyacente a su jardín, y allí iba diariamente a buscar la compañía de unos cuantos de sus amigos alados, tratados a cuerpo de rey y domesticados (una paloma medio imbécil, unos cuantos gorriones agresivos, un pomposo petirrojo que parecía un sacristán de la época victoriana, y una pareja de pinzones presumidos), a quienes alimentaba con migajas de pastel. Había regalado un baño de pájaros a cada una de las quintas del pueblo, y cada día hacía el recorrido para cerciorarse de que las pajariles bañeras estuvieran llenas de agua y evitar que se destinaran a otros usos oficiosos (tales como los de receptáculo para las hortalizas, jardincillo japonés, o simplemente, cubo de la basura) como a menudo solía encontrarse. Además había proporcionado a los dueños de las quintas otras tantas mesas para pájaros y allí iba diariamente para colocar encima de dichas mesas trocitos de nuez y migajas de pastel, que eran inmediatamente consumidos, así que la buena señora se había vuelto de espaldas, por los niños de la casa.
—Ved a las ratas, por ejemplo —prosiguió diciendo Guillermo con gran elocuencia—. Nadie se preocupa para nada de las ratas ni de los ratones, y eso únicamente porque las ratas no tienen plumas y no saben volar ni cantar ni comportarse como pájaros. ¿Por qué no hay baños para las ratas y mesas para las ratas en los jardines, del mismo modo que hay baños para pájaros y mesas para pájaros? Eso no es justo, y yo estoy dispuesto a empezar a dedicarme a las ratas sólo para enseñarles cómo se hacen las cosas. Tanto valen las ratas como los pájaros.
—Dice que va a organizar la semana de los pájaros —dijo Pelirrojo sombríamente.
—¿La qué? —preguntó Guillermo.
—La semana de los pájaros.
—¿Y eso qué es?
—No lo sé. Más jaleo todavía. Creo que se propone conceder medallas a los niños que hagan algo bueno para con los pájaros durante la semana. Y además dice que la gente no debiera de tener gatos en las casas, porque se comen los pájaros.
—¿Y por qué no van a comerse los pájaros los gatos? —preguntó Guillermo en tono declamatorio, alzándose en defensa de un animal para el que habitualmente no sentía el menor afecto ni la menor simpatía—. ¿Por qué no pueden comerse pájaros? Los gatos tienen que vivir, igual que la señorita esa. Y los pájaros ¿qué comen pues? Se comen a los gusanos. Y supongo que los gusanos también tienen sus sentimientos, como cualquiera. ¿Y qué come la señorita Chesterfield, sino terneras y cerdos y otros animales parecidos? ¿Es que las terneras y los cerdos no tienen sentimientos tampoco?
—No come ternera ni cerdos —dijo Pelirrojo—. La señorita Chesterfield es vegetariana y sólo come verduras y frutas.
—¿Y cómo sabe la señorita Chesterfield que las coles no tienen sentimientos? Como que las coles no tienen plumas, ni cantan ni saltan ni brincan como los pájaros, como si no hubiera en el mundo nada más que los pájaros que tuvieran sentimientos.
Los otros estuvieron de acuerdo, pero sabían muy bien que era inútil oponerse a la señorita Chesterfield. Había en ella, y en su forma más exagerada, el mismo espíritu intrépido que conquistó en otro tiempo el Imperio Británico. No solamente la señorita Chesterfield no se daba cuenta de cuándo había perdido la partida, sino que volvía una y otra vez a la brecha en continuos y desesperados ataques, hasta que sus enemigos cedían y le dejaban el campo libre, de puro cansancio y aburrimiento.
La señorita Chesterfield pronto tuvo muy adelantada la organización de su semana de los pájaros, auxiliada por un nutrido grupo de asistentes cuyas primeras negativas a colaborar en el asunto habían sido desechadas como inoportunas por dicha señorita, y que en aquellos momentos ya se encontraban trabajando sin descanso, día y noche, bajo sus órdenes. Se fijaron carteles en todos los graneros, en todas las vallas y en todas las ventanas. Estos carteles anunciadores del magno acontecimiento eran obra de una conocida casual de la señorita Chesterfield, que en cierta ocasión había tomado algunas lecciones de dibujo y pintura, y a quien la señorita Chesterfield había hipnotizado de tal forma que desde entonces trabajaba incansablemente en todos sus proyectos. Considerados como obras de arte, aquellos carteles dejaban mucho que desear. Uno de ellos, en el que aparecía algo así como una rana flotando en un estanque quería representar un pajarito muerto de sed, panza arriba, sobre el césped. Debajo del dibujo había la siguiente leyenda: «TÚ PODRÍAS HABER SALVADO ESA PEQUEÑA VIDA.» Otro cartel representaba un pájaro enjaulado, y debajo había las palabras siguientes: «QUIERE SER LIBRE COMO TÚ. DALE LA LIBERTAD.» Otro representaba un pájaro de especie desconocida, volando sobre un fondo de azulete, y debajo de él, la siguiente frase: «DÉJALOS QUE SEAN DICHOSOS Y LIBRES COMO ESTE PÁJARO».
La señorita Chesterfield daba también en su quinta «recepciones de pájaros», y a los invitados favoritos se los llevaba al bosque para que vieran cómo la paloma medio imbécil y el pomposo petirrojo se le posaban en el dedo y comían pastel de su propia mano. Además, concedía premios a las mesas de pájaros mejor arregladas que había en el pueblo, y daba medallas en premio a las buenas acciones realizadas con los pájaros. (Pelirrojo una vez solicitó una de esas medallas basándose en el hecho de haber dejado abierta accidentalmente la jaula del loro de su tía, pero la medalla no le fue concedida.) En cierta ocasión se trajo un conferenciante para que diera una conferencia, en el Salón Municipal, a un auditorio consistente principalmente en su hipnotizado personal auxiliar, sobre las aves migratorias, bajo el título: «Nuestros pequeños invitados veraniegos». La conferencia fue ilustrada con diapositivas. La señorita Chesterfield nunca se expresaba con una palabra tan vulgar como es la de «pájaro», sino que para referirse a los pájaros, lo hacía con frases tales como «nuestros bípedos favoritos», «nuestros emplumados amigos», «nuestros alados hermanitos», y otras cursilerías parecidas, que incesantemente se le escapaban de los labios. La clausura oficial de la «semana de los pájaros», no puso fin a sus numerosas actividades, porque ya lo decía ella:
—¿Qué utilidad tiene enardecer el entusiasmo si luego no se hace uso de él?
Y ella hizo uso de él, entre otras muchas maneras, enseñando a los niños pequeños cierto poemita nauseabundo, compuesto por ella misma, titulado: «Pequeñito pajarito chiquirritito».
El asco y el desaliento de Guillermo aumentaron.
—¡Pájaros! —exclamó acerbamente—. ¡Ya estoy mareado con tanto pájaro! A lo mejor se le ocurre a la señorita esa proponernos que les cedamos nuestra casa a los pájaros y que nosotros nos vayamos a vivir por los árboles, para que los pájaros puedan vivir mejor.
Por consiguiente Guillermo se animó de nuevo y se sintió profundamente interesado al oír que su padre mencionaba la organización de una «semana de las ratas». Su padre y el boticario estaban hablando de la citada cuestión, y Guillermo oyó cómo el boticario decía:
—Tenemos que hacer algo en serio para organizar este año una semana de las ratas. La cosa es de la máxima urgencia.
—¿Una semana de las ratas? —preguntó Guillermo, aguzando las orejas.
—Sí, una semana de las ratas —dijo concisamente su padre.
—¡Hombre! Gracias a Dios que por fin oigo algo en favor de las ratas —dijo Guillermo fervientemente—. Me gustaría ayudar a que las ratas se lo pasen bien. Ya estoy harto de que todo el mundo hable nada más que de ayudar a los pájaros.
—¿Qué quieres decir con eso de ayudar a que las ratas se lo pasen bien? —dijo su padre, irritado—. Nadie desea que se lo pasen bien las ratas. Lo que queremos es exterminarlas.
—¿Exterminarlas? —repitió Guillermo, indignado—. ¿Y por qué?
—¿Por qué? ¡Toma! Porque son unas alimañas que lo destruyen todo.
—Lo mismo que los pájaros —dijo Guillermo—. Se comen todo lo que encuentran en el jardín y en el huerto. Y si lo que quieres es exterminarlas, no sé por qué organizas una semana en su beneficio.
—Durante la semana de las ratas —le explicó pacientemente su padre—, todo el mundo hará cuanto pueda y esté a su alcance para exterminar tantos bichos de esos como pueda.
—¿Exterminar quiere decir matar? —preguntó Guillermo.
—Exacto.
Guillermo abrió la boca, ahogando un grito de incrédulo horror.
—¡Atiza! ¡Todo ese jaleo con los pájaros y luego van y matan a las ratas! Y eso sólo porque las ratas no tienen plumas ni saben cantar. Es la cosa más injusta que he visto en mi vida.
—¡Atiza! ¡Todo ese jaleo con los pájaros y luego van y matan a las
ratas!
Pero el padre de Guillermo no estaba interesado en la opinión de su hijo sobre las ratas. Le apartó con un severo gesto y prosiguió su conversación con el boticario.
Guillermo, todavía henchido de justa indignación, fue en busca de los Proscritos.
—Con todo el jaleo que arman en favor de los pájaros y luego se dedican a asesinar ratas —les dijo, una vez los hubo encontrado y les hubo expuesto el cariz que tomaba la situación—. Tendría que haber una ley contra el diferente trato que se da a unos y a otros. Si se arma jaleo con los pájaros, deberían de armarlo también con las ratas. O se protege a ambos animales o no se protege a ninguno de los dos. Yo me pondría furioso si fuese rata. Por lo tanto voto porque se haga algo para ayudar a las pobres ratas.
—¿Y qué podemos hacer? —inquirió Enrique.
Guillermo reflexionó durante unos momentos, y de pronto sus facciones se iluminaron.
—Os voy a decir lo que podemos hacer —dijo—. Podemos organizar nuestra semana de las ratas. Una verdadera semana de las ratas. Lo mismo que la semana de los pájaros que organizó la Chesterfield. Con ellos les podremos proporcionar alguna ayuda, al menos.
La idea fue del agrado de los Proscritos. Era una idea original. Daría una franca salida a su desbordante energía, y les compensaría hasta cierto punto de la humillación que su espíritu había sufrido con el culto de la señorita Chesterfield hacia sus emplumados y alados amiguitos.
—Y les construiremos una gran ratonera del mismo modo que ella ha construido esa gran pajarera para sus pájaros —siguió diciendo Guillermo—, y pondremos baños para las ratas y mesas para las ratas, igual que ella tiene para los pájaros, y en lugar de hacer una semana de las ratas haremos una quincena de las ratas, y que rabie la Chesterfield.
Se pusieron a trabajar en aquel plan con gran entusiasmo. Se eligió el viejo granero como ratonera en el buen sentido de la palabra y dentro de él se dispusieron cajas de embalaje para mesas ratoniles y tazones de agua para baños ídem. Guillermo, que pensaba en todo, llevó allí unas brazadas de paja y unos sacos viejos para que sirvieran de camas para sus invitados. Los cuatro Proscritos trajeron restos de comida de sus respectivos hogares y pronto, encima de las «mesas para ratones» había una apetitosa parada de pan, queso, carne fría, patatas frías, migas de pastel y muchísimos más requisitos, pescados en la despensa o en el cubo de la basura.
Se llenaron con agua los «baños para los ratones», y los camastros de sacos y paja se dispusieron ordenadamente a lo largo de la pared. Lo único que faltaba era encontrar ratas para la ratonera. Cuando precisamente empezaban a abordar este problema, Pelirrojo hizo un gran descubrimiento. Pelirrojo descubrió que el jardinero de su casa estaba disponiendo unas cuantas ratoneras de veras en la cuadra abandonada que había en el fondo de su jardín. Eran ratoneras a la antigua usanza: sencillas jaulas con cebo y trampa, en las que sus víctimas quedaban cogidas vivitas y coleando y que luego el jardinero, cuando daba su vuelta mañanera por el jardín, cogía por su cuenta para ir a ahogarlas en el río. Ahí estaba, pues, el contingente de invitados para su gran ratonera. Cada día Pelirrojo se levantaba temprano, iba a coger las ratoneras del jardinero, se las llevaba a su refugio, soltaba a la víctima y volvía a dejar la ratonera en la cuadra. Más tarde llegaba el jardinero, el cual se rascaba la cabeza, perplejo, ante la ratonera vacía y sin cebo, preguntándose cómo aquellas ratas endiabladas se las habían podido arreglar para largarse con el cebo.
Fue Guillermo quien se acordó de la cuestión de los anuncios.
—Tenemos que fijar carteles, lo mismo que hizo ella —dijo—. Apuesto a que nosotros podemos dibujar ratas tan bien como ella dibuja pájaros.
Sin embargo, los dibujos que hicieron de las ratas no tuvieron éxito alguno. La rata que dibujó Pelirrojo parecía un caballo, la de Enrique un león, la de Douglas una vaca, y la de Guillermo un avestruz. De nuevo fue Pelirrojo quien los sacó de apuros. Su padre, informado por el jardinero de que las «ratas endiabladas» habían descubierto misteriosamente la manera de entrar en la ratonera, coger el cebo y largarse de nuevo indemnes, se dedicó a investigar las posibilidades de otras ratoneras más modernas y hasta las de los raticidas. Durante unos días, en cada correo llegaba abundante propaganda ilustrada de raticidas y ratoneras, y entre todo el cúmulo de folletos publicitarios Pelirrojo encontró varias reproducciones muy realistas de ratas.
Una de ellas representaba a un gran ratón, muerto y envenenado, que yacía panza arriba, yerto y tieso. Pelirrojo lo recortó cuidadosamente, lo pegó en un gran trozo de cartón blanco y escribió debajo lo mismo que escribiera la señorita Chesterfield en uno de sus carteles en defensa de los pájaros: TÚ PODRÍAS HABER SALVADO ESA PEQUEÑA VIDA.
En otro grabado se veía a una rata, seguramente aprisionada en una ratonera especial, con marca registrada y todo. Pelirrojo también recortó este grabado, lo pegó en otro cartón y escribió debajo: QUIERE SER LIBRE COMO TÚ. DALE LA LIBERTAD.
En otro folleto se veía representada una rata muy ocupada en roer un saco de grano en un granero. También recortó Pelirrojo este grabado, lo fijó sobre cartón como las demás y escribió debajo: DÉJALAS QUE SEAN DICHOSAS Y LIBRES COMO ESTA RATA.
Luego los Proscritos colgaron estos carteles alrededor del refugio-ratonera. Los ocupantes de dicho refugio iban en aumento con satisfactoria rapidez. La noticia de que había un refugio ratonil parecía haberse difundido ampliamente entre la población de las ratas del distrito. Todos los días, por la mañana, surgían unas oscuras formas de los oscuros rincones del refugio y se abalanzaban sobre las mesas ratoniles, generosamente provistas de alimentos. Guillermo las contemplaba con orgullosa satisfacción.
—¡Qué bonito es ver que las ratas se lo están pasando tan bien como los pájaros! —dijo—. ¡Demasiado tiempo que han estado aguardando este momento, las pobrecillas!
A medida que se iba difundiendo la noticia, acudían a reunirse con aquella familia ratonil, otras ratas de tierras lejanas. Los habitantes de las casas próximas al viejo granero, se consultaron mutuamente, llenos de ansiedad, en vista de la súbita y alarmante afluencia de ratas, porque, aunque puntuales y fieles en acudir a la hora de la comida que se les ofrecía en el refugio, las ratas no tardaron en descubrir las despensas de las casas próximas.
La actitud de los habitantes de dichas casas próximas fue suficiente para que Guillermo comprendiera que, por el momento, debía de mantener sus actividades en secreto. El público no estaba todavía lo bastante educado como para poder apreciarlas.
—Tendremos que hacerlo gradualmente —dijo a los Proscritos—. Tendremos que educar gradualmente a la gente a ser amiga de las ratas, del mismo modo que lo es de los pájaros. La Chesterfield ha estado años y años predicándoles sobre los pájaros. ¡Y mirad el jaleo que arma la gente cuando viene una rata y se les come una minúscula parte del alimento que tienen guardado en abundancia! Y, no obstante, los pájaros comen durante las veinticuatro horas del día, porque los pájaros no hacen otra cosa que comer, y entonces la gente los contempla arrobada y dice: «¡Pero qué preciosos son!» y otras memeces por el estilo. Tenemos que esforzarnos para que la gente sea también amiga de las ratas. No hay ningún motivo para que no lo sean. Tan preciosas son las ratas como los pájaros. Cada año organizaremos una quincena de las ratas y lo iremos haciendo todo gradualmente. Este año nos limitaremos a conocer a las ratas y a hacer que a la gente le gusten las ratas, que se aficionen a ellas. Pero tenemos que hacerlo gradualmente…
Era muy cierto que las ratas ya empezaban a conocer a Guillermo. Estaban al acecho, esperando su llegada y en cuanto Guillermo se acercaba a la mesa se agrupaban alrededor de sus pies. Le habían aceptado como su amigo y protector y no demostraban tenerle temor alguno cuando Guillermo se acercaba a su mesa para contemplarlas cómo comían. En conjunto, Guillermo consideró que su quincena de las ratas había sido un éxito total. Había trabajado mucho en su organización y desarrollo, y no lamentó demasiado que la quincena tocara a su fin. Las familias de los Proscritos estaban ya entrando en sospechas sobre la cantidad de alimentos que iban desapareciendo de las respectivas despensas. Por otra parte, la señorita Chesterfield se mudaba de casa, y a Guillermo le pareció que ya era hora de que, tanto los pájaros como las ratas ocuparan un lugar menos prominente en el cuadro general de la Creación.
La señorita Chesterfield había decidido celebrar su partida por medio de lo que ella llamaba una «fiesta infantil de animales». Todos los niños del pueblo debían asistir a ella disfrazados y los disfraces debían de tener alguna relación con un animal. La comisión de auxiliares hipnotizados proporcionaría la merienda y al señor Gerardo Markham, dueño de la gran finca denominada Marleigh Manor también le habían hipnotizado para que actuara de presidente e hiciera la entrega de los premios. Don Gerardo era un buen señor que cuando se decidía a hacer algo, lo hacía a lo grande, y aunque no había llegado a comprender por qué se había avenido a actuar en un asunto como aquél que más bien le era antipático, como que, a fin de cuentas, le habían sonsacado la promesa de que ofrecería un premio, estaba decidido a ofrecerlo y gordo, y por eso se fue a Londres para adquirir una cámara cinematográfica del último modelo.
La noticia se difundió rápidamente por todo el pueblo, y la población juvenil se sintió, de pronto, entusiasmada con la idea. Una prima de la señora Brown tenía un hijo de corta edad, el cual poseía un disfraz y la señora Brown le escribió inmediatamente para pedírselo prestado. El disfraz en cuestión llegó a vuelta de correo. Era un disfraz de características vagas y dudosas que tanto podía representar a un paje de María Estuardo, como al almirante Nelson. Era un traje arrugado y ajado y evidentemente pequeño para Guillermo, y además tenía un gran siete en la pernera de los pantalones. La señora Brown decidió que, con la adición de un gato y un hatillo en lo alto de un bastón, aquel traje podría representar al de Dick Whittington[3].
—Yo no me pongo esos andrajos —dijo Guillermo, disgustadísimo—. No quiero disfrazarme de Dick Whittington. Quiero disfrazarme de otra cosa más importante, algo así como de Jonás y la ballena, por ejemplo. «Jumble» sería una ballena estupenda.
—No digas tonterías, hijo —le dijo la señora Brown pacientemente.
—O podría disfrazarme de Daniel con uno de los leones, o de aquel calvo que sale en la Biblia y que se lo comieron los osos.
—No digas más tonterías, hijo. Lo que tú dices no puede ser.
—Pues no sé por qué. O también podía disfrazarme de aquel personaje de la Biblia que hablaba con los asnos, o… de algo más interesante que ese palurdo de Dick Whittington.
—No seas tonto, hijo. El traje de Dick Whittington es muy bonito y tendrías que estar contento de tenerlo a tu disposición.
La noticia de que Huberto Lane, el mayor y más antiguo enemigo de Guillermo, también acudiría a la fiesta disfrazado de Dick Whittington, todavía dejó más deprimido a Guillermo, porque Huberto Lane iba a ponerse un magnífico traje nuevo, confeccionado especialmente para aquella ocasión, un traje fiel a la tradición en todos sus detalles. Además Huberto Lane llevaría consigo el gato de su madre, que era un bicho dócil, manso y semicomatoso, mientras que el gato que tenían en casa de Guillermo era semisalvaje e intratable, y perfectamente incapaz de entrar dentro del espíritu de la fiesta.
—Te digo y te repito que no quiero ir a una fiesta tan birria —dijo Guillermo por décima vez—, y el gato que tenemos en casa, además, no sirve para eso. Me pondría lastimado de arañazos antes de que yo tuviera tiempo de llegar a la fiesta. No sabe siquiera obrar como un gato. Los gatos de la otra gente no hacen lo que él hace. El tío ese que dices jamás habría llegado a ser alcalde de Londres si hubiese tenido un gato como el nuestro.
—«Trouncer» es un gato muy sociable —dijo la señora Brown—, y a ti sólo te araña porque le molestas siempre.
—Apuesto a que encontraría otro motivo para arañarme aunque no le molestara —dijo Guillermo—. Tiene más de fiera que de gato. Oye: te diré una cosa —añadió, al ocurrírsele una nueva y brillante idea—. Déjame que vaya disfrazado con mi traje de indio con «Trouncer», de modo que yo sería un Dick Whittington indio con su gato indio piel roja. Sería estupendo.
—No, hijo mío. No existe ni existió nunca un Dick Whittington indio. No seas tonto. Tienes que ponerte este traje tan bonito que te ha enviado la prima Ágata tan amablemente, y debes portarte bien con «Trouncer» y ya verás como él también se portará bien contigo.
—¿Ese gato? —exclamó Guillermo—. Ese gato no sabe portarse bien con nadie.
Pero pronto se dio cuenta de que era inútil querer oponerse al destino. Tendría que ir al baile de disfraces metido en aquel traje que tan mal le sentaba, y contemplar cómo su enemigo y rival Huberto Lane, recibía el premio de la cámara cinematográfica, que él, Guillermo, tanto ansiaba poseer. Huberto Lane había descubierto que Guillermo también asistiría a la fiesta disfrazado de Dick Whittington, pero vestido con un traje muy inferior al suyo, y así se lo hizo saber al interesado.
—¿De veras? —le respondió con falso sarcasmo Guillermo—. ¿Crees de veras que voy a ir vestido de Dick Whittington? ¿Crees que voy a vestirme de mamarracho? Tú espera y verás de lo que voy a ir disfrazado, y te prometo que te quedarás sorprendido de veras.
El día en que debía de tener lugar la fiesta, Guillermo simuló que se encontraba enfermo, diciendo que se sentía como si tuviera la escarlatina, la tos ferina, la bronquitis, el sarampión, el cáncer y la pulmonía, todo junto.
—¡Pero no es posible que tengas todas esas cosas al mismo tiempo! —le dijo su madre.
—Yo no he dicho que las tuviera al mismo tiempo —dijo Guillermo—. Ahora sólo tengo algunas de esas enfermedades que te he dicho, pero siento aquí, en mis adentros, que pronto voy a tener todas las demás. De todos modos, me siento demasiado enfermo para ir a la fiesta.
—¡Tonterías, Guillermo! —volvió a decir firmemente la señora Brown.
Y a continuación le vistió con el odiado traje, le dio un bastón y un hatillo, le puso a «Trouncer» en los brazos y le acompañó hasta la puerta.
—Estás precioso, hijo mío —le dijo para animarle al despedirlo—. Estoy segura de que ganarás el primer premio.
Guillermo no se dignó responder, y se marchó, arrastrando los pies, desconsolado, llevando a «Trouncer» firmemente cogido debajo del brazo. Su único consuelo consistió en comprobar que las nubes se iban amontonando sobre su cabeza, negruzcas e impresionantes, como si fuera a estallar una tormenta de un momento a otro, mientras el cielo se oscurecía.
—Estás precioso, hijo mío —le dijo para animarle al despedirlo.
Guillermo no se dignó responder y se marchó, arrastrando los pies,
desconsolado.
«Trouncer» se estaba removiendo y coleteando debajo del brazo que lo tenía asido, queriendo soltarse. Guillermo estaba seguro de que no lograría llevar al gato hasta la casa de la señorita Chesterfield. De pronto, el gato alargó la zarpa y dio un arañazo en la cara de Guillermo. Sorprendido por el zarpazo, Guillermo soltó su presa, y el gato, saltando de debajo del brazo, desapareció por el campo como un relámpago. Guillermo le tiró el bastón y el hatillo, los cuales cayeron en la acequia que bordeaba la carretera y Guillermo, sin molestarse en recogerlos, siguió abatido su camino.
Andaba muy lentamente, esperando que se precipitara el diluvio que amenazaba, remojando de tal modo a todo el mundo que ni la señorita Chesterfield ni don Gerardo Markham pudiesen distinguir la inferioridad del disfraz de Dick Whittington que llevaba Guillermo, con respecto al que llevaba Huberto Lane. Y ciertamente oscurecía a marchas forzadas. Guillermo pasó ante la puerta del viejo granero sin mirar adentro, ni darse cuenta siquiera de él. Ya se había olvidado por completo de su quincena de las ratas. El día anterior había terminado, y desde entonces pertenecía definitivamente al pasado, mientras que los pensamientos de Guillermo estaban siempre demasiado ocupados con el presente para poder distraerse con lo pretérito. Sin embargo, sus antiguas amigas y protegidas, las ratas, no sabían que su opípara quincena había terminado y estaban agrupadas alrededor de las mesas vacías esperando que Guillermo fuera a visitarlas como de costumbre para ofrecerles deliciosas migajas de pan, de queso, de galletas y de pasteles, y no comprendían la súbita fallida de su amigo.
De pronto, le vieron pasar ante la puerta del granero, le reconocieron a pesar de su disfraz de Dick Whittington, y se pusieron a seguirle, oscuras formas indistintas, disimuladas en su sombra. Guillermo, ensimismado en sus lúgubres pensamientos, no se dio cuenta de ellas. Las ratas fueron siguiéndole silenciosamente, animadas por la creciente oscuridad, sin renunciar a creer que aquel proveedor universal les fallara al final.
Los participantes a la Fiesta Infantil de Animales habían acudido al jardín de la señorita Chesterfield. Los hipnotizados auxiliares estaban auxiliando todo lo que podían, tan hipnotizados como de costumbre. Don Gerardo estaba sentado ante una mesa, inspeccionando, abatido y desalentado, una abigarrada muchedumbre de niños disfrazados de Caperucita Roja con su correspondiente lobo, o de Gato con Botas, o de gitano con oso. El mejor disfraz que allí había era, sin duda alguna, el de Dick Whittington, que llevaba Huberto Lane, quien estaba en primera fila, con aire confiado, jactancioso y satisfecho, sin apartar los ojos de la cámara fotográfica que descansaba sobre la mesa y que ya consideraba como suya. Los auxiliares lanzaban temerosas miradas, de vez en cuanto, al encapotado cielo.
—¿No sería mejor que concediera el primer premio antes de que se nos eche encima la lluvia? —sugirieron al presidente.
—Sí, pero ¿a quién se lo doy? —dijo él.
—El disfraz de Huberto Lane es el mejor.
—Pero carece de originalidad —objetó el presidente—. No hay ni un ápice de originalidad en ninguno de ellos. Si uno de ellos siquiera tuviera una chispa de originalidad, sólo una chispa…
De pronto, torciendo por la esquina de la casa, apareció en el jardín otra figura. Y no iba sola. Una pequeña procesión de bultitos negruzcos y arrastradizos la seguían. Dando alaridos de terror, el personal auxiliar echó a correr, yendo a refugiarse en el interior de la casa, en el invernáculo y en el cuartito de las herramientas. Los invitados también se dieron a la fuga y Huberto Lane realizó varios intentos tan ignominiosos como ineficaces para trepar a un árbol. Don Gerardo se adelantó hacia Guillermo. Guillermo se había quedado solo ya que sus seguidoras se habían retirado al ver la muchedumbre reunida en el jardín.
—¿Eran de veras? —le preguntó don Gerardo Markham, profundamente impresionado.
—¿Qué es lo que era de veras? —preguntó a su vez Guillermo, quien no se había dado cuenta todavía de su séquito.
—Bueno, sea lo que sea, el efecto ha sido maravilloso. Jamás había visto cosa parecida. Muy original e impresionante. ¿Cómo te llamas?
—Guillermo Brown —dijo Guillermo, absolutamente perplejo.
Los demás volvían poco a poco al jardín, saliendo de sus escondrijos y mirando cautelosamente a su alrededor.
Don Gerardo Markham pegó unos puñetazos en la mesa, reclamando silencio y seguidamente anunció:
—Señoras y caballeros: Me toca ahora el agradable deber de conceder el premio.
Huberto Lane sonrió y dio un paso adelante.
—Concedo el premio —siguió diciendo don Gerardo Markham—, a Guillermo Brown, por su excelente disfraz del Flautista de Hamelín. No sé cómo pudo conseguir su efecto escénico, pero lo que sí puedo asegurar es que ha tenido una brillante idea y la ha llevado a cabo no menos brillantemente… ¡Guillermo Brown!
Guillermo dio dos pasos adelante para recibir el premio concedido.